El despacho del Primer Ministro de Canadá quedó sumido en un silencio denso y victorioso. Kaira Thompson se puso de pie, alisándose las solapas de su chaqueta con un gesto de satisfacción absoluta. El dolor punzante en su sien era un precio pequeño a pagar por haber doblegado la voluntad de una nación del G7.
—Ha tomado la decisión correcta, señor Primer Ministro —dijo Kaira, dándole la espalda al hombre con una confianza que rozaba la arrogancia—. Sus barcos navegarán mañana. El mundo lo recordará como un pacificador. Y nosotros... nosotros seremos fantasmas que nunca estuvieron aquí.
Se giró hacia Bradley, quien estaba junto a la puerta, con los ojos brillantes de admiración y alivio.
—Vámonos, Bradley. Mi trabajo aquí ha terminado. Necesito dormir tres días seguidos y una ducha de una hora.
Bradley sonrió, abriendo la puerta. —Te lo mereces, Kaira. Lo que hiciste... fue increíble.
Kaira dio un paso hacia la salida. En su mente, ya estaba redactando el informe triunfal para Ryuusei. Bajó la guardia por un segundo, segura de que su control mental era absoluto.
Fue un error.
A sus espaldas, el Primer Ministro, un hombre de cincuenta y tantos años que parecía derrotado y cansado, se movió. A pesar de su cuerpo envejecido y su traje de tres piezas, sus movimientos fueron impulsados por una furia fanática que superaba cualquier bloqueo mental superficial. Su voluntad, esa "mente de acero" que Kaira había detectado pero subestimado, rompió las cadenas por un instante de claridad asesina.
El político se agachó y, de un compartimento secreto en el lateral de su escritorio de roble, sacó una escopeta recortada de calibre 12.
El sonido metálico del arma al amartillarse cortó el aire como un latigazo. Clack-clack.
Kaira comenzó a girarse, sus ojos violetas abriéndose con sorpresa. —¿Qué...?
—¡MUERE, MONSTRUO! —rugió el Primer Ministro, con los ojos inyectados en sangre.
No hubo tiempo para palabras. No hubo tiempo para reactivar el control.
¡BOOM!
El disparo fue ensordecedor en la habitación cerrada, un trueno que hizo vibrar los cristales.
Bradley, desde la puerta, lo vio todo. Sus ojos de velocista procesaron el horror cuadro por cuadro.
Vio la llamarada salir del cañón. Vio los perdigones de plomo cruzar el aire en una nube compacta de muerte. Vio cómo impactaban contra el rostro perfecto de Kaira.
Y luego, vio la brutalidad física.
La cabeza de Kaira Thompson... explotó.
La fuerza del calibre 12 a quemarropa no dejó nada. Desintegró el cráneo, vaporizó el cerebro y esparció una lluvia grotesca de hueso, sangre y tejido sobre la alfombra persa y las paredes del despacho.
El cuerpo de Kaira se mantuvo en pie por un microsegundo macabro, antes de desplomarse hacia atrás con un golpe húmedo y pesado.
Bradley se quedó paralizado por una fracción de segundo. Sabía que Kaira podía regenerarse. Conocía sus capacidades anómalas más allá de la mente. Pero saberlo era una cosa; ver al amor de su vida ser decapitada de un escopetazo a dos metros de distancia era un trauma para el que nadie estaba preparado.
—¡KAIRA! —El grito de Bradley desgarró su garganta.
El Primer Ministro, jadeando, bombeó la escopeta, expulsando el cartucho humeante. Apuntó ahora al chico.
—¡Siguies tú, fenómeno!
El segundo disparo tronó.
Pero Bradley ya no estaba allí. El shock inicial dio paso al instinto de protección puro.
Se movió en un borrón de velocidad supersónica. Esquivó la ráfaga de perdigones que destrozó el marco de la puerta. Se lanzó hacia el cuerpo inerte y sin cabeza de Kaira.
La agarró en sus brazos, sin importarle la sangre que empapaba su ropa nueva, sin importarle el horror visual de su cuello destrozado.
