EVAN.
Salí del baño arrastrando ligeramente el pie izquierdo, con la toalla enredada en la cintura y el vapor aún siguiéndome como si no quisiera soltarme. El espejo estaba empañado y el agua caliente había ayudado un poco a relajar los músculos... pero no hacía milagros.
Lucía seguía sentada en la cama, el cabello envuelto en una toalla, con ese gesto entre cansado y alerta que se le marcaba más últimamente. Me miró de reojo, bajando la vista lentamente hacia mi pierna mientras me veía cojear hacia la silla más cercana.
—¿Estás bien? —preguntó, arqueando una ceja.
—Sí.
—Mentiroso —respondió al instante, sin siquiera cambiar el tono. Se puso de pie y caminó hacia mí, con ese andar medio torpe de después de una ducha, descalza, envuelta en una camiseta suya que apenas le cubría el muslo—. Estás rígido, y haces esa mueca cuando te duele.
—No hago mueca —gruñí, bajando la vista.
—Haces mueca. Esa —dijo señalándome la cara con un dedo acusador.
Solté un bufido y me dejé caer en la silla, cansado. No había manera de mentirle a Lucía. No cuando me leía como si tuviera un maldito manual con anotaciones a lápiz.
—Ponte ropa interior, y luego te echo las pomadas. —Su tono no aceptaba discusiones.
—Las pomadas están bien —asentí.
—Y te voy a dar un masaje —agregó, dándose la vuelta para buscar el botiquín en su mochila.
—Eso es innecesario.
Se detuvo en seco, giró lentamente y me clavó la mirada como si acabara de decir la estupidez del año.
—¿Disculpa? ¿Mi hombre, herido y cojeando, se atreve a decirle a su mujer embarazada que no puede darle un masaje siquiera una vez?
Parpadeé. Varias veces.
—No fue... no lo dije así.
—Ah, claro que no —siguió ella, ya con el botiquín en la mano y esa sonrisa sarcástica que decía —vas a callarte y a obedecer—. Porque claro, yo solo cargo un parásito interno, vomito cada tres horas y me mareo al menor movimiento, pero no, no puedo cuidar a mi mercenario con el muslo agujereado y el pie jodido.
—No eres mi enfermera.
—Soy más que eso. Soy tu mujer —dijo con orgullo, bajando frente a mí con la pomada en una mano y una toalla doblada para poner bajo mi pie—. Ahora cállate y deja de hacerte el rudo.
Me quise quejar. En serio. Pero entre la ternura, su determinación y ese amor con olor a eucalipto en sus dedos... no pude.
Me recosté un poco hacia atrás mientras ella comenzaba a aplicar la pomada con manos suaves y firmes. Sus dedos eran cálidos, conocedores, cuidadosos. Me relajé sin querer. El dolor seguía ahí, pero la presión en el músculo lo calmaba, al menos un poco.
—¿Ves? —murmuró—. No dolió tanto, ¿verdad?
—No, pero sí duele un poco el ego.
—Tú no necesitas ego. Necesitas descanso, atención y algo de amor en esas piernas llenas de cicatrices —susurró, sonriendo apenas mientras seguía trabajando con cuidado.
La miré. Tan cerca. Tan mía.
—Gracias, Lucía.
—Te amo, Evan. Y eso también incluye los masajes no negociables —dijo, dándome un pequeño beso en la rodilla.
Y en ese instante, entre el aroma de la pomada, el zumbido del aire acondicionado y sus manos cálidas en mi pierna, sentí algo que pocas veces había sentido.
Paz.
Estábamos acostados. O mejor dicho, yo estaba acostado sobre su brazo, con la cabeza cómodamente encajada en la curva suave y cálida entre su hombro y su pecho. Mi mejilla rozaba el algodón de su camiseta y el sonido de su respiración pausada me arrullaba más que cualquier canción.
Lucía pasaba los dedos por mi cabello con una paciencia casi mágica. Me hacía piojitos, me rascaba suavemente el cuero cabelludo y luego jugaba con las puntas de mi pelo que se me estaban haciendo un poco largas. A veces enredaba un mechón entre sus dedos, a veces simplemente lo acariciaba con la yema, como si fuera lo más fascinante del mundo.
—Te encanta mi cabello, ¿verdad? —murmuré con una media sonrisa, con los ojos entrecerrados.
—No, para nada. Solo estoy comprobando si ya creció lo suficiente para hacerte trencitas. —Dijo eso mientras tomaba un mechón y fingía que lo dividía en tres.
