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Chapter 25 - La Arquitectura del Engaño

—Al menos sabemos que es detrás del Torreón Central —comentó Isolde, con una sonrisa que no parecía del todo segura.

—Bueno… no me esperaba nada de esto —admití, con un nerviosismo que ya no intentaba disimular.

Nos habíamos perdido mentalmente. Esa era la conclusión más inmediata, aunque compartida por todos los demás estudiantes que, como nosotros, habían llegado para presentar el examen. Éramos un grupo de aspirantes desorientados, caminando en círculos dentro de una arquitectura que parecía burlarse de nuestra percepción.

—Jajaja… Creo que eso de jugar con los espacios estructurales se le da bastante bien a quien haya diseñado este lugar —añadió Isolde, alzando la mirada. Tenía razón. ¿Cómo demonios habían logrado algo así?

La torre por la que habíamos entrado —supuestamente una de las rutas hacia el campo de entrenamiento— no respetaba ninguna lógica interna. Desde fuera, era perfectamente vertical. Por dentro, el espacio parecía plegado, girado sobre sí mismo. Las paredes eran pisos. Los techos, corredores. Era como si hubiésemos cruzado el umbral de un rompecabezas imposible.

Los estudiantes murmuraban entre ellos, atónitos. Algunos, visiblemente alterados, salieron por donde habían venido para recuperar el aliento. Necesitaban aire. O tal vez solo querían asegurarse de que el mundo exterior seguía siendo el mismo.

—Transversomancia. Interesante que hayan conseguido integrarla en una estructura de esta magnitud —dijo alguien detrás de mí.

Me giré. Un joven de cabello blanco y ojos verde esmeralda ajustaba con elegancia unos lentes de marco metálico. Impecablemente vestido, su aura parecía cuidada al milímetro. Se veía bien. Demasiado bien. Atractivo, incluso. Consciente de ello, por supuesto.

—¿Transversomancia? —repetí en voz baja. El término sonaba arcaico, aunque dotado de una lógica inquietante.

—Exacto —respondió—. Magia aplicada a la manipulación estructural del espacio. Es poco común, costosa y requiere una comprensión matemática bastante elevada. Quienquiera que haya diseñado esto, merece reconocimiento.

—¡Oooh! ¡Qué genial! —exclamó Isolde, levantando la vista hacia unos candelabros suspendidos en un eje visual absurdo.

—Pero desde afuera… todo se ve normal —observé—. ¿Cómo se explica eso?

—¿No es obvio? Magia ilusoria. Para los que están fuera, esto sigue siendo una torre vertical. Sólo quienes cruzamos el umbral percibimos la verdadera disposición.

Ingenioso. Aterrador. Innecesariamente ostentoso. En resumen: muy propio de instituciones que quieren impresionar a los ingenuos o intimidar a los competentes.

—Un momento. ¿Quién eres tú? —pregunté, cortando el intercambio técnico con una duda más pragmática.

—¿Eh? Oh, mis disculpas. Fui grosero. Mi nombre es Gareth Rex Sauructe, hijo de Rondalf Rex Sauructe, duque del territorio occidental —dijo, alzando el mentón con una solemnidad que me dio urticaria mental inmediata.

Y ahí estaba. Uno de esos. Los orgullosos descendientes de la nobleza, encantados de sí mismos, convencidos de que la genealogía es una forma válida de inteligencia.

—¿Rex? —preguntó Isolde, con visible interés.

—Así es.

—¡Ah! ¡Entonces tú eres sobrino del Tío Reginald!

—¿Eh? —Gareth parpadeó, desconcertado—. ¿Conoces al Tío Reginald?

—¡Sí! ¡Es nuestro mentor en mecánica mágica!

¿Mecánica mágica? Eso sonaba… razonablemente impresionante. Mucho más que la simple "mecánica". Punto para el nombre. Y para Reginald por el ingenioso nombre. Si es que él se lo puso.

—Oh… Ya veo. Bueno, entonces es un gusto conocerlos a ambos. ¿Sus nombres? —dijo, estirando el brazo en un gesto de saludo tan impecable como ensayado.

