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Chapter 13 - Capítulo 13: Máscara del Sanador

El olor a sal y pescado podrido se clavó en la garganta de Valen, una bocanada brutalmente mundana después de la niebla espectral del Bosque de los Susurros Mortales. La ciudad portuaria de Veridia se aferraba a la costa como un molusco enfermo, sus calles empedradas y sinuosas llenas de un bullicio que le resultaba tan alienígena como el silencio del bosque había sido familiar. Los gritos de los vendedores de pescado, el chirrido de las grúas descargando barriles de vino y especias, el traqueteo de los carromatos sobre los adoquines —todo era un asalto a sus sentidos, aún agudizados por la Sed de Vitalis. Cada persona que pasaba era un faro de calor vital en su percepción interna, un tumulto de chispas que lo mareaba y tentaba. La Sed, siempre presente, susurraba ante el festín, pero Valen la mantenía a raya con un esfuerzo que le tensionaba la mandíbula.

 

Eco se movía pegado a sus talones, el lomo erizado, una sombra gris y coja en un mundo de color y ruido. Los transeúntes se apartaban instintivamente al paso de la extraña pareja: el niño espectral de pelo blanco y ojos febriles, y el lobo herido con mirada de fiera acorralada. Las fisuras en los brazos de Valen, ahora extendiéndose en finas ramas doradas y violáceas hasta sus hombros y cuello, estaban ocultas bajo los jirones de una capa raída que había robado de un tendedero en las afueras. La Marca del Engaño era un secreto a voces bajo la tela, pulsando con cada latido de su corazón, un recordatorio constante del poder y la maldición que llevaba a cuestas.

 

Había llegado a Veridia siguiendo el rastro más tenue de su Sed: un hilo de energía enfermiza, pero persistente, que emanaba del corazón de la ciudad. Necesitaba un lugar para esconderse, recursos, información. Y sobre todo, necesitaba probar su poder en un entorno controlado, lejos de los ojos suspicaces de la Inquisición. El asesinato del inquisidor en la aldea fronteriza había sido un mensaje necesario, pero también una imprudencia. Ahora eran cazadores, y él era la presa más valiosa.

 

Su destino era una mansión decadente en el distrito noble, una estructura de piedra blanca que una vez había sido espléndida pero que ahora mostraba grietas en su fachada y enredaderas muertas en sus balcones. La chispa vital que lo había atraído era débil, titilante, como una luciérnaga atrapada en alquitrán. La de una mujer moribunda.

 

Se coló por una puerta de servicio sin vigilancia, deslizándose entre sombras con una facilidad que el bosque le había enseñado. Eco esperó fuera, agazapado entre unos arbustos secos, sus ojos dorados siguiendo cada movimiento. El interior de la mansión olía a cera de abejas rancia, a medicamentos amargos y a la quietud opresiva de la enfermedad.

 

En una habitación del piso superior, bajo dosel de terciopelo carmesí, yacía Lady Anya, esposa de un mercader de especias cuya fortuna se estaba pudriendo tan rápido como la salud de su mujer. Su piel era de un tono cerúleo, pegada a los huesos como pergamino viejo. Sus ojos, hundidos en órbitas oscuras, seguían a Valen con una lucidez sorprendente, desprovista de miedo, llena solo de una curiosidad exhausta. Un médico con ropas mugrientas y un sacerdote de la Iglesia Arcana de rostro compungido estaban junto a la cama, sus voces un murmullo inútil.

 

"… los humores están en desequilibrio total, Lord Malak," decía el médico, sacudiendo la cabeza. "No hay más que hacer. Solo rezar por su alma."

 

El sacerdote asentía, sus dedos jugueteando con un rosario de plata. "La voluntad de los Elementos es inescrutable. Su esencia se desvanece. Debemos prepararnos para el último viaje."

 

Valen se quedó en el umbral, observando. La Sed en su pecho se estremeció, no con hambre, sino con un reconocimiento profundo. La vida de Lady Anya era un hilo tenue, a punto de romperse. Pero a su alrededor, en la habitación, sentía otras fuentes de energía. Más fuertes. Más… accesibles.

 

"¿Quién eres tú?" La voz de Lord Malak, un hombre corpulento con un jubón de brocado deslucido, fue un gruñido de sospecha. Sus ojos, inyectados en sangre por la falta de sueño y el miedo, barrieron a Valen de arriba abajo. "¿Un nuevo sirviente? Sal de aquí, niño. Este no es lugar para ti."

 

"Puedo ayudarla," dijo Valen. Su voz sonó más firme de lo que esperaba, cortando el aire viciado de la habitación.

 

El médico soltó una risa seca y descreída. "¿Tú? ¿Y cómo, muchacho? ¿Con hierbas y cantos? La enfermedad de Lady Anya ha desafiado a los mejores sanadores de Veridia."

