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Chapter 11 - Capitulo 11

Las calles de Braavos hervían de música y risas bajo el manto de la noche. Antorchas y faroles colgaban de los puentes, reflejando su luz danzante en el agua. El aroma de especias, vino dulce y pescado asado se mezclaba con el bullicio de las festividades. Entre mascaradas, cantos y borrachos felices, nos movíamos como sombras, integrándonos al caos.

A sugerencia de William, nos dividimos en grupos pequeños, "pero sin alejarnos", aclaró con ese tono de niñera preocupada. Yo iba con Addam, el hijo mayor de Neria y Dany. Ellos charlaban sobre la fiesta a mis espaldas; yo, en cambio, iba al frente, fingiendo escuchar mientras mis ojos rastreaban el entorno.

La góndola nos llevó a la parte sur de la ciudad, donde el acueducto toca por última vez a Braavos y las celebraciones parecían apagarse. El contraste fue un golpe: ruinas de casas medio sumergidas, niños flacos envueltos en trapos, y mujeres ofreciendo sus servicios con el pecho descubierto, mostrándose sin pudor. Los demás pasaron de largo… o al menos los demás lo hicieron. Yo en cambio sí le dediqué una segunda mirada a una prostituta en un balcón: tenía unos pechos hermosos, de pezones rosados, y un lunar exótico justo debajo del seno derecho.

La mujer notó mi mirada y me sonrió. Yo le devolví la sonrisa… hasta que sentí otra mirada, más intensa y menos amistosa. Al girarme, encontré a William, fulminándome con los ojos. Puse mi mejor cara de inocente y, moviendo los labios sin voz, le dije:

—Mirar un producto no significa que lo vaya a comprar.

Y vaya que William podía mirar con más intensidad. Su expresión me recordó a un gato enfurecido, siseando y listo para saltar. Antes de que se acercara con el posible regaño, me hice a un lado para mostrarle a Addam y al hijo de Neria, ambos embobados mirando a las prostitutas.

La reprimenda que iba para mí cambió de objetivo en un instante, y los dos tontos no reaccionaron a tiempo. Yo me adelanté, dejándolos atrás a los tres, aunque no pude resistirme a dedicarles un guiño burlón a los pobres desgraciados que estaban recibiendo el sermón.

Acercándome a una esquina, me detuve justo debajo del acueducto. El sonido constante del agua desde lo alto se mezclaba con el golpeteo del agua de los canales al chocar contra la piedra húmeda. La luz de una antorcha lejana proyectaba sombras alargadas que se movían. Tras asegurarme de que no había nadie cerca, comencé a colocar los bloques junto con la escalera, hasta alcanzar la altura del acueducto.

Cuando los demás llegaron, incluso desde ahí arriba pude notar las miradas desconcertadas. Seguramente se preguntaban en qué momento había aparecido una escalera así. Les hice una seña para que subieran. William, sin perder tiempo, dio las órdenes: primero Addam, seguido de Neria.

Addam ya estaba a mi lado y Neria a medio camino cuando, a lo lejos, vi a tres guardias escoltando a un hombre flacucho. Este se detuvo justo bajo una antorcha y señaló en nuestra dirección. Solo cuando la luz le dio de lleno pude reconocerlo: era el maldito sirviente que había sido despedido por William hace unos días por intentar robar.

En cuanto los guardias vieron lo que estábamos haciendo, dos de ellos se precipitaron hacia el grupo de abajo, mientras el tercero llevó un cuerno a sus labios. El bramido metálico retumbó contra las paredes y se extendió en un eco largo que me hizo apretar la mandíbula.

—Cuídala —dije, entregándole a Dany a Addam sin apartar la vista de los guardias.

Mientras mi cuerpo se movía por instinto, revisé mi inventario buscando algo que pudiera servirme. Nada parecía lo bastante útil… hasta que revisando mis bolsillos y cinturón, note de reojo, como colgando de la cintura de Addam había un pequeño odre. Se lo quité sin previo aviso y lo destapé en un solo movimiento. Un aroma fuerte y punzante me golpeó de inmediato: aguardiente.