—Te atreves a trenzarme el pelo mientras duermo y juro que me rapo.
—Mentira. Me amas demasiado para dejarme sin entretenimiento —respondió, y sentí su dedo recorrerme la frente hasta bajarse por mi ceja, como si me estuviera dibujando—. Además, si me dejas sin trenzas ni masajes, ¿qué me queda?
—Las náuseas y los vómitos. El mejor combo —bromeé.
—Cállate, idiota —río suavemente, dándome un pequeño golpecito con los nudillos en la cabeza—. Ya bastante tengo con cargar a tu futuro hijo como para que vengas a burlarte.
—Técnicamente, tú me rodeaste con las piernas. Varias veces. Sin soltar.
—Y tú te viniste dentro toda la noche. Varias veces. Sin parar.
—Touché.
Se hizo un silencio suave. De esos que no incomodan. Que pesan bonito.
Sus dedos seguían en mi cabello. Yo cerré los ojos, disfrutando. Su olor, su calor, sus caricias. Esto... esto era jodidamente nuevo para mí.
—Oye —dijo de pronto, con esa voz bajita que solo usa cuando no está segura de lo que va a decir—. ¿Qué vamos a hacer con tus cicatrices?
—¿Taparlas con tatuajes? ¿Nombrarlas como constelaciones?
—No seas idiota —se río—. Hablo en serio. Algunas se ven feas.
—Gracias, amor de mi vida. Tus palabras son medicina.
—Me refiero a que algunas están inflamadas. Podrías tener algún residuo de metralla, o infección leve. Tal vez...
—Lucía —interrumpí, abriendo un ojo para verla—. Estoy bien. No soy de porcelana.
—No, eres de plomo. Por eso estás todo lleno de hoyos.
—Y tú sigues queriéndome así de perforado. Qué cosas, ¿eh?
Ella sonrió, bajó la vista y me besó la frente, justo en la línea del cabello.
—No lo digo por molestar. Solo me preocupo. Eres el primer idiota que me embaraza y además me roba el brazo por completo para dormir como un gato gigante.
—Gato sexy gigante —corregí.
—Gato con problemas postraumáticos y piernas que crujen.
—Oye, mis piernas son preciosas. Solo que ahora duelen.
Ella soltó una risa sincera. De esas que empiezan bajito y luego se le escapan más fuertes, haciendo que el pecho le vibre justo donde yo estaba recostado. Me encantaba ese sonido. Me hacía querer quedarme ahí para siempre.
—¿Y si el bebé sale con tu sentido del humor? —preguntó ella de pronto.
—Entonces será el niño más encantador del mundo.
—O el más golpeado en la escuela.
—Eso es bullying —repliqué indignado.
—No, eso es lo que pasa cuando se te ocurre decirle a alguien en primaria que "si la materia gris no se te nota, es porque te la comiste en el desayuno".
—Una vez dije eso —murmuré, divertido.
—Por eso lo digo.
Ella me acarició de nuevo el cabello, esta vez de forma más lenta, como si cada mechón le contara un secreto.
—No sé si estamos haciendo esto bien —susurró.
—Yo tampoco. Pero estamos aquí. Y quiero seguir aquí.
—¿Incluso si me pongo insoportable, hormonal y empiezo a llorar porque mi pan tostado se quemó?
—Sobreviví a guerras. Puedo sobrevivir a ti llorando por pan.
—Idiota.
—Tu idiota.
Me levanté un poco y le di un beso lento justo en la parte del cuello donde sabía que se derretía. Ella suspiró y me abrazó con más fuerza, protegiéndome como si yo fuera el vulnerable.
Quizás sí lo era.
—Gracias por no salir corriendo —dijo ella bajito.
—Gracias por no mandarme a volar cuando dije que no sabía cómo amar en paz.
Se quedó callada un momento.
—¿Sabes? Ana se va a volver loca.
—Está más emocionada que nosotros.
—A mí me da miedo. Ana es capaz de organizarle un gender reveal con fuegos artificiales.
—Si le digo que vamos a hacer una fiesta, lo hace en el techo del hospital, con drones y todo.
Nos reímos. Juntos. Ahí, acostados, abrazados, con mi cabeza en su pecho y su brazo entumecido por mi culpa.
Y aun así, no se movía.
Sus dedos seguían acariciando mi cabello.
Sus labios rozaban los míos de vez en cuando.
Y su corazón, por alguna jodida y maravillosa razón, latía al mismo ritmo que el mío.
