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Chapter 12 - Capítulo 12

La bruma de Braavos todavía se aferraba a mi capa cuando dejé atrás el último canal y puse rumbo al este. El olor salino del mar fue cediendo poco a poco a un aire más seco, impregnado de resina y tierra húmeda.

Frente a mí, la costa plana se ondulaba en colinas cada vez más marcadas, hasta que, con el amanecer, lo vi: las montañas que guardaban el paso hacia Norvos. Bajo el cielo teñido de naranja, comenzó nuestro verdadero viaje.

La humedad y la neblina de los canales ya eran un recuerdo que se desvanecía con cada paso. En menos de lo que me di cuenta, habían pasado semanas desde que dejamos Braavos.

El olor a sal y madera mojada quedó atrás; ahora el aire tenía otro peso: más seco, más puro, cargado con el aroma de los pinos que empezaban a asomar entre las colinas.

La primera noche que acampamos aproveché para coser mi herida, mientras todos dormían. No podía usar hechizos de curación sin una varita, así que tuve que calentar una aguja al fuego, la pasé por la piel y vendé la zona con tela limpia. No quería que mi estado retrasara el viaje.

Las montañas, mezcladas con colinas irregulares, se levantaban como una muralla. Desde lejos parecían tranquilas, pero al acercarnos se volvían más imponentes, cubiertas por bosques tan densos que apenas dejaban pasar la luz. Entre las copas, el sol apenas lograba filtrarse en haces pálidos, dibujando manchas doradas sobre la hojarasca.

Los pinos se erguían como lanzas, y entre ellos, robles y hayas extendían sus ramas nudosas. Yo aprovechaba para recoger madera, brotes y cualquier recurso útil.

Pero, por hermosas que fueran las vistas, el camino no era amable.

A veces debíamos bordear paredes de roca cubiertas de musgo; otras, cruzar riachuelos fríos que descendían desde lo alto, rompiendo el silencio con su murmullo constante. El clima cambiaba sin aviso: mañanas frías y brumosas, tardes de calor sofocante y noches donde el frío se colaba hasta los huesos si no te abrigabas bien.

En el grupo casi no hablábamos mientras caminábamos. No por desconfianza, sino para ahorrar fuerzas. A veces escuchaba el canto de pájaros; otras, un viento fuerte que traía el olor de flores silvestres. Cuando llovía, el agua caía en hilos finos, como si el cielo se filtrara gota a gota, recordándome lo cerrado y espeso que era ese bosque.

En los campamentos, el fuego iluminaba apenas un círculo reducido; más allá, solo había un mar de sombras. Una de esas noches descubrí que Neria aparte de hablar la lengua común y el Braavoshi también hablaba el alto Valyrio, me sorprendió un poco, ya que ella aparentaba ser una campesina, pero aún así, viendo que mi Oclumancia ya estaba perfecta, aproveché la oportunidad de aprender, esos idiomas era una pena que ella no supiera escribir.

En esas noches, mientras el resto dormía, yo miraba hacia lo alto de las colinas. El cielo, salpicado de estrellas y con la luna derramando un brillo suave, le daba al lugar un aire mágico. Era entonces cuando más extrañaba mi celular. Me habría gustado tomar una foto para guardarla como recuerdo.

Otras veces dormíamos en cuevas. Algunas eran poco más que grietas; ahí usaba mi magia y el pico para mejorar el espacio. Otras eran cavernas profundas donde cada ruido se multiplicaba en ecos interminables. Me recordaban a lugares de mi mundo anterior: cuevas de montaña en los Pirineos, o a las que había visto en documentales sobre Vietnam. A veces me preguntaba si alguien más, en este mundo, apreciaría tanto el paisaje como yo.

A pesar del frío, de los aullidos lejanos o de la sensación de que el bosque nos observaba, no podía evitar admirarlo. La forma en que la niebla se enroscaba en las copas, cómo el musgo cubría las piedras como una alfombra verde, o cómo un arroyo serpenteaba entre raíces, murmurando en su idioma secreto. Sí, era peligroso… pero también hermoso. Tan hermoso que, por momentos, olvidabas que aquí la naturaleza no solo te observa: también te pone a prueba.

