Temprano en la mañana, dos siluetas se alejaban de Lacos. Caminaban rumbo al Bosque Púrpura, una extensión siniestra donde los rumores contaban historias de bestias míticas, aves legendarias e incluso seres no muertos.
Pocos se atrevían a adentrarse demasiado.
Aquellas figuras eran Fista y Arthur, embarcados en su primera misión juntos.
A medida que avanzaban, los sonidos del bosque se volvían más densos. Ramas crujían a lo lejos, gruñidos se filtraban entre la maleza, y aves de plumaje gris los observaban desde las alturas.
—Señorita Fista… —preguntó Arthur, mirando de reojo a su compañera—. ¿Puedo saber qué es eso que mira tan fijamente desde hace rato?
—Es un mapa —respondió ella sin apartar la mirada.
—Ah… claro, un mapa… imprescindible para orientarse. Je… olvido que aquí no hay GPS.
Fista alzó una ceja.
—¿Qué es un GPS?
—Eh… nada, nada. Por cierto… ¿por qué tomó una misión de bronce medio? Escuché que las mejores son las de bronce bajo. Más fáciles, y la recompensa no varía mucho.
Fista se detuvo. Giró el rostro hacia Arthur con una mirada tan fría que a él se le heló hasta la columna vertebral.
—No había misiones de bronce bajo. Los de ese rango desaparecen rápido. Solo quedaban de medio y alto. Iba a hacerla sola si nadie la aceptaba.
Tras una pausa tensa, añadió:
—Se me olvidó preguntar tu rango. Si tomaste la misión, debes ser mínimo bronce medio… ¿verdad?
Arthur infló el pecho con falsa seguridad.
—Se equivoca, señorita. No soy bronce medio… soy bronce bajo… a medio paso de ser medio.
Silencio. Fista lo escaneó de arriba abajo con una expresión tan neutra como una lápida. Luego, sin decir nada, siguió caminando.
Esta chica es más aterradora que los monstruos, pensó Arthur.
Mientras avanzaban, los sonidos cambiaron. Gritos apagados, seguidos de gruñidos. Arthur se detuvo y señaló un claro.
—Eso vino de allá…
Fista desenfundó su daga. Avanzó sin vacilar, y Arthur la siguió. Tras apartar ramas espesas, hallaron un claro con ruinas cubiertas de musgo: columnas rotas, piedras agrietadas y lo que parecía una entrada subterránea, semioculta entre raíces.
—No debería haber construcciones en esta zona… —murmuró Fista, frunciendo el ceño—. Las bestias las habrían destruido hace años.
—Bueno… tal vez hoy tenían el día libre —bromeó Arthur.
Fista lo ignoró. Se acercó a la entrada, y luego de observar el entorno, murmuró:
—Podríamos ignorarlo… pero las oportunidades no esperan.
—Totalmente de acuerdo. Si algo he aprendido… es a no rendirse antes de intentarlo.
Descendieron por una escalera de piedra gastada. El aire era húmedo, el silencio espeso. Solo la luz temblorosa de sus antorchas iluminaba el pasadizo.
Entraron a una pequeña sala. Estanterías colapsadas, libros podridos, pergaminos rotos y piedras grabadas con símbolos ilegibles los rodeaban.
—Nada útil… solo basura vieja y húmeda —gruñó Fista, hurgando entre papeles descompuestos.
Arthur dobló una esquina y halló algo distinto: un pergamino traslúcido, con inscripciones apenas visibles.
—Oye, ¿esto será importante? —preguntó, mostrándoselo.
Fista lo examinó por unos segundos y se encogió de hombros.
—Tal vez. Parece de bajo rango. Guárdalo, podría servirte.
Arthur asintió y lo escondió con disimulo.
—Claro… nunca se sabe.
Lo que no dijo fue que no podía absorber sellos. Y si Fista lo descubría, probablemente lo dejaría atrás sin dudar.
Ambos continuaron su descenso hacia lo desconocido.
Y mientras las raíces del mundo antiguo susurraban bajo sus pies, el eco de sus pasos sellaba un pacto silencioso: avanzar, aunque no comprendieran aún hacia qué.
Fin del capítulo.