El trigo se mecía como un mar dorado bajo el cielo despejado.
El viento era cálido, pero no sofocante. Había perfume de tierra en el aire, de savia, de naturaleza que no conocía ciudad ni smog.
Erick se encontraba de pie, al borde del porche de madera de su nueva casa, con los pies descalzos sobre la madera tibia. Miraba el campo como quien observa un sueño sin saber si lo vive… o lo recuerda.
No sabía cuánto tiempo llevaba ahí, respirando ese aire limpio a grandes bocanadas, hasta que el silencio fue roto por dos voces familiares:
—¡¡PAPÁÁÁÁÁÁÁÁÁ!! —gritó Lunará a todo pulmón.
—¡¡¡Papá, papá, papá, el hermano se despertooo!!! —gritó Sólene con aún más entusiasmo, solo para no quedarse atrás.
Desde entre los cultivos, un hombre alzó la cabeza.
Tenía el cabello rubio recogido en una coleta corta, músculos marcados por años de trabajo manual, y unos ojos azules tan intensos que parecían beberse la luz. Cuando vio a Erick en pie, erguido y despierto, se quedó inmóvil por un instante.
Y entonces corrió.
Cruzó el campo como un rayo. La sonrisa en su rostro era tan abierta y radiante que por un segundo Erick se sintió culpable por no poder corresponderla.
El abrazo que recibió fue casi un derribo. El hombre lo levantó como si no pesara nada y lo apretó contra su pecho con fuerza. No dolorosa, pero sí... desesperada y aliviada.
—¡Hijo mío! —dijo, con la voz temblorosa—. ¡Por fin! ¡Maldito susto que nos diste! Creí que… que no volverías a abrir esos ojos, pequeño testarudo.
La voz de su madre rompió el momento:
—¡¡El almuerzo se enfría!! —gritó desde la puerta, con un cuenco humeante en la mano—. ¡Y tú, Deanel, bájame a ese niño antes de que lo rompas!
Deanel. Ese era el nombre de su padre. Lo había sabido desde que se levantó de la cama. Lo sabía, aunque no recordaba haberlo aprendido.
Su padre le revolvió el cabello y lo dejó en el suelo con una sonrisa.
—Anda, campeón. A tu madre no se le desobedece.
Erick asintió en silencio y entró.
La sopa sabía a hogar.
No a restaurante, no a cocina gourmet, no a comida de avión.
Sabía a madre. A manos que preparan alimento con amor y preocupación.
Mientras tragaba lentamente, sus pensamientos comenzaron a ordenarse.
No era una pesadilla. No un sueño lúcido.
Esto era real.
Y entonces se dio cuenta.
Una sensación nueva.
Como agua caliente corriendo por sus nervios. Como un pequeño estanque que recorría cada parte de su cuerpo. Un calor estático vibrando entre sus huesos.
—¿Qué carajos…? —pensó, bajando la cuchara con lentitud.
Era como si empezara a sentir la sangre en sus venas. En la memoria del niño que era antes, esa sensación existía, pero jamás la había notado. Ahora, era como pasar de no tener sangre... a tenerla en abundancia.
Una persona normal no siente su sangre fluir, pero si nunca la hubiera tenido y de repente comenzara a fluir, la sensación sería imposible de ignorar.
Intentó enfocarse. Respirar con calma. Mover esa… cosa dentro de él.
Pero justo cuando parecía estar por alcanzar algo, un par de brazos lo atacaron por la espalda.
—¡¡¡ERICK!!! —chilló Luna—. ¡¡Juguemos a la llevas!!
—¡No, no! ¡Vamos a jugar a las escondidas! —gritó Sólene, trepándole por el brazo como un gato hiperactivo.
—Chicas, yo… —balbuceó, sin energía.
Ellas no lo escucharon.
Ni lo pensaron.
Lo arrastraron al suelo, entre cojines, risas y empujones.
Erick suspiró. Irritado, sí.
Pero también… divertido.
Jugó. Se dejó arrastrar. Fingió que no notaba las reglas inventadas a cada segundo. Que no le preocupaba el caos interior que lo devoraba.
Jugó.
