La noche en Hong Kong había pasado de vibrante a siniestra. El almacén de Sham Shui Po había quedado atrás, con Arkadi dirigiéndose, solitario, hacia un descanso necesario, y el trío de asalto, Aiko, Volkhov y Amber Lee, dirigiéndose al peligro. La alianza era frágil, sostenida únicamente por la necesidad mutua y la promesa de una venganza compartida.
El Dragón de Huesos era más una leyenda que un lugar. En realidad, era el apodo de un complejo no demolido en la antigua Ciudad Amurallada de Kowloon, un laberinto vertical de edificios conectados donde las leyes y la luz apenas se atrevían a penetrar. Era el centro neurálgico de las operaciones financieras más oscuras de la ciudad, construido, según el mito, sobre un antiguo cementerio.
Amber, con una determinación glacial, había trazado la ruta en un mapa de papel manchado. —La entrada principal es un suicidio. Tienen al menos cincuenta hombres armados y sistemas de vigilancia que datan de la Guerra Fría. Nosotros entraremos por el túnel de drenaje. Mi abuela me enseñó que la forma más segura de moverse por esta ciudad es por donde la gente se niega a mirar.
Volkhov, se encargó de la logística. —Los túneles son la vía más silenciosa, pero también la más lenta y la más sucia. Necesitaré quince minutos para neutralizar la rejilla de acceso sin disparar alarmas sísmicas. Aiko, estarás en la retaguardia. Amber, tú lideras. Con tu habilidad para manipular la vida, debes detectar cualquier cosa viva que nos use como huésped.
Aiko asintió, su rostro cubierto de hollín. Se movía con la gracia de un depredador. Ella sentía el peligro del entorno, la densidad del aire contaminado por el miedo y la suciedad. Su cuerpo, aunque poderoso, le recordaba que estaba a merced del aire que Amber controlaba.
—Adelante —dijo Amber, y se deslizó en la oscuridad.
El túnel de drenaje era un infierno de humedad y claustrofobia. El agua negra llegaba a la altura de sus rodillas, y el aire era un espeso caldo de metano y descomposición. Aiko, acostumbrada a los entrenamientos rigurosos, mantenía el paso sin esfuerzo. Volkhov se movía con una precisión casi robótica, sus botas midiendo cada paso para evitar el chapoteo que podría resonar en el hormigón.
Amber Lee era la navegante. Su dominio biológico la convertía en una antena viviente. Sus ojos ámbar, que en la luz normal parecían fríos, brillaban ahora en la penumbra.
—Deténganse —susurró Amber, su voz apenas audible sobre el goteo constante. Se puso en cuclillas y tocó el agua.
—Hay un nido de ratas a quince metros —explicó, su voz desprovista de emoción, como si estuviera describiendo el clima—. Son muchas, y están bajo el control de una toxina menor. Funcionan como ojos. Quieren que las veamos para que nos delatemos.
Volkhov preparó su pistola silenciada, lista para un disparo quirúrgico.
—No. Disparar aquí causará demasiada resonancia —dijo Amber, con autoridad—. Mi camino es más limpio.
Amber cerró los ojos y se concentró. De las puntas de sus dedos, una neblina apenas perceptible, como esporas de moho fluorescente, se esparció por el agua. Era su toxina, su poder biológico, que ahora actuaba como una anestesia de amplio espectro para el reino animal. El veneno viajó por el agua y el aire. Aiko sintió una leve picazón, pero su cuerpo, ya alertado por la contra-toxina anterior, la ignoró.
Un segundo después, el chirrido de las ratas cesó abruptamente. El nido se había dormido sin un solo ruido.
—Adelante —ordenó Amber.
Continuaron el ascenso, avanzando por pasajes cada vez más estrechos y secos. Volkhov, aprovechando la pausa, se acercó a Amber.
—Tus métodos son eficientes, pero lentos. Necesitamos acelerar. El Artefacto de la Plaga está probablemente en la bóveda, que siempre está cerca del centro de mando. Dame un objetivo y mi equipo y yo nos encargaremos de la seguridad exterior.
Amber se detuvo ante una antigua compuerta de metal oxidado, la entrada al interior del complejo. —El Dragón de Huesos. El centro de mando está tres pisos arriba. Los responsables están allí.
Aiko examinó la compuerta. Estaba asegurada con tres barras de titanio y una placa de circuito antiguo, parpadeante.
—Los seguros no están diseñados para ser rotos, sino para ser evadidos —murmuró Volkhov, sacando su kit de herramientas futurista—. El circuito está programado con un sistema de presión acústica. Cualquier vibración fuera del rango normal activará un bloqueo permanente. Necesito silencio y un ambiente de temperatura estable.
—Te lo daré —dijo Aiko—. Tres minutos.
Aiko se colocó en posición, su musculatura tensa. La guerrera de la fuerza tenía un control corporal tan fino que podía moverse sin hacer ruido, una paradoja para alguien con su poder. Ella se convirtió en una pared silenciosa, protegiendo a Volkhov.
Mientras Volkhov trabajaba, Amber se concentró en el aire. De repente, su rostro se contrajo.
—Tenemos compañía. Vienen del piso superior. Dos guardias.
—¿Armados? —preguntó Aiko.
