N/A: hola chicos! Esta normalmente sería el final de temporada y me tomaría un descanso para ir con mi otra obra, Pero decidí alargarlo para quedar a la par con mi obra principal que ya va por la tercera.
Espero les guste lo que hice con la batalla final, espero les guste el climax, y lo siento porque el capítulo es más corto de lo normal...
Sin más que decir.
Let's Go!
[Punto de vista: Tercera Persona]
Las cámaras vibraban alrededor de las instalaciones, emocionadas, devorando el contenido con sus lentes.
El hielo del domo, agrietado como el vidrio de una ventana en invierno, chirrió con un crujido lastimero... hasta que el primer puño del Nomu lo atravesó con una violencia absurda.
Cientos de esquirlas volaron como cuchillas por el aire, algunas incrustándose en las paredes, otras desapareciendo en la bruma celeste que comenzó a llenar la zona como una marea opaca.
Desde el centro del desastre, la voz rasposa de Shigaraki se elevó como un narrador perverso, como un streamer sediento de sangre.
—¡Ahí viene! —rió a carcajadas rotas, su cuerpo vibraba de emoción, y sus ojos parecían salirse de sus cuencas—. ¡La primera kill de la tarde! ¡La primera sangre será mía!
Más cámaras flotaron hacia adelante, obedeciendo órdenes silenciosas. La nube de polvo, gruesa y helada, parecía una cortina que anunciaba una ejecución. Un teatro macabro, solo disfrutado por el morbo colectivo.
Cuando los insectos rompieron esa niebla fría, la silueta que emergió al frente del agujero en el hielo fue patética y miserable.
Ahí, sin esperanza alguna, con el cuerpo temblando sin control aparente, estaba Hades.
O lo que quedaba de él.
Su cuerpo temblaba como una vela a punto de extinguirse. Sus rodillas amenazaban con rendirse en cada intento de enderezarse. Su cabello, largo y empapado, tapaba medio rostro como un sudario improvisado.
Sus dedos, quemados, agrietados y enrojecidos, se aferraban a la empuñadura de una katana de huesos con la terquedad de quien se niega a morir. El brazo derecho colgaba inútilmente a su costado, como carne desgarrada, casi ajeno a su cuerpo.
Cada respiración que tomaba era un suplicio audible, como si la misma vida estuviera a punto de abandonarlo... y aún así, se puso de pie.
Titubeante. Quebradizo. A punto del colapso.
La katana, de filo mellado y desgastado como colmillos podridos de un depredador moribundo, centelleó bajo la luz mortecina. La tela gris, raída, que cubría el mango, se agitó como una bandera hecha jirones.
Y entonces, en esa escena rota, en esa ópera de ruinas y humo, Hades alzó la mirada. Su ojo izquierdo, carmesí como un atardecer moribundo, brilló débilmente bajo su cabello enmarañado.
Su voz fue un gruñido, un eco rasgado por el dolor, apenas un susurro... pero cargado de algo viejo, monstruoso y visceral.
—Kenshō.
[Mientras tanto]
All Might corría.
El viento silbaba a su alrededor, arrastrando jirones de humo y polvo.
Cada zancada que daba hacía vibrar el asfalto, pero no había alegría en su rostro. No había sonrisa.
Solo un gesto endurecido. Unos ojos fieros. Una rabia sorda mordiéndole las entrañas.
—Treinta segundos... —murmuró entre dientes, el pecho apretado como una viga a punto de romperse—. Treinta malditos segundos...
Su mente le golpeaba con la crueldad de la culpa.
Si tan solo no hubiera perdido tiempo antes. Si tan solo hubiera corrido más rápido.
Si tan solo... no hubiera recibido esa herida...
29 segundos.
All Might apretó los puños, sus nudillos blancos de furia. El domo de la USJ ya estaba a la vista, una herida abierta en medio del campus.
Él sabía, lo sentía en sus huesos oxidados: iba a llegar, pero iba a ser demasiado tarde para algo... o alguien.
Y eso, no se lo perdonaría jamás.
....
La sala de la productora hervía de una vida malsana. Cientos de monitores parpadeaban a la vez, como ojos enfermos ansiosos por no perder ni una gota de la carnicería que se desataba ante ellos.
El hielo reventaba como pulmones colapsados bajo la brutalidad del monstruo, mientras los cuerpos de los estudiantes eran arrastrados, sacudidos como títeres rotos en manos de un dios sádico.
Los editores, reunidos en enjambres, no parpadeaban. Sus dedos tamborileaban sobre los teclados con furia bestial, escribiendo titulares que ya sabían venderían como pólvora en los noticieros de la noche:
"Sangre joven caída en la U.A.: adolescentes asesinados en ataque terrorista". "Fracaso absoluto del sistema de héroes". "La juventud sacrificada en vivo".
Cada golpe que el Nomu descargaba era capturado en alta definición, cortado, embellecido, repetido en loop para que el dolor pudiera ser mercadeado como un espectáculo más. Era una carrera sangrienta, una orgía de codicia disfrazada de deber.
¿Quién publicaría primero? ¿Quién tendría el privilegio de vender la imagen de un cadáver fresco antes de que se enfriara?
Sus bocas, abiertas en sonrisas tensas, apenas podían contener la espuma de la avaricia.
Y justo cuando la primera celebración comenzaba, cuando las apuestas sobre si sería transmitido sin censura ya volaban por el aire, el Nomu se giró y comenzó a golpear un domo de hielo. Las hienas ladearon la cabeza, parpadeando sorprendidos, por un momento creyeron que la primera víctima sería la chica de cabellera verde.
Pero, grata fue su sorpresa cuando los puños de ese monstruo estaban golpeando esa construcción de hielo. Grietas enormes comenzaban a tejerse en la superficie azulada del hielo. Lentamente, golpe tras golpe, los gemidos del hielo comenzaban crecer.
Hasta que... con un último golpe, el domo se rindió ante el constante golpeteo de una bestia.
Los reporteros comenzaron a escribir de nuevo, recordando que ahí dentro había un alumno. Sus dedos se movían con gran velocidad, tecleando con furia.
Sus ojos se abrieron, con emoción contenida cuando, de entre la bruma azul del hielo roto y la nube de polvo, una sombra se alzó.
No era alta, tampoco majestuosa... era temblorosa, herida, desafiando el simple acto de existir.
Su cuerpo estaba hecho trizas, un brazo colgando inútil, los dedos del otro reventados y sangrantes, mientras aferraba una katana que parecía más un hueso podrido que un arma.
Estaba opaca, roída y mellada.
Era puro desgaste, como los colmillos rotos de una bestia arrinconada que aún se niega a morir.
Y entonces, frente a las expectativas de los buitres, antes de arrodillarse, antes de morir, su voz —ronca, deshecha, desbordante de furia y algo aún más grande que el dolor— se alzó.
—Kenshō.
Una sola palabra bastó para congelar la sala.
Bastó para que, entre el eco de los teclados, alguien —solo una— bajara los ojos avergonzada. Bastó para recordarles, demasiado tarde, que lo que devoraban era un niño vivo.
No era un espectáculo. No era una pieza de mercancía. Solo era un niño que se negaba a morir.
....
El hospital entero parecía contener el aliento.
En un rincón, en la sala del personal, Inko se abrazaba a sí misma, encogida, mientras la gran pantalla mostraba la transmisión en directo, sin descanso alguno, casi burlándose de su incapacidad de apartar la mirada.
Sus compañeros de trabajo la rodeaban con torpe gentileza, ofreciéndole agua, palabras vacías de consuelo, gestos que se deshacían antes de llegar a su corazón.
Ella no escuchaba. No veía a nadie... Solo a él.
A ese niño —su niño— de pie entre las ruinas, retorcido por el dolor, sosteniéndose con la pura fuerza de su desesperación. Su uniforme era irreconocible. Sus ojos captaban cada detalle de él, en un vano intento de encontrar esperanza. Pero, con cada centímetro que miraba, con cada quemadura en la tela, con cada desgarro. La esperanza solo moría cada vez más.
Ella tragó saliva, sus manos temblando cada vez más. Su vista se difuminaba cuando sus pupilas comenzaron a temblar, al ver más allá de su uniforme. Su sangre marcaba cada grieta en su piel. Su brazo derecho se movía con el ligero arrullo del viento, sus piernas temblaban como si estuvieran hechas de arcilla cruda.
Su mano izquierda levantaba una katana rota que brillaba bajo la luz mortecina como un trozo de pesadilla.
Y entonces, sus oidos ajenos al ruido ajeno, lograron captar las únicas palabras del chico.
—Kenshō.
Lo que regurgitó no fue un grito. No fue un rugido heroico. No fueron palabras cliché que todos los héroes proclaman cuando se vuelven a levantar.
Fue una plegaria, casi una negación ante su inminente muerte.
Inko se cubrió la boca para no sollozar en voz alta. Sus ojos, enrojecidos y temblorosos, se iluminaron con un fuego frágil que ni el terror ni la angustia pudieron extinguir. Vio cómo, en la pantalla, manos esqueléticas surgían como raíces antiguas: abrazando las muñecas destrozadas del muchacho, trepando por sus piernas como cepas vivas, cerrándose sobre su boca como un juramento sellado en hueso.
No era una escena gloriosa.
Era grotesca. Dolorosa. Pero trágicamente hermosa.
Porque en aquel instante, bajo todo el sufrimiento y la brutalidad, Inko vio algo que ni el dinero ni la fama ni la muerte misma podían comprar o destruir: esperanza.
Una esperanza que sangraba, que temblaba, pero que seguía caminando hacia el monstruo. Que seguía luchando. Aunque fuera solo un segundo más.
....
La calle principal de Musutafu hervía bajo el calor opresivo del mediodía.
Entre puestos de comida rápida, tiendas de electrodomésticos y pasos apurados, algo inusual los detenía:
la muerte, transmitida en alta definición.
Frente a las vitrinas de los centros comerciales, varios estantes de televisores, tan brillantes y chillones como pájaros enjaulados, reproducían la misma escena una y otra vez: la USJ, en ruinas. El domo de hielo, resquebrajándose bajo los golpes brutales de una aberración.
Los transeúntes, al principio curiosos, se habían ido congregando en un silencio cada vez más tenso. Algunos apenas podían soportarlo: desviaban la mirada con el estómago revuelto, sintiendo esa náusea amarga que no sabían si provenía del miedo, de la vergüenza, o de la simple repulsión.