Perfecto.

El eco de pasos y armaduras acercándose me empujó a moverme más rápido. Guardé el odre bajo el brazo y, con la otra mano, encajé una piedra encantada contra el suelo del acueducto. El primer bloque quedó fijo, y comencé a encadenar otros a una velocidad frenética, formando un estrecho puente hacia las calles. El cuerno sonó por segunda vez, más cercano, y las voces de los guardias resonaron desde el callejón, gritando órdenes.

Cuando alcancé el borde del puente, arranqué un trozo de mi capa con un tirón seco y lo introduje en la boquilla del odre.

—Incendio —murmuré, y con un chasquido de mis dedos encendió el paño al instante. Sin detenerme, lancé el odre hacia la calle. El cuero se reventó contra el adoquinado y el aguardiente estalló en una llamarada que lamió el aire y obligó a los guardias a frenar.

—¡No se queden ahí corran! —grité, mi voz cubierta por el rugido del fuego y los gritos del enemigo. Al grupo de tontos que se me habían quedado mirando como si fuera un espectáculo

El grupo comenzó a trepar la escalera mientras yo cruzaba el último tramo del puente. Desde esa altura podía ver un segundo grupo de soldados doblando la esquina, el reflejo metálico de sus lanzas iluminado por las llamas. El cuerno volvió a sonar, más alto y urgente, haciendo vibrar el aire. Mis botas tocaron por fin la piedra fría del acueducto; el resto ya se había adelantado, dejándome como el último rezagado,

Vi como cada segundo el grupo se alejaba más ocultando sus cuerpos poco a poco, como si la propia noche intentara tragárselos. Me eché a correr detrás de ellos, me giré sólo para ver como los guardias ya trepaban por la misma escalera que les había dejado atrás, sus rostros deformados por la luz del fuego.

Me detuve en seco, las botas derrapando sobre la piedra. En un solo movimiento, saqué el arco de mi inventario, tensé la cuerda y apunté.

La primera flecha silbó en el aire y atravesó el cuello de uno, dejando tras de sí un trazo carmesí que salpicó el suelo. la segunda se clavó en el hombro de otro guardia, que soltó un gruñido ahogado y se tambaleó. La tercera, sin embargo… falló.

El último soldado me alcanzó tan rápido que apenas tuve tiempo de retroceder. No fui lo bastante rápido para esquivar el tajo de su espada corta. Alcé el arco como escudo; el acero chocó con un estruendo metálico que me estremeció los brazos, partiendo la madera en dos.

En ese instante, el sonido del impacto se mezcló con una explosión de luz: miles de partículas azules surgieron de la fractura, girando en espirales como brasas frías. Flotaron apenas un segundo antes de desvanecerse en la noche… y, con ellas, el arco desapareció, como si nunca hubiera existido.

El soldado quedó paralizado por un instante, aturdido por la exposición de magia. Fastidiado por mi arco perdido, aproveché la apertura: coloqué bloques bajo mis pies y me elevé a su altura.

Con un rápido movimiento, deslicé una daga desde mi manga y le rebané el cuello en menos de un segundo. La hoja atravesó piel, carne y arterias con un chasquido húmedo, y un chorro de sangre caliente me salpicó la cara y las manos. El olor metálico me golpeó de inmediato, mientras su garganta emitía un gorgoteo desesperado.

Cayó de rodillas, inútilmente intentando contener con las manos la herida abierta, hasta desplomarse sin vida.

Seguí colocando bloques, subiendo y corriendo sobre ellos. Saqué mi segunda daga, con un lazo atado a la empuñadura, y la incrusté en una de las piedras. Me lancé en picada hacia el último soldado de la fila, este estaba en el borde del acueducto. Mi bota se estampó contra su rostro con un crujido que me retumbó en mi pie; le destrocé la nariz en un solo impacto, doblándola hacia un lado mientras la sangre le brotaba a borbotones.