 

"No uso hierbas," respondió Valen, avanzando un paso. Su mirada se encontró con la de la mujer moribunda. En sus ojos vio no esperanza, sino una aceptación serena. Y algo más: un deseo de que todo terminara. Eso lo detuvo por un instante. ¿Era esto compasión? ¿O simplemente otro tipo de hambre?

 

"Es un loco," masculló el sacerdote, haciendo una señal de protección con su rosario. "Llévenselo."

 

"Esperen." La voz de Lady Anya fue un susurro, pero tenía la autoridad de quien ha dado órdenes toda su vida. Sus ojos estaban fijos en Valen. "¿Qué puedes hacer, niño fantasma? Veo… veo la luz en tu piel."

 

Valen contuvo el aliento. Ella lo veía. A través del velo de la muerte, percibía la Marca. Eso cambiaba todo.

 

"Puedo tomar el dolor," dijo, eligiendo sus palabras con cuidado. "Puedo darle fuerza. Pero todo tiene un precio."

 

Lord Malak dio un paso adelante, una chispa de desesperación iluminando su rostro abatido. "¿Dinero? Lo tengo. Oro. Joyas. Nombra tu precio."

 

Valen negó lentamente. "No oro. El precio… es otro." Hizo un gesto vago hacia la ventana, hacia el jardín privado de la mansión, visible desde la habitación. Un pequeño paraíso de rosales exóticos, árboles frutales y un estanque con nenúfares, todo mantenido con un cuidado obsesivo. La energía que emanaba de allí era exuberante, vital, un contraste grotesco con la mujer moribunda en la cama. "Necesito… conexión a la tierra. Para el ritual. Su jardín."

 

Malak frunció el ceño, confundido. "¿El jardín? Tómalo. Haz lo que necesites. Solo sálvala."

 

Valen asintió. No había ritual, por supuesto. Solo la simple y brutal mecánica del Vitalis. Se acercó a la cama. El médico y el sacerdote retrocedieron, murmurando entre dientes, pero demasiado curiosos (o cobardes) para intervenir.

 

Colocó sus manos, la viva y la muerta, sobre la frente fría de Lady Anya. Cerró los ojos. La Sed de Vitalis se despertó por completo, un torrente de intención que se extendió más allá de la habitación, hacia el jardín. No iba a drenar a la mujer. Eso habría sido un asesinato. Iba a drenar el jardín para sostenerla.

 

Concentró su voluntad. Visualizó las raíces de los rosales, los troncos de los árboles frutales, las algas en el estanque. Sintió su energía, dulce y pura, alimentada por el sol y la tierra fértil. Luego, tiró.

 

Fue un acto de una escala que no había intentado antes. No el robo furtivo de un insecto o un cardo, sino la sifonación masiva de vida de un ecosistema completo. Un viento frío y silencioso pareció soplar a través de la habitación, aunque las velas no parpadearon. Las fisuras bajo las mangas de Valen brillaron con una intensidad cegadora, proyectando patrones danzantes de luz dorada y violeta en las paredes.

 

Fuera, en el jardín, el cambio fue instantáneo y horroroso.

 

Los rosales, cuyas flores escarlata y dorada eran la envidia de Veridia, se marchitaron en cuestión de segundos. Sus pétalos cayeron como lágrimas de color apagado, los tallos se encogieron y se volvieron negros, crujiendo como huesos. Los árboles frutales, cargados de incipientes limones y naranjas, vieron cómo su fruta se arrugaba y caía, mientras sus hojas pasaban del verde vibrante al marrón y luego al gris ceniza, desintegrándose en una fina llovizna de polvo. El agua del estanque, clara y llena de vida, se volvió opaca y viscosa, y los nenúfares flotantes se hundieron como piedras. El césped, verde y exuberante, se convirtió en un páramo amarillento y quebradizo. El olor a tierra húmeda y flores fue reemplazado por el hedor seco y amargo de la muerte vegetal masiva.

 

En la habitación, Lady Anya jadeó. Un golpe de color rosa manchó sus pálidas mejillas. Su respiración, antes superficial y entrecortada, se profundizó. Sus ojos se abrieron de par en par, despejados, llenos de una vitalidad que no habían tenido en años. Se incorporó en la cama, con una fuerza que sorprendió a todos.

 

"¡Por los Elementos!", exclamó Lord Malak, cayendo de rodillas junto a la cama y tomando la mano de su esposa. "¡Está caliente! ¡Está viva!" Las lágrimas le corrían por el rostro.

 

El médico y el sacerdote miraban boquiabiertos, su escepticismo reemplazado por un asombro rayano en el terror. Miraban a Valen como si fuera un dios o un demonio, y probablemente no estaban seguros de cuál.

 

Valen, sin embargo, apenas podía mantenerse en pie. La energía del jardín, vasta y compleja, fluía a través de él como una corriente eléctrica, y él era solo el conductor. Una parte fue hacia Lady Anya, sellando las grietas de su vida que se extinguía. Pero otra parte, la sobrante, llenó el vacío de su Sed, saciándola como nunca antes. Una euforia poderosa y peligrosa lo inundó. Se sintió invencible. Las fisuras en sus brazos ardían, y al mirarse las manos, vio que el dorado se había intensificado, pero el violeta en los bordes también, volviéndose más profundo, más intrusivo. La Marca avanzaba. El precio.