—¡Te tengo! ¡Te tengo! —gritó Bradley, cargándola contra su pecho.
En ese instante, el caos se desató.
Al ser destruido el cerebro de Kaira, la Red Psíquica que mantenía a la mansión bajo control se rompió instantáneamente. Fue como cortar los cables de una marioneta.
En el pasillo, los doce guardias de seguridad parpadearon, saliendo de su trance. Se miraron unos a otros, confundidos, y luego escucharon los disparos y los gritos en el despacho.
—¡DISPAROS! ¡EL PRIMER MINISTRO! —gritó el jefe de seguridad por la radio—. ¡INTRUSOS! ¡FUEGO A DISCRECIÓN!
El edificio entero se despertó con sed de sangre.
Bradley salió disparado del despacho con el cuerpo de Kaira en brazos, rompiendo la ventana y cayendo al jardín oscuro.
—¡AHÍ ESTÁN! —Las luces de los reflectores los barrieron.
Las armas automáticas de los guardias perimetrales, ahora libres del control de Kaira, abrieron fuego.
Ratatatatatata.
El aire se llenó de plomo.
Bradley corría, abrazando el cuerpo de Kaira contra su pecho para protegerlo, usándose a sí mismo como escudo humano. No podía esquivar todo mientras cargaba peso muerto.
Sintió los impactos.
Una bala le atravesó el gemelo izquierdo. Otra le rozó las costillas, quemando la piel. Una tercera se alojó en su hombro derecho, cerca de la clavícula.
—¡AAAAHHH! —gritó Bradley de dolor, tropezando.
El fuego en sus nervios era insoportable, pero no la soltó. Si la soltaba, la destrozarían antes de que pudiera regenerarse. Si la soltaba, la capturarían.
—¡No te dejaré! ¡No te dejaré! —jadeaba Bradley, cojeando a supervelocidad.
Saltó la valla de seguridad de tres metros con un solo impulso de agonía y aterrizó en la calle. No se detuvo. Siguió corriendo, dejando un rastro de sangre propia y de Kaira sobre el asfalto de Ottawa.
Corrió hasta que sus pulmones ardieron y su visión se oscureció. Corrió hasta llegar a una zona industrial abandonada cerca del río, lejos de las sirenas que ya empezaban a aullar por toda la ciudad.
Se derrumbó bajo el puente de un viaducto viejo, donde la oscuridad era total y el olor a humedad del río ocultaba el olor a sangre.
Bradley cayó de rodillas y depositó suavemente el cuerpo de Kaira sobre el concreto frío. Se dejó caer a su lado, ignorando sus propias heridas de bala que sangraban profusamente.
Respiraba con dificultad, mirando el cuerpo decapitado.
—Vamos, Kaira... vamos... —susurró Bradley, temblando por la pérdida de sangre y el shock—. Hazlo. Sé que puedes. Por favor...
Pasaron unos segundos de silencio aterrador.
Entonces, comenzó.
El sonido fue húmedo y viscoso. Squelch.
Del cuello destrozado de Kaira, vapores rojizos comenzaron a emanar. Hilos de carne, fibras musculares y hueso comenzaron a tejerse a una velocidad vertiginosa, brillando con una luz tenue.
Bradley observó, fascinado y horrorizado. La columna vertebral se reformó con un chasquido. La mandíbula creció de la nada. Los ojos se formaron en las cuencas vacías. El cerebro, esa computadora biológica capaz de doblegar naciones, se reconstruyó neurona a neurona.
En cuestión de un minuto, la cabeza de Kaira Thompson estaba de nuevo sobre sus hombros. Intacta. Perfecta. Sin una cicatriz.
De repente, Kaira aspiró una bocanada de aire gigantesca, arqueando la espalda violentamente.
—¡GAAAAAHHH! —El grito de Kaira fue desgarrador.
Sus ojos se abrieron de golpe. Brillaban con una luz violeta cegadora y caótica.
Su cuerpo comenzó a convulsionar sobre el concreto. Se agarró la cabeza recién formada con ambas manos, clavando las uñas en su propia piel, rodando por el suelo sucio.