Fui el primero en responder. Tomé su mano con firmeza, aunque sin énfasis.

—Lucius D'Arques —dije, y la solté en cuanto fue socialmente aceptable.

—Un placer —respondió con una sonrisa que parecía genuina, aunque no tenía forma de verificarlo con certeza.

Luego giró hacia Isolde, quien estrechó su mano con naturalidad.

—Yo soy Isolde D'Arques.

—El gusto es mío —repitió, soltándola con la misma cortesía.

—¿Tienes alguna idea de cómo descifrar esto? —pregunté, señalando vagamente el entorno distorsionado—. No hay un camino claro hacia el campo de entrenamiento. El examen debería empezar, pero esto…

—No tengo ni la menor idea —dijo sin inmutarse.

Bueno, al menos no soy el único en completa ignorancia.

—Vaya… sí que metieron la pata, —interrumpió una voz familiar, resonando por todo el lugar como si disfrutara la teatralidad del momento.

—¿Tío Reginald? —dijo Isolde, sorprendida.

—¿Eh? Maldición… y yo que quería ser más misterioso —respondió una figura que descendió desde el techo con una naturalidad que sugería que esto no era la primera vez que lo hacía.

—¿Por qué demonios querrías hacerte el misterioso? —pregunté, arqueando una ceja.

—Vamos, solo quería asustarlos un poco, —admitió con descaro—. Aunque debo decir que sí logré desconcertar a algunos, —añadió, girando hacia los estudiantes, quienes lo observaban como si acabaran de ver a un gato hablar en latín—. Hola, Gareth. Veo que ya te hiciste amigo de Lucius e Isolde.

—Buenos días, Reginald.

—Buenos modales. ¿Ves, Lucius? ¿Por qué no puedes ser más como él?

Vete al diablo, pensé, aunque no lo dije. Lo observé en silencio.

—¿Y tú qué haces aquí? —pregunté, sin molestarme en hacer disfrazar mi desconfianza.

—He venido a llevarlos al campo de entrenamiento. Así que, ¡síganme! —exclamó, dándose la vuelta y avanzando con paso entusiasta.

Isolde, por supuesto, lo siguió sin pensarlo demasiado. Yo hice lo mismo, aunque con un poco más de precaución. No me fiaba de los hombres con demasiada energía antes del desayuno.

Cruzamos varios pasillos. A medida que avanzábamos, la arquitectura ganaba en complejidad y estética. El estilo gótico dominaba, con altas bóvedas, muros de piedra y una iluminación compuesta por candelabros de hierro y lámparas de aceite. Había aulas a ambos lados, algunas silenciosas, otras no tanto. En cierto punto pasamos por una biblioteca. Un par de estudiantes se detuvieron, fascinados. Supuse que, para ellos, el conocimiento era más atractivo que la gloria o la supervivencia. Admirable. O ingenuo.

Finalmente, llegamos.

La zona de entrenamiento era una plataforma de tierra compactada. Amplia. Desprovista de ornamentos. A su lado, un atril de madera y un hombre de rostro severo, que parecía más un juez que un examinador. Me estaba observando, lo cual me incomodó más de lo razonable.

—Pasa con Isolde. Ustedes serán los primeros por haber llegado antes que los demás —anunció Reginald, dándome un leve empujón, como si fuésemos niños entrando a su primer teatro.

—Bien. Vamos, Issy —dije, sin mirar atrás.

—¡Claro!

Nos acercamos al atril. El hombre levantó la mirada.

—¿Nombres?

—Lucius Van D'Arques.

—Isolde Equidna D'Arques.

Asintió, sin anotar nada visible.

—¿Posición de interés?

—General —respondimos al unísono.

—Bien. Vayan al otro lado de la plataforma y esperen a que los demás estudiantes terminen de registrarse para comenzar el examen —ordenó el hombre, señalando con el mentón hacia unas gradas de piedra ubicadas tras la plataforma.

—Entendido —respondí, y caminé hacia allí junto a Isolde.

