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ELLA (Lazos de dolor)

Akuru_Nfa_2003
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Chapter 1 - La última Estrella

La habitación de Javier estaba en caos absoluto. La luz tenue de la tarde apenas lograba filtrarse a través de las cortinas, tiñendo las paredes de un gris apagado. Restos de objetos rotos -un jarrón caído, papeles arrugados y libros fuera de lugar- se amontonaban en el suelo, testigos mudos de la tormenta que recorría la mente del joven. En un rincón, su cama estaba deshecha, como si el mismo concepto de descanso hubiera quedado arrastrado por la angustia que lo mantenía prisionero.

Habían pasado días. Días en los que el tiempo se deslizaba de forma irregular, como si el reloj también sintiera la pesadez del dolor. Javier no había salido de su habitación ni para comer, ignorando los golpes insistentes de su madre al otro lado de la puerta. Ella no entendía, nunca lo entendería. Los sollozos no eran suficientes para liberar la rabia que bullía en su interior. El cuerpo de Javier estaba agotado, pero su alma seguía ardiendo.

En sus manos, arrugada y empapada, descansaba una carta. La carta que Anabel le había dejado. Las palabras, aunque marcadas por las huellas de sus lágrimas, seguían siendo claras. Como un cuchillo afilado, cada frase le arrancaba algo dentro de él.

"No me odies por dejarte solo. Cambiaste mucho por mí, a pesar de todo lo que te hicimos, perdóname. Espero puedas ser feliz, y si alguna vez logras perdonarme, mira al cielo. Estaré esperándote en esa estrella tan bonita que me regalaste. Te amo, no lo olvides. Pero este mundo, ya no es para mí..."

Javier apretó la carta contra su pecho, el papel pegajoso por el llanto. Su respiración era entrecortada, como si las palabras que Anabel le había dejado todavía pudieran alcanzarlo y destrozarlo. De alguna manera, el dolor que sentía ya no era solo por ella, sino por todo lo que él había perdido. Su mundo, ahora reducido a las palabras de una chica que había creído en algo que él no sabía comprender.

Los ojos de Javier, rojos e inyectados en sangre, miraban fijamente al vacío. Su cuerpo se había convertido en un amasijo de emociones disonantes: odio, furia, tristeza. Y todo parecía encadenado a una promesa. Una promesa que ni siquiera él entendía bien, pero que sabía que debía cumplir.

Con la voz quebrada, susurró entre dientes, su tono lleno de desesperación y venganza:

-Lo pagarán... Lo pagarán, lo juro.

Las palabras salían de su boca con una intensidad casi febril. Su mirada, perdida en el vacío, parecía estar buscando algo más allá de su habitación. Algo que lo justificara. Algo que pudiera calmar el odio que lo estaba consumiendo. Porque esa rabia que sentía, ese vacío absoluto, no lo dejaría en paz hasta que todos pagaran. Todos.

Unos meses antes...

La escena retrocedió en el tiempo, arrastrando consigo la calma antes de la tormenta.

Javier se encontraba en su habitación, sentado en el borde de su cama, con los ojos fijos en su escritorio. La luz de la mañana filtrándose por la ventana iluminaba su rostro, reflejando la calma que buscaba en medio de su rutina diaria. Tenía diecinueve años, y desde que tenía memoria, el único propósito que le había dado sentido a su vida era convertirse en ingeniero eléctrico.

Su madre trabajaba largas horas en un supermercado, y aunque sus esfuerzos no eran suficientes para vivir con lujo, Javier siempre había sabido que su futuro dependía de lo que él mismo construyera. No había tiempo para distracciones. No había tiempo para nada más que su sueño. A medida que los demás jóvenes de su edad se entregaban a las fiestas y a las salidas, Javier estaba atrapado en un mar de libros, fórmulas y ecuaciones. Las únicas distracciones en su vida eran los ecos de las voces que lo rodeaban.

