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Dicen que en la ciudad de Wintermoor, el clima tiene alma.
A veces, el sol brilla con una calidez tan suave que parece una caricia. Otras veces, la niebla desciende como un susurro triste, y hay mañanas en las que el cielo ruge con ira, aunque no haya tormenta anunciada. La gente aprendió a no preguntarse por qué. Simplemente lo aceptaron. Como se acepta lo inevitable. Como se acepta el dolor antiguo que nadie se atreve a nombrar.
Nadie sabe que todo eso proviene de una sola persona.
Emily Moningstar.
Una mirada que podía iluminar un cuarto o romperlo en dos, Emily vivía encerrada en la mansión Moningstar, rodeada de libros, espejos dorados y novelas turcas que la hacían reír y llorar como si el mundo fuera una pantalla. Su vida no era suya. Su don —o maldición— hacía imposible la libertad.
Cuando reía, el sol se desbordaba sobre las calles.
Cuando lloraba, la lluvia empapaba la tierra como si el cielo compartiera su duelo.
Y cuando se enfadaba… oh, cuando se enfadaba, la ciudad temblaba.
Su padre, Alexander Moningstar, sabía que el mundo no estaba listo para alguien como ella. Por eso, la escondió. La protegió. La encerró.
Pero hay cosas que no pueden encerrarse para siempre.
El viento empieza a cambiar.
La magia despierta.
Y, lejos de allí, una prisión antigua se agrieta mientras un nombre olvidado vuelve a susurrarse entre las sombras:
Ezequiel.