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Chapter 5 - El recuerdo del ayer: capitulo 2

A miles de kilómetros de distancia, una aeronave surcaba los cielos helados de Saint Morning. Afuera no había montañas ni horizonte. Solo una blancura interminable, tan densa que uno podía imaginarse cayendo en ella y perdiéndose para siempre.

La cabina crujía, y por las ranuras se colaba un silbido helado que se pegaba a la piel como agujas diminutas. El motor no rugía: zumbaba sin tregua, con un chillido áspero y monótono, igual al de una vieja máquina que no descansa. A ratos, un golpe metálico sacudía el fuselaje, como si el suelo mismo protestara, a punto de ceder bajo sus pies.

Ester no dijo nada. Sus labios habían quedado sellados desde que subió a bordo, y sus ojos no se apartaban de la blancura que devoraba el mundo.

El miedo estaba en todas partes: en los nudillos crispados de los tripulantes, en la forma en que evitaban mirar por las ventanillas, y en el silencio que pesaba más que la tormenta.

Ella seguía mirando al frente, con la espalda recta. No temblaba. No apartaba la vista. La firmeza no necesitaba palabras: hablaba por ella. Era esa clase de seguridad que, al verla, hacía que los demás contuvieran la respiración, tragaran saliva y, sin darse cuenta, respiraran más hondo… como si bastara con seguirla para que todo terminara bien.

No era una misión cualquiera. Saint Morning era el único reino donde la medicina había alcanzado su cúspide. Incluso en Roster, los nobles más orgullosos reconocían en secreto que, si alguien podía salvar a un enfermo condenado a morir, solo ellos tenían el poder para lograrlo.

Pero un milagro así nunca se entregaba sin un precio. En el pasado, Saint Morning había cruzado espadas con Roster. Tras la derrota, Roster no buscó apoderarse del reino; la guerra ya había cobrado demasiadas vidas. Por eso se conformaron con mantenerlos bajo vigilancia, permitiendo que sus progresos médicos continuaran, siempre y cuando fueran compartidos como compensación.

En ese lapso, la sangre de Ethan se convirtió en objeto de estudio. De ella nació el fármaco que lo mantenía con vida. Mientras su corazón siguiera latiendo, la conquista quedaría suspendida; Roster no culminaría lo que ellos habían comenzado.

En Roster, las horas pasaban lentamente. Cada minuto de silencio lo hacía pensar en aquella carta. Mientras Ethan se hundía en ese pensamiento, la vida a su alrededor seguía: sirvientes y doctores iban y venían, murmurando diagnósticos y ofreciendo cuidados de primera clase.

El invierno golpeaba las ventanas, como si el mundo intentara irrumpir en su palacio. En esos momentos pensaba en las pocas amistades que aún le quedaban. Quiso llamarlas, pero recordaba que un rey no podía ceder a caprichos. Y así, mientras los días se deshacían uno tras otro, él permanecía allí, a veces sentado junto a la ventana, inmóvil… como un retrato condenado al olvido.

—Tengo tantas palabras y sentimientos guardados en mi corazón… —susurró, como si hablara con los fantasmas de su familia—. Que ni siquiera sé por dónde empezar.

Aunque él confiaba ciegamente en Ester, no podía evitar temer que algo malo le sucediera en el viaje a Saint Morning. Al contemplar el jarrón, vio los jazmines marchitarse. Una de las flores se desprendió del tallo y cayó sobre el álbum familiar que descansaba en la mesa. Al abrirlo, la frágil corola se deslizó hasta su palma, como si el pasado mismo hubiera decidido alcanzarlo. Mientras acariciaba las fotografías en blanco y negro, sentía la necesidad de escapar de su encierro.

Al vestirse ligeramente, el silencio se quebró con un golpe en la puerta. Ethan apenas había acomodado la tela sobre su hombro cuando esta se abrió, dejando ver a Ester en el umbral.

Su andar era lento, como si cada paso hubiese quedado atrapado en barro invisible. El viaje se le notaba en la piel pálida, en las ojeras que hundían su mirada, en las manos agrietadas que todavía temblaban por el frio.

—Ethan… —su voz se detuvo a medio camino, igual que sus pies, como si un hechizo invisible la hubiese dejado suspendida.

Él se acercó despacio, sin apartar los ojos de los suyos.