Dos días después, y todavía faltaba uno para llegar a Nueva York. El viaje se estaba haciendo eterno, y no solo por la distancia, sino por los achaques acumulados que traía encima como si fueran trofeos de guerra.
Habíamos parado hace unas horas en otro motel barato, pero al menos decente. Uno con agua caliente, cama sin muelles asesinos y una recepcionista que no nos vio raro cuando pedí una bolsa de hielo, dos almohadas extra y un ungüento para músculos. A estas alturas, el cuerpo me pedía auxilio en todos los idiomas conocidos.
Lucía había insistido en revisar mi pie de nuevo. Insistido no, exigido. Me quitó la bota con una mirada que decía —hazme pelear y te mato— y se arrodilló en el suelo, murmurando cosas como si fuera una doctora retirada de Grey's Anatomy.
—La herida está bien —murmuró, presionando con cuidado los bordes del área cicatrizada. Su tacto era suave, pero cada roce hacía que mis músculos brincaran como si los estuvieran pinchando con agujas de abuelita enojada—. No está infectada, no hay pus, ni enrojecimiento extremo. Está rosadita, que es lo que queremos.
—Me encanta cómo dices 'rosadita' como si no me doliera un demonio cada vez que la tocas.
—No exageres —me fulminó con la mirada—. Esta herida está mejor que tu espalda. Eso sí está hecho mierda.
—Gracias, amor. Tu dulzura no conoce límites.
Me di la vuelta con esfuerzo y me tumbé en la cama boca abajo, soltando un quejido entre dientes cuando mi espalda crujió como si alguien abriera una bolsa de papas.
—¿Seguro que no prefieres que conduzca yo un rato mañana? —preguntó mientras me aplicaba pomada en la espalda.
—¿Conducción segura con una mujer embarazada de antojos asesinos, náuseas nivel exorcista y cambios hormonales de final de temporada de telenovela? Hmm…
Ella me dio un manazo justo en una nalga.
—¡Idiota!
—¡Ayy! ¡Esa no es una herida, pero me dolió el orgullo!
—Conduce despacio mañana o juro que manejo yo aunque vomite en cada curva.
Suspiré, hundiendo la cara en la almohada mientras sus manos ahora masajeaban mi espalda con más delicadeza. A pesar de la molestia, se sentía... bien. Como si de verdad estuviera soltando tensión, una capa a la vez.
—Tu espalda está tiesa como tabla —murmuró—. Siento como si estuviera amasando pan.
—No te quejes. Ese pan salvó tu vida.
—Ese pan me dejó embarazada, es distinto.
—No veo cómo eso contradice lo que dije.
—Cállate y relájate.
Así que eso hice.
O al menos lo intenté.
Me dejé ir poco a poco. Mi cuerpo se hundió en el colchón. Ella se sentó a horcajadas sobre mis muslos, sin peso, claramente, mientras sus dedos trazaban líneas con la pomada y masajeaban cada músculo que parecía llevar años sin descanso.
—¿Cómo te aguantas el dolor, eh? —me preguntó de pronto, en voz baja—. No sólo el físico. Todo.
—Porque no tengo tiempo para quejarme. O no tenía. Ahora tengo a alguien que me regaña si no lo hago.
—Deberías aprender a quejarte más. Te hace más humano.
—¿Y menos sexy?
—No sé, la cara que pones cuando te pican las heridas tiene su encanto...
—No me uses como entretenimiento.
—Tarde.
Me giré un poco, lo suficiente para poder verla sentada ahí, toda dueña de la situación, con las palmas brillantes de pomada, el cabello desordenado y esa expresión de preocupación disfrazada de sarcasmo.
—¿Sabes qué me duele más que las heridas? —le dije.
—¿Tu ego?
—Que todavía no me das ese maldito masaje en el pie izquierdo. Me dijiste que lo harías y me siento traicionado.
Ella se echó a reír.
—¿Sabes qué? Tienes razón. Prometí masaje y lo voy a dar. Pero te advierto, si te quejas de que te duele, te muerdo el dedo gordo del pie.
—Eso es lo más antierótico que me has dicho en el viaje.
—Te vas a acordar de mí cuando estés chillando.
Se bajó de la cama, me alzó la pierna con autoridad, como si no pesara, y empezó a presionar con sus dedos justo en los puntos de tensión. Dolía, pero al mismo tiempo, se sentía... jodidamente bien.
—Mujer mágica —murmuré—. Esto es mejor que los calmantes.
—Cállate y disfruta. Que mañana seguimos en ruta y si no te relajas, te dejo en una gasolinera con la señora que vende empanadas.
