En el principio no hubo luz,
solo dos sombras repitiendo una batalla, condenadas a enfrentarse hasta hallar un vencedor.
Al detenerse, sus espadas cantaban en la oscuridad,
sembrando chispas —fragmentos de un sol que nacía y moría en el acero.
Ninguno habló, pero la sangre reveló el desenlace.
Entre la penumbra, el vencedor avanzó;
sus ojos ardían en un carmesí profundo,
y cada paso dejaba una huella ardiente.
Al final, solo quedó el olor del metal en el aire,
mezclado con la brisa fría que bajaba de las colinas.
Entonces levantó la vista.
La luna de plata atravesaba las nubes lentas
y derramó una luz tan serena que, por un momento, olvidó dónde estaba.
Aquella claridad fría rozaba sus mejillas
y se perdía entre el vapor que escapaba de su aliento.
La segunda luna —roja, temblorosa— bañaba el campo con su luz sangrienta.
Su resplandor se extendía por la hierba húmeda,
donde la sangre del caído se mezclaba con la tierra.
Por un instante, el mundo se dividió en dos luces.
—Aún respiras —susurró, pero no oyó respuesta—.
Entiendo que quieras guardar silencio en tus últimos momentos,
pero recuerda que tú elegiste este camino.
Apoyaste a los herederos con el fin de provocar
que las personas sufrieran por su egoísmo.
El cuerpo en el suelo tembló ligeramente,
como un títere sin hilos.
Una risa entrecortada escapó de sus labios,
mientras sus ojos, empañados por la muerte, se alzaban hacia el cielo.
—Hagan lo que hagan —murmuró con voz ahogada—,
nada cambiará el destino que ya está escrito.
Ustedes no tienen la fuerza para oponerse al nuevo orden.
Al final... verán con sus propios ojos
que lo que hicieron no tuvo ningún sentido.
El viento sopló otra vez,
y su voz se perdió entre los árboles,
como si la noche misma decidiera guardar su última profecía.
Le escuché reír y, por un momento, me agaché, como quien se asoma a una hoguera que ya no da calor.
Hoy es el vigésimo día del cuarto mes del año treinta y seis de la Nueva Era.
No es un dato importante, pero me sirve para no olvidar mi misión.
Afuera, la ciudad sigue en silencio: trenes que duermen sobre vías elevadas, anuncios que se proyectan sobre la niebla.
No llamaría a esto moderno en el sentido que conocieron nuestros ancestros.
Es moderno y, a la vez, ancestral: hay pantallas que se encienden con la mirada y pactos que se firman con sangre en salas subterráneas.
Quizá por eso nadie recuerda cuándo comenzó realmente este equilibrio absurdo entre lo sagrado y lo técnico. Pero hubo un inicio, una chispa que lo cambió todo.
Cuando los dioses fueron sellados, su gracia se extinguió del mundo, pero una chispa de su poder sobrevivió.Esa energía se filtró en los cuerpos de los sobrevivientes de la guerra, dejando su huella en algunos de sus descendientes.De ellos nació la primera generación de Despiertos: humanos que cargan con la bendición —o la maldición— de una era perdida.
No son santos ni héroes, pero mantienen el equilibrio donde las manos humanas no alcanzan.Porque el vacío que dejaron los dioses también engendró criaturas que no conocieron misericordia.Quizás nacieron de la rabia, de la desesperación, o de aquello que la creación no pudo contener.Sea lo que sean, solo viven para devorar lo que queda.Y los Despiertos existen para detenerlas.Son la voz del nuevo orden, los que hacen cumplir las leyes que el mundo ya no comprende.Algunos los llaman protectores; otros, monstruos con uniforme.
Por encima de ellos están los Herederos: familias que, en otro tiempo, sellaron a los dioses dentro de su propia sangre.Ellos son la ley. Y por muchos pecados que cometan, siempre se salen con la suya.Hoy la fuerza no se mide solo con la espada, sino con credenciales y con el linaje que aún guarda la energía divina.El nuevo orden gira con engranajes hechos de sangre y obediencia.Y nosotros, la resistencia, existimos con un solo propósito: frenar su avance todo lo posible.
