La oscuridad bajo el viaducto de Ottawa era un refugio húmedo y sucio, pero para Bradley Goel, era el único santuario disponible.
El dolor agudo de las balas en su pierna y hombro comenzó a transformarse en una picazón ardiente y profunda. Bradley miró sus heridas en la penumbra. La carne, antes desgarrada y sangrante, estaba tejiéndose a sí misma con una velocidad antinatural. Los agujeros de bala se cerraban, expulsando los fragmentos de plomo con pequeños tintineos metálicos contra el concreto.
Bradley cerró los ojos y agradeció mentalmente a Ryuusei.
Recordó el momento, días antes de partir, cuando el líder enmascarado le había entregado a él y a Kaira unas pequeñas piedras brillantes, casi translúcidas. "Piedras de Regeneración", las había llamado Ryuusei. "Si las ingieren acelerarán su metabolismo curativo. No son inmortales, pero evitarán que se desangren en una zanja."
Sin esas piedras, Bradley sabía que ya estaría muerto por la pérdida de sangre.
Se giró hacia Kaira. La chica yacía en el suelo, inconsciente. Su cabeza estaba intacta, hermosa y perfecta, pero su rostro estaba pálido como la cera. La regeneración la había salvado, pero el trauma psíquico la mantenía en un limbo oscuro.
Bradley le dio unas palmaditas suaves en la mejilla.
—Kaira... hey. Tienes que despertar. No podemos quedarnos aquí.
Kaira gimió. Sus párpados se abrieron lentamente, revelando unos ojos violetas inyectados en sangre. Inmediatamente, un hilo de sangre espesa y oscura comenzó a brotar de su nariz, manchando su labio superior. Era el precio de haber conectado y desconectado su mente de golpe.
Sin pensarlo, Bradley se quitó lo que quedaba de su camiseta, usándola como un trapo improvisado para secarle la sangre con delicadeza. Sacó la última botella de agua que tenía en el bolsillo de su pantalón táctico y se la acercó a los labios.
—Bebe —susurró—. Necesitas hidratarte.
Kaira bebió con avidez, tosiendo un poco. Cuando terminó, miró a Bradley. Por primera vez desde que la conocía, la máscara de arrogancia y control había desaparecido por completo. En sus ojos no había una reina; había una niña aterrorizada que acababa de recordar lo que se sentía morir.
—Bradley... —su voz temblaba—. Él... él me mató. Vi la luz del cañón. Y luego... oscuridad. Frío. Ruido.
Bradley sintió que se le partía el corazón.
—Lo sé. Pero estás aquí. Estás viva.
—Tengo miedo —confesó Kaira, y las palabras cayeron como piedras pesadas entre ellos. Se lanzó hacia adelante y abrazó a Bradley con desesperación, enterrando su cara en su pecho desnudo y curado a medias—. No quiero volver a sentir eso. No quiero entrar en sus cabezas. Gritan demasiado.
Bradley la envolvió con sus brazos, acariciando su cabello regenerado. Sabía lo delicado que es este momento. Kaira Thompson, la intocable, se estaba rompiendo. Si él no era fuerte ahora, ambos caerían.
—Escúchame, Kaira —dijo Bradley, apartándola suavemente para mirarla a los ojos—. Sé que tienes miedo. Y tienes derecho a tenerlo. Pero tengo un plan. Uno solo. Si funciona, nos vamos a casa. Si falla... bueno, al menos lo intentamos.
Kaira sorbió por la nariz, limpiándose las lágrimas mezcladas con sangre. —¿Qué plan?
—Necesito que uses tu poder. Una última vez.
Kaira se tensó, sus pupilas contrayéndose por el pánico. —No... no puedo. Me va a explotar el cerebro, Bradley. No puedo controlar la ciudad de nuevo.
—No necesito que controles la ciudad —aclaró Bradley rápidamente—. Solo necesito cinco minutos. Y no quiero que los controles como títeres. Necesito que entres en la red de seguridad de la mansión y... los calmes. Solo empuja una ola de tranquilidad. Haz que dejen de buscar activamente por cinco minutos.
Kaira lo miró, evaluando la petición. Cinco minutos de sedación emocional. Era difícil, doloroso en su estado, pero posible.
—¿Y tú qué vas a hacer? —preguntó ella.
—Voy a correr —dijo Bradley, con una determinación sombría—. Voy a volver a esa casa. Voy a atrapar al Primer Ministro y lo voy a traer aquí a rastras. Y lo voy a amenazar hasta que nos dé lo que queremos.
—Es una locura. Estás herido.
—Ya sané lo suficiente. Confía en mí, Kaira. —Bradley le tomó las manos—. Por favor. Solo cinco minutos. Luego te prometo que te llevaré a casa y no tendrás que usar tu poder en semanas.