Y por primera vez desde que cayó al vacío, dejó de pensar en su extraña situación.
La noche llegó como un susurro de terciopelo.
Sus padres dormían en el cuarto de al lado. Sus hermanas —esas dos criaturas ruidosas e insufribles— finalmente habían colapsado después de su batalla campal de almohadas de paja.
Y Erick, solo, observaba sus manos bajo la tenue luz de la luna.
Por cierto, la luna parecía brillar más en este mundo, al igual que las estrellas. Dedujo que era por la ausencia de luz artificial a los alrededores. Un cielo virgen. Un lienzo perfecto.
El aire estaba quieto.
El silencio era absoluto, solo roto por el canto de los grillos.
Y él, por fin, experimentaba.
Cerró los ojos.
Respiró hondo.
Y buscó esa corriente en su interior.
No era simple. No era obvia. Era como intentar mover una cola que sabías que no tenías. Como recordar cómo caminar sin haberlo hecho nunca.
Pero lo intentó.
Empujó. Canalizó. Revolvió. Incluso intentó acariciar aquella corriente invisible.
Hasta que...
Algo vibró en su pecho. Un latido sordo.
Sus huesos zumbaron.
Y entonces lo alcanzó.
Y lo primero que intentó fue empujar hacia afuera…
¡PRAAAAM!
Una onda invisible estalló desde su torso. Silenciosa, pero descomunal.
Sintió que su cuerpo era una bomba. Que su energía, esa fuerza desconocida, se había desbordado.
Por un segundo —solo uno— creyó que había volado por los aires toda la casa.
Pero no.
Un pequeño vaso de cerámica, al lado de su cama, comenzó a tambalearse hasta que simplemente se volcó con un suave plop.
Erick lo miró.
Lo miró durante cinco segundos eternos.
Y luego, rió.
Una risa silenciosa, incrédula, desbordada.
No por lo poco que había logrado…
Sino por lo que significaba.
Podía hacerlo.
Podía aprender. Controlarlo. Moldearlo.
Y si un pequeño vaso era el inicio…
…entonces el mundo entero sería el límite.
Su sonrisa casi le partió la cara en dos.
—Oh, sí… —susurró—. Esto va a ser divertido.
POV Erick
El aroma a pan recién horneado me despertó antes que el canto del gallo.
No es una metáfora. Literalmente olía a pan tibio con manteca y al humo dulce que deja la leña al arder despacio.
Me estiré con un suspiro... y me golpeé el pie contra una Lunara dormida.
—¡Auch! —chisté, empujándola sin mucha convicción—. ¿Qué hacen aquí?
Luna gruñó algo entre dientes y me abrazó como si yo fuera su peluche. Sólene, por su parte, tenía una pierna lanzada sobre mi pecho.
Dormir con niñas de nueve años era como compartir cama con dos huracanes.
Me escabullí como un ladrón profesional y bajé de puntillas. Al menos, hasta que el aroma del desayuno me hizo olvidar por completo la misión de sigilo.
Al llegar a la cocina, la vi.
Mi madre.
De espaldas, removiendo una olla de avena con una cuchara de madera enorme. Llevaba una bata de lino clara, y el cabello, recogido en una trenza sencilla que caía por su espalda, tenía un brillo suave bajo la luz de la ventana.
Por un instante... quise quedarme ahí, mirándola.
No la conocía. Pero me sentia familiar a su lado.
Había algo en ella, tal vez la forma en que murmuraba una melodía al cocinar, tal vez su extraña belleza que haría babear a cualquier hombre solo con verla en una foto, o sus fluidos movimientos que parecian de bailarina profesional.
—Buenos días —dije, bajando la voz a ese tono tímido que los niños saben usar como cuchillo caliente en mantequilla.
Ella se giró enseguida, y al verme, su rostro se iluminó.
—¡Mi amor! Ya estás despierto. ¿Dormiste bien?
Asentí con lentitud. Me sobé la cabeza como si aún estuviera mareado.
—Un poco… pero todavía me duele. Creo que... olvidé cosas.
Su expresión cambió al instante. Los labios se apretaron, las cejas se juntaron.
—¿Olvidaste cosas? ¿Cómo qué?