Otros, en cambio, mantenían sus teléfonos en alto, grabando el horror para preservarlo como una medalla, como un trofeo sucio que podrían compartir después en redes, entre risas nerviosas y comentarios huecos.
Un murmullo sordo se alzaba sobre la multitud, una ola de cobardía envuelta en palabras sin fuerza:
—¿Cómo pueden dejar que pase esto?
—¿Dónde están los héroes?
—Qué terrible... qué terrible...
—Me pregunto quién morirá primero...
—Me alegro haber convencido a mi hija de ir al curso de finanzas...
Sus palabras volaban entre boca y boca, expulsando su miedo y su incertidumbre. Aún así no se apartaban. Como polillas, atraídas por una llama que sabían que terminaría quemándolos.
Pero, de entre todos ellos, entre la masa temblorosa de voces sin rostro, solo una figura rompía el patrón.
Una chica. De coletas mal hechas, cabellos dorados enmarañados como las crines de un animal salvaje, ropas viejas parecidas a la indumentaria de una colegiala, su mirada estaba viva, sus ojos, amarillentos como avellanas maduras, centelleaban con una emoción densa casi tangible, como vapor saliendo de una herida abierta.
No apartaba la mirada, sus ojos, abiertos como heridas, desafiaban al abismo sin un solo parpadeo.
Sus labios, resecos y agrietados, se curvaron en una mueca que no era de compasión ni de horror, sino de placer visceral.
Sus pupilas, como las de un felino interesado en su presa, se clavaban en la pantalla, absorbiendo cada frame:
el domo de hielo crujiendo, el monstruo descargando sus puños sobre un adversario invisible, la promesa de sangre suspendida en el aire como una fruta madura.
Ansiaba verlo. Ansiaba ver el primer estallido carmesí. Ansiaba el primer grito desgarrado, la primera carne abierta.
Y entonces, cuando la nube de escarcha se disipó y la figura del muchacho se reveló...
Algo cambió.
No era un cadáver. No era una víctima más.
Era un chico.
Un muchacho maltrecho, empapado en su propia sangre coagulada, la piel rota en tantos lugares que parecía que se caería a pedazos si respiraba demasiado fuerte.
Pero sus ojos...
Eran como brasas al rojo vivo bajo toneladas de ceniza, negándose a apagarse, negándose a morir.
La chica sintió su corazón —ese corazón frío, ese corazón mutilado que creía muerto— golpear su pecho con violencia.
Un leve rubor coloreó sus mejillas pálidas, extendiéndose como vino derramado sobre un blanco telar.
Se abrió paso entre los curiosos, empujándolos con una violencia sutil, apartándolos como quien aparta ramas muertas del camino.
Y cuando llegó al frente, lo vio bien.
El muchacho no estaba solo. No del todo.
De su cuerpo maltrecho surgían manos de hueso puro, como si la muerte misma se negara a soltarlo.
Decenas de dedos huesudos se cerraban sobre sus muñecas rotas, sus pantorrillas quebradas, sus labios partidos: no para sofocarlo, sino para sostenerlo.
Para evitar que cayera.
Como hilos invisibles en una marioneta rota que, a pesar de su mal funcionamiento, se negaba a terminar el show.
La emoción de la chica estalló, salvaje, dulce, embriagadora. Un hambre que no conocía límites ni explicación.
Quería verlo más de cerca. Quería tocarlo.
Quería... probarlo.
Sus pupilas se dilataron como las de una bestia en caza mientras su pie daba el primer paso hacia adelante, como si el propio instinto la arrastrara hacia aquel chico que, desafiando todo lo que era humano, seguía de pie.
Una presa hermosa. Una presa perfecta.
Y estaba deseando hacerlo suyo.
...
[Mientras tanto]
El silencio podrido del USJ se rompió con un sonido imposible, como el eco de huesos quebrándose en el fondo de una tumba abierta.
Hades, cuya alma colgaba de un hilo raído, sintió cómo sus músculos fallaban uno tras otro, traicionándolo con la misma facilidad con que la carne cede bajo la podredumbre. El cuerpo ya no era más que un recipiente inútil, una carcasa entumecida por la sangre seca y las heridas que se abrían y cerraban con cada movimiento torpe.
Su mano temblorosa soltó casi por completo la katana hecha jirones, la cual, más que un arma, parecía el pedazo torcido de una cruz donde se martirizaba.
Estaba cayendo. Y en el preciso instante en que la gravedad parecía reclamarlo para siempre, surgieron de la nada: unas manos desprovistas de toda vida.
Como espectros invocados por un último suspiro de odio, las extremidades esqueléticas emergieron del suelo ennegrecido y resquebrajado, extendiéndose hacia él con la ternura de un padre que rehúsa entregar a su hijo muerto a la tierra.
Una mano, cuyos dedos eran delgados y filosos como cuchillas, se deslizó por su rostro sangrante y tapó sus labios partidos, silenciando los alaridos de su cuerpo moribundo.
Desde las fisuras abiertas del concreto surgieron más dedos, huesudos y descarnados, que treparon lentamente hasta sus tobillos, envolviéndolos como raíces desesperadas que suplicaban por no dejarlo caer. De su espalda nacieron otras, deformes y frágiles, pero decididas, que apresaron sus muñecas a medio romper, sujetando su brazo izquierdo contra la katana astillada, forzándolo a aferrarse a ella con la rabia ciega de un condenado que se niega a aceptar su sentencia.
En ese momento, Hades ya no era un ser humano, ni un héroe en busca de gloria. Era un animal herido, desgarrado y aullante, que desde el fango se aferraba a una sola certeza visceral.
—No caeré... no frente a mis súbditos... nunca más.
No lo hacía por justicia, ni por esperanza, ni por redención, sino por el instinto primario de negar su propia aniquilación, su orgullo de mierda le impedía volver a caer.
Su respiración, que venía en oleadas rotas, fue todo cuanto quedó de él, y en su pecho no latía un corazón, sino un tambor de guerra olvidado por los dioses.
La risa de Shigaraki estalló como un disparo dentro de esa escena fúnebre. Una risa rota, disonante, que se mezclaba con el hedor de la sangre y el ozono.
Se dobló sobre sí mismo, carcajeándose como un niño viendo quemarse un nido de pájaros, señalando al maltrecho cuerpo de Hades con una mezcla de burla y fascinación morbosa.
Con voz ronca y entrecortada, como quien se burla de un payaso moribundo, gritó al aire:
—¡No importa cuántas fases tengas, idiota! ¡No importa cuántos trucos de circo saques de tu trasero! ¡El final será el mismo! —Y, tras otra carcajada histérica, añadió, casi como una broma privada lanzada al vacío—. ¡Y por si fuera poco, me robaste la estética! ¡Te voy a demandar por derechos de autor!
El Nomu, como una máquina de matar que no entendía ni la burla ni la misericordia, sonrió. Una mueca antinatural, un desgarrón de carne podrida simulando una expresión humana.
El monstruo alzó su brazo monstruoso, hinchado de músculos tensos como cables de acero, cada fibra vibrando con la promesa de una muerte inminente. El aire se volvió denso, inmóvil, como si el universo mismo contuviera la respiración ante el golpe que estaba a punto de aplastar los últimos restos de la dignidad de Hades.
Pero...
....
¡THUMP!
No fue un destello de heroísmo. No fue una explosión de fuerza sobrenatural. Fue algo sucio, desgarrador, como el grito último de un lobo atrapado en una trampa.
Hades, impulsado por la mano temblorosa y las manos de hueso que lo sostenían como marionetas de su propio odio, levantó la katana astillada justo a tiempo, la hoja desgastada apuntando hacia arriba en un intento patético de bloquear lo inevitable.
El brazo monstruoso del Nomu cayó con toda su masa brutal contra la frágil barrera de metal y voluntad, y en el instante del impacto, todo el cuerpo de Hades crujió bajo la presión.
¡GRRRCH-SLNK!
El filo no cortó de inmediato. La carne resistió, se flexionó, gimió y crujió bajo la tensión insoportable, como si el mismísimo aire se quebrara a su alrededor.
Por unos segundos eternos, el brazo del Nomu vibró y tembló, gruñendo como un animal herido. Luego, lenta, pesadamente, la hoja astillada comenzó a devorarlo, rasgándolo no como una cuchilla limpia, sino como un diente mellado mordiendo carne putrefacta.
El corte no fue limpio: fue un desgarro, un arranque animal, donde el hueso astillado gritaba y la carne cedía a regañadientes ante la pura negativa de morir.
Fue un corte desesperado, sin forma ni técnica, impulsado únicamente por la negación a desaparecer. El brazo del Nomu, que debía haber sido su verdugo, se partió en un estallido grotesco de sangre espesa y astillas de hueso, el trozo amputado describió una curva irregular en el aire antes de estrellarse contra el suelo como un fardo podrido.
La risa de Shigaraki murió en su garganta. Sus ojos, antes encendidos por la diversión cruel, se abrieron como platos ante lo imposible.
Frente a él, Hades ya no era un niño. No era un héroe. Ni siquiera humano.
Era una criatura de odio puro, una aberración nacida del dolor, la sangre y un orgullo de mierda. Estaba encorvado en una posición baja y antinatural, listo para matar o morir sin un gramo de duda.
....
El primer choque no fue un duelo, no fue un cruce de armas digno de una canción: fue un carnicero estrellándose contra un coyote moribundo.
Hades, movido por el instinto, apenas logró rodar a un lado cuando el Nomu lanzó su puño gigante, golpeando donde había estado medio segundo antes. El impacto levantó una explosión de polvo y fragmentos de concreto, el suelo mismo tembló bajo la brutalidad del golpe.
Sin pensar en el dolor acumulado, sin tener un plan, se lanzó hacia adelante, la katana astillada apuntando como el aguijón de una avispa.
El filo encontró su camino en la carne desgarrada del Nomu, clavándose hasta el hueso con un sonido húmedo, como madera podrida siendo perforada. El monstruo gruñó, más de molestia que de dolor, y su brazo restante se balanceó en un gancho brutal que Hades apenas alcanzó a esquivar, sintiendo el viento aullar a centímetros de su cabeza.
No había técnica. No había forma. Solo un deseo rabioso de sobrevivir.
Hades retrocedió tambaleándose, arrastrando la espada por el vientre del Nomu mientras lo hacía, desgarrando trozos de carne en un rastro sangriento. El monstruo rugió, un sonido profundo y ensordecedor, y arremetió de nuevo. El muchacho levantó de nuevo su brazo izquierdo, el único que aún respondía, apenas a tiempo para interponer la hoja astillada.
