Ya estaba por terminar el cuarto semestre.
El frío de diciembre se pegaba como agujas. La lluvia golpeaba mi rostro, empapando mi gorra y haciendo que el viento me mordiera la piel. La gente caminaba rápido, abrazando a sus hijos, como si corrieran para escapar del mundo.
Yo solo miraba.
Los niños con sus padres.
Las risas, los abrigos, el pequeño calor que yo nunca había sentido.
Y entonces sentí unos dedos diminutos rodear mi cintura.
—¿Eres papá o mamá? —preguntó.
—Eres muy bonito.
Me giré.
Un niño de ocho años me miraba con su nariz roja por el frío, los cachetes como tomates, la piel oliva clara y unos ojos negros enormes que absorbían todo, como si trataran de leer mi corazón.
Sus manos estaban heladas.
Me quité los guantes y se los puse. El tacto frío me recorrió los dedos, pero me importó poco.
—¿Quieres ser mi papá o mamá? —insistió.
—¿Y tus padres?
Agachó la mirada.
—Ellos… no sirven.
No supe qué decir.
Respiré hondo, dejando que la humedad del aire se metiera en mis pulmones.
—Vendré mañana. Te esperaré tres minutos a las 19:00.
Si quieres… sígueme.
Y podría ser tu papá.
—¿Por qué no hoy? ¿Por qué no me llevas hoy? —su voz tembló, quebrada por el frío y la esperanza.
Miré al cielo gris, iluminado solo por los relámpagos lejanos.
Hoy sería demasiado extraño.
—Si sigues mañana vivo, niño… entonces ven.
Solté sus dedos.
Él no quería soltarme.
Pero me fui.
Sin mirar atrás.
---
Yo lo vi antes de que él me viera.
Estaba sentado en la plaza, mirando a los otros niños correr.
Ellos reían, saltaban, jugaban como si el mundo fuera bueno.
El olor a tierra mojada se mezclaba con el del pan caliente de los vendedores cercanos, y yo lo respiraba todo, sintiendo que me recordaba lo que nunca tuve.
A veces me pregunto por qué yo no pude nacer así.
Por qué en mi casa todo duele.
Tengo cinco hermanos.
Mamá está embarazada otra vez.
Tengo ocho años y ya sé cosas que no debería.
Sé por qué ella llora.
Sé por qué papá grita.
Sé por qué a veces me levanto con moretones que no recuerdo.
A veces pienso que si papá me dijera "te quiero" una sola vez…
yo aguantaría todo.
Las patadas.
Los gritos.
El hambre.
Todo.
Pero no lo dice.
Nunca lo dice.
Y entonces lo vi a él.
Caminaba despacio, como si estuviera cansado del mundo.
La gorra le cubría la cara, pero vi sus ojos tristes…
un gris profundo, como el cielo antes de la tormenta.
Era como yo.
Lo sentí.
Lo supe.
Él también estaba solo.
Lo seguí con la mirada, deseando que volteara.
Y cuando lo hizo… cuando sus ojos tristes se cruzaron con los míos,
pensé:
Él me va a entender.
Él no me va a dejar tirado.
Él podría ser mi papá.
Por eso le pregunté.
Por eso recé por dentro, sin saber rezar:
Por favor, dime que sí.
Y dijo sí.
Aunque dijo:
"Si sigues vivo mañana…"
No me molestó.
Yo sabía que él no mentía.
Que él no prometía cosas fáciles.
Así que decidí:
Mañana iré.
Mañana no lo dejaré ir, papá de ojos tristes.
---
Los minutos pasaban lentos.
18:20.
18:30.
—Disculpe, maestro, me siento mal. Me retiraré.
—Está bien, joven.
Corrí.
La lluvia fría me empapaba la gorra y la chaqueta.
El agua entraba por mis zapatos, cada paso chapoteaba en los charcos.
No miré atrás.
Solo pensaba en él, en los tres minutos que tenía.
A las 19:00 estaba allí.
Di un paso.
Escuché pasos pequeños detrás.
—Así que viniste, niño.
Torcí hacia la iglesia.
Él corrió para alcanzarme.
Sus pies pequeños chapoteaban en los charcos, el agua salpicando nuestras piernas.
Aceleré.
Él aceleró también.
Hasta que llegamos a un callejón oscuro.
El olor a tierra mojada y a lluvia golpeaba mis sentidos.
—Ahora sí puedes ponerte delante de mí —dije.
Se acercó.
Sonrió.
Y bajo la lluvia vi los moretones en su rostro, brillando por el agua.
Le puse mi abrigo encima.
Le quedaba enorme.
Debíamos irnos ya.
Agradecí que lloviera tanto; así todos avanzaban rápido hacia su hogar y nadie escucharía a los padres gritando.
---
Lo seguí.
No iba a dejarlo ir.
Nunca.
De pronto me levantó.
—Tu cuerpo es muy liviano, demasiado liviano —dijo.
Sentí cómo me alzaba entre la lluvia y mi corazón casi explotaba.
El agua golpeaba mi cara y el sonido de la tormenta se mezclaba con el latido de mi pecho.
Corrimos bajo la tormenta.
Su abrigo me cubría.
El olor a tela húmeda me rodeaba.
Me sentía seguro, como nunca antes.
Mi cabeza cayó sobre su pecho.
Mi mano se aferró a su camisa.
Sentí su corazón.
Sentí su calor.
Sentí su confianza.
—Así que… tengo un hijo ahora —dijo.
Cerré los ojos.
Su corazón latía rápido, y yo me sentí tan bien…
no de miedo, sino de estar finalmente protegido.
—Me siento tan feliz… —susurré para mí mismo.
Y por primera vez en mucho tiempo,
no me sentí solo.
---
Autor Caleb Y.Y
