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Chapter 99 - Rumbo a la Oscuridad Conocida

El viaje hacia el punto de extracción —un aeródromo olvidado por el tiempo, sepultado bajo la escarcha del sur siberiano— se convirtió en un desfile extraño de silencios contemplativos, tensiones contenidas y, en ocasiones, una inesperada camaradería. La presencia de Arkadi Rubaskoj, el mago herido, era una constante fuente de inquietud y misterio.

Arkadi, ahora capacitado para comunicarse sin barreras gracias al microchip implantado, era… peculiar. Oscilaba entre lo lúgubre y lo cínico. Su humor era una mezcla entre reflexiones crudas sobre la muerte y sarcasmo teñido de locura, tan impredecible como la nieve que caía sin aviso sobre sus hombros harapientos.

Mientras los tres caminaban por un bosque congelado que parecía extenderse sin fin, Volkhov rompió el silencio con una de esas preguntas prácticas que solo él se atrevía a pronunciar sin rodeos, interrumpiendo la melancolía del mago.

—Arkadi —dijo, con voz firme mientras pisaba la nieve crujiente—. Con toda esa magia que mencionaste que aún existe... ¿no hay algo que puedas hacer con la edad? ¿Revertirla, quizá?

Arkadi se detuvo. La nieve se acumulaba sobre su capucha, y su único ojo blanco centelleó como una estrella helada en medio del gris.

—Ah... La obsesión con la juventud —murmuró, arrastrando las palabras como si saboreara veneno antiguo—. ¿Crees que la edad es un mal que hay que erradicar? Qué arrogante. La vejez es el precio, francotirador. El precio por haber sobrevivido a un mundo que quiere verte muerto. Cada arruga y cada dolor articular es una victoria contra la muerte, una historia de escape.

Volkhov arqueó una ceja, sin inmutarse por el sermón.

—Solo preguntaba. Sería útil quitarse unas décadas cuando las balas empiecen a llover y la articulación te falle.

Aiko, caminando a su lado, soltó una risa contenida.

—Te ves bien, Volkhov. Como un leñador que se olvidó de afeitarse por diez años. Un poco más de blanco en la barba le da carácter.

—Hilarante —gruñó él, aunque sin ocultar la sonrisa que se le escapaba ante la facilidad de Aiko para aligerar la tensión.

Arkadi los observaba con una mezcla de fastidio y fascinación. La dinámica de ese dúo era tan extraña como su propia existencia.

—Si pudiera volver a tener veinte años, no lo haría. A esa edad, aún creía que el mundo podía cambiarse con buenas intenciones y un poco de poder. Ahora sé que el poder solo atrae más dolor. Los faros se convierten en blancos.

Horas después, bajo un abrigo improvisado de ramas secas y una lona vieja, Aiko aprovechó un momento de descanso para volver a abrir la conversación.

—A veces nos llamas "hijos del fuego"… pero también dijiste "hijos del sol". ¿Cuál es la diferencia, para tu "resonancia"?

Arkadi permaneció en silencio, sus dedos huesudos extendidos frente al fuego, como si intentara conversar con las llamas.

—El fuego quema. Purifica. Destruye y crea. Es furia y renacimiento. Eso es lo que llevan ustedes, la sed de la nueva era. Pero el sol… el sol guía. Es constante, implacable en su ciclo, necesario incluso cuando te quema la piel. Ryuusei es eso: la luz que no puede apagarse sin arrastrar al mundo con él. El centro gravitacional del caos.

Volkhov dejó de limpiar su rifle. Lo miró con sospecha.

—¿Entonces lo respetas o lo temes?

—Lo temo —respondió Arkadi sin dudar—. Porque todo lo que brilla así, inevitablemente cae… Y arrastra a los que están demasiado cerca. Ustedes, que llevan su piedra, son los satélites en esa caída.

Durante la noche, mientras las ráfagas de nieve silbaban como cuchillas invisibles, Arkadi narró una historia. Una vieja anécdota sobre cómo enfrentó a un espíritu de la taiga y perdió un dedo, un precio menor, según él, por la lección aprendida. Terminó mostrando una falange congelada que guardaba en un pequeño frasco colgado de su cuello.

—¿Por qué la guardas? —preguntó Aiko, horrorizada y divertida.

—Recordatorio. De que la magia siempre cobra su precio. Nunca obtienes algo gratis de las fuerzas antiguas —respondió Arkadi, tragando un sorbo de algo que definitivamente no era té.

El día siguiente trajo problemas más tangibles.

Los ladridos rasgaron el silencio como una alarma primitiva.

—Perros —escupió Volkhov. Se detuvo, alzó su arma y escuchó—. Y no son salvajes. Vienen con compañía. Guardias fronterizos o, peor, militares que patrullan esta zona muerta.

Aiko desenvainó su espada, sus ojos fijos en las sombras que emergían entre los árboles. No tardaron en aparecer los cazadores: hombres armados, encapuchados, con trajes térmicos militares, cubriendo su avance con la velocidad y coordinación de tropas entrenadas.

—¡Guardias! —gritó Aiko.

—¡Separémonos! —ordenó Volkhov. Su voz era el trueno antes de la tormenta.

Arkadi se quedó atrás. Murmuró un conjuro en un idioma olvidado y levantó los brazos. El suelo crujió. Un muro de hielo grueso y rugoso emergió entre ellos y los perseguidores, elevándose como dientes congelados de un dragón.

Pero uno de los soldados logró saltar la barrera justo antes de que se completara. Cayó sobre Aiko con un cuchillo.

No llegó a tocarla. Aiko giró con una rapidez inhumana. Su espada cortó el viento, y luego, el cuello del hombre con un sonido húmedo. La sangre salpicó la nieve, tiñéndola de rojo carmesí.

Volkhov disparaba sin pausa, cada bala un testimonio de su precisión letal. Cayó uno. Luego otro. Pero eran demasiados y se estaban reagrupando.

—¡Barranco! —gritó Arkadi—. ¡Crúcenlo!

Al llegar al precipicio, Arkadi extendió los brazos. Del suelo brotó un puente de cristal, frágil como el hielo pero lo suficientemente sólido para soportar su peso. Cruzaron. Cuando el último de ellos tocó el otro lado, Arkadi hizo un gesto final y el puente estalló en millones de fragmentos brillantes, dejando a los soldados atrapados al otro lado, frustrados y gritando.

Tres días después, llegaron al aeródromo.

Era un cementerio de hierro. Torres de control derruidas. Antiguas pistas cubiertas de hielo y nieve. Y en medio de la pista… un helicóptero gris, con aspas inmóviles y ventanas cubiertas de escarcha. Su escape.

Esperaron bajo el abrigo de un hangar destrozado. El cielo rugía, nublado. El viento soplaba como si arrastrara gritos de soldados caídos.

Y entonces lo oyeron. Un sonido que no pertenecía a la tundra.

Las hélices. El rugido del motor que significaba esperanza… o el inicio de otro infierno. La logística de Ryuusei no fallaba.

Volkhov se levantó. Ajustó su máscara. Aiko se abrochó el abrigo. Arkadi simplemente sonrió con su mueca torcida, su ojo blanco mirando al cielo como si ya pudiera ver el calor y la humedad de su próximo destino.

—Volvamos a la guerra —murmuró el mago—. El descanso terminó.

Y así, rumbo a la siguiente sombra, y al contraste absoluto de Hong Kong, partieron.

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