El choque fue devastador: la katana no logró resistir como antes. La hoja gimió bajo la presión, y Hades sintió el hueso de su propio brazo retumbar, una vibración agónica que le subió hasta el cuello.
Cada movimiento era una apuesta contra la muerte.
El Nomu atacaba como una tormenta de carne y furia, puñetazos que arrancaban trozos del suelo, golpes que partían el aire como si fuera tela vieja.
Hades esquivaba a duras penas, rodando, tambaleándose, dejando sangre en cada paso. Sus pies apenas respondían, sus pulmones quemaban como brasas, y la vista se le llenaba de destellos rojos.
Pero seguía. Él seguía.
En un giro desesperado, se impulsó hacia adelante, usando la inercia más que su fuerza, y clavó el hueso de su hombro maltrecho contra el costado del Nomu.
Era como embestir una montaña con una simple ramita. El monstruo apenas se movió, pero el impacto le bastó a Hades para plantar su espada de nuevo, esta vez en el hueco sangrante donde antes había estado el brazo amputado. Torció el filo. Hundió toda su rabia en ese maldito agujero.
El Nomu rugió, y esta vez... hubo dolor. Real, tangible.
Un atisbo de esperanza.
Pero la bestia reaccionó como solo los monstruos saben hacerlo: sin piedad.
Una patada brutal impactó el pecho de Hades, lanzándolo como un trapo viejo contra una de las columnas del domo destruido. Sintió las costillas romperse en un estallido sordo. Cayó al suelo como un muñeco, su katana resbalando de su agarre, los dedos rotos temblando.
El mundo entero era un remolino de sangre, polvo y ruido.
Pero, de alguna manera, Hades apoyó una rodilla.
Una mano huesuda —no la suya, sino una nacida desde el propio infierno— sostuvo su espalda. Otra envolvió su muñeca, empujándolo a tomar de nuevo la espada. Era como si el mismo Hades se negara a dejarlo caer.
Escupió la sangre que se acumulaba en su boca. La sangre se fugó entre los dedos que sostenían sus labios y levantó la mirada.
Allí estaba el Nomu, avanzando hacia él como un verdugo seguro de su sentencia.
Y Hades, roto, sangrando, sin un gramo de fuerza limpia en su cuerpo, se puso de pie.
No como un héroe. No como un campeón.
Sino como un hombre demasiado terco para morir, igual que la leyenda que su padre le relató hace tantos años.
Veintiséis segundos.
La katana astillada temblaba en su puño, un fragmento miserable de su antigua fuerza. Cada latido en su pecho era una explosión sorda que le recordaba cuánto tiempo quedaba antes del final, un tic-tac desesperado que golpeaba sus costillas rotas como un tambor de viejo.
Veinticinco segundos.
El Nomu avanzaba, su silueta imponente se recortaba contra el cielo encapotado. De su muñón desgarrado brotaba un flujo viscoso de carne, sangre y huesos que se entrelazaban como gusanos enfermos, tendones que chirriaban al regenerarse, expulsando vapor ennegrecido de él.
En cuestión de latidos, el brazo perdido volvía a tomar forma, flexionándose con una risa grotesca que parecía burlarse de todo el sufrimiento de su presa.
Y Hades... sintió la desesperación apuñalar profundamente su cráneo.
El primer golpe vino rápido... demasiado rápido para que Hades lo notase.
Intentó esquivar, se apartó, pero no fue suficiente: el puño monstruoso le rozó el hombro maltrecho... Hades sintió ser golpeado por una locomotora. La articulación crujió, su cuerpo giró de lado, tambaleante, casi cayendo. Un dolor punzante le recorrió la columna, nublando su visión en una lluvia de luces rojas.
Pero... se negó a caer... él se obligó a seguir.
Se lanzó de nuevo, no con la fuerza de un guerrero, sino como un perro acorralado que muerde con los últimos restos de su vida.
El filo mellado de su katana encontró el antebrazo recién regenerado del Nomu, dejando una herida superficial, apenas un rasguño, pero suficiente para arrancarle un gruñido.
Veintidós segundos.
El mundo a su alrededor comenzó a deformarse. El sonido de la batalla se volvió sordo, ahogado como si estuviera bajo el agua.
Cada movimiento del Nomu, cada puñetazo brutal, cada gota de sangre que salpicaba el suelo... parecía moverse a una velocidad diferente, como si el tiempo mismo comenzara a quebrarse a su alrededor.
La sangre caliente brotó de su nariz, resbalando por su labio partido.
Su respiración era un jadeo tembloroso, incapaz de llenar sus pulmones destrozados. El filo de su conciencia se deshacía, como una cuerda vieja carcomida por el moho.
Pero en medio de esa lenta descomposición, sus ojos, aún encendidos de furia y negación, se clavaron en el Nomu.
—No... ¡aún no...! —pensó, o quizá solo gruñó. Ya no podía distinguirlo.
El Nomu sonrió. Una mueca rota, morbosa, como un niño cruel aplastando un insecto moribundo.
Su puño se alzó de nuevo.
Hades intentó esquivar. Pero su cuerpo respondió tarde.
El golpe lo rozó en el costado, y el dolor fue absoluto. Sintió cómo una o dos costillas más se astillaban en su interior, los fragmentos pinchando sus órganos como agujas al rojo vivo. Cayó de rodillas, sangre se filtraba entre los dedos que lo sujetaban, su espada, firmemente atada a su muñeca, golpeó el suelo con un sonido hueco.
Veinte segundos.
El Nomu sonrió, sus dientes, afilados y repugnantes brillaron bajo el sol de la tarde. Y con una lentitud casi actuada, se giró hacia otra presa.
Todoroki.
Él se encontraba de rodillas, su visión era una telaraña que le impedía ver bien. Pero de entre toda esa bruma, la silueta azabache del Nomu era una sentencia para ella.
Su cuerpo estaba rígido, sus pulmones aún se negaban a colaborar, y el monstruo solo se acercaba cada vez más y más...
Hades vió eso, la frustración estaba calando dentro de él. La necesidad de levantarse aullaba en su mente.
—Levántate joder... —pensó, gruñendo por cada chasquido que escapaba de sus piernas.
Una mano esquelética emergió de su espalda, igual que antes. Se aferró a su muñeca, empujándolo a levantarse, a levantar la katana una vez más. No había gloria en su postura: era la de un títere que se niega a acostarse en la caja de defectuosos.
El Nomu cargó hacia Todoroki.
Él trató de formar una columna de hielo para frenarlo, pero una simple estaca se formó desde el suelo.
Diecinueve segundos.
Hades vio cargar al monstruo, su brazo retrocedió listo para hacer un bautizo de sangre en la USJ.
Respiró profundamente, un velo sangriento cubrió sus ojos, y el tiempo se relantizó.
Sus piernas se flexionaron, un arranque de velocidad estalló sus músculos. Se posicionó frente a Todoroki y levantó la hoja de su katana en un movimiento ascendente.
Chispas brotaron del choque, la espada se agrietó en las mellas que decoraban su filo. El Nomu sonrió con mayor sorna, como si fuera un niño la noche de navidad.
Dieciocho segundos.
La carne se hundió bajo el filo, el hueso de sus nudillos frenaron el corte, pero la bestia no se detuvo. Usó su otro brazo para sujetar al muchacho. Su mano ennegrecida sujetó con firmeza su cabeza, igual a un niño sujetando el cuello de un muñeco y lo arrastró junto a él.
Con una risa ronca escapando de su pecho, comenzó a mover el cuerpo de Hades como un niño con un avión de juguete, surcando el campo de batalla entre escombros y columnas destrozadas.
Cada impacto contra el suelo levantaba polvo, sangre y fragmentos de hueso. Primero una pared, luego el suelo, después una columna —una y otra vez, en una danza grotesca, casi infantil.
Su cuerpo rebotaba, torcido, colgando como un trapo empapado en rojo. Las extremidades se agitaban sin fuerza, sacudidas como alas inútiles.
El Nomu emitió un sonido, casi una carcajada ahogada, mientras dejaba caer el cuerpo destrozado de Hades como si ya no sirviera para jugar.
Lo que una vez fue un guerrero, ahora era solo una marioneta de tendones rotos y huesos astillados.
....
El cuerpo de Hades yacía torcido sobre un charco de su propia sangre.
No quedaba ya fuerza. Ni voluntad. Solo huesos astillados, órganos colapsados y el sabor metálico de su derrota filtrándose entre sus dientes rotos.
Pero aún así... algo lo impulsó.
No fue esperanza. Tampoco coraje.
Solo un eco hueco de rabia y orgullo que ya ni siquiera sabía a quién pertenecía.
Una mano esquelética emergió otra vez de su espalda, arrastrando carne desgarrada en su ascenso, y se aferró a su hombro. Otra se materializó desde sus costillas expuestas, como si el propio cadáver reclamara seguir luchando.
Tiraron de él con espasmos inhumanos, alzándolo no como un guerrero... sino como una abominación reanimada por su orgullo de mierda.
Su columna crujió, estirándose como un mástil podrido, forzado a sostener una bandera hecha de carne. Su mandíbula apretada por las manos dejaban descender un hilo de sangre por su cuello.
No hubo rugido. No hubo determinación. Solo un susurro rascado en la garganta:
—...No... aún... no... he terminado.
Se tambaleó sobre las piernas partidas, sostenidas solo por las manos ajenas que surgían de su miseria como parásitos de su orgullo. Su katana pendía rota de su muñeca como un miembro muerto, apenas sujetada por el hueso.
Su sombra, proyectada por la luz quebrada, parecía más un espectro que un hombre.
Y sin embargo, dio un paso. Luego otro.
No por Akemi. No por justicia.
Solo lo hizo para que sus súbditos no viera cómo se arrastraba.
....
Los espectadores, aquellos lo bastante crueles o cobardes para seguir viendo, apenas podían respirar.
Los reporteros escribían con furia contenida todo lo que veían, enmarcaban cada escena. Guardaban cada vez que se levantaba. Lo que creyeron sería una simple mancha de sangre, ahora era una llama moribunda que se negaba a extinguirse.
Frente a ellos, en ese campo de ruinas, no había un héroe. Solo un hombre condenado, demasiado terco para morir.
....
Doce segundos.
El mundo ya no giraba.
No para Hades. No en su cabeza.
Todo era estático, quebrado y asfixiante. La tierra temblaba bajo sus pies, no por el enemigo, sino porque sus músculos ya no podían sostenerlo. Cada paso que daba era una guerra, y cada segundo que pasaba era una victoria manchada de sangre.
