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Chapter 26 - La niña del invierno: capitulo 5

Al tocar mi mejilla, comprendí la realidad.

No era un malentendido. No era un castigo justo. Era odio.

¿Por qué soy tratada de esta manera…?

A veces me cuesta aceptar que el joven príncipe comparta la misma sangre que esta criatura arrogante. Esta princesa que sonríe mientras me destruye.

Me arrodillé, y entre sollozos, pedí perdón.

Pero no hubo respuesta. Solo la punta de su bota golpeando mi estómago. Una vez. Y otra. Y otra.

El dolor no era lo peor…

Lo peor era seguir suplicando mientras me pateaba como si no valiera nada.

Como si mis palabras fueran insectos zumbando a su alrededor.

No sé cuántas veces ocurrió. No sé cuándo dejó de hacerlo.

Solo recuerdo que el mundo se volvió negro por un instante.

Y cuando abrí los ojos, ella ya no estaba.

Solo quedaba el ardor en mi vientre, la vergüenza quemándome el rostro… y el sol, brillando como si nada hubiera pasado.

Me puse de pie, tambaleando como un brote débil en medio del viento.

Recostada en un rincón donde nadie me viera llorar, miré los moretones que latían en mi piel.

Sin una voz que respondiera a mi dolor, me hice la única pregunta que no me dejaba rendirme: "¿Qué tengo que hacer para obtener mi felicidad?"

Quiero seguir al lado del príncipe.

Quiero protegerlo.

Pero… ¿cómo sería posible, si ni siquiera yo puedo defenderme?

Me detuve un momento a contemplar el firmamento.

La tarde estaba tranquila.

El sol atravesaba el jardín y dibujaba sombras largas sobre la hierba.

Fue entonces cuando vi una espada de madera, olvidada junto a una fuente de piedra.

Estaba apoyada con descuido, como si nadie la necesitara…

Al acercarme, noté que el objeto estaba desgastado, como mi alma.

Como si hubiera esperado demasiado tiempo a que alguien la encontrara.

No sé por qué… pero sentí que me estaba llamando.

Como si supiera que, tarde o temprano, tendría que volver a este camino, que tanto me lastimo.

El camino de la espada.

Ese arte que mi madre odiaba.

Ese que me obligaron a aprender cuando apenas tenía seis años,

en las tierras del norte.

No quiero recordar los detalles.

Solo sé que ella lo detestaba con cada fibra de su alma.

Cada vez que fallaba en mi entrenamiento… los gritos por mi torpeza se convertían en golpes que recibía como castigo.

Y mi madre lo sentía como si el daño me lo hubiera hecho ella misma.

Fue ese uno de los muchos motivos por los que dejamos nuestro hogar.

Para que ambas dejáramos de ser un títere.

Y para que yo pudiera… ser libre.

Y sin embargo, ahora estaba aquí, frente a una espada de madera. Temblando.

Como si el simple gesto de extender la mano desenterrara todo aquello que creí enterrado.

Al sentir el tacto en mi piel, el pasado me acosó con recelo.

Cuando repliqué los movimientos de mi entrenamiento,

las voces martillaron mi mente,

como si me reclamaran el sentido de mi determinación.

Me dolía cada palabra…

y, aun así, apreté los dientes.

Mientras las lágrimas seguían rodando por mis mejillas,

bebí mi dolor… como si pudiera hacerme más fuerte,

negándome a olvidar lo poco que había aprendido.

Mi sombra y yo danzábamos con torpeza,

como si ambas intentáramos recordar.

Repetía los movimientos una y otra vez,

en un intento inútil por mejorar.

Pero el dolor en mi vientre no ayudaba.

Apenas unos meses atrás, me recupere de la desnutrición.

Y aun así…

estas secuelas no se iban.

A veces me sentía cansada sin ningún motivo,

como si el cuerpo se rindiera antes que mi alma.

Al caminar por el palacio fingía estar bien.

Cada vez que las sirvientas me miraban,

alzaba la mano y les ofrecía una sonrisa…

una que ni yo misma creía.

La tarde seguía avanzando sin prisa.

Pero yo... yo aún seguía buscando la fuerza, sin embargo, mi estómago no conocía esa necesidad.

Con un gruñido sordo y la cabeza dándome vueltas, me encaminé al comedor del personal.

Había evitado cruzarme con la princesa, pero el destino parecía tener otros planes.

Fue como una pesadilla: nuestras miradas chocaron como dos olas en plena tormenta.

Me alejé sin pensar, como si pudiera huir girando en seco… pero el mundo no reaccionó como debía. Algo no encajaba.

Cuando miré al final del pasillo, allí estaba ella.

Y cuando volví la cabeza hacia el otro lado... también.

Dos figuras idénticas bloqueaban ambos extremos del corredor.

"Es una ilusión… solo una ilusión", me repetí.

Pero en cuanto intenté avanzar, una mano surgió de la nada y me neutralizó con violencia.

—¿Qué... qué acaba de suceder? —susurré, mientras me sujetaban como a una ladrona.

