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Chapter 3 - Capítulo 2

Capítulo - 2 

'Las aguas callan cuando el sol duerme, mas el alma del río no cesa jamás.'

Se despertó aturdido y sobresaltado, mas su cuerpo, exhausto y pesado, no le permitía incorporarse. Bostezó con desgano; una lágrima se deslizaba, silenciosa, por la comisura de sus ojos. Otra vez aquel sueño. Llevaba ya más de siete inviernos soñando lo mismo desde aquel aciago suceso. A los doce años halló un poco de sosiego, mas en días recientes, los recuerdos habían comenzado a aflorar una vez más.

—¡Apártate de mí, Alastor! —exclamó al sentir la áspera lengua del can lamiendo su mejilla.

El perrillo gruñó con disgusto y se apartó a regañadientes. Lyvis se incorporó con igual desgana, dejando atrás el tibio abrigo de la cama. Se dirigió al lavatorio y, con agua fresca y hojas de ajenjo, frotó sus dientes hasta disipar el mal sabor de boca.

Frunció el ceño al mirarse en el espejo rajado que colgaba de un clavo oxidado. Diecisiete años contaba ya... pero ¿de qué le servían? Cada jornada amanecía con el mismo fastidio. Aquellos días, sin embargo, eran peores: su esclarecido padre, con esa brillantez suya tan habitual, lo había puesto bajo tutela en una escuela de renombre.

Y hoy... hoy era el día del examen sagrado.

Si fracasaba, todos los desvelos y sacrificios del buen hombre habrían sido en vano.

—Tks —gruñó, escupiendo el resto del agua contra el espejo manchado.

Caminó hacia la cocina; su padre estaba sentado, absorto en la lectura de un pergamino arrugado. Lyvis, que no había probado bocado desde la noche anterior, se preparó algo de mala gana y se sentó a la mesa, lanzando a su progenitor una mirada tan fría como el metal.

—Buenos días, Lyvis —dijo el hombre, alzando una sonrisa apacible mientras sus ojos recorrían los enmarañados mechones del muchacho. Frunció el ceño y desvió la vista hacia la ventana. Aún no había sonado la campana.

—¡Niño, mírate! ¿Aún así, en esas fachas? Deberías ir al río y lavarte como. Recuerda que hoy es el día del examen... Si no lo apruebas, se acabó toda esperanza de que esta familia tenga algo digno. Eres mi única esperanza. - Ya se había levantado. Caminó hasta él y le hizo compañía en la mesa, posando la mano sobre su cabello con una ternura que a Lyvis le supo amarga. El muchacho no respondió. Siguió comiendo en silencio mientras el cielo conservaba aún ese tono rosado de las primeras horas. 

—¿Por qué es tan importante ese maldito examen, hm?

El padre exhaló con pesadez. Había repetido ese discurso tantas veces que las palabras ya parecían gastadas. Al ver que el muchacho no reaccionaba, le propinó un leve golpe en la cabeza.

—Porque este mundo no tiene clemencia con los inútiles, hijo mío —exclamó con una sonrisa sarcástica—. No basta con poseer manos dispuestas ni mente despierta. Hace falta un sello, una distinción... algo que diga: "este merece un lugar". Y ese examen representa precisamente eso.

Lyvis apretó la mandíbula con amargura mientras masticaba los últimos fragmentos de su pan endurecido, acompañado de un trozo de queso añejo. Guardó silencio. Escuchar, una vez más, aquel discurso insoportable le carcomía los nervios. Giró los ojos hacia el techo con fastidio, lamentando haber formulado la pregunta. 

—Cuando yo tenía tu edad —continuó el hombre, tomando su copa de barro y sorbiendo un poco del vino diluido—, ya transportaba sacos en el mercado y dormía con las ratas del granero. Pero tú... tú estás llamado a más. Debes aspirar a más. Has de ingresar en esa familia y demostrar al mundo que no sólo Dios ostenta poder: existe también algo llamado ciencia.

No puedes permitirtelo, Lyvis. No puedes fallarme.

El joven alzó la vista y sostuvo la mirada de su padre por un instante. Algo en sus palabras había sido distinto esta vez. ¿Ciencia? La palabra le golpeó el pensamiento con una mezcla de extrañeza y curiosidad. Abrió los ojos con sorpresa.