El Nomu avanzó con la confianza de quien ha leído el alma del otro. Su brazo regenerado, ya cubierto de una nueva capa de piel brillante y lisa como caucho fresco, se alzó en un arco alto, buscando aplastar al insecto de una vez por todas.
Pero Hades ya no era un hombre.
Levantó su katana con un espasmo más que con voluntad. El acero se alzó sin elegancia, como si el brazo se resistiera a obedecer, temblando, forzado, inestable. La hoja interceptó el golpe del Nomu... no con una técnica refinada ni con la gracia de un espadachín, sino como un perro acorralado que muestra los dientes antes de que lo maten. El brazo del monstruo se flexionó contra el filo, y por un instante, solo un breve instante, la tensión fue tal que ambos quedaron trabados como piezas de un mecanismo roto.
El músculo del Nomu gritó. La carne fue la primera en ceder. No se cortó. Se destrozó. Como un lienzo rasgado por un gancho oxidado.
Sangre espesa, de un tono negro violáceo, chorreó por la katana. El Nomu chilló. No con dolor, sino con sorpresa contenida de emoción bizarra.
El corte fue todo menos limpio. Fue animal, desesperado, impulsado por la rabia ciega de un cuerpo que ya no respondía al raciocinio.
Y entonces...
La criatura giró su torso, más rápido de lo que Hades pudo procesar. Un puño seco, sin adornos, le alcanzó el estómago.
El impacto fue devastador.
Todo el aire en sus pulmones escapó como un silbido hueco. Las costillas se torcieron. La katana casi escapa de su agarre. Sus pies se levantaron del suelo y su cuerpo, inerte, se estrelló contra una pared derruida varios metros atrás.
El sonido de su impacto fue el mismo que hace un saco de carne al golpear el pavimento.
Un hilillo de sangre bajó desde su oído izquierdo. No gritó. No podía aunque quisiera.
Sus labios, sellados por las manos esqueléticas, no tenían voz, pero su mirada—esa maldita mirada aún viva—seguía rugiendo. A su alrededor, el mundo seguía latiendo lento.
Ya no como un don.
Era un síntoma. El cerebro comenzaba a colapsar sobre sí mismo. El centro visual estaba forzado a rendirse, y aún así... aún así él volvía a ponerse de pie. Con manos provenientes del propio Averno que no lo dejaban tocar el suelo.
—Dios... ¿por qué sigue...? —balbuceó Jiro, con las manos cubriéndose la boca.
—Ese idiota... va a morir... —murmuró Sero con voz rota—. ¿Por qué no se detiene? ¡Por qué sigue!
Sato, no habló. Sus nudillos, blancos por la presión de su agarre, eran todo lo que quedaba de su contención.
—No está peleando para ganar... —murmuró Momo, con la voz comenzando a quebrarse—. Solo... no quiere morir. Solo quiere evitar que nosotros... veamos su final...
Once segundos.
Hades ya no se movía rápido.
Sus golpes eran predecibles, amplios, torpes.
El Nomu, ahora completamente adaptado a su estilo, esquivaba como un eco sin esfuerzo, cada vez más cómodo, cada vez más cruel.
Golpe tras golpe se colaba entre la guardia debilitada de Hades.
Un puñetazo en el muslo marcó el fin de su arrebato. Su carne se desgarró, el tendón estuvo al borde del colapso.
Otro en el costado, provocó el crujir de un millar de trozos de cristal.
Un golpe en su clavícula, provocó que su visión se distorsionaba, náuseas emanaron de su estómago, mientras el mundo daba vueltas.
Su mente estaba opacada, pero su espada... su brazo se negaba a ceder.
Cada tajo era un manifiesto.
No por precisión, sino por insistencia.
El hombro del Nomu fue alcanzado de nuevo, arrancando un pedazo de músculo. Luego el muslo. Luego el pecho.
Pero la regeneración era constante. Cada herida cerrada antes de que pudiera sangrar del todo.
Hades ya no podía mantenerse firme.
Su pierna izquierda temblaba como si tuviera espasmos eléctricos. El brazo derecho se le caía a medio movimiento.
Y sin embargo, cada vez que el Nomu retrocedía un paso, cada vez que lo esquivaba con ese aire de burla contenida, el cuerpo arrastrado de Hades volvía a nacer.
—No... —Tsuyu murmuró, con lágrimas en los ojos—. No es normal... está roto. Está peleando... como si ya estuviera muerto —quiso moverse, quiso saltar, pero fue detenida por los brazos de Shoji.
—¡Te volviste loca!
—Él... necesita ayuda... ¡esto no es un acto heroico, es un suicidio! Y simplemente... —respiró profundamente, dejando de patalear—. Lo estamos dejando solo...
—No podemos —intervino Mina, casi resignada—. No podemos intervenir... eso nos matará a todos.
Nueve segundos.
La espada volvió a alzarse.
Su reflejo opaco en la hoja le mostró un rostro irreconocible: lleno de venas rotas, pupilas temblorosas, sangre bajando de la nariz y los ojos como si fuera lluvia negra. Pero ahí en sus cuencas... vió que aún no era suficiente.
El Nomu giró y lo embistió con todo el cuerpo.
El impacto fue brutal.
Hades salió volando de nuevo, se estrelló contra un montón de escombros, y su brazo derecho se dislocó al instante.
Pero esta vez... no se levantó.
—Ya... ya no se mueve... —dijo Koda, en voz baja, como si decirlo más alto pudiera matarlo de verdad.
El silencio era apenas aplastado por los pasos del monstruo que se acercaban a su presa.
Su andar era firme, casi una sentencia, hasta que...
El monstruo se detuvo.
Un sonido se arrastró desde los restos de piedra.
CRAC... CRAC...
Manos esqueléticas... lo izaron de nuevo como una bandera putrefacta.
La katana, ensangrentada, volvió a su mano izquierda.
Su respiración era un jadeo seco, apenas audible. Su nariz era un chorro continuo de sangre. Pero estaba de pie.
Y el Nomu... retrocedió un paso.
No por miedo, sino por desconcierto.
Él mismo se preguntaba el por qué seguía de pie
Y entonces, sin voz, sin grito, sin fanfarria...
Hades alzó la espada, y dio un paso hacia el infierno que lo esperaba.
Siete segundos.
La tierra tembló bajo sus pies como si el mundo mismo presintiera el final que se aproximaba. El aire entre ambos estaba denso, casi tangible, cargado de electricidad y muerte.
Hades, temblando, con la katana desgarrada en sus manos, no era ya humano: era una sombra, una amalgama de orgullo roto y carne desgarrada, un eco de algo que alguna vez pudo haber sido llamado humano.
Sus piernas, heridas y acalambradas, apenas le respondían. Cada paso era como arrastrar grilletes oxidados a través del barro.
Sus labios seguían sellados, y aunque la garganta se contraía con furia buscando un escape para el dolor y la rabia, no emitía sonido alguno. Solo la sangre, negra y espesa, escapaba entre los dedos apretados de las manos esqueléticas que mantenían su boca sellada.
Delante de él, el Nomu ya no era simplemente una bestia. Era un reflejo oscuro, un espejo sin alma que aprendía, adaptaba y devoraba todo lo que Hades le lanzaba. Esquivaba. Bloqueaba. Resistía.
Y lo hacía con una facilidad que quebraba la moral de cualquier hombre.
Seis segundos.
Hades lanzó un tajo brutal, dirigido al cuello del Nomu, un golpe desesperado, rabioso, más allá de toda técnica.
El Nomu ladeó la cabeza con precisión quirúrgica y bloqueó el siguiente ataque con el antebrazo endurecido como una roca viva. El impacto del acero contra carne regenerada resonó como un trueno sordo en el campo devastado.
Los músculos de Hades crujieron como madera vieja. El dolor era como brasas vivas lamiendo cada nervio.
Pero la espada volvió a alzarse. Volvió a caer.
Una y otra y otra vez.
—¡Maldición...! —gritó Uraraka, las lágrimas resbalando por su rostro—. ¡Hades, basta! ¡Te vas a morir!
—No puede oírnos —susurró Tokoyami, con las manos crispadas en el borde de la barandilla—. Está atrapado... en su propia batalla...
—¡Suéltame! —gritó Hagakure de pronto, rompiendo el silencio tenso que se había formado.
Todos giraron al unísono. Los guantes de Hagakure yacían en el suelo, y las cintas que envolvían su figura eran lo único que revelaba su posición mientras forcejeaba con desesperación.
—¡Ibas a lanzarte directo a la muerte! —bramó Sero, asegurando con fuerza las cintas en torno a la chica invisible. Su voz temblaba, entre el miedo y la frustración.
—¡Y qué si lo hacía! —chilló ella, invisible pero feroz—. ¡Lo estamos viendo morir! ¡Nuestro presidente! ¡Nuestro compañero! ¡Y no hacemos nada!
—¡Nosotros no podemos contra eso! —intervino Mina, con los puños tan cerrados que la sangre ya se deslizaba por entre sus dedos—. ¡Bakugo, Todoroki, Kirishima, incluso Akemi... cayeron! ¡Aizawa-sensei también! ¿De verdad crees que podemos hacer algo ahora?
—¡Podríamos intentarlo! —insistió Hagakure, la voz quebrada—. ¡Prefiero caer peleando junto a ellos que quedarme mirando como... como Hades se rompe solo de nuevo!
—¿Y qué, que todos muramos juntos? —soltó Sero con los dientes apretados—. ¡Esto no es valentía, es locura!
—¡Es peor quedarse atrás! —replicó ella—. ¡Es peor vivir sabiendo que no hicimos nada como unos cobardes!
Por un momento, nadie respondió. Solo el sonido lejano de la katana de Hades chocando contra el Nomu, y el retumbar de un mundo que se caía a pedazos, llenaron el aire.
Tokoyami bajó lentamente la cabeza, dark shadow temblando levemente.
—No es cobardía lo que nos detiene... —murmuró—. Es el peso de saber que no estamos a su altura.
Un silencio más profundo que el anterior se instaló entre ellos.
....
5 segundos.
El cuerpo de Hades era una marioneta al borde del colapso, guiada solo por la voluntad del que se niega a morir.
Cada paso era una ordalía de temblores musculares y espasmos bajo la piel. El barro bajo sus pies era una mezcla nauseabunda de ceniza, sangre, tierra revuelta y los fluidos del monstruo que lo enfrentaba.
Su katana cortó el aire con una desesperación tosca, salvaje, desprovista ya de toda técnica. El filo descendió como una cuchilla oxidada, sin dirección ni elegancia, y aun así logró hundirse en el costado del Nomu.