Fue en una de esas noches, casi al cumplirse un mes de viaje, cuando nos refugiamos en una cueva. Casi todos dormían. Yo, sin poder aguantar más, le hice a Neria la pregunta que llevaba días en mi cabeza.

—¿Por qué decidiste irte de Braavos con nosotros? ¿Por qué arriesgarte tanto con tus hijos? —le pregunté, mientras ella amamantaba a Dany.

Soltó una risa breve.

—Es una larga historia… y no siempre quiero recordarla. Cuando era niña y recién tuve mi primera luna de sangre, mi tía me casó con uno de sus amigos. Nos casamos en el Puerto del Trapero, frente a un Burdel. Poco sabía yo que, después de perder a mi primer esposo… terminaría trabajando en ese mismo Burdel por necesidad —dijo, guardando su pecho y entregándome a Dany, que se acurrucó en mis brazos.

—¿Qué edad tenías? —pregunté, más por curiosidad que otra cosa, mientras escuchaba el crepitar del fuego.

Tenía trece días del nombre cuando me casé… quince cuando mi esposo murió y mi primer hijo nació —dijo, señalando con la barbilla a su hijo mayor, que dormía junto a Addam—. Después trabajé en una casa de placer… no duré mucho. Mi segundo esposo me sacó de ahí, y con él tuve a mis otros dos hijos.

Hizo una pausa —Pero… —sus labios temblaron apenas perceptiblemente— después de su muerte… y de lo que le pasó a mi segundo hijo… —tragó saliva y apartó la mirada hacia la oscuridad de la cueva— hay cosas que no puedo olvidar… ni perdonar.

Se quedó en silencio unos segundos, respirando hondo.

—El dueño del burdel empezó a insistirme para que volviera a trabajar allí. Incluso esparció rumores sobre mí. Cuando William me ofreció trabajo, no lo dudé en irme…— dijo finalmente, mientras ella se acostaba, acomodando a su bebé contra su pecho, como si quisiera protegerla del mundo entero. yo me quedé pensando.

Su historia sólo me dio un recordatorio del choque brutal entre este mundo medieval y el moderno. Agradecí en silencio, haber nacido hombre aquí. No quería ni imaginar lo que sería para una mujer reencarnar en este lugar. Pensaba mientras acaricié la pequeña pelusa blanca en la cabeza de Dany, en silencio.

No fue hasta la madrugada cuando el sueño me venció y decidí acomodarme al lado de Addam.

Pero justo cuando empezaba a deslizarme hacia el descanso, los ladridos del perro del hijo de Neria me sacudieron. Seguían resonando incluso después de varios minutos.

—Deme una orden, mi señor, y me encargo de ese animal —gruñó Addam, buscando con los ojos cerrados el pomo de su espada.

—No me tientes… porque lo estoy considerando seriamente —respondí, medio dormido, medio fastidiado.

Me senté de golpe. No, espera… ¿por qué está ladrando?, pensé mientras giraba la cabeza hacia los arbustos, donde el perro había desaparecido entre la densidad de ramas y hojas.

Entrecerré los ojos y, por el rabillo, vi que William también se incorporaba, frotándose el puente de la nariz y siguiendo la misma dirección del ruido. Los ladridos se alejaban entre los arbustos, estirándose y retorciéndose como un hilo de sonido.

Luego vino un quiebre: un aullido cargado de dolor, y después… un silencio absoluto.

Me levanté de un salto, pateando tierra hacia la pequeña fogata, y tomando a Dani en mis brazos.

William, al mismo tiempo, levantó a Neria de un tirón del brazo tan brusco que casi se le cae su bebé.

A esta altura, todos estábamos despiertos. Corrimos hacia la dirección que William señalaba; al llegar al sitio, le pasé a Dany y usé mi pico para abrir camino hacia abajo.

En menos de un minuto, todos nos deslizamos hacia la guarida subterránea que había improvisado, tapando la entrada con un arbusto cercano.

William se quedó en la entrada, escuchando lo que podía. Yo estaba a su lado, siguiendo sus pasos y calculando: eran alrededor de una docena a una veintena. Escuché cómo comenzaron a hablar, responsabilizando a uno de ellos de habernos visto y de que no estábamos donde habían esperado. Era más que claro que venían por nosotros.

William me susurró que probablemente eran bandidos: si nos encontraban, no solo nos robarían, sino que podrían vendernos como esclavos.