Kaira miró sus manos entrelazadas. El miedo seguía ahí, un parásito frío en su estómago, pero la confianza en los ojos de Bradley era un ancla.
—Está bien —susurró—. Cinco minutos. Ni un segundo más.
Kaira se sentó en posición de loto sobre el concreto sucio. Cerró los ojos. Su respiración se aceleró.
—¡Ahhh! —gritó Kaira cuando activó su mente.
La sangre volvió a brotar de su nariz, más fuerte que antes. Sus ojos, aunque cerrados, lloraban lágrimas rojizas. Se mordió la lengua con fuerza para no perder la concentración, el sabor a cobre llenando su boca.
Una onda invisible emanó de ella.
—¡Ahora, Bradley! —gimió entre dientes—. ¡Corre!
Bradley no dudó.
Se giró y activó su energía cinética. El mundo se volvió lento.
Salió disparado de debajo del puente, convirtiéndose en un borrón en la noche de Ottawa. El viento golpeaba su cara, pero su mente no estaba en la carrera.
Su mente estaba llena de ruido.
¡BOOM!
El sonido de la escopeta resonaba en su cabeza una y otra vez. Veía la cabeza de Kaira explotando en cada parpadeo. Veía la sangre. Veía su propio fracaso al no ser lo suficientemente rápido para detener la bala.
Culpa. Miedo. Rabia.
Las emociones eran un peso físico. Un velocista necesita claridad absoluta. Un paso en falso a velocidad supersónica es fatal. Y Bradley estaba corriendo cegado por el trauma.
Tomó una curva cerrada hacia Sussex Drive demasiado rápido. Su pie izquierdo, aún sensible por la curación reciente, no se ajustó al ángulo.
Tropezó.
A trescientos kilómetros por hora, un tropiezo no es una caída; es un accidente de tráfico humano.
Bradley salió despedido. Su cuerpo golpeó el asfalto con una violencia brutal. Rodó, rebotó y se arrastró por el pavimento rugoso.
—¡AAAAHHHH! —gritó mientras la fricción devoraba su piel.
Sus codos se despellejaron hasta el hueso. Su ropa se rasgó. Pero lo peor fueron sus pies. La fricción generada por el frenado errático calentó el suelo a temperaturas extremas. Las zapatillas nuevas, que ya estaban desgastadas, se desintegraron instantáneamente.
Bradley se detuvo finalmente contra un poste de luz, jadeando, aturdido.
Miró sus pies. Estaban en carne viva. La piel de las plantas se había quemado y abierto de nuevo, sangrando profusamente sobre el asfalto caliente.
—Mierda... mierda... —sollozó Bradley, tratando de levantarse. El dolor era cegador. Cada nervio de sus piernas gritaba.
Pero entonces pensó en Kaira. Pensó en ella bajo el puente, sangrando por la nariz, mordiéndose la lengua para darle estos cinco minutos.
—¡Muévete! —se gritó a sí mismo—. ¡Muévete, inútil!
Ignorando la agonía, Bradley se obligó a correr de nuevo. Ya no era una carrera elegante. Era una carrera fea, cojeando, dejando huellas de sangre humeante en cada paso. Corrió con puro odio y adrenalina.
Llegó a la residencia del Primer Ministro.
El efecto de Kaira era visible. Los guardias que patrullaban el jardín estaban parados, mirando al vacío, con las armas bajas. Sus rostros reflejaban una paz artificial y drogada. La alarma seguía sonando, pero nadie reaccionaba.
Bradley pasó entre ellos como un espectro sangriento.
Entró en la casa destrozada. Fue directo al Despacho Oval canadiense, donde la puerta seguía rota.
El Primer Ministro estaba allí. No estaba bajo el control total de Kaira, pero la onda de tranquilidad lo había afectado. Estaba sentado detrás de su escritorio, mirando la escopeta con una expresión confusa y letárgica, luchando contra la sedación mental.
—Tú... —murmuró el hombre al ver entrar a Bradley.
Bradley no habló. No había tiempo para discursos.
Se lanzó sobre el escritorio.
El Primer Ministro intentó levantar la escopeta, pero sus movimientos eran lentos, como si estuviera bajo el agua.
¡PUM!
Bradley le conectó un derechazo en la mandíbula. No usó súper velocidad para no decapitarlo, pero usó toda su furia. El político cayó hacia atrás, tirando la silla.
Bradley lo agarró por las solapas de su traje caro.
—¡Vas a venir conmigo! —gritó Bradley, escupiéndole sangre en la cara.
Le dio otro golpe, esta vez en la sien, para asegurarse de que estuviera inconsciente. El Primer Ministro se desplomó en sus brazos.
