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Chapter 155 - La Deuda de los Dioses

La adrenalina es una droga potente, pero tiene una vida media muy corta. Bajo el puente de Ottawa, la realidad comenzó a asentarse con el peso de una losa de concreto.

Kaira Thompson se incorporó lentamente del suelo sucio. Su cabeza, recién regenerada y perfecta, se sentía extraña sobre sus hombros, como si no terminara de encajar. Sus ojos violetas estaban inyectados en sangre, dos piscinas de carmesí brillante que denotaban la hemorragia interna de su cerebro al intentar procesar la red psíquica rota.

Se limpió la nariz con la manga de su chaqueta robada, dejando un rastro oscuro.

—Estoy... estoy bien —mintió, aunque su voz sonaba como cristal roto.

Bradley, quien mantenía al Primer Ministro inmovilizado con la pistola apuntando a su riñón, la miró con preocupación infinita, pero no bajó el arma. Sus propios pies, quemados y en carne viva, palpitaban con cada latido de su corazón, pero se obligó a mantenerse firme.

—Levántate —ordenó Bradley al político, tirando de él por el cuello de su costoso traje—. Vamos a caminar. Y si haces un movimiento brusco, te juro que dispararé. No tengo nada que perder.

El Primer Ministro, Arthur Sterling, se puso de pie, sacudiéndose el polvo de sus rodillas con una dignidad que parecía fuera de lugar dada su situación de rehén. Miró a Bradley, luego a Kaira, y soltó un suspiro que no era de miedo, sino de una extraña resignación cansada.

Comenzaron a caminar por las callejuelas traseras de la zona industrial, evitando las avenidas principales donde las sirenas de la policía aullaban como lobos cazadores.

Mientras caminaban, el silencio se volvió insoportable. Sterling, con las manos en alto pero la espalda recta, rompió el hielo.

—Son muy jóvenes —dijo Sterling. Su voz era tranquila, analítica—. Demasiado jóvenes para estar jugando a la geopolítica con armas y poderes que no entienden.

—Cállate —espetó Bradley, cojeando detrás de él.

—No nací con esto, ¿saben? —continuó Sterling, ignorando la orden, como si estuviera dando una conferencia en la Universidad de Toronto en lugar de ser secuestrado—. No nací con la "chispa". De niño, vivía en Vancouver. Recuerdo ver a los primeros meta-humanos en las noticias. Gente volando. Gente doblando acero. Mis compañeros de escuela los adoraban. Querían ser ellos.

Sterling hizo una pausa, mirando de reojo a Bradley.

—Yo no los adoraba. Yo sentía envidia. Una envidia negra y corrosiva. ¿Por qué ellos? ¿Por qué el destino le da el poder de un dios a un adolescente con acné y problemas de ira, y a mí me deja siendo... normal?

Kaira, que caminaba apoyada en el hombro libre de Bradley, levantó la vista, escuchando a pesar de su agotamiento.

—Mi padre era abogado —prosiguió Sterling, su tono endureciéndose—. Se especializaba en "Daños Colaterales Meta-Humanos". Me llevaba a la corte. Y allí aprendí la verdad que nadie cuenta en los cómics. Vi a héroes famosos sentados en el banquillo, demandados por destruir edificios, por incendiar coches, por arruinar vidas mientras "salvaban el día".

El Primer Ministro se detuvo un momento ante un semáforo en rojo de una calle desierta, mirando su propio reflejo en un charco de agua sucia.

—Mi padre me enseñó una lección valiosa: "Todo poder genera una deuda". Si un hombre normal rompe una ventana, paga la ventana. Si un meta-humano salva la ciudad pero destruye tres rascacielos en el proceso... la deuda es impagable. Pero alguien tiene que pagarla. Siempre.

Se giró levemente hacia sus captores.

—Por eso me convertí en político. Por eso escalé cada peldaño de la burocracia hasta llegar a la cima. Porque me gusta cobrar las deudas. Me gusta ver a los "dioses" arrodillarse ante la ley. Me gusta recordarles que, al final del día, sus poderes no los salvan de una demanda, de una regulación o de una orden ejecutiva. El bolígrafo es más fuerte que el rayo láser, chico.

Miró fijamente a Kaira, sus ojos grises fríos y calculadores.

—Y por eso entrené mi mente. No tengo telepatía. No tengo magia. Pero tengo disciplina. Pasé treinta años construyendo muros mentales, resolviendo paradojas lógicas, meditando bajo presión extrema. Convertí mi cerebro en un archivo clasificado de acero y concreto.

Sterling soltó una risa seca y burlona.

—Por eso no pudiste entrar, niña. Por eso te sangra la nariz. Te analicé mientras intentabas violar mi mente en mi despacho. Eres poderosa, sí. Una "Moldeadora de Mentes". Pero eres frágil. Eres un cañón de cristal.

Señaló a Kaira con un gesto de cabeza despectivo.

—Si intentas forzar mi voluntad de nuevo, o si expandes esa red tuya una vez más en tu estado actual... tu cerebro no aguantará. Te desmayarás, te dará un aneurisma o te romperás en pedazos. Eres una bomba de tiempo biológica.

Bradley apretó el cañón de la pistola contra la nuca de Sterling con fuerza.

—¡Cierra la boca! —gruñó Bradley, temblando de rabia—. Deja de analizarla. Deja de hablar. ¡Camina! Un paso más y te vuelo la tapa de los sesos, y no habrá entrenamiento mental que te salve de una bala.

Sterling levantó las manos de nuevo, sonriendo levemente. —Solo digo la verdad, joven. La verdad duele más que las balas.