Un día, en la escuela, el profesor presentó a Anabel. La nueva estudiante de intercambio, una chica que había llegado de Guinea Ecuatorial, estaba tratando de encontrar su lugar en un mundo que parecía demasiado grande para ella. Era una joven atractiva, pero sus ojos, marcados por algo más profundo, parecían reflejar una incertidumbre que Javier no entendía.

Ella intentó hablar con él, y aunque él la miró brevemente, no dijo nada. Javier no tenía tiempo para las distracciones.

-¿Tú eres Javier? -preguntó Anabel con timidez.

-Sí. -Respondió, seco, sin mirar más allá de sus apuntes.

Anabel se quedó en silencio, confundida, y pronto dejó de intentar entablar conversación. Javier se sumió nuevamente en sus pensamientos, ignorando todo lo que sucedía a su alrededor. Pero algo cambió cuando el profesor, durante una asamblea, reconoció públicamente a Javier como el estudiante con más potencial del curso.

-Y como parte de esta nueva etapa, le asignaremos a Anabel para que lo oriente y lo ayude a adaptarse mejor al curso -anunció el profesor, mirando hacia la nueva alumna.

Fue entonces cuando Freddy, sentado en su lugar habitual, prestó atención. Los ojos de Frederick, fríos y calculadores, se posaron sobre Anabel. Algo en ella le llamó la atención. Ya no era solo el reconocimiento a Javier lo que captaba su interés, sino el desafío que representaba la chica. Un desafío que pronto se convertiría en el centro de todo.

El profesor ajustó sus lentes y dejó a un lado la lista de asistencia tras presentar a Anabel. Su voz monótona llenó el aula.

-Bien, ahora que todos están aquí, comencemos con la clase de hoy.

Se volvió hacia la pizarra, tomó un pedazo de tiza gastada y comenzó a escribir el tema del día. Apenas había comenzado cuando la tiza se rompió. Sus ojos buscaron en el estante debajo de la pizarra, pero no encontró más.

-Parece que se nos acabó la tiza. Voy por más. No se muevan de sus lugares -dijo con un tono cansado, y salió del aula dejando un silencio incómodo tras él.

Ese silencio no duró mucho. Desde el fondo del aula, Andrés, el inseparable amigo de Freddy, esbozó una sonrisa maliciosa. Miró a su alrededor, asegurándose de que el profesor ya no estuviera cerca, y fijó su mirada en Anabel. Con su piel morena y su cabello rizado, destacaba entre los demás.

-Oye, Anabel -dijo con una voz exageradamente inocente, pero lo suficientemente alta como para que todos escucharan-, ¿es cierto que en tu país cazan leones con las manos?

Las risas comenzaron de inmediato, primero contenidas y luego más abiertas. Algunos estudiantes se miraron entre sí, disfrutando de la incomodidad de la chica. Andrés no se detuvo ahí.

-¿Y cómo haces para peinarte? -añadió, fingiendo curiosidad-. ¿Usas machete o qué?

Las carcajadas ahora llenaban el aula. Incluso Freddy, sentado al frente, dejó escapar una leve risa, aunque no se giró. Su actitud, como siempre, era fría y calculadora. Anabel bajó la mirada, apretando los labios. El color subió a sus mejillas, pero no era rubor, sino vergüenza. Sus manos, que descansaban sobre el pupitre, comenzaron a temblar ligeramente.

Antes de que la burla pudiera escalar más, la puerta del aula se abrió bruscamente. El profesor regresó con un paquete de tizas nuevas en la mano. El silencio se extendió de nuevo como un manto. Sin percatarse de lo que había sucedido, continuó con la clase como si nada.

Más tarde, en la salida...

La campana sonó, y los estudiantes comenzaron a recoger sus cosas. El bullicio de los pasillos llenos marcaba el final de la jornada escolar. Anabel salió rápidamente, con la mirada fija en el suelo, intentando evitar el contacto visual con cualquiera. Los ecos de las burlas todavía resonaban en su cabeza.

Mientras tanto, Freddy estaba a punto de dirigirse al estacionamiento cuando una voz fría y autoritaria lo detuvo.