—¿Pero tienen de carne?
—¡EVAN!
Y entonces me reí.
Porque por primera vez en días, el dolor se sentía lejano.
Porque estaba con ella.
Porque su risa, su fuerza, su sarcasmo y sus manos mágicas hacían que el infierno de los últimos meses valiera la pena.
Mañana seguiríamos conduciendo.
Pero esta noche… esta noche estábamos juntos.
Y eso lo sanaba todo, poco a poco.
Seguíamos en la cama.
Lucía, por alguna razón que aún no comprendo, parecía completamente encantada mientras sus dedos paseaban por mis cicatrices como si fueran mapas secretos que sólo ella sabía leer. Sentada sobre mis caderas, con las piernas a los lados de mi torso, me miraba como si fuera un maldito rompecabezas de guerra que estaba disfrutando armar a pedacitos.
—¿Sabías que parece que babeas cuando tocas mis cicatrices? —le dije, mirándola desde abajo.
Ella sonrió, sin negar nada, mientras pasaba su dedo por la más antigua de todas, justo al lado de mi costilla derecha.
—No babeo. Me parece fascinante. Es como tocar historias. Y todas estas me dicen que has sobrevivido un chingo de cosas. Eres como... un cómic viviente. Sexy, medio roto, con humor de quinta categoría... pero mío.
—No sé si agradecerte o preocuparme.
—Agradece, y empieza a hablar. Cuéntame de tus compañeros de V.I.D.A. Me lo debes desde hace rato. Quiero saber más del equipo que crió a este desmadre que tengo acostado entre mis piernas.
Resoplé. Sus dedos seguían paseándose por mi torso, ahora haciendo circulitos en una cicatriz en mi omóplato izquierdo. Me dejé llevar por los recuerdos, mientras mi voz se volvía un poco más suave, más nostálgica.
—Éramos nueve… diez conmigo. La pandilla más disfuncional del planeta. Selene era la líder. Ella… fue como una madre para mí. Ruda, implacable, pero si te ganabas su cariño, te protegía con todo. Fue la primera que me dijo —no te mueras sin permiso—. Todavía me lo imagino escrito en su lápida, cuando llegue el día, porque esa señora no se muere fácil.
Lucía sonrió, inclinándose un poco más hacia mí, su cabello cayendo sobre mi pecho mientras jugueteaba con otra cicatriz cerca de mi abdomen.
—¿Y los otros?
—Stitch… sí, ese era su apodo, pero su nombre real era Pleto. El médico. Si se te salía una tripa, él la acomodaba como si fuera un adorno de navidad. Tenía manos mágicas. Y cero filtro. Una vez me dijo que tenía cara de "hígado inflamado con depresión crónica".
—Jajaja, lo amé ya.
—Luego estaba Chester. Pero todos le decíamos Cherry. Ese idiota me enseñó el sarcasmo, los chistes malos, y cómo coquetear con mujeres.
—¿Ah sí?
—Ajá. Su teoría era que yo iba a morir virgen, así que me obligaba a decirle piropos a las mujeres del equipo y hasta a las operadoras por radio. Me decía: "No puedes morir sin ver un par de tetas reales, niño". Me llamaba virgen como si fuera un insulto. Lo que no sabía es que April, una de nuestras compañeras, estuvo conmigo una noche.
—¿Qué? —Lucía se detuvo de golpe, los ojos como platos—. ¿Te acostaste con una compañera de escuadrón?
—Tenía como dieciséis, creo. Fue mi primera vez. Nadie lo supo. Especialmente Cherry. Se habría infartado del coraje.
—Y ahora me entero de que andabas de galán militar precoz…
—No digas eso. Estaba aterrado. Sudé más esa noche que en mi primera misión.
—Y lo volverías a hacer si supieras que era yo —dijo, acercándose para besarme justo sobre una cicatriz fea que había en mi clavícula.
—Definitivamente.
Suspiré, cerrando los ojos un momento, y seguí.
—Iván era el loco de las armas. Dormía abrazado a una escopeta y le hablaba como si fuera su novia. Tenía un chaleco lleno de balas, parches y… creo que una estampita de la Virgen.
—¿Religioso?
—Más bien supersticioso. Pero disparaba como si Dios mismo le diera puntería.
—¿Y más chicas?
—Valeria, alias Hexa. Me enseñó a hackear sistemas. Era la que me decía "usa más tu cerebro, menos tus músculos". Se desesperaba porque le ganaba en Mario Kart, pero me respetaba.