Me encogí de hombros con inocencia estudiada.
—No sé... muchas cosas. Como el nombre de este lugar. O el año. Y… —me acerqué, levantando la vista con mis mejores ojos de cachorro— ¿siempre tuviste esas orejas tan lindas?
Silencio.
Un solo instante.
Su sonrisa se mantuvo, pero su mirada cambió. Bajó la cuchara, se arrodilló frente a mí y me tocó la frente con la palma.
—No tienes fiebre —murmuró—. Pero parece que el golpe fue más fuerte de lo que pensaba. ¿De verdad no recuerdas el nombre de la aldea?
Negué con la cabeza.
—Estamos cerca de Dosríos —dijo con voz suave—. A medio camino entre Tumbaburgo y Puenteamargo.
…Tumbaburgo. Puenteamargo.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
Lo disimulé con práctica vieja. Años de cinismo, mentira útil y poker face me habían entrenado para esto.
—¿Y el año?
—El 284 después de la Conquista, mi amor.
Y ahí fue.
Ahí fue cuando el mundo entero se me vino encima.
Como un edificio.
Como una montaña.
Como un mazo Valyrio directo al estómago.
Poniente.
No.
No podía ser.
No debía ser.
Porque si esto era Poniente, entonces toda esta paz, todo este calor familiar… estaba construida sobre una bomba de tiempo.
Un continente donde los nobles matan por deporte, las guerras nacen de caprichos, los campesinos mueren sin nombre y las mujeres son violadas en cada minuto…
No. No. No.
Mi madre, mi madre vivía en Poniente.
Y tenía orejas ligeramente puntiagudas.
Un rasgo poco común aquí… salvo en algunas casas antiguas, o en sangre no del todo humana.
Tragué saliva. Fuerte.
Tenía que mantener la compostura.
Solo un niño confundido. Solo un niño curioso.
—Mamá… ¿por qué tus orejas son así?
Ella sonrió. No se tensó. No se enojó. Pero su mirada esquivó la mía con suavidad. Se puso de pie y volvió a remover la olla.
—No seas curioso, pequeño —dijo con un tono de ligereza forzada—. A veces, las personas nacen con diferencias. Es parte de lo que nos hace especiales.
Ajá. Qué casual.
Mi madre era una especie de mestiza en el universo más xenófobo, clasista y paranoico de la literatura moderna. Genial.
—¿Y papá? ¿Siempre fue tan fuerte? Pregunte por simple disimulo.
Ella rió, esta vez de verdad.
—Siempre. Desde que lo conocí. Puede cargar dos sacos de trigo en cada hombro y aún tener fuerza para bailar después de cenar.
Lo dijo con orgullo. Con ese cariño de esposa que ha visto al hombre que ama hacer lo pequeño, lo duro, lo diario.
—¿Y cuánto mide nuestro campo?
Ella me miró, entre confundida y divertida, pero respondió:
—Casi una hectárea y media. No es mucho, pero da lo justo para el pan y el trueque. Tenemos tres cabras. Aunque una está preñada. ¿Por qué?
—No sé —respondí con una sonrisa falsa—. Solo… curiosidad.
Me revolvió el cabello, me sirvió un plato de avena y me sentó en la mesa sin dejar de cantar por lo bajo.
Yo comí. Con cuidado. Pensando.
Tumbaburgo y Puenteamargo. Entre esas dos ciudades solo hay una cosa: los ríos del Rejo y las llanuras de la Marca del Mander.
Estamos en el Dominio.
En una época donde los Tyrell gobiernan desde Altojardín.
Donde la guerra terminó hace poco, pero la paz es apenas un disfraz bonito.
Y yo… estoy en el año 284 después de la Conquista.
Catorce años antes de que comience la historia.
Catorce años antes de la muerte de Jon Arryn.
Dieciséis años antes de que los caminantes despierten.
Dieciséis años antes de que el caos se desate.
Me llevé una cucharada a la boca. Tenía pasas y canela.
Pero ya no sabía a hogar.
Sabía a preocupación.
Una pregunta me cruzó la mente como un relámpago envenenado:
¿Cuánto tiempo queda antes de que esta casa arda?