-Frederick, ven a la dirección. Y trae a Juana contigo.

La orden venía del subdirector, quien ya se daba la vuelta, confiado en que Freddy cumpliría. El joven frunció el ceño, pero su expresión volvió a la calma en un instante. Juana, una de las compañeras cercanas de Andrés, lo esperaba en silencio junto a la puerta de la oficina.

La escena que sucedió a continuación quedó oculta para el resto de los estudiantes. Freddy y Juana estuvieron dentro de la oficina por más de veinte minutos. Al salir, sus rostros mostraban expresiones diferentes. Freddy, con su usual semblante imperturbable, caminó sin decir una palabra, mientras que Juana parecía un poco más nerviosa, con las manos cruzadas frente a su pecho. Ninguno de los dos comentó lo ocurrido.

Aquella tarde, sin embargo, marcaría un giro sutil pero importante en la dinámica del grupo, y especialmente en la relación entre Freddy, Andrés y la recién llegada Anabel.

Más tarde, en el apartamento de Anabel...

El edificio de apartamentos donde vivía Anabel no era nada del otro mundo: paredes desgastadas, ventanas con cortinas a medio caer y un pasillo estrecho que siempre olía a humedad. Subió las escaleras con paso lento, su mochila pesando más de lo normal, no por los libros, sino por el peso emocional de la jornada.

Al abrir la puerta del apartamento, fue recibida por el sonido de la televisión encendida y la voz de su padrastro, Arturo, que estaba sentado en el sofá con una lata de cerveza en la mano. Su hermanastra, María, de dieciséis años, estaba tirada en el suelo del salón, pintándose las uñas de un color brillante.

-Llegas tarde, Ana -dijo Arturo, sin apartar la vista de la pantalla.

-Perdón... -murmuró ella, dejando su mochila junto a la puerta.

Sin perder tiempo, Anabel fue a la pequeña cocina. Sacó los ingredientes que había comprado la noche anterior y comenzó a preparar la cena. Aunque María era un año menor, nunca se le veía moviendo un dedo en la casa. Anabel era quien hacía las tareas del hogar después de las clases, y esa rutina se repetía cada día.

La cena

Más tarde, los tres se sentaron en la mesa del comedor, una superficie de madera vieja con marcas de años de uso. Arturo, como era su costumbre, comenzó a interrogar a las chicas mientras masticaba.

-Entonces, ¿cómo les fue hoy en la escuela? -preguntó con un tono neutro, pero su mirada fija en Anabel le añadía un peso incómodo a sus palabras.

-Bien, papá. -María respondió con entusiasmo, sonriendo-. Hoy el profesor nos habló de un viaje de fin de curso. ¡Va a ser genial!

Arturo asintió y luego miró a Anabel, esperando su respuesta. Ella bajó los ojos al plato y contestó en voz baja:

-Fue un día normal... nada especial.

-Habla más alto, niña -dijo Arturo con un tono firme, entrecerrando los ojos.

Anabel tragó saliva y repitió:

-Fue un día normal.

La tensión en el ambiente era palpable. María, sin embargo, no parecía afectada. Continuó hablando alegremente, llenando el silencio con su voz animada mientras Arturo se relajaba de nuevo.

La habitación compartida

Después de la cena, ambas chicas se retiraron a su habitación compartida. El espacio era pequeño, con dos camas individuales separadas por un escritorio desordenado. Anabel se sentó en su cama, mientras María, con su móvil en la mano, se tumbó en la suya.

-¿Qué te pasa? -preguntó María sin apartar la vista del teléfono-. Estás más callada de lo normal.

-Nada -respondió Anabel, encogiéndose de hombros.

María dejó el móvil a un lado y se sentó, mirándola con una sonrisa que mezclaba diversión y un aire de superioridad.

-Sabes, si sigues así, nunca vas a encajar en este lugar. Tienes que aprender las reglas si quieres sobrevivir en este instituto.

Anabel frunció el ceño.

-¿Qué reglas?

María levantó un dedo.