Pero no fue un corte limpio. La carne no se abrió como antes. El músculo, ya adaptado, se endureció en el instante justo. Gruñó, se contrajo como si tuviera conciencia propia, como si la carne supiera que esa espada iba por ella.
El tajo fue bruto, desgarrador, más que una incisión, un despiece primitivo. Un rugido interno retumbó en el cráneo de Hades cuando el brazo del Nomu bajó como un pilar de concreto, y solo por instinto alzó su espada en vertical, no para atacar, sino para detener el juicio que venía desde los cielos.
El impacto retumbó en su esqueleto. El bloqueo fue un milagro de carne rota y voluntad. La katana crujió bajo la presión monstruosa del brazo del Nomu, y el cuerpo del monstruo tembló, como si su propia fuerza comenzara a morderlo desde dentro.
La carne de su brazo comenzó a rasgarse, no por la precisión del acero, sino por el duelo de tensiones. Era un desgarro tosco, feo, casi obsceno.
Hades empujaba hacia arriba con una fuerza que ya no venía de su cuerpo, sino de esa ira muda que se acumulaba tras sus labios sellados.
No gritó. No gimió. Solo dejó que su garganta se contrajera inútilmente, queriendo soltar un alarido que no podía escapar. Todo en él quería gritar, quería romper, quería dejar de sentir.
Cuatro segundos.
El Nomu retrocedió, ligeramente. Pero no por dolor. No por miedo.
Sino porque había comprendido. Sus ojos vacíos se estrecharon, y en ese breve retroceso, algo cambió.
El siguiente golpe de Hades fue tan desesperado como los anteriores, pero esta vez no encontró carne ni hueso. Solo aire.
El Nomu se inclinó, giró, repitió ese mismo movimiento que había visto en Hades segundos atrás, no como un imitador torpe, sino como un alumno perfecto. Y antes de que el dios caído pudiera recomponer su balance, la rodilla del monstruo se incrustó en su torso como un ariete.
El sonido no fue seco ni rítmico. Fue húmedo. Orgánico. Como si hubieran pisado una bolsa llena de vísceras. Hades escupió sangre entre dientes, y por un momento, su cuerpo se dobló, no hacia atrás, sino hacia adelante, como si estuviera vomitando toda su alma.
Se tambaleó. Dio un paso atrás, su pie izquierdo resbaló sobre un charco espeso y tibio, pero no cayó. Su espalda se curvó, su mandíbula tembló, su nariz empezó a sangrar con más violencia, manchándole el pecho desnudo. Pero no cayó.
Tres segundos.
La katana volvió a levantarse, torpemente. Ya no era un arma; era un bastón de guerra, un último símbolo de orgullo. El Nomu lo sabía. Lo entendía. Y sonrió. No porque fuera capaz de emociones, sino porque su carne empezó a moverse con un ritmo casi burlón.
Cuando Hades atacó con un corte lateral, desesperado, impulsado por la inercia más que por intención, el monstruo no solo lo bloqueó: lo bloqueó con la palma abierta, flexionando los dedos como si contara los errores del contrincante. El filo chocó contra su piel endurecida y se detuvo, seco, como un cuchillo romo contra una piedra.
Hades intentó retroceder, pero el Nomu ya estaba sobre él. Una secuencia perfecta de golpes replicó su estilo: un tajo que él mismo había ejecutado segundos antes contra otro enemigo, ahora vuelto contra su propio cuerpo.
Cada movimiento, cada ángulo, cada desliz, todo era una réplica exacta. Y eso era lo más aterrador. El monstruo no solo bloqueaba. Estaba aprendiendo. Estaba robándole el alma a través de los movimientos.
El aire ardía. Hades tragó saliva, pero lo único que sintió fue hierro oxidado y algo viscoso bajándole por la garganta.
Sus piernas ya no respondían por reflejo, sino por promesas de muerte. Movió la espada con un cambio de ritmo abrupto, torpe. Intentó engañar al monstruo con un giro imprevisible, un amague, un barrido bajo. Pero su cuerpo no tenía el control necesario. Sus movimientos eran manotazos en el abismo.
Su corazón golpeaba dentro de su pecho como si quisiera romper las costillas desde adentro para escapar. Su visión se nublaba en los bordes. Pero aún así avanzó. El tajo encontró el pecho del Nomu, y aunque no lo cortó profundo, lo empujó. Lo hizo dar medio paso atrás. Fue una victoria pírrica, miserable. Pero victoria al fin.
La sangre salía de su nariz como una maldición.
No goteaba: fluía, tibia, abundante. Resbalaba por su boca, por sus mejillas, por sus dedos firmemente sellados contra los labios. Su cuerpo comenzaba a gritar por él.
Y aun así, los ojos brillaban más intensos que nunca. Se abalanzó de nuevo, una y otra vez, la katana cortando el aire con desesperación. Y en cada ataque, el Nomu respondía más eficientemente. Menos movimiento. Menos errores. Más monstruo. Menos hombre. Más asesino.
La katana de Hades se alzó una vez más. El Nomu avanzó con un paso firme, sin prisa, como si supiera que ya no necesitaba correr.
Ambos se encontraron en el centro de ese campo de muerte. Y las sombras alrededor se movían como un cementerio que aún no ha terminado de tragar cuerpos.
Cinco segundos.
All Might corría.
Pero no con la gracia del símbolo de la paz, no con el porte imponente del héroe más grande de la historia japonesa.
Corría como un hombre que llega tarde a su propio juicio. Su corbata ondeaba detrás como una mancha de sombra en el crepúsculo, y cada zancada era una maldición que se clavaba en sus pensamientos.
El sudor perlaba su frente, pero no nacía del esfuerzo.
Nacía del miedo.
Un miedo áspero, sordo, terco, que nacía en el estómago y le comía el pecho. Estaba cerca. Muy cerca. Tan cerca que podía escuchar los helicópteros girando en la distancia, tan cerca que ya distinguía las sirenas, el bullicio, el eco de los gritos, y en medio de todo... el silencio que nace cuando un alma se apaga.
—Solo cinco segundos... —se dijo, mientras apretaba los músculos con ira contenida.
....
En los andenes de prensa, los periodistas no parpadeaban.
Era como si la historia misma se estuviera tecleando en tiempo real, y ellos fueran apenas médiums frenéticos, guiados por la electricidad cruda de la batalla que se desarrollaba metros abajo. Las pantallas vibraban con la imagen difusa de un joven bañado en sangre, su espada cayendo una y otra vez, sin ritmo, sin fuerza, pero con una terquedad suicida.
Los teclados eran martillos, golpes, rugidos mudos que no podían equiparar lo que sucedía frente a ellos.
Una mujer entre ellos dejó de escribir.
Sus ojos se abrieron, no por sorpresa, sino por reconocimiento.
—Ese niño... era el que casi me da una entrevista —susurró. Pero nadie la oyó. Porque todos estaban demasiado ocupados aplaudiendo la caída de Ícaro, sin darse cuenta de que las alas eran huesos, y el sol... un enemigo al que no podía dejar de amar.
....
El hospital estaba en silencio, aunque el televisor escupía ruido. El televisor era apenas una ventana al infierno, y frente a él, una mujer temblaba.
Inko tenía las manos unidas, aferradas con tal fuerza que los nudillos ya no eran blancos: eran mármol. Sus labios murmuraban oraciones viejas, infantiles, aprendidas en una infancia que creía olvidada.
—Por favor... por favor...
Cada golpe que recibía Hades se sentía en su estómago.
Cada golpe en sus costillas era una piedra más sobre su corazón.
Pero también... cada estocada que él devolvía, cada segundo de pie que lograba mantener, le robaba una lágrima nueva.
Pero no de tristeza. Era de alivio. De fe.
Fe en un chico que no era su hijo.
Pero al que amaba como si lo hubiera gestado con el alma.
....
En Musutafu, las calles se convirtieron en gradas de un coliseo moderno.
La gente no hablaba: rugía.
El clamor popular se alzaba como una plegaria pagana, donde cada grito era una chispa de poder, como si por el solo hecho de nombrarlo, el joven guerrero pudiera seguir de pie.
Banderas improvisadas se alzaban sobre sus cabezas. Sus puños en alto clamaban por cada tajo que esculpía la ennegrecida carne del monstruo. Los niños gritaban del furor contagiado por sus mayores.
Y en medio del mar humano, una chica rubia, vestida con falda corta y mirada perdida, jadeaba en silencio.
Su respiración era irregular, temblorosa, casi sucia. El rubor le cubría el rostro como una fiebre. Sus ojos brillaban, no por ternura, sino por deseo.
Un deseo insano, visceral, por esa figura ensangrentada que, para ella, era más que un héroe. Era arte en carne viva, una danza de destrucción que no podía apartar de su mirada.
Se mordía el labio con fuerza, saboreando cada gota de sangre que caía del cuerpo de ese chico. Y susurró su nombre, con la devoción de una santa y el hambre de una loba.
Pero por encima de ellos, por encima del bullicio, una mujer de tez morena, traje blanco que acompañaba su cabellera decorada por un par de orejas largas de conejo, miraba con fascinación la pelea que se gestaba.
Una sonrisa tan irregular como la chica rubia que estaba unos metros bajo ella partía su rostro de emoción candente.
El pecho le latía con fuerza. No por nervios, sino por esa emoción rara que sólo aparece cuando ves pelear a alguien que ya te hizo probar el suelo.
Pero fue su abdomen el que tembló con mayor intensidad. Un eco sordo, un estremecimiento físico que no era dolor ni deseo, sino recuerdo.
Él la había vencido. No por fuerza bruta, sino por astucia, con ese maldito guantelete que explotó justo después de que se acercara como si fuera a besarla.
Solo le susurró, con una sonrisa rota y ojos sangrantes:
—La mejor pelea de mi vida... —negó con la cabeza, mirando fijamente al muchacho que se tambaleaba con cada paso—. ¿Así que ese mocoso entró en la U.A.? —apretó los puños, sintiendo su corazón rugir y su vientre arder—. Más le vale sobrevivir...
....
Dos segundos.
La hoja hecha de huesos, agrietada, moribunda, temblaba en los brazos de Hades como si supiera que había llegado el fin. No un fin glorioso, no un final digno, sino ese tipo de desenlace en que hasta los dioses se arrastran.
Y aún así, Hades se alzó. No por esperanza, no porque Akemi se lo pidió. Lo hizo por terquedad. Por ese orgullo de mierda que se enrosca en la garganta de los olvidados y los hace morir sin sonido.