—Suena a que te adoraba.
—Sí… aunque me insultaba cada cinco frases. Después estaba Camila, nuestra francotiradora. Nunca, nunca me dejó tocar sus rifles. Les decía "mis niñas" y si alguien las tocaba sin permiso, lo miraba como si fuera a matarlo. Yo una vez lo intenté… y desperté con la ceja afeitada.
Lucía estalló en carcajadas.
—Dios, amo a esa mujer.
—Dante era el más grande. Le decía padrino. Me enseñó a beber y me llevó a un teibol en mi cumpleaños 17. También creía que era virgen y me compró una danza privada. Fue incómodo, me reí todo el tiempo.
—No puedo creer que todos pensaran que eras tan puro.
—Porque parecía. Era el niño del grupo. El de "corazón de oro", como decían. Luego estaba Raúl, el que me cuidaba cuando me enfermaba. Aunque Stitch era el médico, Raúl era el que traía sopita, ponía la manta y se sentaba a leerme mientras deliraba de fiebre.
—Suena a que todos te querían mucho…
—Me criaron. Me formaron. Me salvaron de mí mismo muchas veces. Y luego… luego la guerra nos fue quitando partes. Unos cayeron. Otros desaparecieron. Quedamos menos.
Lucía no dijo nada por un momento. Sus dedos se quedaron quietos, su mirada en mí, profunda, conectada.
—Gracias por contármelo, Evan.
—Gracias por querer saber.
Ella se inclinó, besó una cicatriz pequeña en mi costado y dijo con una sonrisa:
—Ahora entiendo por qué tienes el sarcasmo de un loco, las heridas de un mártir y el corazón de un idiota adorable.
—¿Eso fue un cumplido?
—Sí, uno muy mío.
Nos quedamos así, en silencio, su mano en mi pecho, la mía acariciando su espalda. En la cama, en la calma. En ese breve espacio de paz que parecía tan irreal como valioso.
Faltaba un día para llegar a Nueva York.
**
Retomamos el camino después de unas horas más de descanso.
Lucía se estiró en el asiento, soltando un suspiro mientras ajustaba el cinturón. Yo apoyé el pie izquierdo con cuidado en el pedal, sintiendo cómo la maldita punzada regresaba, aguda y molesta, como si quisiera recordarme que no era invencible.
—¿Y tu pie? —preguntó ella, alzando una ceja mientras me observaba de reojo.
—Igual. Nada nuevo.
—Mentiroso —dijo enseguida—. Estás frunciendo esa ceja como si te acabaran de clavar una estaca en el trasero.
—¿Puedes dejar de verme tanto la cara?
—No, es mi derecho como tu mujer embarazada. Además, esa cara de "me estoy muriendo, pero lo disimulo con masculinidad innecesaria" ya me la sé de memoria.
Bufé una risa.
—Deberías preocuparte más por ti. Vomitaste hace como una hora por esa comida radioactiva que te tragaste.
—¡Valió la pena! Esa hamburguesa estaba hecha por ángeles con sobrepeso.
—Y tu música sigue siendo una tortura medieval. En serio, ¿quién escucha playlists enteras de gente llorando en inglés con una guitarra de fondo?
—¡Mi hijo va a tener buen gusto! No esas porquerías de reggaetón en inglés que tú pones.
—No era reggaetón, era dancehall. Rítmico, sabroso…
—Asqueroso, vulgar, con letras que hacen llorar a Shakespeare.
—¡Hey! Shakespeare también hablaba de cosas sucias, ¿eh? ¿Nunca leíste "Medida por medida"?
—¿Tú crees que porque citas a Shakespeare, tu música deja de ser una porquería?
—No, pero me hace sonar como alguien que sabe cosas mientras mueve el culo.
Ella se rió con fuerza, una risa ronca y alegre que me encantaba escuchar. Se frotó el vientre instintivamente, como si la risa también se sintiera ahí adentro.
Una hora antes de llegar a Nueva York, sentí que era momento.
—Lu.
—¿Hmm?
—Cuando lleguemos a tu casa… te vas a quedar ahí.
—¿Qué?
Me miró como si acabara de patear a su gato. Si tuviera uno, claro.
—No vas a venir conmigo a Chicago.
—¿¡Qué!? ¡¿Por qué no?! ¿Qué mierda estás diciendo?
—Es por tu embarazo. Técnicamente ya estás en la tercera semana, y no quiero que te pongas peor. Estás adolorida, no has dormido bien. Y el estrés del viaje, del movimiento… No me gusta cómo te estás forzando.
