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Chapter 2 - PRELUDIO II: LA DÉCIMA CALAMIDAD

Gran Imperio de Ming, Año del Fuego, Nacimiento del Verano imperecedero

 

“Cuando el mundo fue herido por la ruptura de los cielos y Caos fue seducido por el Vacío, el invierno eterno nació para castigar y aprisionar. No vino solo. Con él, llegaron las Calamidades.”

—Fragmento del Sagrado Código de los Exorcistas

 

El Palacio de Jade dormía bajo un cielo púrpura, cubierto por nubes que no se movían y una luna enferma que no se atrevía a llegar a su cenit. Ni el viento osaba pasar por sus columnas revestidas de oro y escrituras sagradas, ni los pájaros por sus tejados curvos. La quietud no era paz. Era dominio. Era poder tan absoluto que dolía nombrarlo.

En la sala del Trono Celeste, la luz de las linternas temblaba, no por la brisa, sino por el temor. Incluso las llamas parecían inclinarse ante la figura que reposaba al fondo del salón, en lo alto de una tarima negra, entre cortinas de brocado escarlata.

El Emperador del Gran Ming no hablaba. Solo observaba con la paciencia de un dragón que lo ha visto todo. Y cuando lo hacía, era como si los huesos de quienes lo rodeaban se volvieran de ceniza.

—Adelante —ordenó, con voz tan baja que pareció surgir de los pilares.

Un hombre cruzó el umbral. Vestía una túnica blanca, marcada con el loto invertido de los exorcistas, ennegrecida por la sangre seca de espíritus muertos. Su sombra no lo seguía.

El Jìng Xū Jiàng de las fuerzas del sur se arrodilló. Su rostro estaba pálido, sus ojos profundamente hundidos y surcados por líneas azuladas que formaban un patrón muy particular.

—He regresado de Joseon, Majestad Celestial —dijo, sin alzar la vista—. Los Grandes Espíritus han escogido al nuevo heredero. El ciclo ha vuelto a reiniciarse. Y esta, la noche más larga del año… la Décima Calamidad ha nacido.

Un murmullo recorrió la sala como si las piedras mismas se lamentaran.

El Emperador inclinó levemente la cabeza. Sus ojos, estrechos y dorados como monedas antiguas, no mostraron sorpresa. Solo una sombra más profunda que la oscuridad misma del Vacío.

—¿Dónde?

—En el corazón de Joseon. La primavera murió, dejando que sus pétalos se congelaran con el frío que ahora se extiende por todo el reino. La calamidad... ha tomado forma humana.

—¿Y?

—Es el príncipe heredero —dijo el general con preocupación en la voz—. Un niño con un solo ojo blanco.

Un silencio. Prolongado y cálido.

Luego, una risa muy leve, casi un susurro.

—Qué irónico… —murmuró el Emperador—. Los Grandes Espíritus han tomado a un príncipe que ascenderá al trono para después sacrificarlo por el bien de los mundos. Interesante.

El general alzó apenas la vista, pensando: no logro leer sus intenciones. En cambio, dijo:

—Esto podría ser peligroso, Majestad…

—No hay nada más peligroso que el ciclo se rompa —respondió el Emperador, antes de que la frase fuera completada—. El Ojo Blanco va a reinar si así lo han dispuesto los Grandes Espíritus. Se han cumplido cien años desde que ella portó el poder del hielo. Esta vez, general Lín Wují, me aseguraré de que el portador no extienda su frío más allá del Muro Celestial fronterizo. El invierno no volverá a tocar mi alma.

El exorcista tragó saliva. En Ming se hablaba de cierta historia, una en la que se decía que aquel Emperador fue desafiado por un portador del Ojo Blanco, una chica que, según los historiadores, quiso apoderarse del trono de jade y asentar el invierno eterno en el imperio. Claro, de esa historia había varias versiones más. Pero él, siendo la mano derecha del gobernador de los cielos, tenía que oír solo lo que se le permitía creer.

—¿Desea que regrese? —propuso pasado un rato.

—Eso hubiera sido útil si no hubiese tenido ya a un colaborador en la Corte Central de Joseon —susurró el Emperador con tedio—. No. Aún no, Jìng Xū Jiàng. Déjalo crecer sin saber lo que le espera. Déjalo aprender a amar. Odiar. Déjalo conocer el reino que un día heredará. Solo entonces comprenderá lo que debe perder cuando llegue el momento.

El exorcista bajó el rostro hasta tocar el suelo.

—¿Y si se sale de control?

—Entonces irás en mi nombre y lo harás entrar en razón —dijo el Emperador, y sus ojos se tornaron inhumanamente brillantes, como brasas encendidas bajo la máscara de su rostro humano—. Por ahora, La Orden de los Guardadores se hará cargo de él.

—Sí, Su Majestad Celestial.

Y con un leve chasquido de sus dedos, la sala entera se oscureció. No quedó fuego. Ni lámparas encendidas. Ni sombra que lo siguiera.

 ***

Los portones del Palacio de Jade se abrieron con un crujido lento y profundo, como si el mismo cielo se quejara del poder que los Grandes Espíritus acababan de depositar en los hombros de un príncipe.

Lín Wují, exorcista imperial, descendió los escalones de mármol con una mano en la empuñadura de su espalda, los ojos endurecidos por décadas de guerra espiritual y duro entrenamiento. Atrás quedaban las palabras del Emperador, como una escarcha que no se disipa ni con la luz del mediodía. El viento lo azotó en cuanto cruzó el umbral, frío, como si ya llegara desde aquel reino del eterno invierno al que nadie se atrevía a mirar directamente en los mapas.

Detrás de su espalda, envainada en una funda negra como la obsidiana lunar, reposaba Xúnyè, la espada pensante que lo había acompañado desde que había sellado a su primer espíritu en el Valle de las Cicatrices.

Entonces, cuando el murmullo del Palacio quedó ahogado por los gritos suplicantes de los demonios encadenados en los jardines imperiales, la voz grave de la espada surgió en su mente, sin palabras que fueran necesarias pronunciar.

—Sabes qué hacer.

Lín Wují no respondió.

Sí. Lo sabía.

—Joseon es tu tierra natal.

Asintió con lentitud, y en su pecho algo se endureció como piedra sumergida en hielo puro. La Décima Calamidad había encarnado. Pero no sería el Emperador quien le diera forma al destino.

Sería él.

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