—Muy —respondió Amber.
—Volkhov, ¿cuánto falta? —presionó Aiko.
—Un minuto y medio —dijo Volkhov, su concentración absoluta, los cables en sus manos bailando como hilos de plata.
Aiko sabía que no podían esperar. Se movió con la rapidez de un relámpago, pero no hacia los guardias. Rompió una vieja tubería de vapor abandonada en la pared. El vapor silbante llenó el túnel.
—¡Tómalo! —gritó Aiko.
Amber sonrió ligeramente. Aiko le había dado un medio de transporte. Amber inhaló profundamente el vapor saturado y, al exhalar, convirtió la humedad en una niebla pesada y dulzona. Esta vez no era un paralizante, sino un potente sedante neurotóxico, diseñado para no dejar rastro de trauma físico. La niebla subió por el conducto de ventilación, buscando a los guardias.
Un instante después, se oyeron dos golpes sordos desde arriba. Silencio.
—Tres segundos —dijo Volkhov. La placa hizo clic y la compuerta se abrió con un gemido de metal oxidado.
—Buen trabajo —dijo Volkhov, reconociendo la coordinación.
—Mi fuerza abre puertas. Su astucia las cierra —dijo Aiko, mirando a Amber con respeto.
Cruzaron la compuerta. Ahora estaban dentro de la estructura, en un sótano sucio y lleno de escombros.
Amber señaló una escalera de metal en espiral. —El centro de mando está arriba. La bóveda está en ese nivel, detrás del muro de oficinas. Los líderes que quiero están allí.
—¿Cómo sabremos quiénes son? —preguntó Volkhov.
—Ellos llevarán la misma marca que mi abuela me advirtió: el símbolo del cráneo con hojas. Son tres —explicó Amber.
—Mi trabajo es abrir el paso. Tu trabajo, Amber, es la neutralización precisa. Volkhov, tú te encargas de la seguridad perimetral —dijo Aiko, tomando la iniciativa, su cuerpo vibrando con energía contenida.
Subieron la escalera, cada escalón una sinfonía de silencio. En el primer piso, las cosas cambiaron. Había luz de emergencia y dos guardias patrullando un pasillo amplio y lleno de contenedores de metal.
Aiko no esperó. Se movió en un borrón de velocidad pura. Ella no sacó su katana. Usó sus manos y pies con una precisión brutal. Primer guardia: un golpe rápido y seco en la base del cráneo. El hombre cayó sin hacer ruido. Segundo guardia: un rápido agarre y una torsión de la articulación de la rodilla, seguido de un golpe en el plexo solar. Caída controlada, sin ruido. La demostración de la fuerza de Aiko fue aterradora y eficiente.
Volkhov revisó los cuerpos. —Desactivados. Sin ruido.
—El sonido está en el siguiente piso —advirtió Amber—. Tres. Parecen estar discutiendo.
—Aiko, necesito que me des diez segundos para desactivar la cámara de la esquina antes de que lleguemos a la escalera final —dijo Volkhov.
Aiko asintió. Subió la escalera con Volkhov, colocándose entre él y el pasillo superior. Volkhov desplegó un cable delgado y lo lanzó con una precisión milimétrica, cortando la alimentación de la cámara justo cuando su lente giraba hacia ellos.
Llegaron al piso de destino. Era una oficina improvisada, llena de escritorios con monitores encendidos. Más importante aún, vieron a tres hombres alrededor de una mesa, discutiendo acaloradamente. Uno de ellos, un hombre mayor con un rostro cicatrizado, llevaba un anillo con el símbolo del cráneo y las hojas.
—Ellos son —siseó Amber.
Aiko miró a Volkhov. Él asintió. El momento del asalto final había llegado. Aiko cargó, su cuerpo convirtiéndose en un proyectil imparable. Volkhov se movió a la izquierda, desarmando y neutralizando al guardia más cercano antes de que pudiera tocar su arma.
Aiko se lanzó hacia el líder. El líder reaccionó con lentitud, sacando una pistola. Aiko fue más rápida. No lo golpeó, simplemente desvió el arma con un movimiento fluido y se detuvo.
Fue Amber quien terminó el trabajo. Saltó a la sala, y con un movimiento de sus manos, dispersó un polvo fino y brillante que había extraído de su maletín. El polvo se adhirió a los tres líderes. Los hombres tosieron, y el pánico se apoderó de sus rostros al sentir que sus pulmones se llenaban de un frío paralizante. En segundos, cayeron al suelo, incapaces de moverse, pero conscientes.
—La purificación llega después del fuego —murmuró Amber, su venganza ejecutada con una frialdad quirúrgica.
—Neutralizados —dijo Volkhov, asegurando el perímetro.
—Ahora, el artefacto —exigió Amber, sus ojos buscando una puerta oculta.
Volkhov señaló una pared de ladrillo, aparentemente sólida. —Las bóvedas nunca están a la vista. La resonancia de los metales pesados me dice que está ahí.
Aiko puso su mano en el ladrillo, sintiendo la firmeza de la estructura, y se preparó. El asalto había sido un éxito, pero la parte más peligrosa de la misión, la confrontación final con el Artefacto de la Plaga, apenas estaba por comenzar.