 

"¿Qué… qué eres?" murmuró el sacerdote, retrocediendo hacia la puerta, su rosario temblando en su mano.

 

Valen no respondió. Su atención estaba en la ventana, en la visión del jardín convertido en un cementerio de plantas. El costo de la vida de una mujer. Un intercambio. Justo, según la lógica fría de Aion. Pero al ver la devastación total, un núcleo de hielo se formó en su estómago.

 

Lord Malak, eufórico, se levantó y agarró un pesado cofre de su escritorio. "Toma," dijo, abriéndolo para revelar montones de monedas de oro y piedras preciosas. "Es tuyo. Todo tuyo. ¡Has hecho un milagro!"

 

Valen miró el oro con desdén. El poder que sentía en sus venas era una moneda de cambio infinitamente más valiosa. Pero necesitaba recursos. Tomó un puñado de monedas y las guardó en su capa.

 

"El milagro tiene un costo mayor, Lord Malak," dijo, su voz ahora con un eco extraño, como si el susurro del bosque y la voz múltiple de Aion se mezclaran con la suya. Señaló hacia la ventana. "Mira."

 

Malak se acercó a la ventana y su rostro se descompuso en una mueca de horror. "Mi jardín… ¡Todo está muerto!"

 

"La vida dada, la vida tomada," dijo Valen, dando media vuelta para irse. La euforia se estaba desvaneciendo, dejando atrás el vacío familiar y el peso de su acto. "Es la ley. Cuídala bien. Su vida ahora está ligada a un suelo estéril."

 

Salió de la habitación, dejando atrás el silencio atónito, la alegría teñida de horror, y el comienzo de un rumor que se extendería por Veridia como un reguero de pólvora: un sanador fantasma que robaba la vida de la tierra para dársela a los moribundos.

 

En la calle, Eco se le acercó, olfateando el aire con inquietud. El lobo pareció sentir el cambio en Valen, el poder residual y la oscuridad creciente. Gruñó suavemente.

 

Valen se encaminó hacia los muelles, buscando perderse entre la multitud. Pero mientras caminaba, notó algo extraño. La gente no solo se apartaba por el lobo. Señalaban el cielo. El aire, húmedo y salado, se sentía… seco. Extrañamente seco.

 

Miró hacia arriba. Las nubes que a menudo cubrían Veridia se estaban disipando, retirándose como si alguien hubiera absorbido la humedad del aire. El sol, brutal y despiadado, brillaba sobre la ciudad con una intensidad inusual para la temporada.

 

Entonces lo sintió. Un temblor en la tierra, un susurro de agonía que se extendía más allá de los muros de la mansión Malak. No se había limitado al jardín. El drenaje masivo, su hambre desatada, había tenido un efecto dominó. Había absorbido tanta vida, tan rápido, que había alterado el flujo natural del Vitalis en la región. Las plantas y los árboles de los alrededores se estaban marchitando, los pozos comenzaban a bajar su nivel.

 

Una sequía. Repentina. Inexplicable.

 

Se detuvo en seco, un sudor frío recorriendo su espina dorsal. Esto no era sanar. Esto era un desastre ecológico. Había robado no solo un jardín, sino la humedad, la vitalidad misma de la tierra circundante, para alimentar su poder y salvar a una noble.

 

Un niño se le acercó corriendo, sus pies descalzos levantando polvo del suelo que ya se sentía sediento. "¡Señor! ¡Señor Ángel!" Era el niño de la rodilla raspada de la aldea fronteriza, o alguien igual de sucio y desesperado. "¡Dicen que usted sana! ¡Mi hermana está muy enferma!"

 

Valen miró al niño, luego más allá, hacia el horizonte donde el cielo ahora estaba despejado y hostil. La Sed en su pecho, momentáneamente saciada, dio un leve latigazo ante la mención de otra vida débil, otra oportunidad.

 

Había puesto una máscara de sanador, pero debajo solo había hambre y consecuencias. Y ahora, la ciudad de Veridia, y quizás toda la región, empezaría a pagar el precio de su primer gran acto como el Vitalista. El rumor de su nombre se extendería, pero no solo como un sanador, sino como un portador de sequía y desequilibrio. Un Ángel de Huesos, como lo habían llamado los aldeanos, que traía vida individual a cambio de muerte colectiva.

 

Y en ese momento, entre el bullicio del puerto y el sol creciente, supo que su camino hacia la venganza o la redención estaría pavimentado con innumerables elecciones como esta, cada una dejando una cicatriz más profunda en el mundo y en su propia alma. La Máscara del Sanador se le había pegado al rostro, y era más pesada de lo que había imaginado.

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