-Primero: No te tomes nada en serio. Todo es un juego.

-Segundo: Si alguien se burla de ti, ríete con ellos. Nunca muestres debilidad.

-Tercero: Hazte amiga de las personas adecuadas. Popularidad por asociación.

-Cuarto: Siempre viste bien, incluso si vas al gimnasio.

-Quinto... -María hizo una pausa dramática-. Coquetea, pero no te entregues.

Anabel la observaba en silencio mientras María seguía enumerando su lista con una confianza arrolladora. Cuando llegó al décimo mandamiento, se detuvo y sonrió.

-Y lo más importante: nunca te enamores de alguien que no pueda darte lo que mereces.

Anabel suspiró, pero antes de que pudiera decir algo, María añadió:

-Hablando de chicos... ¿has visto a Freddy?

Anabel se tensó al escuchar ese nombre.

-Sí, lo vi hoy... pero no creo que sea mi tipo.

María soltó una carcajada.

-¡Por favor! Freddy es el chico más guapo de todo el instituto. Si logras que te preste atención, estarás en la cima. Todos te mirarán diferente.

Anabel desvió la mirada hacia la ventana. Afuera, las luces de la ciudad parpadeaban en la distancia. No respondió, pero en su mente, las palabras de María comenzaban a resonar con más fuerza de lo que quería admitir. Freddy ya había dejado su huella, incluso sin haber cruzado una palabra con ella.

María se acomodó en su cama, cruzando las piernas y adoptando una postura más relajada. Había algo en su mirada, un brillo peculiar, mientras hablaba de Freddy.

-Freddy no es solo guapo -dijo, con un tono de voz más bajo, casi susurrante, como si estuviera compartiendo un secreto-. Es... perfecto. ¿Has visto sus ojos? Son como un imán, te atrapan, y ni hablar de su sonrisa. Es de esas que hacen que se te olvide todo lo que estás pensando.

Se inclinó ligeramente hacia Anabel, con una sonrisa que era mitad picardía y mitad admiración.

-Y cuando se quita la chaqueta y se queda solo con la camisa ajustada... Dios, esas mangas apenas pueden contener sus brazos. ¿Te diste cuenta de eso?

Anabel negó con la cabeza, incómoda. María no parecía notar su incomodidad y continuó:

-Tiene esa forma de caminar, como si el mundo entero le perteneciera. No puedes evitar mirarlo. Y cuando te habla, incluso si solo te está pidiendo un lápiz, hace que sientas que eres la única persona en la habitación.

María suspiró y se dejó caer hacia atrás sobre su cama, con los brazos extendidos.

-Si él alguna vez me invitara a salir, haría lo que sea. Freddy es... el sueño de cualquier chica.

Anabel permaneció en silencio, escuchando, pero María no había terminado.

-Y luego está Andrés, su mejor amigo. -María se incorporó de nuevo, con una sonrisa maliciosa-. No tiene el mismo porte que Freddy, pero... ¿has visto cómo se viste? Siempre impecable. Y esa forma de mirar a las chicas, como si ya supiera lo que estás pensando. Es el tipo que sabe divertirse.

Se inclinó hacia Anabel, sus ojos brillando con una mezcla de emoción y travesura.

-Dicen que Freddy y Andrés son inseparables. ¿Te imaginas estar en el centro de su atención? Ser la chica que todos envidian...

María se mordió ligeramente el labio inferior, perdiéndose por un momento en sus propios pensamientos. Luego se rió suavemente.

-Pero, claro, para eso tienes que destacar. No basta con ser la nueva. Necesitas más. Necesitas... actitud.

Anabel miró a su hermanastra, sin saber qué responder. María hablaba con tanta seguridad, con tanta fascinación, que por un momento se sintió como si estuviera viendo una película en la que Freddy y Andrés eran los protagonistas y María soñaba con ser la estrella femenina.

María, todavía emocionada por su monólogo sobre Freddy y Andrés, se recostó en su cama, abrazando una almohada con una sonrisa soñadora.