—Bien... —murmuró—. Supongo que iré a bañarme. No vaya a ser que mi hedor empañe mi "potencial".

El padre soltó una carcajada leve y añadió con desenfado:

—Es broma lo de la ciencia. No digas necedades por ahí. Si a la gente cerrada de espíritu le oyeses hablar, entenderías cuán rápido podrían llevarte al cepo por menos que eso.

Lyvis lo maldijo en su fuero interno. Por un segundo creyó que su padre había dicho algo sensato. Pero al verlo retractarse con esa liviandad, sintió cómo algo se le quebraba.

-Mn- Se puso en pie, echó la capa desgastada sobre sus hombros y salió por la puerta trasera. 

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Se quedó abrazando sus rodillas en medio del río, la cabeza hundida entre los brazos. Observaba cómo el amanecer se alzaba por entre las ramas torcidas del bosque, tomando forma lenta, como si también despertara con pereza. Tan bonito que era... La sonrisa de Lyvis se estremeció cuando escuchó el liviano tintineo de la campana.

Claro que era la señal de siempre, la que decía que ya era hora de levantarse, que la jornada comenzaba. Pero su corazón dio un salto, como si el alma se le fuera a salir del cuerpo: por un instante pensó que era el llamado para tomar el examen del pueblo.

Tragó aire y cerró los ojos, se dejó hundir por un momento más. No quería moverse todavía.

Entonces escuchó gritos y risas desde lejos. 

— ¡La familia real ha venido! ¡La familia real ha venido! —chilló una niña desde la orilla, agitando un pañuelo sucio como si fuera una bandera.

—¡Y tienen hijos! ¡Hijos de verdad! ¡Son guapísimos! —respondió otro, más pequeño.

—¡Dicen que los hijos son como estatuas! ¡Jamás he visto a nadie tan apuesto!

Blah, blah, blah. Quería vomitar.

Corrieron cuesta abajo por el sendero, tropezando entre sí, empujándose sin cuidado. Detrás venían más niños, unos descalzos, otros con coronas de cartón mal pintadas.

- Tontos. - Se sumergió una vez más, soltando una risa encantadora. Tenía un tono atractivo, de esos que obligan a volver la vista sin saber por qué. Sus ojos se curvaron luego con un brillo retorcido, como si la dulzura de esa carcajada no hubiese sido más que la antesala de algo perverso.

No deseaba otra cosa que ver arder a esa familia.

Pero el pensamiento se desvaneció. Se irguió con lentitud en medio del agua fría y extendió la mano hacia la roca, donde descansaba un collar de hilo bien cuidado. Se lo colocó con cuidado, asegurándose de no empaparlo.

—Ast-

Tink. Un sonido metálico descendió desde lo alto.

—Mierda —escapó entre dientes.

Tomó su ropa, sencilla pero limpia, y se vistió con prisa. El cabello aún chorreaba, así que lo sacudió de golpe como lo haría un perro.

Afuera, Alastor yacía tumbado bajo el sol. Al sentir la sombra, frunció el hocico y entreabrió los ojos. Lyvis lo miró con una sonrisa sesgada, cargada de segundas intenciones. El perro soltó un gemido bajo.

Un monstruo. Eso era lo que veía.

Y aun así, Alastor había crecido. Ya no era aquel cachorro escuálido de inviernos pasados. Ahora parecía un pequeño oso, cubierto de un pelaje espeso, suave, de un color durazno que resplandecía bajo la luz matinal. Ese reflejo cálido quedó suspendido en los ojos de Lyvis.

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—Por aquí, señorita, si es tan amable —dijo con voz serena Maître Clément, un précepteur de rostro fino y maneras pulidas, cuya función era asistir a los recién llegados a la Academia de Elysius Inem.

Su ropa, inmaculada, desprendía el aroma de lino planchado y aceites de lavanda. Contrastaba con la escena que tenía delante: adolescentes de todo el pueblo, con los rostros quemados por el sol, ropas raídas y ese olor espeso del río que parecía haberse pegado a sus cuerpos como una segunda piel.