Maté al hombre que reposa a mis pies porque trabajaba para esa gente.Abrió las puertas a esos perros: facilitó la subordinación de aldeas, firmó decretos que convertían al débil en marioneta.No lo niego: al quitarle la vida sentí una satisfacción fría, la certeza de haber hecho lo correcto.Las decisiones difíciles son cuentas de un comerciante: sacrificas lo que duele para conservar lo que importa.Si lo hubiera dejado vivo, mañana habría firmado otra ley; al día siguiente, otra masacre.El mañana habría sido una suma de deudas imposibles.
Ser parte de la resistencia no es una etiqueta heroica; es una manera de frenar lo que viene.
No tenemos ordenanzas ni congresos: tenemos planes, memoria y paciencia.
La luna roja ilumina mis actos.
La blanca despeja mi mente y me hace responsable.
El tren avanzaba sin prisa; yo miraba a la gente como si fuera un paisaje: caras pegadas a pantallas que arrojaban noticias, ojos que cruzaban titulares como quien hojea un folleto.
Nadie levantaba la vista. Era fácil creer que ellos no tenían la fuerza —ni el deseo— de oponerse al nuevo orden.
Afuera, la ciudad respiraba en niebla y letreros; adentro, el vagón parecía una burbuja donde todo seguía igual.
Al regresar a la ciudad, por un momento olvido el futuro.
Entre risas y luces reflejadas en los escaparates, siento que todo será para siempre, que esta paz frágil se mantendrá. Pero la realidad me golpea el pensamiento: todo esto algún día cambiará.
Escuché por parte de la resistencia que los nuevos herederos han comenzado a manifestar más poder que la generación anterior.
Dicen que el sello del Cazador se está debilitando, y que los clanes, en su afán por hallar al legítimo sucesor, están teniendo hijos solo para encontrar la pureza que necesitan.
Los que nacen sin aptitud son desechados y olvidados como perros sin hogar; nosotros, en cambio, les damos un nuevo refugio.
No es por compasión ni redención: es por equilibrio. Les damos una segunda oportunidad, pero siempre con cautela.
Los entrenamos, los vigilamos y les enseñamos a sobrevivir sin rendir cuentas a los clanes.
Algunos dicen que es peligroso recoger a los hijos que el sistema desecha, que podrían ser espías o bombas durmientes.
Tal vez tengan razón, pero si no los tomamos nosotros, ¿quién lo hará?
Al menos bajo nuestra mirada aprenden a resistir. Aprenden que no todo lo divino debe ser venerado.
Nuestro líder fue uno de ellos.
Lo dejaron en la calle cuando apenas podía valerse por sí mismo.
En los clanes, llega un momento en que cada hijo debe revelar su verdad: demostrar si la gracia divina corre por su sangre o si es solo carne vacía.
A los que no manifiestan poder los expulsan, los borran del linaje como si nunca hubieran existido.
Hoy, todos lo seguimos.
No porque haya nacido con un poder que nunca se manifestó, sino porque aprendió a convertir su herida en fuerza.
Él siempre dice que los dioses no eligieron a nadie, que el verdadero despertar no viene de la sangre, sino del deseo de cambiar el mundo.
La resistencia sigue en las sombras, informando, actuando, perdiendo hermanos en cada intento.
No tenemos los números ni la fuerza divina que poseen los clanes; por eso cada operación es costosa y arriesgada.
Pero seguimos.
Mi nombre es Eolka, una mujer de veintidós años.
No soy una heroína; solo alguien que eligió no mirar hacia otro lado.
Trabajo en una empresa como cualquier otra persona, mezclo mi rostro entre los de los demás, y por las noches busco pistas que nos acerquen al Cazador.
Lleva siglos sin aparecer, pero la búsqueda continúa. Nunca perdimos la esperanza.
Mientras los nuevos portadores no despierten por completo, los clanes no se alzarán para gobernar este mundo…
ni iniciarán un nuevo Génesis.
Pero ese momento se acerca, lo presiento.
Cada día los signos son más claros.
Y cuando ocurra, el mundo recordará que los dioses no desaparecieron: solo estaban esperando.
Sería más fácil si las cosas fueran simples, pero no lo son. No solo debemos preocuparnos por los Herederos; también por las bestias mágicas que acechan en las ruinas del mundo.
Aparecieron poco después de que los dioses fueron sellados, como si fueran la maldad que nunca se pudo erradicar.
Ellas también buscan el poder de los Creadores.
Debemos encontrar al Cazador, cueste lo que cueste.