Esto lo hace por él, por Haruto y por su padre que le dejó ese legado. Por nadie más. Y con ese temblor en las piernas, esa ausencia de fuerza, alzó su espada como si todavía quedara algo que mereciera ser defendido.
La hoja brilló —no con la luz del triunfo, sino con el fuego apagado de una estrella a punto de colapsar— y cayó en un tajo cruel, sin poesía, sin técnica, que arrancó la mano del Nomu con un corte seco, brutal, casi desganado, pero tan cargado de desesperación que la realidad no tuvo más opción que aceptar su voluntad.
El cuerpo del monstruo se estremeció, y por primera vez, retrocedió de verdad. Por primera vez, pareció sentir dolor.
Un segundo.
La katana agonizaba. Se deshacía, escamándose como ceniza flotando en el aire caliente de un campo de batalla. Pero Hades no lo notó. O no le importó.
Porque a esas alturas, su mundo se había reducido a un único propósito: seguir hiriendo. Seguir respirando. Seguir castigando. Como un dios caído que, aún arrodillado, exige tributo con dientes rotos.
El Nomu lanzó un golpe salvaje, pero Hades se anticipó. No por reflejos. Por instinto. Por puro odio. Por un deseo brutal de seguir demoliendo ese cuerpo antinatural. Con un giro apenas coordinado, hizo que la hoja impactara una vez más.
Esta vez, el brazo entero del monstruo fue separado de su cuerpo, saliendo despedido en una espiral de sangre y carne destrozada. El rugido del Nomu fue distinto.
No era furia. Era miedo. El monstruo comenzaba a comprender que el enemigo ante él no peleaba por la victoria. Peleaba porque era todo lo que quedaba.
La espada de huesos, esa extensión del alma de su padre, se volvía polvo con cada latido. El cuerpo del Nomu buscó huir, tambaleándose como un gigante herido en una tormenta. Sus piernas trataban de encontrar dirección, pero sus pensamientos no estaban ahí.
Había algo primitivo, ancestral, que comenzaba a devorarlo por dentro: el miedo ante lo desconocido.
Su mente no comprendía, su quirk de análisis no podía procesar como un cadáver podía seguir moviéndose. Y eso, le prendió las alarmas naturales ante una amenaza por lo desconocido.
Sin embargo, Hades se le adelantó. Su movimiento fue una sentencia. La hoja descendió como una trampa infernal y se clavó en el pie del monstruo con un sonido húmedo, crujiente.
Su katana fue una estaca. Una cadena. Una venganza por lo que había hecho antes.
El Nomu quedó atrapado, los tendones partidos, el hueso fracturado. Aulló. Pero Hades no celebró. No rió. No habló.
Solo alzó su katana otra vez, sin fuerza, con el temblor de quien levanta su propia lápida, sabiendo que ese tajo sería, con toda certeza, el último.
Cero.
Y entonces, el mundo se detuvo.
La adrenalina que sostenía su cuerpo se desvaneció como humo entre los dedos. El sudor en su frente se volvió hielo. Las piernas crujieron. Sus costillas parecieron colapsar una a una, como si el cuerpo, al fin, cobrara todo lo que se le había robado. Los pulmones se negaron a inflarse. Su corazón olvidó el siguiente latido. Y sus ojos... sus ojos empezaron a cerrarse.
Pero no fue por sueño. Fue porque el manto negro de la muerte comenzaba a envolverlo. Era un descenso inevitable hacia la oscuridad.
Pero algo, algo lo sostuvo.
Una mano. No de un salvador. No de un esqueleto como antes.
Está era de un padre. De alguien más allá del tiempo, más allá de la carne, más allá de la lógica. Una palma cálida Pero callosa y enorme se cerró sobre su mano derecha, guiando su muñeca con la ternura brutal de quien no da opción.
Y entonces, una voz. No fuerte. No clara. Apenas un susurro, pero tan poderoso como el eco de un trueno en el alma.
—Demuestra tu orgullo, hijo.... Demuéstrales a todos que tú lo mereces... —hizo una pausa, aferrando con firmeza ambas manos de Hades sobre el mango—. ¡Demuestra que eres digno del título de un dios! ¡Digno del nombre!
Hades respondió con un gruñido. Los dedos que sellaban sus labios se abrieron uno a uno, librando su voz.
Un sonido bajo, rasposo, casi humano emergió, antes de soltar toda su frustración.
—Yo soy... —un gemido de resistencia logró ser vomitado desde su garganta, antes de destruir sus propias cuerdas vocales—. ¡Yo soy Hades!
La katana, al borde de la destrucción, brilló. Esta vez, no con la furia de una estrella moribunda, sino con la fuerza de un sol renacido.
Dos golpes de diferentes dueños irrumpieron con violencia.
El primero, fue un golpe que llegó desde fuera. Un estruendo que hizo que las paredes de la USJ crujieran. La puerta principal se dobló como si la estuviera empujando el propio cielo. All Might estaba ahí, a un paso de irrumpir, pero... se detuvo cuando vió la escena frente a él.
La katana estaba descendiendo con furia desmedida, las facciones de Hades se agrietaron en un ceño profundo, de rabia y rencor sin salida alguna.
El Nomu, regenerado a medias, levantó los brazos. Quiso bloquearlo. Pero cuando sus manos tocaron la hoja, el calor le consumió la carne.
No era fuego físico. Era algo peor. Era culpa. Era juicio. Era un dolor puro. El grito que soltó no fue de derrota. Fue de terror. Porque entendió que esa hoja no la blandía un niño. La blandía un monstruo que se negaba a caer.
Y cuando el tajo final impactó, no hubo resistencia.
El cuerpo del Nomu se partió. El hombro fue arrancado. La carne se abrió como papel quemado. Y el mundo... el mundo se calló.
Silencio absoluto inundó los corazones de los alumnos, de los reporteros, de los transeúntes.
Hades se mantenía en pie. No por voluntad. No por poder.
Por orgullo.
Por su maldita obstinación.
Su cuerpo estaba destruido. Sus ojos, apenas un susurro entre su cabello. Sangre escapaba de su boca que volvió a ser sellada por los dedos esqueléticos de su mandíbula, que aún lo sostenían como una mordaza muerta. La katana ya no existía. Solo quedaban partículas flotando, como ceniza que no quiso despedirse.
....
Bajo el tenue resplandor del infierno desatado, con los restos ardientes de las instalaciones temblando a su alrededor, una sombra imponente emergió entre el humo como una sentencia. El viento cambió de dirección. El polvo se dispersó solo con su presencia. El símbolo de la paz había llegado.
—No se preocupen... ¡porque yo estoy aquí! —bramó All Might con una furia contenida, una que jamás mostraba, y sus ojos se encendieron al ver la escena frente a él.
Su mirada se clavó en el muchacho que caía con lentitud, envuelto en un silencio casi ceremonial, como si la gravedad misma lo respetara. La sangre chorreaba desde sus labios ahora libres de su prisión y de sus manos destrozadas, que aún se aferraban al pomo hecho polvo de su katana.
Su cabello negro cubría parte de su rostro, ocultando los ojos apagados que ya no veían, y su cuerpo caía hacia el concreto como una marioneta que se resignó a ser desechada.
—¡No! —rugió All Might, y en un parpadeo, el suelo explotó bajo sus pies. Sus músculos se tensaron al máximo y un salto, cargado de desesperación y poder, lo impulsó con brutal rapidez hacia él.
A lo lejos, Shigaraki gritaba como un niño frustrado. Sus dedos se agitaban compulsivamente y su cuerpo se sacudía en histeria absoluta.
—¡Hacks! ¡Activó hacks! —berreaba, mientras golpeaba la fuente con furia infantil—. ¡Ese maldito muerto no tenía derecho a romper mi Nomu!
Pero All Might no lo escuchaba. Solo importaba él.
Atravesando la escena, con su silueta cortando el aire como una lanza de justicia, alcanzó a Hades justo cuando iba a estrellarse de cara contra el suelo. Lo sujetó con firmeza, pero con una ternura reverente, como si tocara a un hijo herido.
El cuerpo de Hades era liviano, como si su alma ya hubiera partido.
—Lo siento... joven Hades... —susurró con voz baja, casi un rezo, sujetando su cuerpo destrozado—. Eres un verdadero héroe... al aguantar tanto tú solo.
Sus ojos barrieron el campo de batalla y la imagen fue brutal. El monstruo azabache estaba quieto, aún de pie, mientras emanaba un vapor negro desde sus heridas. Por otra parte, los alumnos estaban esparcidos como muñecos rotos. El aire estaba saturado de polvo, ceniza y el inconfundible hedor de la sangre.
All Might no perdió tiempo.
Aprovechando que el Nomu comenzaba a regenerarse lentamente, dejó el cuerpo de Hades junto a la puerta, donde el resto de estudiantes heridos yacían. Se giró hacia los presentes y ordenó con voz grave:
—Cuídenlo. Me encargaré del resto.
Una nueva ráfaga de aire marcó su movimiento. Su primer destino: Bakugo.
El chico yacía en el suelo, inconsciente, su brazo torcido en un ángulo que jamás debió existir, con sangre cubriendo su rostro como una máscara grotesca. All Might lo levantó con un cuidado casi paternal.
—Lo siento, joven Bakugo... —susurró, antes de impulsarse al siguiente.
Todoroki apenas estaba consciente, su cuerpo temblando, la respiración quebrada. All Might sintió una punzada.
—Lo siento... joven Todoroki.
El siguiente fue Kirishima. Su piel agrietada, su boca sangrando, su armadura de dureza ya no lo protegía.
—Perdón... por llegar tarde...
Aizawa estaba clavado en una pared, ambos brazos colgaban sin fuerza, ambas piernas fracturadas. Su respiración era un martillo que golpeó la moral del número uno.
—Lo siento, viejo amigo...
Finalmente, fue con Akemi.
Su cuerpo parecía una cáscara vacía. Su rostro estaba clavado en el suelo, los brazos ennegrecidos por el esfuerzo y la quemadura de sus propios poderes, el aliento agitándose como una vela a punto de extinguirse.
All Might se arrodilló junto a ella. No dijo su nombre. No podía. Una apuñalada más profunda que las anteriores, casi rompen su compostura.
—Esta será la última vez... que te fallo. Lo juro.
Con un nuevo salto, los fue depositando junto a Hades, organizándolos con precisión militar.