Clément frunció los labios con discreción. Odiaba estos días. Maldijo a su compañero, quien, con gran oportunismo, lo había dejado solo para recibir a los muchachos. Forzó una sonrisa que dejaba ver una hilera perfecta de dientes blancos.

—Recuerden agradecer a Dios Todopoderoso. El examen se llevará a cabo en la iglesia de Elysius Inem. Les ruego mostrar devoción, inclinarse con humildad y entregar sus pensamientos al Altísimo.

Casi todos los presentes se persignaron de inmediato; algunos, incluso, cayeron de rodillas, con lágrimas brotando de gratitud. Una joven sollozaba con tanta intensidad que Clément esbozó una sonrisa incómoda.

Que exagerada.. 

No era hombre de emociones ajenas, así que simplemente desvió la mirada y siguió recibiendo a los demás.

Ya casi habían llegado todos. La hora pico estaba por terminar. El último carruaje cerraba sus puertas, y al fondo, las pesadas rejas del pueblo comenzaban a deslizarse hacia abajo.

—¿Falta alguno de los inscritos? —preguntó uno de los supervisores, hojeando una lista.

—Mmm... no lo creo... ah, esperad... sí. Un tal Lyvis Aurex. Y también Cléon Dureaux, Annette Lavois y Bastien Fournier. Son los últimos.

Otro encargado soltó una risa seca, mientras se atusaba el cuello con fastidio.

—Apuremos esto. Si se quedaron dormidos, es culpa suya. Faltan dos minutos para el cierre. Estos niños no saben apreciar la oportunidad que Dios les da. Y pensar que el Señor eligió este pueblo... qué lástima.

El comentario provocó un gesto de asco en Clément, que sin más le propinó un puñetazo rápido en el brazo.

—Cállate, imbécil. Si Dios nos escuchara, y peor aún, si el Amo te oyera, estarías colgado por los pies en la plaza, con una piedra atada al cuello. O te harían caminar descalzo sobre carbones benditos hasta sangrar.

El compañero se calló al instante. Otro más, detrás, soltó una risa contenida.

Las puertas comenzaron a cerrarse. El chirrido del hierro al bajar resonó en el aire húmedo de la plaza. Fue entonces cuando uno de los précepteur , que hurgaba su nariz con desgano junto al pórtico, entornó los ojos y señaló hacia la distancia.

—Eh... mira eso... Viene algo.

Se giraron los tres hombres de edad venidera. 

Un enorme animal de pelaje melocotón, trotando con fuerza. 

—¡Por la santa cruz, un oso! —exclamó Clément, sobresaltado—. ¡Abre las puertas, ya, ya!

El encargado, aún medio aturdido, reaccionó tarde, pero alcanzó a mover la tranca justo a tiempo. El "oso meloso", que en realidad era el perro Alastor, embistió a un adolescente al pasar, haciéndolo caer de espaldas con un quejido. 

Detrás de él, llegaban tres figuras más.

A Lyvis se le marcó una vena en la frente. El rostro enrojecido, la mirada afilada y clavada en Alastor, quien ya había desaparecido entre los muros pensando en el regaño de su amo. Los tres adolescentes que venían detrás contemplaron la escena con expresiones agotadas. Sin mucho entusiasmo, dijeron al unísono:

—Perdona nuestra noción del tiempo. Por favor, condúcenos al camino del Señor... y del examen.

Lyvis los miró, perplejo. Ninguno le había dado las gracias por haber provocado que los 'guardianes' abrieran las puertas. Peor aún, nadie le había ofrecido la mano para levantarse del suelo.

Soltó un breve: Hmph.

Se incorporó por su cuenta, sacudiendo el polvo de sus ropas. Los tres muchachos, evidentemente cercanos entre sí —seguramente Cléon, Annette y Bastien—, se persignaron con solemnidad y pasaron al recinto. El señor Clément, sin más comentario, les permitió subir. Afortunadamente, algunos carruajes aún aguardaban en suspenso, preparados para llevar a los rezagados.

Pero cuando Lyvis dio un paso adelante, Clément lo miró de arriba abajo. Tenía un pantalón gris, limpio, una camisa blanca que aún conservaba su forma, aunque olía inevitablemente a río. El hombre frunció el ceño.