Ella se quedó en silencio por un momento. Luego, lentamente, cruzó los brazos.
—¿Y tú? ¿Me vas a decir que tú estás en mejores condiciones que yo? ¡Evan, no puedes ni apoyar bien el pie! Llevas conduciendo casi dos semanas, con descansos de mierda, con una herida que todavía se ve rosada, y sigues dándotelas de héroe sin capa. ¡¿Y yo soy la que necesita quedarse?!
—Por eso mismo. Yo voy a tomar un avión a Chicago, no pienso volver a manejar más. Me va a doler menos el culo y el alma.
—Se suponía que iba contigo. Vas a ver a tu familia, después de ocho malditos años. ¿No te acuerdas del trato?
—Sí me acuerdo, y créeme que quiero que estés ahí. Pero me preocupa que no estés bien para viajar otra vez apenas lleguemos.
—Dame dos días.
—¿Qué?
—Dos días en casa de mis padres. Dormimos bien. Comida decente. Nada de manejar. Nada de vomitar. Si después de eso me siento mal, me quedo. Pero si estoy bien… voy contigo. Y no acepto un no.
La miré de reojo. Sus ojos estaban firmes. Tenía ese brillo desafiante que me enamoraba y me sacaba canas al mismo tiempo.
—Dos días —acepté—. Pero si despiertas más enferma, si algo no va bien… te quedas en Nueva York. Que tus padres te cuiden. Yo voy solo a Chicago.
—Trato hecho —dijo, extendiéndome la mano como si selláramos un pacto de sangre—. Pero si tú te levantas más tieso que un cadáver de museo, también te quedas. Y te dejo enyesado en el sofá como Dios manda.
—Amenaza aceptada.
Nos dimos la mano, y luego, con total naturalidad, ella la llevó a mi muslo, masajeando el músculo adolorido con suavidad.
—Tu pierna está tensa —murmuró—. Te dije que ibas a terminar caminando como pingüino en huelga.
—A ti te gustan los pingüinos.
—Sí, pero no cuando tienen cara de "me voy a desmayar, pero calladito".
Suspiré… y sonreí. Porque, a pesar de todo, estar con ella hacía que el dolor bajara al menos un poco.
Y eso… ya era bastante.
***
El último tramo antes de llegar a la villa de los padres de Lucía se sentía eterno. No por la distancia, sino porque la criatura a mi lado llevaba cinco minutos golpeándome el brazo como si yo fuera una bocina rota.
—¡Apúrate, apúrate, apúrate, apúrate! —canturreaba Lucía, cruzando y descruzando las piernas como si tuviera hormigas radiactivas en los pantalones—. Te juro que si no orino en los próximos tres minutos, vamos a tener que limpiar este asiento con ácido.
—¿Quién te manda a tomarte esa bebida de limón y chile en la gasolinera?
—¡Tenía antojo! ¡Y tú me dijiste que se veía sabrosa!
—Lo decía sarcásticamente…
—¡No lo parecía! ¡Y deja de hablar que me estresas la vejiga!
Al girar la última curva, vi la familiar casa de dos pisos con la fachada color crema y ese jardín al que alguna vez le juré que no volvería, y allí estaban: Isabel y Armando, los padres de Lucía, y detrás de ellos, sus hermanas: Paula, Sofía y Ana, de pie frente a la puerta como si fueran parte del comité de bienvenida de un festival… o una emboscada familiar. Nunca estaba seguro.
Apenas detuve el auto frente al jardín, Lucía literalmente se lanzó fuera antes de que el motor se apagara.
—¡¡MUÉVANSE!! —gritó, pasando a toda velocidad junto a su familia como un proyectil humano, sin saludar ni voltear.
Pasó justo al lado de sus padres y hermanas sin siquiera saludarlos, y se perdió dentro de la casa a una velocidad que haría llorar de orgullo a cualquier velocista olímpico. Paula resopló.
—¿Sigue igual de dramática?
—¿Más? —respondí, con una sonrisa que no sabía si era de amor, resignación o ambas.
—¿Trajeron regalitos o algo? —dijo ella, acercándose con los brazos cruzados, directo al grano.
—Uno muy especial —le dije, guiñando un ojo—. Pero es sorpresa... para después.
—Ajá, si no hay chocolate, voy a reclamarte oficialmente.
Sofía se acercó justo detrás, dándome una pequeña sonrisa mientras señalaba las mochilas en la cajuela.