Todoroki quedó junto a él, como si pudiera protegerlo incluso inconsciente. A Aizawa lo recostó con suavidad junto a Thirteen, que apenas podía mantenerse despierta con su torso vendado.
All Might se giró entonces, dejando atrás a los caídos.
Sus ojos brillaron.
Sus músculos crujieron.
Y con una voz más grave que nunca, rugió al mundo entero:
—Ahora... ¡yo he llegado!
Sin más preámbulos se lanzó de nuevo, con el rostro ensombrecido por la ira, no solo contra el monstruo frente a él, sino contra sí mismo.
Cada vez que sus puños chocaban contra el cuerpo del Nomu, no solo rompía huesos regenerables: también trataba de romper el peso invisible de la culpa que lo aplastaba desde dentro.
Akemi había estado allí. Hades también. Todos los jóvenes, todos los futuros símbolos que debían heredar un mundo mejor... y él, el símbolo de la paz, no estuvo cuando lo necesitaron. No llegó a tiempo. No pudo evitar el colapso.
Su rostro, aún forzado a sostener una mueca heroica, apenas podía ocultar las venas marcadas por la presión. Las heridas internas ardían como carbones vivos, y su aliento ya era solo vapor forzado entre dientes apretados.
El Nomu, sin embargo, no era simplemente un arma ciega. Había algo distinto en su comportamiento, algo antinatural. En mitad del intercambio de golpes, su cabeza se giraba en ángulos grotescos, como si su atención se dispersara. Sus ojos, esos orbes inyectados de muerte, se fijaban una y otra vez hacia las escaleras donde Hades yacía.
El monstruo se agitaba con impaciencia, retrocedía dos pasos en plena pelea como si deseara abandonar a All Might y volver allí, a continuar un combate inconcluso.
Era un deseo tan primitivo como brutal, como si esa alma destrozada que habitaba su cuerpo solo pudiera calmarse destrozando a aquel que lo había humillado antes. Cada intento de girarse era frenado por los puños de All Might, quien, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada, comprendía lo que el enemigo quería: volver atrás. Terminar con Hades.
—¡No lo permitiré! —rugió entre dientes, mientras enterraba su rodilla en el pecho del Nomu con tal fuerza que los pulmones de la criatura colapsaron por un instante.
El golpe retumbó en las paredes, y el aire se onduló como si una granada hubiese explotado. El monstruo trastabilló, pero ni siquiera así dejó de mirar hacia el fondo de la batalla, hacia los cuerpos caídos, hacia ese olor a sangre que parecía arrastrarlo como un sabueso sin control.
Era como pelear contra un fanático. No importaba cuántos huesos le rompiera, cuántos músculos le desgarrara con cada golpe, el Nomu seguía avanzando.
Más aún: lo hacía con desesperación.
Cada segundo que pasaba sin estar sobre su objetivo lo hacía más violento, más rabioso, más torpe en sus movimientos. Como un niño rabioso privado de su juguete.
All Might usaba eso en su contra, lo manipulaba, lo forzaba a mirar solo hacia él, pero no siempre lo conseguía. En un instante de distracción, cuando creyó haberlo aturdido con un doble golpe a la mandíbula y al hígado, el Nomu giró la cabeza con un rugido salvaje, empujó el suelo con ambos pies y salió disparado en dirección al pasillo colapsado, como un proyectil de músculos regenerativos.
El corazón de All Might se detuvo por un momento.
No lo pensó. Se lanzó tras él, una zancada titánica, los músculos rugiendo de dolor, los pulmones al límite.
Lo alcanzó apenas antes de que rompiera los restos de la entrada al pasillo y le sujetó del cuello con ambos brazos. Gritó, no por rabia, sino por impotencia, por miedo, por una desesperación que le era conocida, como cuando sujetó a Nana mientras su cuerpo se enfriaba frente a él.
Empujó al Nomu hacia atrás, girando en el aire, y lo arrojó con toda su fuerza contra el suelo con un estruendo que rompió el concreto como si hubiese sido vidrio. La criatura se alzó de nuevo segundos después, jadeante, el cuerpo regenerándose mientras uno de sus brazos colgaba descolocado. Y aún miraba hacia el pasillo.
All Might cayó de rodillas por un instante, jadeando con fuerza. Su vista borrosa apenas podía seguirle el ritmo. Su forma de héroe comenzaba a tambalearse, y por primera vez desde que había llegado, sintió el peso real de la vejez, del desgaste, del tiempo robado.
—No... no puedo ceder... no puedo fallarles otra vez... —pensó, mientras su mente se dirigía hacia Akemi, en sus ojos llenos de dolor. Pensó en Hades, ese joven que odiaba a todo y a todos, pero que aún así había enfrentado la muerte de frente por protegerlos.
[Mientras tanto...]
Hades no escuchaba. Su vista era solo un borrón opaco por miles de telarañas que se arrastraban por sus retinas.
Él... solo sentía un frío inmenso en su costado, como si su carne se hubiera convertido en nieve derretida. Todo era borroso. Sus oídos zumbaban. Su corazón golpeaba, lento, igual a una pequeña batería gastada.
Su tórax se apretaba con cada respiración que lograba.
Entonces, una silueta de cabello bicolor apareció entre la distorsión nebulosa de su vista.
No dijo nada. Solo lo miró. Y en ese silencio, algo en el pecho de Hades se agitó.
Quiso sonreír. Quiso imponer su orgullo al decirle que había salvado su vida. Pero no pudo. Su mandíbula apenas tembló. Era un gesto minúsculo, pero le costó más que bloquear un golpe del Nomu.
El mundo pareció congelarse por un momento.
Y justo ahí... cuando sintió que la paz por fin había recaído sobre sus hombros.
La oscuridad se abrió.
Frente al rostro de Hades, como si se rasgara la piel del mundo, surgió un remolino distorsionado. Un agujero negro del que emanaba un olor putrefacto, tintado de sed de venganza.
Una mano emergió de él, temblando de rabia contenida, cubierta de cicatrices y grietas, como si los propios miedos del muchacho se hubieran cristalizado en forma de carne y uñas.
—¡Muérete, maldito bastardo tramposo! —gritó Shigaraki desde el otro lado, la voz partida por la furia.
Y la mano...
Lo tocó.
La palma aterrizó sobre la boca de Hades. Cuatro dedos se posaron en sus mejillas y se aseguraron en su mandíbula.
Cuando el último dedo aterrizó, la sentencia fue marcada, la parca acomodó su guadaña en la garganta de Hades, y el mundo cambió.
Su rostro comenzó a resquebrajarse. Como una estatua que se rompe en cámara lenta. Las grietas se expandieron desde sus labios, y se expandieron hasta las mejillas.
La piel se abrió como corteza seca, dejando al descubierto carne morada y hueso grisáceo.
Sus ojos comenzaron a vidriarse. Sus dedos se aflojaron.
La muerte, la verdadera muerte, estaba justo ahí.
Y Todoroki lo vio todo.
Sus ojos se abrieron como platos, su mente flasheó sus pupilas con el recuerdo del hombre que se volvió polvo con el simple toque del villano.
—¡No...! —susurró, su voz se ahogó en su garganta, mientras el hueso comenzaba a ser visible.
Y en ese instante, algo en Todoroki se rompió.
El silencio que había impuesto durante años. El miedo de ser vista como lo que era. La duda, la vergüenza, la máscara.
Todo se hizo cenizas con el tacto indirecto de Shigaraki.
—¡No vas a tocarlo! —gritó con su voz firme, femenina, con un temblor contenido de furia.
Con fuerza sobrehumana, abrazó al muchacho con un solo brazo, apretándolo contra sí, y con la otra mano... golpeó el suelo.
El hielo respondió al llamado de su reina.
Una estalactita surgió del suelo con violencia, no como una simple arma sino como una furia contenida liberándose. Afilada, mortal, pero hermosa.
Y ella se arrojó con Hades sobre ella.
El hielo subía. Ellos bajaban.
Y en el preciso instante en que el quirk de Shigaraki comenzaba a arrastrarse por el resto de su cabeza...
La pica de hielo atravesó su mano.
—¡Aaaggh! —el grito de Shigaraki fue animal, como el de una bestia acorralada.
La carne de sus dedos explotó en pedazos congelados, salpicando sangre putrefacta por el aire. El portal colapsó. Su brazo desapareció al otro lado justo antes de ser arrancado por completo.
Todoroki cayó al suelo, con Hades entre sus brazos. Su espalda golpeó con fuerza. El impacto le sacó el aire.
Pero no soltó al chico.
Nunca lo soltó.
La piel de Hades aún caía en polvo leve... pero ya no se deshacía.
El daño se detuvo, pero la marca, quedaría para toda su vida.
—No... —susurró Todoroki, temblando—. No te mueras... estúpido.
El brazo que lo sujetaba temblaba. No por el frío. Sino por miedo.
Miedo a perder a alguien entre sus brazos.
Miedo a haber reaccionado un segundo tarde.
Hades abrió un ojo. Apenas. Con esfuerzo infinito.
Y por un segundo, creyó ver un haz de luz encima de un cabello bicolor. La vista fue hermosa, su corazón latió dentro de su cuerpo y por primera vez en todo el día. Se sintió seguro.
El grito de Shigaraki desgarró el aire una vez más a la lejanía.
—¡Aaaaaaaggghhhh! —Una explosión carmesí estalló del portal cuando su brazo emergió, arrastrando tras de sí una estalactita de hielo que lo atravesaba como una lanza de mármol. La sangre chorreaba, viscosa, humeante, goteando entre sus dedos mutilados.
—Malditos... ¡Malditos! ¡Ese maldito mocoso tenía que estar muerto! ¡Ese maldito hielo tenía que haber tardado un segundo más!
El odio hervía bajo su piel. Las lágrimas se formaban contra su voluntad, cristalizando en los bordes de sus ojos. Pero no fueron de tristeza o dolor.
Fueron de impotencia.
Y detrás de él, el estruendo de carne golpeando concreto resonó con brutalidad.
Una figura colosal voló por los aires como si no pesara nada, estrellándose contra la pared como si fuera un muñeco de trapo.
Era el Nomu.
All Might aterrizó justo después, agrietando el suelo con el impacto de sus botas. Su rostro era piedra, su ceño, una tormenta.
El Nomu se alzó de entre los escombros. Vapor negro brotaba de su espalda, de su pecho, de sus cuencas vacías como un toro al borde de la extenuación. La regeneración... ya no era perfecta.
Su piel temblaba, sus músculos palpitaban como si no supieran en qué orden moverse.