—No puedes pasar —dijo.

—¿Eh? ¿Por qué?

Clément dudó. No tenía una razón sólida. Sabía que era por el susto del "oso" —el perro—, pero no iba a confesar que un muchacho lo había avergonzado delante de sus compañeros. Enderezó la espalda, cruzó las manos detrás del cuerpo.

—La hora pico ha terminado. Debes retirarte de inmediato.

En ese momento, los carruajes de los tres adolescentes comenzaron a alejarse. Desde la ventanilla, la única muchacha, Annette, lo miró con curiosidad. Lyvis era apuesto, con un rostro marcado por la juventud y algo más... algo endurecido por dentro. Ella se mordió el labio inferior, lamentando no haberlo ayudado a levantarse.

El carruaje se fue.

La furia subió por el pecho de Lyvis, caliente, incómoda. Intento rezar en voz alta, una oración improvisada, dicha de forma atropellada y mal dicha. Se persignó de derecha a izquierda y luego al revés, esperando que por tal acción estos hombres de cara rica le dieran el paso.

—Esto no es justo. Además, la hora ya había concluido cuando ellos llegaron. Está siendo injusto —dijo—. El Señor estaría decepcionado de usted.

Clément se puso rojo como un tomate. Lo señaló con un dedo tembloroso, acercándose hasta quedar a la par del muchacho.

—¡Eso es porque tú llegaste montado en un indigno oso!

Lyvis lo miró, incrédulo. Luego soltó una risa franca y seductora.

—¿Lo escucharon? ¡Era un perro! ¡Y su compañero se asustó por algo así! Qué vergüenza... no puedo creer que me niegue el paso por semejante tontería.

Sus palabras hicieron eco. Los asistentes de Clément se cubrieron la boca con las manos, intentando contener la risa. Clément hervía de vergüenza.

—Tú...

—¿Yo?

 —En cualquier caso, ya no quedan carruajes. Me temo que...

Pero su frase fue interrumpida por una voz suave, que vino desde detrás del grupo. Era una joven de cabellos lisos, rubios y perfectamente peinados. Tenía los labios rosados y bien marcados, los ojos de un azul tan claro que parecían reflejar la mañana.

—Oh —susurró uno de los presentes.

Todos quedaron en silencio. Incluso el viento pareció calmarse.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó la muchacha, con una voz tan melodiosa que incluso las campanas habrían querido callar para escucharla.

Clément se irguió, contrajo la lengua y aclaró la garganta, nervioso.

Señorita Viella... —musitó Clément, cayendo de rodillas como si estuviera ante la Virgen misma.

Viella frunció levemente el entrecejo. El gesto exagerado le pareció innecesario. Se inclinó un poco y, sin perder la compostura, le tomó el brazo con delicadeza para ayudarlo a incorporarse.

—Este... este muchacho no puede viajar. Se está rebelando. Además, no quedan carruajes disponibles. 

—Eso no es cierto —intervino Lyvis, con el ceño fruncido y la voz agria.

La joven lo miró con interés. —Está bien, Clément. No dramatice —dijo amablemente—. El joven puede subir a mi carruaje. Es el último que falta.

El silencio fue inmediato. Todos los presentes, rígidos como estatuas, reprimieron la risa. No por la decisión, sino por lo ridículo que se había visto Clément postrado, como un siervo nervioso ante un perro mojado.

Él bajó la cabeza, con las mejillas ardiendo y no respondió.

Lyvis observó todo con una ceja alzada... Por fin, alguien con sentido común.

La muchacha caminó hacia el carruaje sin mirar atrás y Lyvis la siguió sin decir una palabra. 

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El carruaje avanzaba con un leve traqueteo por el sendero empedrado. Dentro, el silencio era apenas interrumpido por el susurro del viento que se colaba por una hendija y el crujido ocasional de la madera.

Lyvis estaba sentado cerca de la ventanilla, con la mejilla apoyada en una mano. Miraba hacia afuera sin mirar realmente. Cuando subió, había murmurado un "gracias" en dirección a la muchacha, pero ella sólo le respondió con una sonrisa ligera.