-¿No crees que estoy en lo cierto? -preguntó, lanzando una mirada a Anabel, quien permanecía sentada en su cama, con las piernas cruzadas y los brazos alrededor de sus rodillas.

Anabel se quedó en silencio unos segundos, mirando fijamente al suelo antes de responder:

-No sé, María. Creo que piensas demasiado en cosas que... realmente no importan.

María arqueó una ceja, sorprendida.

-¿Cómo que no importan? -preguntó, su tono ligeramente molesto-. La popularidad, el reconocimiento... todo eso importa. Es lo que hace que la gente te respete.

Anabel suspiró y la miró con una mezcla de preocupación y frustración.

-Tienes 16 años, María. Deberías preocuparte más por tus estudios, por lo que realmente quieres ser en el futuro, no por chicos que probablemente ni se acuerden de tu nombre dentro de un año.

María soltó una risa sarcástica, sacudiendo la cabeza.

-Por favor, Ana. No me vengas con sermones de abuela. Eso de "concentrarse en el futuro" está bien, pero también hay que vivir el presente. No todo es estudiar y ser perfecta. Tú ni siquiera entiendes cómo funciona este mundo.

-¿Y tú sí? -replicó Anabel con un tono más firme-. ¿De verdad crees que ser popular y tener la atención de chicos como Freddy te hará feliz?

María se sentó en la cama, cruzando los brazos.

-Claro que sí. La vida es más fácil cuando todos quieren estar cerca de ti. Pero tú... -La miró de arriba a abajo-, tú vives atrapada en tus libros y tus reglas anticuadas. No es raro que nadie te note.

Anabel apretó los labios, intentando contener su enojo.

-No se trata de que me noten o no, María. Se trata de respeto. De valorarte a ti misma. No puedes basar tu autoestima en lo que otros piensen de ti.

María resopló, rodando los ojos.

-¿Valorarme? -repitió, burlona-. ¿Cómo tú, que ni siquiera tienes el valor de hablar en la cena sin tartamudear delante de papá? ¿O que dejas que esos idiotas en clase se rían de ti sin decir nada? Sí, claro. Gran ejemplo de autoestima.

Las palabras de María cayeron como una bofetada. Anabel se quedó muda por un momento, sintiendo el calor subiendo a sus mejillas. Pero no iba a dejar que María ganara esta vez.

-Prefiero ser quien soy -dijo finalmente, con voz serena-, antes que convertirme en alguien superficial, que solo busca la aprobación de los demás.

María la miró con incredulidad antes de soltar una risa amarga.

-¿Sabes qué, Ana? A veces creo que ya estás rota. Llegaste aquí con esa actitud de "quiero encajar", pero en realidad, no haces más que aislarte. Si sigues así, vas a quedarte completamente sola.

Anabel bajó la mirada, sintiendo el peso de las palabras de su hermanastra. Sabía que María no estaba del todo equivocada, pero también sabía que su forma de ver la vida era diferente. No podía permitirse caer en la superficialidad que parecía consumir a María.

La tensión en la habitación era palpable. María, sintiéndose victoriosa, se recostó de nuevo, retomando su teléfono como si nada hubiera pasado. Anabel, por su parte, se quedó en silencio, mirando por la ventana, donde las luces de la ciudad seguían parpadeando en la oscuridad.

Las palabras de María resonaban en su mente, pero Anabel se aferraba a una certeza: no importaba lo que dijeran los demás, debía encontrar su propio camino.

La casa de Javier

La casa de Javier era pequeña pero acogedora. Las paredes mostraban marcas del paso del tiempo, pero estaban limpias y bien cuidadas. Una estantería abarrotada de libros de texto y cuadernos se alzaba en un rincón de la sala, y la mesa del comedor, aunque modesta, estaba impecablemente puesta.

Después de un largo día en la escuela, Javier se había dado una ducha rápida para despejarse. Con el cabello todavía húmedo, se dirigió a la cocina. Sacó unos ingredientes simples: arroz, pollo y algunas verduras. Preparó la cena con habilidad, moviéndose por la cocina con la eficiencia de alguien acostumbrado a hacer todo por sí mismo.

