—Avances, ¿eh? —dije, con los ojos fijos en los pedazos sueltos de metal esparcidos sobre la mesa.
—Eso no se ve para nada avanzado… —murmuró Isolde, con una ceja levantada. No era difícil notar su decepción. Probablemente esperaba algo más espectacular. Algo con forma. Tal vez algo que se moviera por sí mismo.
—Tranquilos, tranquilos. Solo hay que unir las piezas con unos cuantos tornillos y reforzarlas con magia. No es nada difícil —respondió Reginald, rascándose la parte trasera de la cabeza, con una sonrisa despreocupada—. ¿Me ayudan o prefieren sentarse?
—No creo que dos niños debamos meter mano en algo así. Apenas pudimos construir un pájaro de vapor sin que explotara… —Me dejé caer en el sillón con un leve suspiro—. Así que me quedaré sentado.
—Yo quisiera ayudar —dijo Isolde, algo tímida—, pero realmente no sé absolutamente nada sobre lo que estás haciendo. Solo he visto lo básico, y no quiero arruinar tu trabajo, tío Reginald.
—Bien. Entonces lo haré solo.
Y se puso manos a la obra. Nosotros solo observamos.
Isolde se sentó a mi lado con el bote de agua que le había comprado antes. Me lo pasó sin decir nada. Bebí un poco. Y entonces, inevitablemente, el pensamiento volvió a aparecer en mi cabeza.
Alicia.
Su historia seguía girando en mi mente como una pequeña tuerca suelta que no encajaba en ningún lado. No quería preguntar. No quería parecer entrometido. Pero…
¿Por qué irse a estudiar a otro continente? ¿Por qué desaparecer así? ¿Y por qué el rey… mintió?
Recordé aquella conversación durante la Vigilia de los Caídos. Me había acercado a él porque mi padre lo estaba escoltando. Le pregunté, con la curiosidad natural de un niño, por qué estaba solo. Me dijo que Alicia estaba con unos amigos. Que su esposa estaba de viaje. Sonaba lógico, pero… no lo era. El castillo no es un lugar donde "amigos" van a visitar a princesas. No es un internado ni una posada.
Y entonces, como si hubiera leído mis pensamientos, Reginald me miró.
—Tienes dudas, ¿verdad?
Isolde levantó las cejas. Yo fingí no saber de qué hablaba.
—¿Eh? ¿De qué hablas?
—Vamos, te conozco, Lucius. Sé cuándo estás tragándote una pregunta. No es pecado ser curioso. Lo malo es quedarse con la duda hasta que se vuelve sospecha.
Me quedé callado unos segundos. No porque no tuviera una respuesta, sino porque estaba eligiendo si debía hacer la pregunta o no. Finalmente, decidí lanzarla, como quien lanza una piedra en un estanque solo para ver si rebota.
—Bueno… no creo que sea algo que deba saber, pero… ¿por qué Alicia se fue del reino?
Reginald no se sorprendió. Solo dejó escapar un leve suspiro mientras seguía atornillando una pieza al brazo metálico.
—Ah… eso. Bueno, es más personal de lo que parece —empezó, con tono calmado—. Alicia se fue cuando apenas tenía cuatro años. Iba a estudiar en el continente élfico, sí, pero también hubo otros problemas. Se adelantó el viaje por circunstancias complicadas. No es fácil vivir lejos del lugar donde naciste, sin familia ni referentes. Debió ser duro… crecer así, prácticamente sola.
Cuatro años. Tan pequeña. ¿Qué clase de problemas pueden justificar algo así?
—¿Y por qué el rey mintió?
Reginald se detuvo. Giró apenas el rostro hacia mí, frunciendo el ceño.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir?
—Durante la Vigilia, hablé con él. Estaba con mi padre. Le pregunté por qué estaba solo. Me dijo que Alicia estaba con amigos y que su esposa había salido de viaje. No lo pensé mucho en ese momento, pero… ahora que sé la verdad, eso no cuadra. Nada de eso lo hace.