Bradley cargó al hombre sobre su hombro herido. El peso extra hizo que sus pies quemados aullaran de dolor.
—Cinco minutos... tengo que llegar...
Salió de la casa. Cruzó el jardín. Y corrió.
El regreso fue una tortura que Bradley jamás olvidaría. Correr descalzo, con los pies abiertos, cargando a un hombre adulto, mientras su propia piel ardía por las quemaduras de la caída. Lloraba abiertamente mientras corría, sus lágrimas secándose instantáneamente por el viento.
Llegó al puente justo cuando su reloj mental marcaba el límite.
Se dejó caer, soltando al Primer Ministro sobre la tierra sucia como un saco de basura.
Kaira estaba colapsada en el suelo, temblando violentamente, con un charco de sangre bajo su nariz. Había soltado la red.
—Lo... lo traje... —jadeó Bradley, cayendo de rodillas, incapaz de mantenerse en pie.
El impacto contra el suelo despertó al Primer Ministro. El dolor de la mandíbula rota lo sacó de su estupor.
El político rodó, tosiendo. Su mano fue instintivamente a su chaqueta.
Bradley, a través de la neblina del dolor, vio el movimiento.
El Primer Ministro sacó una pistola compacta de su funda sobaquera. Sus ojos, llenos de odio y confusión, buscaron un objetivo. Apuntó a Kaira, que estaba indefensa.
—¡No!
Bradley, sacando fuerzas de donde no las tenía, se lanzó hacia adelante. Su mano se movió más rápido que el pensamiento.
Agarró el cañón de la pistola justo cuando el dedo del Primer Ministro apretaba el gatillo.
Bradley torció la muñeca del hombre con fuerza sobrehumana. Se escuchó un crujido de huesos. El Primer Ministro gritó y soltó el arma.
Bradley atrapó la pistola en el aire. En un movimiento fluido, se colocó sobre el político, inmovilizándolo contra el suelo con su rodilla sangrante, y le clavó el cañón de su propia arma en la frente, justo entre los ojos.
—¡DAME UNA RAZÓN! —rugió Bradley. Su rostro estaba cubierto de suciedad, sangre y lágrimas. Parecía un demonio salido del infierno—. ¡Dame una maldita razón para no volarte los sesos ahora mismo!
El Primer Ministro se quedó paralizado, mirando a los ojos del chico. Vio que no estaba faroleando. Vio la locura de la desesperación.
—Ustedes... ustedes son terroristas... —jadeó el hombre, aunque su voz temblaba.
—¡No somos terroristas! —gritó Bradley, presionando el cañón más fuerte—. ¡No vinimos a conquistar tu estúpido país! ¡No queremos tu dinero! ¡No queremos tu poder!
Bradley se inclinó, su respiración agitada golpeando la cara del hombre.
—Solo queríamos ayuda. Ayuda para detener una guerra real. Ayuda para Rusia. Y tú... tú le disparaste a una chica desarmada en la cara.
Bradley bajó el tono, pero la amenaza se volvió más fría.
—Escúchame bien. Tienes dos opciones. Opción A: Te mato aquí mismo. Nadie sabrá quién fue. Y luego quemamos esta ciudad hasta los cimientos antes de irnos.
El Primer Ministro tragó saliva.
—Opción B —continuó Bradley, con la voz quebrada—. Nos ayudas. Mantienes la orden. Envías los barcos. Le dices al mundo que Canadá está ayudando a Rusia por caridad. Por humanidad. Serás el héroe que salvó el día, el líder humanitario que no se doblegó ante Japón. Nadie sabrá que te obligamos.
Bradley quitó el seguro de la pistola. Click.
—Salva tu vida y tu legado, o muere como un político olvidado en un puente sucio. Decide. Ahora.
El Primer Ministro miró el arma. Miró a Kaira, que empezaba a moverse débilmente. Miró a Bradley, el chico con los pies destrozados que lo tenía a su merced.
El odio en los ojos del político se desvaneció, reemplazado por el instinto de supervivencia y el cálculo político. La oferta de Bradley le daba una salida honorable. Podía vender esto. Podía ser el héroe.
—Está bien... —susurró el Primer Ministro, levantando las manos lentamente—. Está bien. Lo haré. Ayuda humanitaria. Lo prometo.
Bradley no apartó el arma de inmediato. Lo miró unos segundos más, buscando la mentira. Al no encontrarla, suspiró, y toda la energía salió de su cuerpo.
Bajó la pistola, pero se quedó sentado, vigilante, mientras Kaira gemía a su lado, despertando a la nueva realidad que Bradley acababa de forjar con sangre y pólvora.