Más tarde, sin aviso, sacó un pequeño libro del bolso y empezó a recitar. No en voz alta, pero lo suficiente para que sus palabras flotaran en el aire:

"Las aguas callan cuando el sol duerme,

mas el alma del río no cesa jamás.

Va y vuelve como el dolor de una herida,

silenciosa, profunda, sin preguntar."

Lyvis no entendió mucho. Ni siquiera estaba seguro de si hablaba sola o recitaba para él. Delante de ellos, alguien dormía. El rostro quedaba oculto entre el sombrero y la sombra del ventanal, pero la respiración era rítmica y visible.

Al poco rato, Lyvis se aburrió de mirar a esa persona y cerró los ojos un instante, pretendiendo dormir... hasta que escuchó la voz de la niña.

No dejaban dormir, por mon deu.

—¿Cómo es que te llamas?

Él giró su mirada con languidez, pensando que hablaba con alguien más. Al notar su error, sintió el calor subirle al rostro.

—Lyvis... Lyvis Aurex 

Ella sonrió, y luego rió por lo bajo. Una risa tan ligera que podría haber hechizado a cualquier hombre, si tan solo ella lo deseara.

—Y dime, Lyvis… ¿te gusta la poesía?

La voz de Viella era tan suave y amable, que algo en el pecho de Lyvis se aflojó. Sintió el calor subirle al corazón, como si alguien hubiera retirado por un instante el pan y queso que se había comido en la mañana.

—Esto… pues… —se rascó la nuca—. No la entiendo mucho. Es muy complicada.

Viella abrió los ojos, y un brillo chispeante los atravesó.

—¡Eso me pasaba igual! —dijo con entusiasmo —. Pero luego descubrí que lo bonito es tratar de entenderla. 

Lyvis la escuchó con paciencia, aunque el vaivén del carruaje ya comenzaba a hacerle pesar los párpados. Sonrió apenas.

—Haha, es verdad. Mi padre también lo dice todo el tiempo… que debería leer poemas en lugar de ir al río.

Ella soltó una risa clara y breve, cubriéndose los labios con una mano. Luego, sus ojos se abrieron como si recordara algo de golpe.

—Ah… esto… —bajó la voz de pronto, avergonzada—. ¿Cómo es el río?

Se sonrojó ligeramente, y miró hacia los asientos de adelante, asegurándose de que nadie más la escuchara.

—¿Sabes? Uno de mis sueños es vivir en el pueblo. No tener tantas tareas. No tener que… postrarme siempre.

Lyvis alzó la vista. Por primera vez, la miró con verdadero interés.

—Es… refrescante. —Se encogió de hombros—. Aunque no muchos van.

—¿Qué? Pero dicen que todo el mundo está siempre allá. Mi padre dice que ustedes pasan los días enteros en el río, nadando como peces.

Lyvis soltó una risa seca, ladeando la cabeza.

—Es una broma. Lo dice por el olor. Para ellos, todos los del pueblo olemos a río… aunque no hayamos tocado el agua.

Viella lo miró con una mezcla de lástima.

—Pues si así huele el río… no me molestaría vivir ahí.

La risa de Lyvis resonó dentro del carruaje. Fue tan espontánea, que no pasó desapercibida.

Un par de ojos se abrieron lánguidamente desde el asiento delantero. Eran de un azul pálido, casi translúcido, como el agua que corre entre piedras blancas al amanecer. Brillaban bajo la sombra del sombrero, atentos como los de un gato entre los juncos. Sus orejas se alzaron ligeramente.

Incluso el cochero, un anciano de barba escasa y manos huesudas que guiaba los caballos con parsimonia, giró la cabeza con disimulo, una, dos veces, intentando identificar de quién venía aquel sonido tan poco común entre pasajeros de noble cuna.

—Por favor, señorita… —dijo él, aún sonriendo con los ojos entornados—. Es peor oler a río, es mejor así como huele usted. Es encantadora.

Viella bajó la mirada, incapaz de contener la sonrisa que se le escapaba como una flor rebelde.

Lyvis, por su parte, sintió que podría dormirse allí mismo.

 

 

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