—¡AAAAHHH! ¡MI CABEZA! ¡MI CABEZA! —chilló Kaira, con lágrimas brotando de sus ojos nuevos—. ¡DUELE! ¡DUELE DEMASIADO!
Bradley se lanzó sobre ella.
—¡Kaira! ¡Tranquila! ¡Ya pasó!
—¡NO! —gritó ella, retorciéndose—. ¡La red! ¡Se rompió y volvió de golpe! ¡Están todos gritando en mi mente! ¡Siento a todos los guardias! ¡Al Primer Ministro! ¡Es demasiado ruido! ¡Házlos callar!
La regeneración física había sido un éxito, pero la reconexión psíquica era una tortura. Su mente, al "encenderse" de nuevo, había intentado recuperar el control de todas las personas que había marcado en el camino, creando un feedback mental insoportable.
Bradley la abrazó con fuerza, inmovilizando sus brazos para que no se hiciera daño a sí misma. Pegó su pecho al de ella, ignorando el dolor agudo de su hombro baleado.
—Escúchame, Kaira —le dijo Bradley al oído, aplicando presión—. Estoy aquí. Concéntrate en mí. Solo en mí. Bradley. Tu transporte. Tu idiota.
Kaira temblaba violentamente, sus dientes castañeteaban.
—Duele, Bradley... siento que me va a explotar otra vez... —sollozó ella, aferrándose a la chaqueta de él manchada de sangre.
—No va a explotar. Ya estás aquí. Respira.
Bradley rasgó un trozo de su manga y presionó suavemente contra la frente de ella, limpiando el sudor frío. La mantuvo abrazada, meciéndola en la oscuridad, ofreciéndole la única mente segura y tranquila en medio de su tormenta.
Poco a poco, los gritos cesaron. Las convulsiones se convirtieron en temblores esporádicos. Kaira, exhausta por el trauma de la muerte y la resurrección, dejó caer la cabeza sobre el hombro de Bradley.
—Me... me disparó... —susurró ella, con la voz rota—. Ese viejo maldito... me voló la cabeza.
—Sí. Pero ya estás bien —dijo Bradley, acariciando su cabello—. Estás viva.
Kaira cerró los ojos y se desmayó en sus brazos, su respiración volviéndose regular.
Bradley se quedó allí, apoyado contra el pilar del puente. Revisó sus propias heridas. La pierna sangraba mucho, pero la bala había atravesado el músculo sin tocar hueso. El hombro era peor, pero podía mover el brazo.
En ese momento, las sirenas se acercaron. Y por encima del ruido de la ciudad, una voz amplificada resonó desde los altavoces de emergencia de Ottawa, rebotando en los edificios como el juicio final.
Era la voz del Primer Ministro.
—¡Atención a todos los ciudadanos y fuerzas de seguridad de Ottawa! —tronó la voz, cargada de odio—. ¡La capital está bajo ataque terrorista!
Bradley levantó la vista hacia las luces de la ciudad.
—¡Se busca a dos anómalos de alta peligrosidad! —continuó el Primer Ministro—. ¡Un hombre joven con velocidad y una mujer rubia! ¡Son monstruos que intentaron controlar mi mente y atacar la soberanía de Canadá!
La voz retumbó en las calles vacías.
—¡Están heridos y son extremadamente peligrosos! —advirtió el político—. ¡Se autoriza el uso de fuerza letal inmediata! ¡Cualquier persona que los vea debe reportarlos! ¡No tengan piedad! ¡Cacen a los anómalos!
Bradley apretó a Kaira contra su pecho. Estaban solos, heridos y cazados por una nación entera que ahora sabía sus rostros. Pero habían cumplido la misión. Y estaban vivos.
—Cacen todo lo que quieran —susurró Bradley a la oscuridad, con una mirada endurecida—. No nos atraparán.
Bradley sabía que no podían quedarse allí. Con un gemido de dolor, cargó a Kaira una vez más, preparándose para la carrera más larga y dolorosa de su vida. Tenían que salir de Ottawa antes de que el ejército cerrara la ciudad.