Continuaron la marcha. Kaira se sentía cada vez más pesada. Su visión se nublaba por los bordes. La sangre en sus ojos le daba al mundo un tinte apocalíptico. Pero las palabras del Primer Ministro habían encendido una chispa de orgullo en ella. No iba a dejar que un burócrata sin poderes la viera derrotada.

—Oye... tú... —susurró Kaira, con la voz ronca.

Sterling se detuvo.

Kaira se separó de Bradley, tambaleándose, pero se mantuvo en pie por sí misma. Se limpió la sangre de la cara con una dignidad que heló el aire nocturno.

—Tienes razón —dijo Kaira, mirando al hombre a los ojos—. Mi cerebro está al límite. Podría morir si uso mi poder ahora. Pero te equivocas en algo.

Kaira dio un paso hacia él. Sus ojos rojos brillaban con una inteligencia feroz.

—No estamos aquí solo para jugar a los héroes. No somos niños rompiendo ventanas. Mi líder, Ryuusei Kisaragi , no busca el caos. Busca el equilibrio.

Kaira respiró hondo, luchando contra el mareo.

—Ryuusei tiene un pacto con Rusia. Un pacto real. Si Canadá ayuda a Rusia ahora... si envías esa flota... no solo estarás pagando una deuda moral. Estarás comprando un asiento en el nuevo orden mundial. Cuando Aurion caiga —y caerá—, Rusia y sus aliados recordarán quién estuvo a su lado.

Kaira señaló hacia el Parlamento a lo lejos.

—Puedes seguir cobrando multas a los héroes locales, Sterling. O puedes ser el hombre que salvó una superpotencia y ganó el favor de la próxima generación de líderes globales. Es una inversión. Y tú eres un hombre de negocios, ¿no?

El Primer Ministro la miró. Por primera vez, el desprecio desapareció de su rostro. Vio a la chica sangrando, agotada, casi muerta, pero hablando de geopolítica y estrategia con una claridad que muchos de sus ministros envidiarían.

—Ya lo sé —dijo Sterling, bajando el tono de voz. Su postura defensiva se relajó—. He leído los informes de inteligencia sobre Kisaragi. Sé del pacto. Sé lo que está en juego.

El político suspiró, pasándose una mano por el cabello canoso. Miró a Bradley, cuyos pies descalzos dejaban huellas de sangre en la acera. Miró a Kaira, que se mantenía en pie por pura fuerza de voluntad.

Algo cambió en él. Tal vez fue el agotamiento de la noche. Tal vez fue el respeto reticente hacia la tenacidad de estos "anómalos" que, a pesar de todo, no lo habían matado cuando tuvieron la oportunidad. O tal vez fue una pizca de esa humanidad que su padre abogado había intentado sofocar.

—Bajen el arma —dijo Sterling.

—Ni lo sueñes —respondió Bradley.

—No voy a gritar. No voy a correr —dijo el Primer Ministro, mirándolos con una extraña mezcla de piedad y autoridad—. Ya es suficiente por hoy. Han ganado. La orden está dada. Los barcos se están preparando mientras hablamos.

Sterling señaló hacia un edificio de ladrillo rojo a unas cuadras de distancia.

—Ese es su hotel, ¿verdad? Lo vi en los registros de seguridad antes de que todo esto empezara.

Kaira asintió levemente.

—Vayan —dijo el Primer Ministro—. Vayan a descansar. Se ven terribles. Si siguen caminando así, se desmayarán en la calle y la policía los atrapará en cinco minutos.

Bradley parpadeó, confundido. —¿Nos... nos dejas ir? ¿Así nada más?

—No es caridad —dijo Sterling, recuperando su frialdad burocrática—. Es pragmatismo. Si los arresto ahora, tendría que explicar por qué tengo el labio partido y por qué mi despacho está lleno de sangre. Y tendría que admitir que fui secuestrado por dos adolescentes. Es mala prensa.

El Primer Ministro se arregló la corbata, aunque estaba torcida.

—Vayan a su hotel. Curen sus heridas. Duerman. Mañana... mañana hablaremos de cómo manejar esto oficialmente sin que nadie más muera. Tienen mi palabra de que la policía no entrará en su habitación esta noche.

Kaira lo estudió. No usó sus poderes, solo su instinto. Vio verdad en él.

—Vámonos, Bradley —susurró ella, apoyándose de nuevo en él.

Bradley dudó, mirando la pistola y luego al hombre. Finalmente, bajó el arma, aunque no la guardó.

—Si mientes... volveremos —advirtió Bradley.

—Lo sé. Son muy persistentes —dijo Sterling.

El Primer Ministro se dio la vuelta y comenzó a caminar en la dirección opuesta, hacia una cabina de teléfono pública, cojeando ligeramente por los golpes que Bradley le había dado.

Bradley y Kaira se dirigieron al hotel. Entraron por la puerta trasera, subieron las escaleras con un esfuerzo agónico y se desplomaron en su habitación.

Bradley ayudó a Kaira a sentarse en la cama. Ella estaba temblando.

—Lo logramos —susurró Bradley, mirando sus pies destrozados—. Canadá es nuestro.

Kaira no respondió. Se había quedado dormida sentada, con la cabeza caída sobre el pecho, la sangre seca en su rostro como pintura de guerra.

Bradley cerró la puerta con seguro, puso una silla contra el pomo y se dejó caer en el suelo, con la pistola aún en la mano, vigilando el sueño de su reina mientras la noche de Ottawa guardaba silencio.

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