—¿Te ayudo con eso?
—Te lo agradecería un montón —respondí, girando con dificultad en mi asiento.
Ana, por su parte, fue más directa que un disparo mal apuntado.
—¿Ya hicieron a nuestro sobrino o qué?
Paula soltó una exhalación dramática y le jaló la oreja con fuerza.
—¡Cállate, tarada! No se pregunta eso a la gente. ¡Vamos, para adentro!
—¡Ayyy! ¡Mi orejaaa!
La escena fue tan absurda que me reí por lo bajo mientras, con cuidado, por fin bajaba del auto. El pie izquierdo me lanzó una punzada de advertencia, pero la ignoré como buen necio.
Fue entonces que vi a Isabel, mi queridísima suegra, acercarse con esa mirada que solo tienen los médicos de nacimiento: mitad ternura, mitad rayos X.
—¿Estás bien, Evan?
—Sí, sí… solo un poco de entumecimiento en el pie. Nada grave.
—¡Eso no es cierto! —gritó Lucía desde el pasillo—. ¡Lleva días quejándose! ¡Le duele la espalda, las piernas y el pie! ¡Se la pasa diciendo que camina como pingüino con artritis!
—Gracias por ese informe médico confidencial —gruñí, alzando la voz.
Armando soltó una carcajada y se acercó para ofrecerme su brazo.
—Anda, muchacho. Vamos a revisar eso. El ojo de un médico siempre será mejor que el de una enfermera —dijo, sacándole la lengua a su hija mientras me ayudaba a caminar hacia la sala.
—¡Oye! —gritó Lucía desde el baño.
Me llevó con calma al sillón, me hizo sentar con cuidado y se arrodilló frente a mí con toda la calma del mundo. En cuestión de segundos, me quitó la bota y el calcetín del pie izquierdo. El aire fresco me hizo estremecer un poco.
Armando me examinó con la precisión de alguien que ha hecho esto mil veces. Apretó ligeramente en ciertas zonas, giró el pie con suavidad y murmuró para sí mismo.
—Hmm... nada roto. Pero hay inflamación leve. Y estás pisando mal. Estás cargando más peso en este lado por alguna razón... ¿dolor en la espalda baja?
—Un poco —admití, suspirando.
—Mmm. Vamos a ponerte un vendaje y te voy a dar un par de ejercicios. Y nada de cargar mochilas hoy, ¿entendido?
—A sus órdenes, doctor suegro —le dije, medio en broma, medio en serio.
Desde el baño se escuchó un:
—¡¿Ves?! ¡Te dije que era más que "nada grave"! ¡Y tú "nah, estoy bien"! ¡Mentiroso profesional!
Armando sonrió mientras me daba una palmada en el hombro.
—Bienvenido a casa, Evan. Te vas a divertir.
Yo solo asentí, cerrando los ojos un momento, sintiendo el vendaje ajustar mi pie… y sabiendo que la verdadera guerra emocional apenas comenzaba.
Isabel regresó con una cajita metálica pequeña y un frasquito de pastillas que agitó suavemente antes de ofrecérmelo.
—Para el dolor —dijo con voz tranquila, pero firme—. No es fuerte, solo lo suficiente para que no andes cojeando como si hubieras perdido una guerra.
—Gracias... —dije, aceptando el frasco mientras Armando terminaba de ajustar la venda con precisión—. En serio.
Tomé un par de pastillas con el vaso de agua que Isabel me alcanzó, justo cuando Sofía asomó la cabeza desde el pasillo.
—Ya dejé las mochilas en la habitación de ustedes —informó con una sonrisa pequeña, aunque cansada—. Está un poco polvosa, pero nada que una sacudida no arregle.
—Gracias, Sofi. Te debo una.
—Más de una —bromeó, antes de desaparecer de nuevo.
Entonces Ana, que hasta ahora no había dicho mucho, se acercó con los brazos cruzados y el ceño apenas fruncido. Su tono fue más serio que burlón, más directo que curioso.
—¿Cómo te fue con la familia de Luis?
El silencio se hizo como una sombra repentina. Incluso Armando dejó de mover la venda. Paula se acercó un poco más, apoyándose en el respaldo del sillón con una ceja alzada. Todos esperaban una respuesta. Todos.
Tragué saliva despacio. Me tomé un segundo para pensar qué tanto decir… y decidí no guardarme nada.
—Fue un caos emocional —dije al fin, la voz más baja de lo normal—. No fue fácil llegar y decirles que su hijo de catorce años murió hace ocho años. Que antes de morir... me cuidó en cuerpo y alma. Que ahora, como recuerdo, les traigo su collar de regreso.