—Tranquila… todo estará bien. —Su voz apenas fue un susurro, pero el abrazo habló por él.

Las lágrimas de Ester corrieron silenciosas, como un tributo a esos sentimientos que rara vez dejaba escapar. Ethan la había visto resistir tormentas y cuchillas sin pestañear; sin embargo, ahora, entre sus brazos, no estaba la mujer férrea, sino la niña que había conocido años atrás.

—Hoy, por primera vez, no me llamaste "mi señor…" —murmuró él, con una sonrisa leve, mientras sus dedos se perdían en su cabello, oscuro como una noche sin luna.

Ella no respondió. En su lugar, repitió su nombre como un conjuro frágil, como si esas dos sílabas pudieran detener lo inevitable:

—Ethan… Ethan…

Al separarse, sacó un pequeño frasco de cristal de su bolsa. Su contenido brillaba débilmente bajo la luz del ocaso. Con un sollozo ahogado, se arrodilló frente a él y lo alzó como una ofrenda.

—Es la medicina… —susurró, conteniendo la emoción que le quemaba la garganta —. Es lo único que pude conseguir; el viaje fue difícil.

Él observó el frasco, luego a ella. Bajo aquella apariencia seguía estando la misma niña que le había jurado, entre risas y lágrimas, no abandonarlo jamás.

Los días pasaron. La medicina lo devolvió lentamente la vitalidad. Ahora recuperado, tenía que enfrentar su nueva realidad.

En un paisaje envuelto en una lluvia de luz y sombras, su figura emergió con cautela, con el rostro oculto tras una máscara de león. Cada rayo de claridad parecía esquivar su presencia, como si el lugar mismo se contuviera para no delatarlo. Un túnel de enredaderas y flores silvestres componía el camino hacia su destino.

A su alrededor, los nobles caminaban con seguridad, envueltos en seda y terciopelo, como si el mundo entero les perteneciera. Los grupos se arremolinaban bajo la cúpula, como pájaros de plumaje exótico, riendo con delicadeza, siguiendo una melodía que solo ellos podían oír.

Creyendo que su misterio era impenetrable, Ethan no esperaba ser descubierto. 

—Mi pequeño hermanito, ¿cuánto tiempo ha pasado? —la pregunta llegó acompañada de una sonrisa cálida.

Al quedar paralizado, la mujer notó su rigidez y movió su cabello dorado con un gesto fluido, como si le mostrara que nada de aquello era un sueño.

Ethan escudriñaba sus recuerdos, buscando cualquier pista que le revelara la verdad. La imagen de un niño pequeño floreció en su mente: llorando desconsoladamente, mientras extendía las manos como si intentara detener a alguien. Era un recuerdo borroso, pero tan cercano, tan real… que, sin darse cuenta, sus manos replicaron los movimientos.

—¿Hermanito…? ¿Así le hablas a un desconocido?

Su voz salió disparada, como un latigazo de desprecio y desconfianza. Cada palabra marcaba un abismo entre ellos.

—Entiendo que soy solo una extraña para ti… —dijo ella, con un hilo de nostalgia—. Pero aún recuerdo el día en que te dejé en casa… eras tan pequeño que podía sostenerte entre mis brazos.

Liliana desvió la mirada, como si el peso de sus propias palabras le hubiera caído encima.

—¿Por qué me haces esto? —su voz se quebró en un susurro—. ¿Qué es lo que realmente buscas?

Mantuvo la mirada fija en ella, controlando la ira que amenazaba con escapar de sus puños.

—Antes de entrar en detalles… ¿te gustaría dar un paseo? —propuso ella, apartando suavemente un mechón dorado de su rostro, como si el gesto pudiera suavizar lo sucedido.

Aunque las dudas lo acosaban, su deseo de revivir el pasado era más fuerte que su miedo. Con el pulso acelerado, sus dedos se acercaron con cuidado, temiendo que el más leve contacto rompiera la ilusión. La piel de porcelana, fría y suave como la brisa nocturna, le dio la sensación de sostener un sueño en lugar de una persona.

—Quiero disculparme —dijo ella, con voz tranquila y medida, como si cada palabra hubiera sido ensayada.

En su memoria, esos ojos azules, profundos como el mar, siempre le mostraron calidez. Ahora, sin embargo, eran cristal tallado: hermosos, pero vacíos.

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