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Chapter 173 - “La raíz y el destino”

🜏 Capítulo 6 – "La raíz y el destino"

"Algunos nacen con cadenas visibles.

Otros nacen con cadenas en la sangre.

Ambas pesan igual… hasta que una de ellas se rompe,

y es imposible volver."

Sanathiel tenía once años y ya llevaba en la mirada el cansancio de un prisionero.

En los pasillos de la Comunidad Trece no caminaba como un niño, sino como una fiera enjaulada. Lo observaban con la distancia de quien estudia algo peligroso, valioso sólo mientras sea útil. Él lo sabía: cada mirada era un grillete invisible.

Cuando pasaba junto a los ventanales enrejados, su reflejo lo devolvía a lo que alguna vez había sido: alguien nacido para correr bajo la luna, no para ser exhibido entre sombras.

—¿De qué sirve una bestia hermosa encerrada? —murmuró un día, cerrando un libro con gesto cansado—. Solo es un juguete sin vida, muriendo lentamente.

Se recostó contra los estantes, dejando que la luz oblicua del sol encendiera sus ojos dorados.

Entonces apareció ella.

No como una visitante, sino como un recuerdo que volvía.

Itzel.

No lo miraba: lo reconocía.

Su sangre Nevri la llamaba. No lo comprendía, pero lo sentía en la piel, en el aire, en el pulso. Era una llamada ancestral, más instinto que pensamiento.

Sanathiel la aceptó sin rendirse.

Para él, Itzel no era amor: era raíz.

La memoria viva de todo lo que había perdido.

Ella se sentó a su lado sin pedir permiso, alzando apenas el borde de su vestido.

—Eres inquietante… pero familiar. —dijo él.

—Yo soy Itzel —respondió, con una sonrisa leve—. Solo sigo lo que mi sangre recuerda… lobo blanco.

Su aroma lo envolvió con la fuerza de lo inevitable. No era deseo: era reconocimiento. El cuerpo recordaba algo que la mente ya había olvidado.

Y aunque Itzel lo buscaba como quien reclama un destino, él sabía que aquello era un eco, no un principio.

—¿Quién te dijo que yo estaba aquí? —preguntó.

—El chico de ojos violetas —respondió ella.

—Varek… —dijo entre dientes—. Siempre husmeando donde no debe.

—Creo en el destino —susurró ella, rozándole la mano—. Y el mío me trajo a ti.

—Incluso si fuera amor —replicó Sanathiel—, esto está mal.

—Di mi nombre —pidió.

—Itzel.

Entonces lo besó y se marchó sin mirar atrás.

Sanathiel no la detuvo.

En su mente, Itzel seguía siendo raíz: el eco de su pueblo Nevri, la imagen de la libertad perdida. Con ella podía imaginar que no estaba solo.

Pero no era amor.

Era pertenencia.

Y esa raíz lo empujaba a una decisión.

Más tarde, se internó en los jardines colgantes. El aire olía a hierro y a flores.

Skiller apareció entre los rosales, con esa sonrisa que nunca inspiraba confianza.

—Vienes por la pequeña Aisha —dijo, señalando—. Allí la tienes, recogiendo flores para molerlas.

—Si estás aquí para informar a Varek, no te molestes —respondió Sanathiel, girándose.

—Dicen que tienes sentimientos profundos por Itzel.

—Amor era otra cosa.

Aisha levantó la vista justo entonces.

Sanathiel la observó reír mientras Varek la ayudaba con el cesto.

Algo se alivió en su pecho. Caminó hasta ella y dejó una carta entre sus manos.

—Extrañé verte, niña bonita —susurró.

Eso era amor.

Lo supo en el instante en que la vio entre las rosas, su vestido rojo como una herida y su risa como un conjuro. No fue olor, ni instinto. Fue destino.

Una promesa imposible: que alguien como él, nacido para la fuga, pudiera pertenecer a alguien.

Con Itzel había instinto.

Con Aisha había destino.

Y entre ambos, la jaula.

El laboratorio.

Las agujas.

Los frascos con su sangre vendida como elixires de juventud.

Sanathiel comprendía que, aunque se aferrara a esa risa entre las rosas, tarde o temprano la jaula lo devoraría. Solo la huida lo esperaba.

Yo lo supe antes que él.

Una tarde lo encontré en el jardín, dejando algo entre las flores azules: una carta.

Su mano temblaba, pero su mirada era firme. Lo sujeté por el brazo antes de que se apartara.

Mis ojos violetas brillaron; el contacto dejó una chispa breve, casi un juramento.

—Es mejor así —le dije—. Huye por tu libertad. Aisha no estará sola. Te lo prometo.

Mentía.

No quería protegerla. Quería poseerla.

Y aun así, le ofrecí a mi hermano lo que más deseaba para mí.

Él me apartó con un gesto seco.

—Sea cual sea tu poder, no me intimida, Varek.

Lo sostuve un instante más, entendiendo lo que esa promesa significaba: no un deber, sino una condena.

Cuidar de Aisha sería cargar con un fuego que terminaría por consumirme.

—Ve —susurré—. Itzel ya te espera.

No respondió.

Solo dejó la carta entre las rosas y se fue.

Lo vi alejarse, y entendí que no era él quien estaba perdido.

Éramos nosotros, orbitando su luz como planetas condenados.

Aisha esperando una promesa que nadie cumpliría.

Yo, cargando un juramento que no era mío.

Él huyó hacia un pueblo muerto.

Nosotros nos quedamos en el fuego.

Con Itzel era un instinto.

Con Aisha era destino.

Y al final, solo quedó la fuga.

Así terminó el principio.

Aisha llegó al jardín al amanecer.

Entre las rosas azules encontró un sobre.

Lo sostuvo contra el pecho.

No lo abrió.

Eso solo.

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