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Chapter 4 - Capitulo 4

En las calles de Desembarco del Rey, más específicamente en la Calle de la Seda, la noche se movía con un pulso propio.

El aire estaba cargado de humo, sudor y perfume barato. Los faroles colgados en las esquinas parpadeaban, lanzando sombras sobre los rostros de los borrachos y las mujeres que reían con los dientes manchados de vino.

Era un lugar donde la moral no existía. Donde los gemidos se mezclaban con las carcajadas y los dados chocaban contra la madera húmeda. En los callejones, las paredes rezumaban humedad y deseo. Algunos ni siquiera se molestaban en esconderse: el placer y la miseria eran tan públicos como la pobreza.

Dentro del burdel más famoso de la calle —la Casa del Velo Carmesí— el ambiente era aún más denso. Las cortinas rojas, las velas a medio consumir y el olor a incienso creaban un escenario que oscilaba entre lo sensual y lo grotesco.

Allí, en medio de cojines de seda y cuerpos semidesnudos, se encontraba un hombre que nadie se atrevía a ignorar:

Daemon Targaryen.

El príncipe pícaro.

Hermano del rey, jinete del dragón Caraxes, y, según los rumores, el hombre más peligroso de todo el reino.

Estaba recostado con una copa en la mano, el cabello plateado enmarañado, los ojos cargados de vino y de orgullo herido. A su alrededor, un grupo de hombres reía y brindaba, soldados y criminales por igual. Ninguno se atrevía a llevarle la contraria; todos sabían que la línea entre una carcajada y una degollina era tan fina como la hoja de su espada.

Una mujer se deslizó a su costado, con la piel cubierta solo por un velo traslúcido.

—Mi príncipe… —susurró, ofreciéndole otra copa—. Dicen que vuestro hermano ha tenido por fin el hijo que tanto deseaba.

Daemon sonrió, sin apartar la mirada de la copa vacía que giraba entre sus dedos.

—Eso dicen. Un hijo nacido entre sangre y gritos. El heredero que tanto esperaban.

El tono con el que lo dijo hizo que algunos de sus acompañantes bajaran la vista.

Otro hombre, más atrevido, se rió.

—Un niño maldito, dicen en el puerto. Nació bajo el cometa rojo.

El silencio se rompió con una carcajada seca de Daemon.

—¿Maldito? Quizá. Pero no tan maldito como el padre que lo trajo al mundo.

Las risas volvieron a estallar, más por miedo que por diversión. Daemon se incorporó, tomó la copa que la mujer le ofrecía y la alzó.

—Brindemos entonces —dijo con una media sonrisa—. Por el príncipe maldito. Que viva más que su madre.

El eco de su risa resonó entre las paredes, mezclado con la música y los gemidos que venían de las habitaciones contiguas.

Afuera, la lluvia empezaba a caer otra vez, golpeando los adoquines con un ritmo pesado.

El golpe de la copa al caer resonó como un eco hueco en la habitación. El vino se derramó lentamente, tiñendo la alfombra con un rastro oscuro y pegajoso, mientras Daemon Targaryen permanecía sentado, con la mirada fija en la mancha que se extendía. Las risas y los gemidos alrededor se sentían lejanos, distorsionados por el peso del vino y la rabia.

—Por fin tengo claro mi lugar en este reino —dijo con voz grave, apenas audible sobre el ruido—. Ya no hay trono que me espere… ni hermano que me respete.

Los hombres a su alrededor soltaron una carcajada incómoda, creyendo que era otra de sus ironías. Daemon, sin embargo, no sonrió. Se recostó en el diván de terciopelo carmesí, mientras una prostituta le llenaba la copa una vez más.

Entonces, una figura se deslizó entre los velos y las sombras del burdel. Sus pasos eran silenciosos, casi felinos. Vestía una túnica de terciopelo negro forrada con seda roja, y la capucha ocultaba su rostro hasta que la luz de una lámpara lo reveló. Su piel, tan pálida que parecía de porcelana, brilló bajo la penumbra.

La bailarina lysena. La llamada "Gusano Blanco".

Su sola presencia bastó para que el bullicio del burdel se apagara poco a poco, como si una sombra hubiera recorrido la sala. Las risas se fueron apagando, las copas dejaron de chocar entre sí, y hasta las mujeres más atrevidas bajaron la mirada al verla entrar. Había algo en ella —una calma inquietante, un aura casi sobrenatural— que imponía respeto incluso en aquel lugar de pecado y exceso.

Mysaria se movía con la gracia de un felino, cada paso medido, cada gesto calculado. Su túnica de terciopelo negro, forrada en seda roja, rozaba el suelo como un susurro. Bajo la luz temblorosa de las lámparas de aceite, su piel parecía de mármol, y su mirada gris, fría y penetrante, barría el lugar como si midiera el valor de cada alma presente.

Ya no era una simple prostituta.

El favor del príncipe Daemon Targaryen la había elevado por encima de todas las demás. En pocos meses, había pasado de bailar en el salón inferior a ser una cortesana de uno de los burdeles más próspero de la Calle de la Seda. Su palabra tenia peso entre las mujeres que allí trabajaban, y los hombres la temían tanto como la deseaban.

Daemon la observó desde su asiento, una sonrisa ladeada formándose en sus labios. Sabía muy bien lo que representaba: una mujer nacida en la miseria que, con astucia y belleza, había ascendido hasta tocar las faldas del poder.

—El gusano blanco —murmuró con ironía, levantando su copa en señal de saludo—. Qué raro verte caminar entre tus propios esclavos.

Mysaria arqueó una ceja y se acercó lentamente.

—¿Y tú, príncipe? —replicó con voz suave pero afilada—. Qué raro verte hundido entre los míos.

Daemon soltó una carcajada seca, de esas que esconden más rabia que humor.

—Al menos aquí nadie finge amarme.

Ella se inclinó hacia él, sus labios rozando apenas su oído.

—Aquí tampoco te temen, Daemon. Pero sí te entienden. Por eso vuelves.

Por un momento, el príncipe no respondió. Sus ojos, enrojecidos por el vino, se encontraron con los de ella, y en ese silencio se mezclaron el deseo y la melancolía. Mysaria lo conocía demasiado bien: sabía cuándo hablarle… y cuándo encender su fuego.

—Bebe conmigo —ordenó Daemon al fin, llenando dos copas—. Esta noche no habrá reyes ni coronas.

Ella aceptó la copa con una media sonrisa.

—Entonces bebamos —susurró— por lo que nunca tendremos.

El sonido del vino al chocar contra el cristal llenó el aire. Afuera, las risas de la Calle de la Seda se mezclaban con el lejano tañido de una campana, mientras dentro del burdel, el príncipe y la gusana sellaban, sin saberlo, una alianza que más tarde ardería junto con medio reino.

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