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La ardillita y los secretos de su aldea.

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Synopsis
En una aldea donde la armonía aún gobierna la vida, una pequeña ardilla hereda algo más valioso que tierras: la sabiduría de vivir en equilibrio con la naturaleza y con los demás. La llegada de un viajero elegante y misterioso le revela la existencia de un mundo lejano, lleno de avances, pantallas y maravillas… pero también de soledad, destrucción y olvido. ¿Es el progreso siempre un camino hacia la felicidad? La ardillita y los secretos de su aldea es un cuento delicado y profundo que invita a reflexionar sobre el verdadero significado del bienestar, la comunidad y el amor por la tierra.
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Chapter 1 - La ardillita y los secretos de su aldea.

🐿️ La ardillita y los secretos de su aldea.

Un cuento que parece pequeño… pero no lo es.

✍️ Ricardo Cabanillas.

Trujillo, Perú — 2025.

Capítulo 1

Título: La aldea que sabía vivir

Se cuenta que, hace mucho tiempo, en un rincón casi olvidado del mundo, existía una pequeña aldea donde vivía una familia de ardillas que era dueña de todas las tierras de la región. Papá Ardilla administraba, cultivaba y distribuía con justicia cuanto nacía de aquellos vastos terrenos. Mamá Ardilla, cuidadosa y sabia, organizaba el comercio, la educación y la cultura, de modo que cada criatura del lugar viviera en armonía.

Tenían una hija única: una ardillita curiosa, inteligente y muy bondadosa, que jugaba con los niños y los pequeños animalitos con alegre naturalidad.

Pero el tiempo, que nunca perdona, avanzó. Y con él llegó la tristeza. Papá Ardilla enfermó y murió. Mamá Ardilla asumió entonces todas las responsabilidades y trabajó sin descanso, hasta que un día también ella partió.

A la pequeña no le quedó sino honrar lo aprendido. Y lo hizo con nobleza: reunió a los sabios de la aldea, fortaleció la educación, mejoró los sembríos y los regadíos, garantizó alimento fresco y sano, y promovió trueques justos y equitativos. Impulsó nuevas técnicas de cultivo y aseguró la reserva de agua, granos y trigo para los tiempos de escasez.

Bajo su liderazgo, la aldea floreció como si la memoria de sus padres continuara respirando.

Un día llegó Don Félix: un gato trotamundos, de paso elegante, mirada astuta y traje impecable, como quien ha visto demasiados horizontes.

Mientras compartían una tacita de café y pastelillos dulces, comenzó a relatar sus viajes. Hablaba de un mundo tan amplio que parecía irreal: aviones gigantes que surcaban el cielo como pájaros de acero, uniendo continentes en pocas horas.

La ardillita escuchaba con asombro. En su aldea todo quedaba cerca; las distancias se medían en pasos, y los caminos eran de tierra, abiertos con el sudor de todos los habitantes.

El viajero continuó hablando de automóviles que corrían como juguetes vivos y de trenes capaces de atravesar montañas y mares en pocas horas. Ella pensó entonces en su aldea, donde cada sendero era obra de manos conocidas.

Después mencionó unos teléfonos que parecían mágicos, capaces de mostrar la imagen y la voz de alguien que vivía al otro lado del océano. Pero su voz se volvió grave al tratar de describirlos.

—Allá, pequeña ardilla… esos aparatos que fueron creados para acercar corazones han terminado por alejarlos. Muchos niños y jóvenes viven prisioneros de esas pantallas brillantes. Se les va la vida mirando mundos inventados mientras el suyo se marchita. Ya casi no juegan, no imaginan, no escuchan. Es como si la luz de esas pantallas apagara poco a poco la luz que llevan dentro.

La ardillita sintió un pequeño estremecimiento. Sabía que un mundo sin juegos, sin momentos de silencio, sin árboles y sin paz era un mundo muy vacío y muy triste.

Recordó entonces a los pajaritos mensajeros del pueblo y las conversaciones bajo el gran árbol del centro, donde el único ruido era el viento.

Cuando Don Félix habló de las escuelas, la ardillita abrió más los ojos.

—Allá —dijo— los niños estudian en salones, con pizarras y libros electrónicos que brillan y que contienen mucha ciencia, inventos, cultura y muchas más cosas por aprender.

Ella pensó en su escuelita, donde la maestra enseñaba con canciones, cuentos y semillas; donde el conocimiento se transmitía como un tesoro, no como un requisito.

—También hay ordenadores —continuó—, máquinas velocísimas que parecen pensar y solucionar problemas por sí solas.

La ardillita recordó cómo, en su aldea, los problemas se resolvían conversando y las historias se guardaban en la memoria de los mayores.

Don Félix habló de hospitales modernos equipados con máquinas sofisticadas, y ella pensó en los curanderos que sanaban con hierbas, rezos y danzas.

Finalmente contó que los humanos habían viajado tan, pero tan lejos, que pudieron llegar a la Luna y hasta al planeta Marte.

Ella alzó la mirada. En su aldea bastaba con mirar las estrellas para sentir que el universo cabía dentro del pecho.

—¿Y las personas y los animales son felices allá? —preguntó.