Los ojos de Isabel se clavaron en los míos. No había juicio, pero sí una atención absoluta.
—Había mucha gente... era Año Nuevo —continué, con las palabras saliéndome como si abrieran una herida—. Había primos, tías, hermanos... Nadie sabía nada. Su madre todavía encendía una veladora cada noche por él. Su padre... ya no hablaba del tema. Estaban envenenándose con la esperanza de que Luis volviera un día. Cuando no podía... porque ya no estaba.
—Ay, Evan... —murmuró Paula, bajando la mirada.
—Fue... duro. Pero necesario —dije, cerrando los ojos un segundo—. Ellos necesitaban despedirse. Aunque fuera tarde. Aunque doliera. Necesitaban saber la verdad para seguir viviendo… y para dejarlo ir.
Armando asintió con gravedad, y puso una mano firme en mi hombro, dándome un leve apretón.
—Hiciste lo correcto, hijo.
—Sí, bueno… no se sintió así al principio —respondí con una mueca—. Pero después, cuando la madre de Luis me abrazó y dijo "gracias por cuidarlo cuando nosotros no pudimos"… supe que tenía que estar ahí. Aunque doliera.
Isabel se acercó un poco y me tocó la mejilla con una ternura que me tomó por sorpresa.
—Y ahora estás aquí. Con nosotros. Con Lucía. Eso también importa.
Asentí, tragando la presión en mi garganta.
Por un momento, nadie dijo nada. Solo el sonido de los pájaros afuera y los pasos de Lucía bajando por la escalera, probablemente sin saber que se había perdido el momento más silencioso y sincero del día.
Lucía bajó las escaleras con pasos suaves, aún con el cabello un poco desordenado y una expresión que combinaba cansancio y alivio. Cuando llegó al sillón, se dejó caer a mi lado sin pedir permiso, como si el espacio entre nosotros le perteneciera por derecho propio.
Se acomodó con cuidado en mí, recargando su cabeza en mi hombro y deslizando su mano por mi brazo vendado con una delicadeza casi instintiva.
—¿Cómo te sientes? —murmuró, alzando el rostro para mirarme con esos ojos oscuros que, pese a todo, aún lograban apaciguarme.
—Bien… dentro de lo que cabe —dije, soltando un suspiro largo—. No me he desmayado, no he perdido ningún dedo, y me dieron pastillas… así que, supongo, voy ganando.
Ella sonrió, pero no dijo nada. Solo se acurrucó un poco más, como si el simple contacto fuera suficiente por ahora.
Entonces, Isabel —que seguía con su expresión mezcla entre médica y madre preocupada— se cruzó de brazos y me clavó la mirada.
—¿Y cuándo piensas ir a Chicago? —preguntó con ese tono que parece amable, pero va directo al hueso—. Digo, para decirle a tu familia que sigues vivo y eso...
Tragué saliva. Lo había estado aplazando en mi cabeza desde que salimos de Nueva York. Pero tenía que hacerlo. No podía esconderme para siempre.
—En dos días —dije con voz firme, más de lo que esperaba—. Solo quiero… descansar un poco primero.
Armando rió por lo bajo desde la mesa, donde ya revisaba el contenido de su maletín médico, por costumbre más que por necesidad.
—Con ese pie no vas a llegar muy lejos si piensas manejar de Nueva York a Chicago. Vas a necesitar más que dos días.
—Voy a tomar un avión —respondí con una ceja alzada—. No soy tonto.
—Un poco sí —dijo Lucía de inmediato, con una sonrisita que no pude evitar devolverle.
—Hey.
—Lo digo con amor —añadió, dándome un beso corto en la mejilla, como si eso justificara todo.
—Y bueno... —continuó ella, ya con tono más ligero— vamos a aprovechar estos dos días para dormir bien, comer mejor... y, ya sabes, movernos un poco. Porque estar sentado por casi dos semanas te dejó medio tieso.
Sofía soltó una pequeña risa desde la cocina, aunque no dijo nada. Paula solo levantó las cejas con disimulo, y Ana rodó los ojos con fuerza. Pero nadie preguntó nada más.
Lucía se estiró despacio, como gato satisfecho, aún pegada a mí, y no pude evitar pensar que sí... que necesitábamos ese respiro antes de enfrentar lo siguiente.
Dos días. Solo eso.
Dos días para sentirnos normales antes de que la siguiente tormenta nos alcanzara.