Puse los ojos en blanco mientras escuchaba al que creo era el supuesto líder. Alejé a William y aseguré la entrada con un bloque. Tendríamos que pasar la noche aquí, y quizás algunos días, hasta que ellos se fueran y pudiéramos continuar nuestro viaje.

Dejé a Dany en mi cama provisional ya que a estas alturas no podía dormir y, acercándome a la mesa de trabajo que había colocado en una esquina de la cueva, saqué el mapa que llevaba enrollado dentro de mi capa y lo extendí sobre la madera. Las marcas de tinta que había trazado semanas atrás se veían un poco difusas por el uso, pero el punto que me interesaba seguía bien claro: un valle estrecho, protegido al norte por una cadena montañosa y recorrido por un río caudaloso que, al girar hacia el este y cruzar las montañas, desembocaba en la Bahía de Lorath, uniéndose con el mar.

No era un simple capricho. Ese lugar estaba a medio camino entre cuatro ciudades clave, convirtiéndolo en un punto de paso natural para caravanas y comerciantes. Del otro lado de la montaña, el puerto natural que se formaba en la desembocadura del río podía servir para recibir mercancías por mar, mientras que la corriente rápida permitiría transportarlas tierra adentro con facilidad. En un mundo donde el transporte dependía más de piernas, caballos, carretas y barcos, aquella ventaja valía oro.

Ya tenía en mente varias formas de explotar el sitio: me volvería comerciante, al menos por un tiempo. Conocía productos que harían la vida mucho más cómoda y llevadera, y no lo hacía sólo por obtener grandes beneficios económicos; en realidad, era más para no volverme loco con el estilo de vida medieval. Si jugaba bien mis cartas, aquello no sólo me daría ganancias, sino también ventajas políticas.

Claro… nada demasiado ostentoso que atrajera la codicia de los grandes señores, pero sí lo bastante lucrativo como para llenar mis arcas y asegurar mi independencia. Sin embargo, primero debía llegar y explorar el lugar.

Tras verificar la ruta y calcular hasta dónde quería llegar, concluí que nos tomaría cerca de un mes siempre y cuando no nos encontráramos con otros problemas. Doblé el mapa con cuidado y solté un suspiro cansado. La travesía sería larga, pero si el terreno era tan prometedor como imaginaba, valdría cada día de viaje.

La travesía no terminó siendo tan larga como había calculado. A la semana de salir, nos detuvimos en un pueblo olvidado entre colinas suaves y pequeños campos de trigo. Allí, tras unas cuantas negociaciones y unas monedas de oro menos, conseguimos caballos robustos y acostumbrados a terrenos difíciles. Montados, el viaje se volvió más ágil, y en menos de tres semanas ya nos encontrábamos siguiendo un sendero que descendía hacia el valle que había marcado en azul en mi mapa.

Imagen aquí

Cuando llegamos, los demás se ocuparon de descargar provisiones y levantar el campamento junto al río. Yo, en cambio no podía quedarme quieto. Espoleando a mi caballo subí por una loma cercana, guiado por una curiosidad insaciable y un cosquilleo de anticipación, no me percaté que William estaba detrás de mí, siguiéndome. El aire fresco olía a pino y tierra húmeda, y a cada paso el paisaje se iba desplegando frente a mí: un valle amplio, fértil, abrazado por montañas que se erguían como guardianes de piedra.

Y entonces la vi.

Las montañas distinta a las demás que había visto hasta ahora, maciza y coronada por riscos afilados, tan majestuosa que parecía surgir de un cuento. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda y cómo el corazón me golpeaba en el pecho con fuerza, como si quisiera escapar. Era imposible para mí, apartar la vista y de repente, un recuerdo vívido me invadió: la Montaña Solitaria… del Hobbit.

Sentí cómo se me encendían los ojos y el corazón me latía como si acabara de encontrar un tesoro.

—Por todos los Valar… —susurré como todo verdadero fanático—. Si construyo aquí algo como Erebor, me muero feliz.

Era pura audacia de mi parte claro…

Pero aun así, mi mente ya tramaba planes e ideas que, curiosamente, encajaban, hasta cierto punto, con lo que estaba a punto de hacer. Una locura, sí, pero en ese mismo instante decidí que sería mía.

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