Apenas tuvo tiempo de soltar un grito ahogado antes de salir despedido hacia el vacío. El golpe contra el suelo retumbó a lo lejos, seguido de un estallido sordo con el crujir de huesos y el jadeo de sorpresa de los otros guardias, me hicieron sonreír por un instante.

Yo mismo estuve a punto de seguirlo, de no ser por el lazo que mantenía firmemente atado a mi mano.

Me agaché y rodé hacia un lado, esquivando por centímetros la lanza que me lanzaron. El sonido de la punta chocando contra la piedra me recorrió la espalda con un escalofrío. Con el sudor perlándome la frente, lo busqué con la mirada.

Solo quedaban dos.

El cuerno sonó por cuarta vez, fuerte e insistente, retumbando en mis oídos y clavándose como un puñal.

El guardia más cercano a mí, avanzó con rapidez, levantando su espada en alto, yo, en cambio, tomé la lanza que estaba incrustada a mi lado. Pero antes de que cualquiera de nosotros pudiera reaccionar, una hoja cayó como un rayo.

La cabeza del guardia más alejado de nosotros, rodó por el suelo tras el corte limpio, golpeando la piedra con un sonido sordo. Un chorro de sangre brotó con violencia, salpicando la capa y el suelo cercano. El cuerpo tembló, como si se resistiera a dejar la vida, hasta que se desplomó y rodó hacia un lado, cayendo al agua con un chapoteo sin alma.

William había regresado, con la espada aún goteando y la mirada fija y fría como el acero hacia el guardia, que me iba a enfrentar.

El último guardia cambió de objetivo y se lanzó contra William, cruzando acero en un choque violento. Yo, en cambio, lancé una de mis dagas con precisión letal hacia el soldado que aún estaba abajo. Justo cuando el cuerno amenazaba con sonar por quinta vez, mi daga atravesó su ojo, destrozando el globo ocular con un chasquido espantoso y matándolo al instante.

Volví la vista hacia la pelea: William había hundido su espada en el pecho del guardia, empujándolo con fuerza fuera del acueducto, dejando que el cuerpo sin vida desapareciera en la oscuridad. Estuve a su lado en un instante.

—Vámonos —dijo, al mismo tiempo una sonrisa cómplice se formó en mi rostro.

Corrimos unos metros, alejándonos del lugar. Fue entonces, mientras seguíamos avanzando, que sentí la fatiga en mis músculos. Hice una mueca al notar un dolor punzante y llevé la mano a la parte baja del vientre. El dolor se encendió en cuanto mis dedos rozaron la piel; sentí el borde abierto, como una línea ardiente, que me obligó a apartar la mano de inmediato del corte.

Tardé unos segundos en recordar en qué momento pude haber sido herido. Y posiblemente fue cuando el guardia rompió el arco, seguro. La punta de su espada debió de ser la causante… y no me había dado cuenta hasta ahora, por la adrenalina de la batalla.

Antes de perder las luces de la ciudad y adentrándonos en la oscuridad, me detuve por un momento, saqué mi pico del inventario, con un movimiento firme, comencé a golpear con fuerza el suelo del acueducto. Mientras destruía un buen tramo, impedía cualquier posterior persecución.

Guardé el pico con movimientos rápidos y secos, y con el dorso de la manga me limpié el sudor mezclado con sangre que manchaba mi rostro. Sin permitirme un respiro, me lancé a correr, sintiendo cómo el frío de la madrugada mordiéndome la piel

—Ojalá ese sirviente tenga un dios al que rezar… porque, si vuelvo a cruzármelo, dudo que ese dios se moleste en escuchar sus súplicas —musité, lanzando mis palabras a la nada, mientras mis pasos se diluían en la noche desvaneciéndome en las sombras que me absorbían.

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🖋️ Mensaje del autor

Primero que nada, un agradecimiento gigante a tres personas que han puesto la Piedra del Poder. ¡De verdad, gracias por ayudar a que esta historia siga creciendo y que yo pueda seguir escribiendo entre trabajo, estudio y un poquito de magia!

¡Gracias por acompañarme en esta aventura! Sin ustedes, esto sería solo yo hablando con mi teclado.

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