La noche siempre ha sido silencio, tranquilidad para unos y tortura para otros. La luna, las estrellas, el cielo despejado, una paz casi agobiante, que te hace pensar en todo lo que fue, en todo lo que no fue. Es un lienzo de preguntas sin respuestas, un murmullo de recuerdos que se aferran a la oscuridad. La noche revela los secretos más profundos del alma, y en su misticismo, nos invita a reflexionar, a buscar respuestas en la penumbra, a enfrentarnos a lo que ocultamos incluso a nosotros mismos.
Él es un amanecer, algo brillante, que rompe la oscuridad con su luz cálida y prometedora. Es un despertar constante, una oportunidad para reinventarse, para soñar con la vida que aún puede ser. El sol, con su reflejo naranja y su energía renovada, hace que nos sintamos iluminados, llenos de esperanza y de una vida vibrante que palpita en cada rincón del alma. Él trae consigo la determinación de seguir adelante, la certeza de que cada día es un regalo, un lienzo en blanco para escribir nuevas historias.
Ella es el anochecer, un momento para la reflexión, para descansar y dejar que la energía se transforme. Es un instante de calma, un silencio lleno de significado donde la mente se aquieta y el corazón encuentra su sitio. En la serenidad del crepúsculo, encontramos la fuerza para preparar nuestra alma para el día siguiente, y en su suave descenso, se esconde la promesa de nuevos comienzos. La puesta del sol, con su reflejo dorado, es un recordatorio de que también en la paz, en la quietud, hay una belleza poderosa y transformadora.
El amanecer siempre ha sido una meta, una oportunidad de vivir más, de convertir los sueños en realidad, de luchar por lo que realmente importa. Es la promesa de un nuevo ciclo, de esperanza y determinación, aunque también un recordatorio de que, en ocasiones, la oscuridad parece eterna y los sueños parecen derrumbarse. Pero siempre llega el sol, siempre se levanta y trae respuestas, ilumina los senderos que creíamos perdidos y nos devuelve la fe en nosotros mismos.
Nexolla&Dagian