Quise alzar la vista… para comprobar que no era una alucinación, sin embargo, había dos princesas.

Ambas me miraban con la misma frialdad, como si el mundo fuera una piedra y yo un insecto que estaba por ser aplastado.

No sé cuántos segundos pasaron.

Pero mis lágrimas comenzaron a caer sin que pudiera evitarlo.

Y justo cuando pensé que nada podía ser peor…

Un sonido rompió el silencio.

Un tatareo.

Ligero, juguetón…

Como si un niño caminara entre ruinas abandonadas.

Los pasos comenzaron a multiplicarse.

Uno tras otro, más cerca.

Y de pronto… se detuvieron en seco.

Como si todo hubiese sido una trampa.

—¿Qué…? —La voz que emergió fue como un arroyo en calma.

Pero en un instante colisiono—. ¡¿Qué creen que están haciendo?!

—¡Luna… Aurora! —gritó con una mezcla de rabia y desconcierto—. ¡Hermanas… déjenla en paz!

No vi sus rostros. Solo escuché el golpe seco de sus pasos, acompañada de una sombra pequeña que se abalanzó contra ellas con fuerza. Intentó apartarlas de mí, sin pensar en lo demás.

Fue inútil al principio, pero… tras unos segundos de resistencia, las manos que me sujetaban desaparecieron.

Al ser liberada, sentí el calor de sus dedos en mis mejillas.

Cuando nuestras miradas se encontraron, entendí que no era la única que sentía ese dolor.

El tercer príncipe estaba a mi lado, protegiéndome con una dulzura desesperada.

Con un solo gesto, ordenó a uno de sus escoltas que me protegiera. Me envolvieron con una fina capa, con el emblema dorado del león real.

Mientras tanto, Ethan se puso de pie frente a ellas. Como si estuviera por derrumbarse.

—No lo entiendo… —dijo con voz rota—. No entiendo cómo pudieron hacer esto…

Lo vi. Por primera vez.

Y también por última vez.

El príncipe enfrento a su propia sangre por mi culpa.

Su voz, parecía ahogarse entre la rabia y el temblor que sentía su cuerpo.

—Por favor… —susurré, mientras mi voz se perdía en medio del silencio—. No más, mi príncipe…

No tiene por qué…

No por alguien tan inútil como yo.

Las hermanas del príncipe no respondieron.

Guardaron silencio.

Como dos cómplices que no temen ser culpadas.

Pero esa voz, que antes ardía con furia, se extinguió de pronto.

Y su cuerpo se desplomó sin aviso, y tan rápido como ocurrió, sus hermanas lo sostuvieron con cuidado.

Un murmullo de horror cruzó el pasillo, como si el miedo hubiese encontrado voz.

Las sirvientas palidecieron.

Los escoltas retrocedieron.

Como si el fin acabara de ser anunciado.

Quise correr.

Quise ayudarle.

Pero… ¿cómo?

¿Cómo hacerlo?

Las miradas de sus hermanas me atravesaron.

No dijeron nada.

No hacía falta.

Para ellas… yo era la culpable.

Entonces algo cambió.

Un silencio más hondo que el anterior se esparció como una grieta en el suelo.

Ella apareció.

No como soberana. Sino como madre.

Sus pasos resonaron antes que su voz.

Sus ojos no buscaron explicaciones.

Y cuando vio a su niño, desplomado, corrió.

Corrió como si el mundo ya no tuviera forma ni deberes.

Se acercó, con pasos lentos, como si temiera lo que estaba a punto de hacer.

Pero lo hizo.

Alzó la mano, y el primer golpe cruzó el aire con la precisión de quien no quería hacerlo… pero debía. El segundo fue igual de firme. Y el silencio, más denso que nunca.

Las gemelas no se defendieron. No dijeron una palabra. Solo bajaron la cabeza.

La reina temblaba. No por rabia.

Era miedo de perder a su pequeño.

Y aun así, yo solo podía pensar en una cosa:

¿Qué hice mal...?

Mis recuerdos se quebraron de golpe, como un cristal al tocar el suelo.

La puerta de mi celda comenzó a abrirse, como si mi tiempo se hubiese agotado.

¿Quién sería esta vez…?

¿Algún miembro del consejo, con sus preguntas envenenadas… o la estúpida de Liliana, esa falsa reina disfrazada de virtud?

No esperaba respuesta. Solo observé, en silencio.

Una figura encapuchada cruzó el umbral, sin pronunciar palabra.

Sus pasos eran firmes, como si el encierro no pesara en el aire.

Traía algo entre las manos.

Mi bolsa.

La misma que me obsequió mi señor.

Sentí un nudo en el pecho.

La reconocí de inmediato, como si aún conservara el aroma del viento… y de la esperanza.

Esa bolsa era mía.

Mía, de cuando aún era la mensajera del palacio.

Pero entonces, mientras se acercaba, sacó algo más.

Mi antiguo uniforme.

El mismo que usaba… antes de que todo se viniera abajo.

Y con ese simple gesto, lo supe.

Algo estaba por comenzar.

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