Capítulo 02: las muertes por paro cardíaco
Una alarma estalla con fuerza a las 8:00 a.m., rompiendo la quietud de la habitación. El tono estridente va acompañado de una voz programada que grita con exagerado entusiasmo:
—¡Okite, namakemono! Gakkō ni ikanakya ikenai! Okiro!
(¡Despierta, vago! ¡Tienes que ir a la escuela! ¡Despiertaaa!)
Sobre el suelo, junto al teléfono, hay un futón tradicional japonés. Bajo una sábana arrugada que cubre por completo al ocupante, un brazo emerge lentamente, tanteando el aire con torpeza en busca del botón de apagado. Pero justo antes de alcanzarlo, entra una llamada. El nombre "Misumi" parpadea en la pantalla.
Con los ojos entrecerrados, el chico rechaza la llamada, apaga la alarma y se sienta en el futón con expresión aturdida. Murmura, aún medio dormido:
—¿Qué tenía que hacer hoy...? Mmm... no lo recuerdo... Solo cinco minutos más...
Se deja caer de nuevo.
Veinticinco minutos después...
El teléfono vuelve a sonar. Otra vez Misumi. Medio dormido, intenta rechazar la llamada, pero por error la contesta. Una voz explosiva, furiosa y lo suficientemente potente como para revivir a un muerto estalla por el altavoz:
—¡¡¡NAKAMURA!!! ¿¡Por qué no contestas!? ¿¡Otra vez pasaste toda la noche jugando videojuegos!? ¡¡LEVÁNTATE, IDIOTA!!
Kidai abre los ojos de golpe, sobresaltado.
—¡¿Eh?! ¡¿Qué hora es...?! —mira el celular— ¡¡SON LAS 8:25!!
De pronto, una voz extraña y burlona resuena dentro de su cabeza, como un eco viscoso que retumba en las paredes de su mente:
—Hey... ¿me escuchas?
—¿Qué...?
—Estoy acostado en tu cerebro... como si fuera un sillón puff. Qué cómodo estás...
Kidai se queda congelado. La voz continúa con una carcajada profunda y grotesca:
—Estoy en tu mente. Jugando con tus pensamientos... Mira esto...
En su visión interna, un ser oscuro y deforme toma un pedazo de su cerebro y lo transforma en un control remoto.
—Tu vida es... aburrida, Kidai. Vacía. Predecible. Patética.
—¿Quién eres...? —susurra Kidai, horrorizado—. Se supone que... tú... ¡tú estabas muerto! ¿¡Qué está pasando!? ¿Dónde estoy!? ¿Eres el monstruo!?
—¿Monstruo? No... Soy un Fuyoku. Un demonio que puede usurpar cuerpos humanos. Y este cuerpo, Kidai... es mío ahora.
—¿¡Por qué yo!? ¡¿Por qué, maldita sea!? ¡Hay millones de personas en el mundo! ¡Elige otra!
La voz suelta una risa sarcástica.
—Si fuera tan fácil, ya lo habría hecho. Pero tú eres el único ser humano compatible. El único recipiente capaz de soportar mi energía maldita sin morir.
—¿Y si... si no lo fuera...? —pregunta Kidai, temblando.
—Habrías muerto al instante —responde el demonio con una sonrisa oscura. Luego su tono se vuelve más relajado, casi burlón—. Pero mírate... estás bien. Bueno... relativamente.
Kidai ríe nerviosamente, desorientado, caminando de un lado a otro sin saber qué hacer. En su confusión, pisa accidentalmente a Kugo, su gato, que dormía plácidamente junto al futón.
—¡Miaaau! —maúlla el gato, ofendido.
—¡Lo siento, Kugo! —dice Kidai, aún en shock. Tropieza y cae al suelo, encendiendo sin querer el televisor con el control remoto.
Las noticias están en directo. Una presentadora de rostro serio informa con voz tensa:
—Última hora: ya son ocho las muertes por paro cardíaco en menos de 24 horas. La víctima más reciente... un niño de solo siete años.
La reportera se lleva un dedo al auricular, atenta a una nueva información.
—Nos confirman que tenemos un video del momento exacto en que ocurrió. Producción, por favor... pásenlo.
En pantalla aparece el niño —con el rostro censurado— corriendo feliz hacia sus padres para abrazarlos. De pronto, se detiene en seco, mirando al frente... como si viera algo que solo él pudiera percibir.
—¿Quién eres? —pregunta el niño.
Una sombra oscura, alta e informe le responde con una voz suave, casi cariñosa... demasiado cariñosa:
—Soy un genio. Y puedo concederte un deseo.
—¿De verdad...? —pregunta el niño con emoción.
—Sí. Solo dame tu mano... y tus padres jamás se separarán. Será nuestro trato.
El niño, inocente y lleno de ilusión, sonríe.
—¿Y así se cumple el deseo?
—Solo dame la mano...
El niño extiende su pequeño brazo. La sombra lo toma.
—Gracias —dice la sombra... y desaparece.
El niño corre a abrazar a su madre... pero de pronto se detiene, llevando una mano al pecho.
—Mamá... no puedo respirar...
—¿Qué pasa, cariño? —dice la madre, alarmada—. ¡Tranquilo, respira! ¡Todo estará bien!
Gritando, la mujer llama a su esposo:
—¡Gaku! ¡Llama a emergencias!
El hombre toma el teléfono, desesperado.
—¡Por favor, mi hijo no puede respirar! ¡Necesitamos una ambulancia ahora!
El niño mira a sus padres con lágrimas en los ojos.
—No quiero irme... no quiero morir...
Su madre lo abraza con fuerza, impotente.
—Tranquilo, mi amor... todo estará bien... todo estará bien...
Kidai observa la televisión en completo silencio.Algo en su interior se agita.
Sus pupilas se dilatan. Sus manos tiemblan. Su respiración se vuelve irregular.
Siente un escalofrío recorrerle la espalda... y entonces mira hacia abajo.
De repente, un brazo negro y retorcido atraviesa su pecho desde adentro, como una garra que lo rompe desde el alma.
Kidai grita, horrorizado, intentando arrancarlo con desesperación.
Pero el brazo se retrae en un parpadeo, solo para envolver su cabeza y estrellarla violentamente contra el suelo.
Una sombra oscura se cierne sobre él. Se retuerce, parpadea... y luego comienza a desvanecerse poco a poco, como humo maldito arrastrado por un viento invisible.
Una sombra oscura y borrosa esta frente sobre él... y comienza a desvanecerse lentamente, como si se fundiera con el aire.
Y entonces... una voz nueva —seca, hostil y cargada de desprecio— surge desde lo más profundo. No es la suya. Ni la del Fuyoku. Es otra más.
—Así que... el sello se rompió.
No importa. Puedo crear otro.
Esta vez... uno que te encierre para siempre.
La sombra desaparece por completo.
En su lugar, se alza una figura humana: un hombre de ojos intensamente rojos que brillan con furia contenida. Su piel tiene una extraña tonalidad rojiza, casi etérea.
Luce un sashinuki hakama (el tradicional pantalón abombado de la nobleza Heian) y lleva la camisa atada descuidadamente a la cadera, dejando su torso al descubierto.
Daiki susurra, molesto, con tono venenoso:
—Tch... Mira nada más. Miserable gusano.
Sus ojos se entornan. Su voz se vuelve más densa, más oscura.
—Así que estas en el mundo de arriba... Kahos