No lo dije en voz alta, pero también había algo en su expresión aquel día. Una sonrisa forzada. Una mirada perdida. No era la de alguien cuya hija está en otra habitación jugando con sus amigos. Era la de alguien que recuerda algo que no puede cambiar.
Reginald se quedó en silencio. Luego volvió a trabajar en la máquina con movimientos más lentos. Como si cada tornillo que apretaba le recordara una parte de esa historia que aún no podía contarme.
—A veces… los adultos no mienten por maldad, Lucius —dijo finalmente—. A veces mienten porque decir la verdad significaría aceptar que fallaron. Y algunos no están listos para eso.
No respondí. Solo asentí muy despacio, mientras mi mirada se perdía entre las piezas de la máquina.
—¿Y ahora este ambiente lúgubre? —preguntó Isolde, tratando de disipar la tensión con su habitual torpeza bien intencionada. El tono que había usado Reginald antes... era triste, como si arrastrara un arrepentimiento que no le pertenecía, pero que, de alguna manera, también había calado en mí—. No entendí absolutamente nada, pero parece algo difícil de llevar... Especialmente viniendo de ti, tío Reginald —añadió, bajando la voz con una compasión que no sabía que podía fingir tan bien.
Reginald suspiró. Luego alzó la mirada y se acomodó las manos en la cintura. Su postura decía "resignación", pero sus ojos, "determinación".
—Listo —dijo simplemente—. ¿Quieren ponerla a prueba?
—¿Qué se supone que hace? —pregunté, aunque el mal presentimiento ya se insinuaba en mi estómago.
—Yo intentando animar el ambiente y me ignoran como si fuera aire… —farfulló Isolde con una mezcla de dramatismo y genuino fastidio.
—Jaja… No te ignoramos. Solo que no había mucho que decir —respondí, intentando evitar que la conversación se desviara otra vez.
—¿Qué se supone que hace, entonces? Bueno… —Reginald pausó, como si se diera tiempo para saborear la explicación—. Es una armadura de alta velocidad. También sirve como vía de escape. Se alimenta de magia para reforzar su estructura. No fue diseñada para el combate, sino para los curadores. Si estalla una guerra, ellos serán quienes levanten a los heridos mientras escapan. Y si pueden sanarlos mientras lo hacen, mejor.
—Interesante...
Me recordó a los viejos juegos de rol, donde los healers eran tan esenciales como los que blandían espadas. Quizá más. Siempre me gustó ese concepto.
—¿Y cómo funciona?
—Así. —Reginald alzó el puño sin previo aviso y me golpeó directo en el rostro.
Caí al suelo. Dolía... o eso creí. Pero mientras sacudía la cabeza, un sonido de vapor me envolvió los oídos.
—¿¡Qué demonios estás haciendo!? Eso dolió… ¿eh?
—Jajaja. Perdón. Pero fíjate… ya no duele, ¿verdad?
Tenía razón. El dolor se desvanecía con una rapidez antinatural. Sospechosa, si uno quiere ser preciso.
—¡Increíble! ¡Yo también quiero probar! —gritó Isolde, golpeándome también, como si yo fuera un saco de entrenamiento.
—¡Agh! ¿¡Pueden dejar de usarme como conejillo de indias!?
Volteé hacia el brazo metálico de Reginald. Estaba extendido hacia mí, y una gruesa cuerda de maná puro —verde, brillante, casi orgánico— se adhería a mi cuerpo. El dolor retrocedía con una eficiencia quirúrgica.
—No fabriqué este brazo pensando en esto, para ser honesto. Ponerme la armadura completa sería un engorro; es el doble de mi tamaño. Además, no soy un experto en magia curativa, no como tu madre, pero sé lo básico.
—Es… impresionante —admití, a regañadientes.