Cuando terminó, dejó la comida caliente sobre la mesa y miró el reloj. Faltaban unos minutos para que su madre regresara de su turno en Happy Word. Mientras esperaba, se sentó en la sala y encendió la pequeña televisión, pero su mente estaba en otra parte.

El sonido de la llave girando en la cerradura lo sacó de sus pensamientos. La puerta se abrió y su madre entró, cargando una bolsa de compras y con el uniforme ligeramente arrugado por el cansancio.

-¡Hola, hijo! -dijo ella con una sonrisa, a pesar del evidente agotamiento.

-Hola, mamá. Ya está lista la cena. -Javier se levantó rápidamente para ayudarla con la bolsa.

Se sentaron a la mesa, y por un momento solo se escuchó el sonido de los cubiertos. Su madre soltó un suspiro de alivio después del primer bocado.

-Siempre digo que no hay nada como llegar a casa y encontrar una comida caliente. Gracias, Javi.

-De nada. -Él sonrió, pero pronto su expresión se volvió más seria-. ¿Cómo fue tu día?

Su madre hizo un gesto de cansancio mientras recogía un trozo de pollo con el tenedor.

—Agotador, como siempre. Hoy uno de los clientes hizo un escándalo porque quería devolver un producto sin el recibo. No te imaginas lo difícil que puede ser lidiar con gente así.

—Debe ser frustrante —respondió Javier, con tono comprensivo—. Pero al menos tienes trabajo, ¿no?

—Sí, hijo. Eso es lo importante. —Ella lo miró con ternura—. ¿Y tú? ¿Cómo te fue en la escuela?

Javier se encogió de hombros.

—Lo de siempre. Algunos compañeros no se llevan bien conmigo, pero el profesor reconoció mi trabajo hoy. Dijo que tengo potencial para llegar lejos.

La cara de su madre se iluminó.

—¡Eso es maravilloso, Javi! Sabes que siempre he creído en ti.

—Sí, lo sé, mamá. —Javier sonrió tímidamente—. Pero también sé que no será fácil. Quiero ser ingeniero eléctrico, pero la universidad es cara, y no quiero que te preocupes por eso.

Su madre dejó el tenedor en el plato y tomó la mano de Javier con firmeza.

—Hijo, desde que eras pequeño has trabajado duro y has tenido sueños grandes. Si tú te esfuerzas, yo haré todo lo que pueda para apoyarte. No importa lo difícil que sea, lo lograremos juntos.

Javier asintió, sintiendo un nudo en la garganta. Su madre siempre había sido su mayor apoyo, y no quería defraudarla.

—Gracias, mamá. Prometo que haré todo lo posible para que valga la pena.

Ambos se quedaron en silencio por un momento, disfrutando de la tranquilidad del hogar. Era un respiro necesario después de un día lleno de desafíos.

Flashforward:

El viento azotaba con fuerza, arrancando las hojas secas de los árboles y llevándolas en remolinos por el patio del instituto. La tarde era gris, y el cielo amenazaba con una tormenta. En medio de ese ambiente tenso, Javier se encontraba de pie frente a Freddy.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Javier, su voz cargada de enojo, pero también de algo más profundo: decepción.

Freddy, con una sonrisa ladeada, metió las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero. Sus ojos brillaban con esa chispa arrogante que lo caracterizaba.

—¿De ti? Nada. —Se inclinó ligeramente hacia adelante, con un tono burlón—. Pero, de ella... todo.

Las palabras cayeron como un golpe seco. Javier apretó los puños, pero no dijo nada. Freddy, satisfecho con su reacción, dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la puerta del instituto, dejando a Javier en medio del patio vacío.

Desde una ventana del segundo piso, unos ojos lo observaban todo. Eran los de Anabel. Su expresión era una mezcla de confusión y algo más oscuro, algo que apenas estaba comenzando a emerger en ella.

Fin del Capítulo 1