Pero ahora comenzaba a adaptarse a su rival.
Los siguientes golpes de All Might no eran como los primeros. El Nomu comenzaba a bloquearlos. A devolverlos con fuerza igual...
Cada choque de puños quebraba el aire, ondas expansivas estallaban por todo el domo. El cielo mismo parecía deformarse con cada impacto.
—¡Déjalo en paz! —gritó All Might con cada golpe—. ¡No tocarás a ninguno más!
Pero su voz ya no sonaba invencible.
Sonaba forzada. Rota.
Desde lejos, Shigaraki jadeaba, como un perro rabioso.
Kurogiri, detrás de él, lo observó en silencio.
—Señor Shigaraki —dijo con calma—. Debemos retirarnos. El plan ha fallado —hizo una pausa, levantando la cabeza—. El ambiente huele a derrota. Y pronto... olerá a maestros.
Shigaraki no respondió. No quería aceptar la derrota.
El vórtice oscuro comenzó a abrirse detrás de ellos como una herida en el mundo.
El portal de escape.
Y justo entonces... una bala cruzó el aire.
Silbó como una promesa de muerte.
Y se estrelló contra la niebla de Kurogiri, atravesándolo sin hacerle daño.
Pero el mensaje fue claro. Era un enorme "Game Over".
Las sombras del pasillo cobraron forma. Una figura apareció sobre una barandilla, apuntando con el cañón humeante de un revolver.
Detrás de él, decenas de pasos comenzaron a resonar por los pasillos.
—Nos están rodeando —dijo Kurogiri, sin moverse—. Ya no es momento de orgullo.
Shigaraki apretó los dientes con tanta fuerza que se cortó la lengua.
—¡Esto no ha terminado! ¡No ha terminado! —escupió con rabia, mientras sujetaba su brazo dañado—. ¡Aún tengo más monedas por jugar!
El portal los empezó a absorber sin esperar al discurso del lunático. Kurogiri, Shigaraki y, en el último segundo, un tercer intruso: el villano con cabeza de cámara. Se lanzaron al vórtice como sombras escurridizas antes de que este se cerrara.
Un amargo final inundó los corazones de los espectadores. Mientras la transmisión en vivo era cortada.
Los reporteros comenzaban a abrir la señal para impartir la noticia más fresca.
Inko sintió un aire fresco entrar sus pulmones cuando supo que los villanos escaparon y que All Might había llegado. Pero... no podía estar tranquila. Su hija y Hades, estaban gravemente heridos.
La chica de cabello rubio se quejó en voz baja, mientras se perdía entre los transeúntes con una sonrisa implacable en el rostro, mientras que la mujer de tez morena se alejaba saltando entre techos con una sonrisa de igual magnitud que la chica bajo sus pies.
Todos estaban felices, no hubo víctimas fatales, el día había sido salvado una vez más por los héroes.
Pero... esa grabación, ese directo, no fue el único material que sería enviado al corazón de los japoneses.
....
[Mientras tanto...]
All Might jadeaba.
El Nomu rugió, con voz de ultratumba. Ahora le devolvía los golpes con fuerza bruta. Sus brazos se movían con técnica. Sus rodillas giraban para amortiguar impactos.
Estaba aprendiendo. Estaba desesperado por volver a rematar a su verdadera presa.
Y All Might... estaba perdiendo velocidad.
Cada vez que golpeaba, sus músculos dolían. Cada vez que bloqueaba, su cuerpo temblaba.
El tiempo le pesaba. El secreto lo apretaba. El miedo... lo hería.
—No... puedo... fallar... —murmuró, apenas audible.
El Nomu cargó otra vez. Más salvaje. Más rápido. Más enfocado. Una mano extendida, como si intentara apartar al símbolo de la paz, como si dijera: "Tú no importas ya."
All Might no lo permitió.
Lo interceptó de nuevo. Y esta vez, no con velocidad. No con técnica. Sino con pura rabia. Lo levantó por la cintura y lo azotó contra una columna, contra otra, contra el suelo, contra las paredes. Gritaba como un animal herido.
Su cuerpo sangraba. Sus huesos dolían. Pero no dejaba de golpear. El Nomu se regeneraba, pero cada vez más lento, más espasmódico. Y aun así, entre cada golpe, seguía mirando a Hades.
—¡Mírame a mí! Plus... —gritó All Might, con la voz rota, y en ese instante cayó el puñetazo más devastador de toda la batalla —¡Ultra! —Su puñetazo cayó directo en la parte superior del cráneo del Nomu. El impacto creó un cráter a su alrededor. El cuerpo de la criatura se convulsionó. El suelo se resquebrajó. Las luces parpadearon.
Y el Nomu, finalmente, dejó de moverse.
Pero All Might no celebró. No podía.
Porque su respiración era un hilo. Su cuerpo temblaba. Sus músculos colapsaban.
Y la imagen de ese monstruo mirando a Hades hasta el último segundo... no lo dejaba en paz.
No era una victoria.
Era solo otro dia en la que no llegó a tiempo.
....
El eco de la batalla aún resonaba en los muros quebrados de la USJ. El silencio posterior fue brutal, como si la tierra misma contuviera la respiración.
Entre los escombros, el aire olía a concreto molido, sangre y ozono.
El humo se alzaba perezoso en forma de columnas quebradizas, y los últimos disparos de energía flotaban como un recuerdo. All Might no se movía, con los hombros encorvados y la mirada fija en el cuerpo del Nomu, hundido en el cráter. Su pecho subía y bajaba como si le pesaran toneladas.
Ya no rugía. No había más justicia que repartir. Solo quedaba el silencio.
—Tsk... —chasqueó la lengua Snipe, mientras su revólver aún humeaba.
Su vista se mantuvo clavada en la fuente destruida, donde un instante antes se había abierto un portal de oscuridad y los villanos restantes desaparecieron como humo entre los dedos.
Había apuntado. Había disparado. Pero falló. Falló, joder. Y aunque la batalla se ganó por poco, el sabor de la derrota manchaba el aire. Su dedo apretó el gatillo sin convicción, sin balas, como si el reflejo pudiera compensar su error. Pero no había redención en esos segundos.
Sin embargo, el grupo de profesores que llegó tras el humo no tuvo tiempo para lamentos.
Recovery Girl fue la primera en moverse. Se adelantó entre las columnas derruidas, sus cortas piernas ignorando el dolor de los años, los recuerdos del desastre. Y entonces lo vio.
Entre los escombros, Todoroki estaba de rodillas. Su cabello cubría parcialmente su rostro, la respiración era irregular, pero su postura lo decía todo. Sostenía a alguien. No, no a cualquiera.
Hades.
La sangre caía por su mandíbula resquebrajada como el agua de una fuente rota, goteando con ritmo irregular sobre el hielo que había comenzado a derretirse a su alrededor.
Su cuerpo estaba pálido, tembloroso, sus labios partidos, y la mitad inferior de su rostro no parecía humana: como si hubiese sido fracturada una y otra vez hasta perder la forma. Un cristal roto que aún trataba de reflejar algo de dignidad.
Todoroki alzó la vista al ver llegar a Recovery Girl, y su reacción fue inmediata. Sin una palabra, una columna de hielo emergió con violencia bajo sus pies, elevándola a un metro exacto, haciendo que su figura temblorosa se incorporara, todavía con el cuerpo de Hades entre sus brazos. La ira, la impotencia, el miedo y algo más se mezclaban en sus ojos grises. Algo que parecía romper la costra de indiferencia que la protegía desde niña.
—¡Necesita atención inmediata! —exclamó, la voz firme pero agrietada, como si hablar le doliera—. ¡Se está apagando!
Fue en ese instante que Recovery Girl vio de cerca a Hades, y todo el color se esfumó de su rostro.
Sus piernas temblaron. La palidez se apoderó de sus arrugas. No era solo el estado físico del muchacho... era la fragilidad con la que aún respiraba, el hilo casi inexistente de su vida tratando de sostenerse en un cuerpo desgarrado por la batalla. El rostro parcialmente destrozado. Las costillas visibles por debajo de una piel moreteada.
Los ojos cerrándose. Pero no con paz. Con la resignación de alguien que no debía cerrar los ojos aún.
—¡A campo abierto! ¡Ahora! —gritó Recovery Girl con una fuerza imposible para alguien de su tamaño. Su bastón golpeó el suelo con violencia, un sonido hueco que se perdió entre los gritos—. ¡Helicóptero! ¡Prepárenlo! ¡Necesitamos evacuarlo de inmediato a instalaciones médicas externas, no va a aguantar el traslado terrestre! ¡Y que alguien selle las heridas ya!
Se giró con rabia a Present Mic y Cementoss, quienes asintieron de inmediato. El hielo bajo Todoroki comenzó a avanzar, llevándola como si fuera una camilla improvisada, mientras ella aún sujetaba con desesperación el cuerpo de Hades, como si pudiera transferirle el aliento con su frialdad. Su mirada estaba vacía, enrojecida. No lloraba. Pero sus pupilas parecían gritar por ella.
Detrás de ellos, Nezu descendió con calma del hombro de Vlad King. Su andar era tranquilo, pero su rostro... sus ojos... reflejaban otra cosa.
Caminó entre los escombros como si analizara un tablero de ajedrez tras una jugada caótica. Las fichas estaban derramadas. La paz rota. La normalidad aplastada. Pero entonces miró alrededor.
Los estudiantes estaban de pie. Heridos. Temblorosos. Pero vivos.
Miró al joven Iida, cubierto de polvo pero erguido. A Uraraka, que ayudaba a un adolorido Kirishima a caminar. A Akemi, que, era transportada en una camilla junto a Bakugo y dos de sus empleados.
Miró a Todoroki, con la cara endurecida, las lágrimas secas ya convertidas en una mueca de acero. Y entonces, sus ojos volvieron a Hades.
Hades, su primer miembro del Under Dogs. Su peón disfrazado de monstruo. El huérfano sin futuro que enfrentó a un arma biológica y resistió lo impensable.
Una sonrisa efímera y dolorosa cruzó su rostro.
—Bien hecho... chico —susurró apenas audible—. Has demostrado tu valía.
El viento sopló con fuerza, levantando el polvo y llevándose el olor a sangre. El helicóptero ya se escuchaba a lo lejos, pero parecía que llegaba desde otro mundo. El mundo que quedaba después del trauma. Después de las cicatrices.
Y en el centro de todo, yacía Hades, al borde de la muerte, mientras la realidad se plegaba sobre sí misma y cada uno entendía el peso de lo vivido.
CONTINUARÁ.