Aún dolido, no podía negar la genialidad del invento. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo podía crear algo así con herramientas improvisadas y un taller que parecía más una ruina que un laboratorio?
Reginald era un genio
—Es un invento genial —admití, y no era adulación. Lo era, en toda la extensión de la palabra—. Ya no necesitas estar a menos de un palmo de alguien para curarlo. ¿Cómo lo lograste?
Hasta donde sabía, la magia curativa requería contacto directo o, como mínimo, una cercanía peligrosa. Reginald había roto esa norma con una eficiencia irritante.
—¿Cuál es el alcance real? ¿Puede extenderse aún más? —pregunté, aún analizando las posibilidades.
—Diez metros. Ese es el límite —respondió con una sonrisa que parecía buscar aprobación—. Y si me preguntas, sigue siendo una distancia bastante razonable.
Lo era. Lo suficientemente lejos para salvar a alguien... o para huir antes de que te maten por intentarlo.
—¿Y qué tan resistente es? —preguntó Isolde, ladeando la cabeza como si hablara de una taza de té y no de una pieza tecnológica experimental.
—¿Quieres probar?
—¿Puedo?
—Claro. Golpea con todas tus fuerzas.
No sé por qué lo permitió. Tal vez por orgullo. Tal vez por inconsciencia.
Di un paso atrás por simple instinto. Un paso más por experiencia. Luego reforcé mi cuerpo utilizando el control sanguíneo, acumulando sangre en los brazos y parte del pecho, endureciéndola como una capa de protección.
—¿Por qué Lucius se está alejando? —preguntó Reginald, sin captar la obviedad.
—Je… Aquí voy —anunció Isolde con esa emoción imprudente que suele preceder a los accidentes.
Vi la tensión en su brazo, el peso de la magia que comprimía en sus músculos. Salté hacia atrás. Coagulación extra. No sería yo quien acabara en el suelo esta vez. Justo antes del impacto, vi cómo Reginald vertía todo el maná que tenía en la armadura. Demasiado tarde para arrepentirse.
Hubo un destello. Luego una explosión breve, pero contundente. Cerré los ojos instintivamente.
Cuando los abrí, la escena no era del todo inesperada: Reginald en el suelo, Isolde ayudándolo a levantarse mientras reía como si no acabara de lanzar un ataque de grado militar.
—¡Resistió! ¡Que genial! O sea, caíste, pero fue genial. El brazo metálico ni siquiera se rompió. Jajaja.
Me acerqué y le tendí la mano a Reginald. Aceptó el gesto con la dignidad que aún le quedaba.
—¡No era con tanta fuerza! —dije, dándole un leve golpe en la cabeza a Isolde.
—¡Auch! Eso dolió. Pero él dijo que usara toda mi fuerza…
—Sí, pero no esperábamos que eso incluyera lanzar una embestida como si quisieras derribar una puerta de acero. ¿Desde cuándo tienes esa fuerza?
—Control sanguíneo. Aumenté la oxigenación de mi cuerpo. Es lo que aprendimos recientemente, ¿recuerdas?
—Ah, cierto… Solo, intenta no matar a nadie durante la práctica. Gracias.
—¡Bieeen~!
Miré a Reginald. Jadeaba, no por falta de aire, sino por el shock. No estaba herido, pero tampoco ileso.
—¿Estás bien?
—¿Eh? Ah, sí… Sí, tienen fuerza, ¿eh? Mierda, eso dolió incluso con la armadura. Jajaja…
—Al menos aprendiste algo útil: deberías implementar un sistema de absorción de impactos.
—Es verdad… Trabajaré en eso. ¿Me ayudan? Creo que se me durmió el brazo.
Volví la mirada hacia Isolde. Ella, por toda respuesta, desvió la suya, como si la cosa no tuviera nada que ver con ella.
Una sinvergüenza con cara de niña buena.
Suspiré. Porque claro… ¿qué más podía hacer?