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Chapter 2 - Capítulo 2 – El Filo del Comienzo

Capítulo 2 – El Anillo

El amanecer lo encontró despierto. Arra no había pegado un ojo.

La ansiedad le retorcía el estómago desde que el sol empezó a asomar detrás de los muros de la fortaleza. Se incorporó del catre, bebió un sorbo de agua tibia —lo poco que quedaba— y se ajustó los vendajes en los brazos, apretando los nudos con fuerza, como si eso pudiera contener el temblor en sus dedos.

Hoy era el día.

La prueba para ingresar a los Razos.

Salió de su choza sin despedirse de nadie. Nadie lo esperaba. Nadie lo detendría.

En la entrada a la Zona 2, los guardias lo miraron con indiferencia. Arra mostró el trozo de metal oxidado que le habían dado como pase. El guardia lo tomó, lo giró entre los dedos, y luego señaló con la cabeza hacia adelante sin decir una palabra.

Más adelante, en el centro del distrito, una multitud de jóvenes se agolpaba frente a una plataforma improvisada hecha de placas metálicas y tubos soldados. Algunos aspirantes parecían fuertes, entrenados. Otros se veían igual de famélicos que él, con la piel pegada al hueso y los ojos apagados por la miseria.

Un oficial subió a la tarima. Era un Teniente, vestido con una armadura ligera, de placas negras manchadas por la arena. Su voz sonó potente, sin compasión.

—Escuchen bien, basura del yermo. Esta es la única oportunidad que tendrán de salir del agujero en el que nacieron. Hoy serán lanzados al "Anillo". Una zona al norte de la fortaleza, saturada de radiación. Tendrán doce horas. Su única misión es sobrevivir.

Un murmullo tenso recorrió la multitud.

—Los que logren aguantar las doce horas —continuó el Teniente— pasarán a la siguiente etapa. Los que no… bueno, ya saben lo que eso significa.

Silencio sepulcral.

Uno de los aspirantes alzó la mano.

—¿Y cómo se sobrevive a la radiación? ¿No se supone que hay que evitarla?

El Teniente sonrió, pero no fue una sonrisa amable.

—Solo los más fuertes sobreviven a la radiación. La escoria no merece vivir.

Un par de soldados comenzaron a repartir mochilas con suministros mínimos: una cuerda, un cuchillo corto, una linterna solar. Arra sostuvo la suya sin abrirla. Sabía que todo lo que necesitaba ya lo llevaba dentro: su nombre, su rabia, y una determinación que no podía permitirse quebrar.

Cuando lo metieron en el transporte junto a otros treinta aspirantes, la tensión se podía cortar con un suspiro. Nadie hablaba. Solo el chirrido del vehículo arrastrándose sobre la arena rompía el silencio.

El "Anillo" era una zona desértica delimitada por torres de vigilancia. Se decía que antes fue un campo de batalla, antes de que el mundo ardiera. Ahora, era una jaula abierta, una zona de prueba donde hasta el aire parecía observar con malicia.

Cuando la compuerta del transporte se abrió, el calor golpeó como una pared.

—Suelten a los perros —ordenó una voz metálica desde el altavoz.

Y los empujaron fuera.

Arra cayó sobre la arena caliente, se levantó con dificultad y lo primero que sintió fue el olor. No solo era polvo o tierra seca. Era un hedor denso, como carne podrida bajo el sol. Una bruma se movía entre las rocas lejanas.

Sin mirar a los demás, Arra comenzó a caminar.

Sabía que solo uno de cada tres regresaba.

Y él pensaba ser uno de ellos.

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La arena se le incrustaba entre los vendajes. Cada paso era una batalla contra el calor abrasador… y contra la radiación que flotaba en el aire, invisible y letal.

El Anillo permanecía en silencio. Incluso el viento parecía temer entrar allí.

Arra pronto perdió de vista a los otros aspirantes. Algunos se escondían tras formaciones rocosas, otros desistían y regresaban vacilantes. Pero él seguía caminando. Firme. Decidido. Aunque cada célula de su cuerpo le pedía huir.

Las primeras horas pasaron entre polvo y bruma tóxica. El sol escalaba sin piedad, cocinando el suelo bajo sus pies. Se detuvo un momento, cubrió la nuca con un trapo y bebió el último sorbo de agua. No podía desperdiciar ni una gota.

A lo lejos, percibió un brillo amarillo en las rocas. Se acercó con precaución. Al tocar la superficie, la piel le hormigueó: radiación en estado puro. No había criatura física, pero sintió un estremecimiento profundo. Algo dentro de él se encendió… y no fue calor.

Sus dedos se entumecieron. Las imágenes en su mente se distorsionaron por un instante, como si un recuerdo lejano fluyera hacia él. Un zumbido en los oídos. El aire empezó a pesar más, como si él mismo se transformara en polvo.

Retrocedió, rasguñándose los brazos para comprobar si la piel seguía viva. Una mancha gris apareció en su pantalón. Ardía como quemadura caliente.

Dejó caer el cuchillo, presa del miedo. Pero no fue el dolor lo que lo paralizó: fue el horror de saber que eso —la radiación viva— estaba en todas partes.

Respiró hondo. Se acuclilló. Intentó sacudirse la arena y limpiarse, pero el aire seguía cargado. Supo que debía seguir avanzando. No podía detenerse. No sin enfermar. No sin morir.

Se levantó, con el corazón latiendo como tambor y la respiración entrecortada. Sabía que, si la radiación lo alcanzaba sin control, su cuerpo se destruiría desde dentro.

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Desesperado, logró sentarse. Pensó en su familia. En el gran clan Santez. En cómo alguna vez estuvieron en lo más alto de la Fortaleza 44 antes de que fuera destruida.

Su clan tenía una habilidad única: el "aura".

Arra lo había intentado antes… despertar su poder. Pero había fracasado. Se había rendido.

Hasta ahora.

Al borde de la muerte, quiso intentarlo una vez más.

Se sentó en posición de loto. Respiró, ignorando el dolor. Se concentró en su interior, en la quietud de su mente. Esperaba que algo, cualquier cosa, respondiera.

Entonces, lo sintió. Un hormigueo en los músculos. Quizá era la radiación. O quizá no. Una presión estalló dentro de su pecho, como una botella de gas al liberarse: un suave "pohh" retumbó en su interior.

El aura.

No era azul. No era brillante. Era como un vapor translúcido que comenzó a condensarse sobre su piel. Una segunda piel, etérea, incompleta. Aún inestable.

Su respiración se calmó. Su mente se expandió.

Y entonces lo supo: podía sentir formas de vida.

Como un sexto sentido. Una red invisible tejida en el aire. Aún era débil, con un rango de apenas cincuenta metros. Pero era real. Percibía a los pocos aspirantes que quedaban, dispersos, moviéndose con lentitud. Algunos, ya caídos.

Su energía mentap vibraba, lo consumía.

Y luego, se apagó.

El aura se desvaneció.

Arra cayó de rodillas, exhausto, su cuerpo vacío. Aún así, sonrió. Lo había logrado.

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Desde una torre cercana, un par de ojos lo observaban.

—Lo sentí —murmuró el Teniente, cruzado de brazos.

Era un Cazador. Un tres estrellas. Su habilidad mentap le permitía sentir la energía como olas de calor en el viento.

La energía de Arra había desbordado por unos segundos.

—Interesante —dijo, girando hacia sus subordinados—. Tráiganlo cuando caiga. Y asegúrense de que no muera

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