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Chapter 11 - Capítulo 11 – 12 de febrero de 2006

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Capítulo 11 – 12 de febrero de 2006

Quinto partido. Progreso de relación con María Laura Olitte.

El cielo estaba despejado sobre Asunción, como si el mismo destino quisiera bendecir el domingo. La ciudad parecía más tranquila de lo normal, pero para mí, Matteo Domínguez Bianchi, era un día decisivo. Mi quinto partido con el segundo equipo de Cerro Porteño estaba por comenzar y, aunque ya había metido goles en todos los anteriores, cada encuentro era una nueva prueba. El fútbol no perdonaba el relajo.

Me levanté temprano en el orfanato, antes que los demás. Algunos de mis compañeros aún roncaban entre las mantas mal dobladas. El desayuno fue rápido: pan con mermelada y un vaso de leche tibia. Me guardé el teléfono en el bolsillo del pantalón y antes de salir rumbo al club, le envié un mensaje a María Laura:

"Buen día, señorita Olitte. Espero que el sol de hoy te haga pensar en mí."

No tardó en responder.

"Qué presumido sos, Matteo. Suerte en tu partido. Si hacés gol, dedicámelo, eh."

Esas palabras me acompañaron durante todo el viaje al estadio alternativo, donde jugábamos como locales. Al llegar, el ambiente era similar al de los partidos anteriores. Jóvenes aficionados, familiares, algunos curiosos. Entre ellos, yo ya la buscaba con la mirada.

—¡Domínguez! —gritó el técnico mientras nos reunía para la charla previa—. Hoy jugamos contra Tacuary. Equipo jodido, fuerte en defensa. Quiero que aproveches los espacios por derecha, metete hacia adentro cuando puedas. Vos ya sabés qué hacer.

Asentí en silencio. Las piernas estaban listas, el corazón no tanto. Estaba emocionado, sí, pero no sólo por el fútbol.

La primera mitad fue trabada. Tacuary se plantó con una línea de cinco al fondo, y no nos dejaban armar juego fluido. Pero en el minuto 34, recuperé un pase dividido en tres cuartos, encaré en diagonal hacia el centro y le pegué con la zurda al segundo palo. Gol. Ni siquiera festejé con los brazos arriba. La miré. Ahí estaba ella, sentada con gafas de sol, en medio de la grada, como si fuera una más. Levanté los dedos, formé un corazón, y le mandé un beso desde el césped.

En la segunda parte, con el marcador a favor, aproveché los huecos en su banda izquierda. En el minuto 65, hice una diagonal hasta el fondo y metí un centro atrás perfecto para el delantero centro. Gol. Asistencia.

Al 80, otra jugada. Pase en profundidad a mí mismo tras autopase de taco, regate al lateral, enganche en el área, y otro zurdazo: ¡golazo! Segundo del partido, séptimo en el torneo. La ovación fue general, pero mis ojos sólo buscaban su sonrisa.

Ganamos 3-0. Dos goles y una asistencia para mí.

Al salir de los vestuarios, con el sudor aún pegado en la piel y el cuerpo algo adolorido, me acerqué a la zona de la tribuna donde ella siempre se sentaba. Me esperaba de pie.

—¿Y esa sonrisa? —le pregunté al llegar.

—Metiste dos goles, papá. Cómo no voy a sonreír.

—¿Entonces te gustó mi dedicatoria?

—Un poquito. Pero no te agrandés, eh.

Caminamos juntos hasta la reja de salida del estadio. Se le acercaron un par de aficionados para saludarla. Era evidente que, aunque no tan famosa como sería años después, ya tenía presencia. Ella les sonrió amablemente y después volvió a mirarme.

—¿Querés que charlemos mañana?

—Obvio. Día libre, ¿verdad?

—Sí, puedo escaparme un rato —respondí.

—Entonces mañana hablamos. Te escribo.

—Escribime cuando quieras, María.

Nos despedimos con un cruce de sonrisas y una sensación de complicidad que no existía antes del partido. En mi interior, el anclaje de amor que había traído de mi vida pasada estaba haciendo su trabajo. Pero más allá del sistema que me otorgó ese poder, lo cierto era que... también yo estaba cayendo por ella.

Esa noche, mientras me acostaba en la cama del orfanato, repasé el partido en mi mente. Había hecho todo bien. Cada pase, cada remate, cada decisión. Pero lo que más me costaba sacar de la cabeza era el momento en que nos miramos desde lejos y entendimos, sin palabras, que eso que teníamos ya no era sólo un juego.

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