¿Antes de que mi padre sea reclutado?
¿Antes de que violen a mis hermanas?
¿Antes de que maten a mi madre por tener las orejas raras?
No.
No voy a permitirlo.
Miré mis manos. Sentí esa corriente cálida que aún vibraba en mi pecho.
No sabía cómo usarla.
No sabía qué era.
Pero si existía una forma de protegerlos con eso… la encontraría.
Porque este mundo ya no era una serie que podía pausar.
Era mi vida.
Y nadie, nadie, iba a arrebatarme esta familia.
La grúa improvisada chirriaba en medio del silencio.
Dos rescatistas, cubiertos de polvo y sudor, sujetaban la polea con firmeza mientras una bolsa negra ascendía lentamente por el túnel artificial. A su alrededor, focos portátiles iluminaban la noche con una luz cruda, blanca, que arrancaba sombras al pasado enterrado. La bolsa se balanceó al salir del borde del pozo, y el movimiento fue detenido con sumo cuidado. Uno de los técnicos médicos alzó la mano. El resto del equipo dejó de hablar. El cuerpo estaba completo… o lo suficiente como para catalogarlo así.
Un arqueólogo joven murmuró una plegaria. Otro encendió un cigarrillo con dedos temblorosos.
Fuera del templo, a unos metros, detrás del perímetro de seguridad, Camila observaba desde la parte trasera de una ambulancia. Tenía los hombros cubiertos con una manta térmica plateada que brillaba bajo las luces como escamas frías. Sus ojos estaban enrojecidos, las pupilas dilatadas. No lloraba. Ya no. Ahora, simplemente… estaba.
Algunos de sus compañeros pasaban cerca, le dirigían palabras suaves, gestos de consuelo. Ella no respondía. No los veía. Solo una figura parecía tener algún peso en su percepción: Darius.
Él hablaba por teléfono a pocos metros de distancia, la voz apenas un susurro. Su rostro, habitualmente sereno, ahora estaba fruncido, endurecido por la tensión.
—Sí, papá… ya lo confirmaron —decía—. No, no hay duda. Dijeron que nadie sobreviviría a esta caída.
(Silencio).
—¿Van a venir?
(Pausa larga).
—Gracias. Yo… sí, se lo diré. Camila está con nosotros.
(Silencio).
—Entiendo. Los espero.
Colgó.
Tomó aire, como si ese acto simple le costara el doble en ese momento. Luego, caminó de regreso a la ambulancia.
Camila seguía igual: inmóvil. Miraba el templo como si esperara que este le devolviera algo. Algo más que huesos rotos y polvo viejo.
—Mis padres vienen en camino —dijo él con voz suave, casi en un susurro—. Desde Arizona. Quieren estar aquí pasado mañana a primera hora.
(Silencio).
—Dijeron que… puedes quedarte con nosotros. El tiempo que necesites. Hay una habitación para ti. No tienes que preocuparte por nada.
Ninguna reacción.
Solo el zumbido de los generadores. El murmullo constante de radios y botas contra la arena.
Camila no lo miró. No respondió. Solo alzó levemente la cabeza, lo justo para ver las luces que entraban y salían del templo. Dos agentes salieron hablando en voz baja. Uno de ellos llevaba una caja de evidencia. El otro tenía la mirada baja, sombría.
Ella cerró los ojos.
Soltó un pequeño suspiro.
Y, con la misma fragilidad de una hoja al viento, apoyó el costado de su cabeza contra la puerta de la ambulancia.
Darius la cubrió un poco mejor con la manta, sin decir nada.
Camila se quedó dormida.
O al menos, dejó de estar presente.
En la entrada del pozo, dos rescatistas salieron empujando una camilla. Encima, una bolsa negra. Compacta. Pesada. Definitiva.
Darius la vio.
Y durante un segundo, su rostro se crispó, como si hubiera mordido algo amargo. Una expresión tensa, contenida, mezcla de dolor y rabia que no se animaba a salir del todo.
Era Erick. Lo que quedaba de él.
Y no importaba cuán fuerte fuera la manta. El frío igual se colaba por todas partes.