—Siguiente, por favor —dijo el examinador sin levantar la voz. Otro estudiante se acercó a repetir el mismo proceso.

El tiempo transcurrió con una lentitud medida. El murmullo general fue menguando a medida que los estudiantes se sentaban detrás de nosotros, en los escalones. Pronto, el ambiente se volvió expectante. Y entonces… lo sentí. Como una punzada en la nuca. Alguien me estaba observando.

No era una mirada cualquiera. Tenía peso. Intención.

Pero, como suele pasar, decidí ignorarlo. Por el momento.

—Bien, ahora que todos están aquí, quiero que den su mejor esfuerzo —comenzó Reginald, su voz cortando el aire como una cuchilla disfrazada de cordialidad.

Pensé que se marcharía tras dejarnos aquí, pero no. Al parecer tenía intenciones más... entretenidas.

—Primero que nada, quiero aclarar un punto. No seremos para nada suaves al momento de probarlos. Harán todo lo posible por mantenerse en pie y avanzar a la segunda y última prueba. Si no pueden lograrlo... bueno, no esperen una medalla por participación —sonrió. No era su sonrisa habitual. Esta era diferente. Más salvaje. Casi depredadora.

Un escalofrío me recorrió la espalda, y no fui el único. Vi cómo Isolde se tensaba junto a mí.

Jamás lo habíamos visto sonreír así. Jamás.

—Bien. Permítanme explicarles la primera prueba: pelearán hasta que uno salga de la plataforma, se rinda, o no pueda continuar. Son libres de usar cualquier herramienta, técnica o mal humor acumulado que tengan encima. Pero recuerden esto: no está permitido matar al oponente.

Una advertencia tan directa como necesaria.

Clásico formato de combate. Manga shōnen en estado puro. En mi otra vida leí suficientes para entender perfectamente el tipo de prueba que se avecinaba. Isolde también lo entendió con rapidez. Estábamos bien... al menos en teoría.

—Y la segunda prueba será de defensa —continuó Reginald—. Yo les lanzaré, con toda la fuerza que me resulte divertida, una sobrecargada cantidad de maná en forma de fuego. Ustedes deben resistir dos minutos. Si fallan, ya saben: quedan fuera.

Lo dijo con la naturalidad de alguien que habla sobre el clima. Como si lanzar llamaradas letales a niños fuera parte del desayuno.

—Si sienten que están a punto de morir —añadió con despreocupación—, simplemente déjense envolver por el fuego. Yo sabré cuándo parar.

Magnífico. Una prueba ofensiva y otra defensiva... Una selección por desequilibrio. Ver quién puede resistir sin romperse. O sin gritar.

—Suena bastante divertido —comentó Isolde, con una mezcla de nervios y emoción—. ¿Crees que nos pongan contra alguien fuerte?

—Dudo que sean tan distintos de nosotros —respondí, cruzando los brazos—. Salvo, claro, que aparezca un monstruo... como Alicia.

Recordar aquella paliza me provocó una especie de microtrauma. La imagen mental de su expresión imperturbable mientras nos destruía flotó con descaro en mi memoria.

—Además, somos niños —añadí—. Las diferencias de fuerza deberían ser mínimas. En teoría.

—Lucius D'Arques —llamó Reginald con voz firme—. Vas tú primero.

Me levanté. Asentí con un gesto breve y me dirigí a la plataforma. Subir no fue sencillo. Estaba demasiado alta. Una trampa sutil para desestabilizar antes de comenzar.

—Suerte, Lucy —dijo Isolde, sonriéndome desde las gradas.

Le devolví la sonrisa. Pequeña. Contenida. Aunque por dentro ya comenzaba a canalizar maná, dejando que el flujo comenzara a rodearme con lentitud. Cerré los ojos.

—Leonard Da'Dufflain. Pase a la plataforma, —dijo Reginald.

Escuché los pasos firmes de mi contrincante. Abrí los ojos.

Un joven de unos trece años se detuvo frente a mí. Cabello oscuro, corto. Mirada afilada, casi hostil. Ojos azul claro, como hielo bajo el sol. Estaba listo para pelear.

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