Los Guardianes Etéreos intensificaron su ataque, sus formas titilando como brasas moribundas en la penumbra que se cernía sobre ellos. Lior, con la respiración entrecortada, se movía con una gracia desesperada, casi instintiva. Cada trazo preciso de la Pluma de la Memoria creaba una distorsión momentánea en el tejido de la realidad, haciendo que un Guardián brillara y se disipara, para luego recomponerse instantes después, en un número aparentemente infinito. El precio fue inmediato y devastador: otro fragmento de recuerdo, una imagen fugaz de su hogar de la infancia, se desdibujó y luego se desvaneció. La Canción del Vacío se intensificó, un zumbido bajo e insidioso que amenazaba con desestabilizar su cordura.
«Encuentra la Torre», murmuró para sí mismo con voz ronca. «Antes de que sea demasiado tarde».
No podía vencerlos. Tenía que superarlos en maniobras. Como el Ojo de lo Real , percibía las sutiles corrientes del Vacío, los caminos de menor resistencia. Trazó una compleja serie de arcos y curvas, no para crear un puente, sino un Velo de la Nada temporal : un espacio localizado donde la realidad se reducía a un susurro, permitiéndole pasar desapercibido.
Se sumergió en la distorsión reluciente, y el mundo a su alrededor se disolvió en un caleidoscopio de colores cambiantes y un silencio resonante. Cuando reapareció, estaba a varios cientos de metros de distancia, oculto tras una espiral dentada de obsidiana. Los Guardianes Etéreos, confundidos, se arremolinaban en el espacio que acababa de abandonar, con la mirada vacía, buscando.
Se encontraba en el corazón de las Tierras Susurrantes , la desolada extensión donde había sido abandonado. El aire estaba impregnado de un aroma a azufre y magia, un recordatorio constante del experimento prohibido que había marcado tanto la tierra como su vida. Formaciones rocosas dentadas, retorcidas por una energía arcana pura, perforaban el cielo magullado. El vapor silbaba desde las fisuras del suelo, y extrañas formaciones cristalinas latían con una luz enfermiza y etérea.
Su nombre de nacimiento, Mael , resonaba débilmente en su mente, como un fantasma. Lo había desechado, junto con tantas otras cosas, en su década de supervivencia. Lior era el nombre que había elegido, un término cartográfico para un punto de origen, un comienzo. Pero la cicatriz en espiral en su palma, la marca de su conexión con el Vacío, era un recordatorio constante de sus verdaderos orígenes, del sacrificio hecho por su familia, los "Protectores de la Luz", para evitar una supuesta corrupción.
Sacó un mapa desgastado, encuadernado en cuero, cuyo pergamino estaba quebradizo por el tiempo. No era un mapa de la tierra física, sino de los reinos fracturados, de las líneas ley cambiantes y las fisuras crecientes. Había pasado años cartografiando estos límites desmoronados de la existencia, buscando patrones, pistas sobre el escurridizo camino de la Torre Errante . La Torre nunca permanecía en un mismo lugar mucho tiempo, moviéndose constantemente para anclar los fragmentos más amenazados de la realidad.
Encontró el tenue, casi imperceptible brillo en el mapa: una fisura recién formada, más grande que cualquier otra que hubiera visto antes. Se extendía por lo que antes eran las Llanuras Verdes de Eldoria, ahora un mosaico de masas de tierra disueltas. Esta fisura tiraba de la esencia misma de Aethel, amenazando con destrozarla. La Torre Errante se sentiría atraída por ella, como una polilla ante una llama moribunda.
Su objetivo era claro: seguir la fisura más grande. Lo llevaría a la Torre. Pero el viaje a través de las Tierras Susurrantes era peligroso. Criaturas extrañas y fragmentadas, nacidas de la magia inestable, acechaban en las sombras. Y la Canción del Vacío , omnipresente, amenazaba con convertir cada susurro del viento en un Guardián perseguidor, cada destello lejano en una nueva y aterradora grieta en la realidad.
Emprendió su viaje, con los sentidos agudizados y la Pluma de la Memoria lista. El zumbido del Vacío era su compañero constante, una canción de cuna escalofriante. Tenía que moverse rápido. La fractura se agrandaba. Y con cada paso, se arriesgaba a perder otra parte de sí mismo. El precio de ser el Último Guardián de lo Real era muy alto.
Chapter 3: The Echoing City
Days blurred into a monotonous cycle of movement and vigilance across the Whispering Wastelands. Lior, fueled by meager rations and grim determination, navigated the treacherous terrain. The Song of the Void was a constant, insidious hum, its whispers weaving fragmented images of forgotten faces, lost laughter, and the chilling emptiness of oblivion. Each time he used the Memory Quill to bypass a chasm or deflect a stray energy bolt, another piece of his past dissolved, leaving a hollow ache in his chest. A faint memory of a shared meal with his parents, warm and comforting, shimmered, then vanished, replaced by the cold, hard reality of his solitary existence.
He encountered creatures born of the unstable magic – Ash Wraiths, ethereal beings of smoke and despair that drifted through the fissures, drawn to lingering emotions. He used his Veil of Nothingness to slip past them, becoming an absence in their perception. He learned to read the subtle shifts in the crystalline growths, discerning safe paths from unstable ground that threatened to collapse into the Void.
His worn map, charting the fractured realms, became his lifeline. He followed the largest fissure, a gaping wound in reality that pulsed with raw, malevolent energy. It stretched across what used to be the Verdant Plains of Eldoria, now a patchwork of dissolving landmasses, their edges shimmering as they slowly disintegrated. The Wandering Tower, he knew, would be drawn to this epicenter of instability.
Finally, after what felt like an eternity, he saw it. Not the Tower itself, but the remnants of a city. It was perched precariously on a floating island, a fragment of what was once a grand metropolis, now adrift in the swirling chaos of the Void. Buildings, half-dissolved, clung to the edges, their windows like empty eyes staring into oblivion. This was Veridia, once a jewel of Eldoria, now the Echoing City.
The air here was thick with the scent of dust and decay, but also a faint, lingering aroma of human life, a ghost of what once was. The Song of the Void intensified, its whispers no longer just about oblivion, but about loss, about the desperate clinging to what was gone.
Lior used his Eye of the Real to scan the city. It was a dangerous place. Ethereal Guardians swarmed the dissolving streets, drawn to the lingering echoes of life. But he also sensed something else: a faint, rhythmic pulse, a distortion in the Void's hum. It was a Reality Anchor, a smaller, temporary device deployed by the Arcons to stabilize a collapsing fragment, a sign that the Wandering Tower had been here recently, or was nearby.
He needed to get to that anchor. It might provide a clue to the Tower's current trajectory, or even a temporary reprieve from the relentless drain on his memories.
He traced a path through the crumbling city, using the shadows cast by the half-dissolved buildings for cover. He moved with practiced stealth, a phantom in the ruins. He encountered Lost Echoes, not malicious like the Guardians, but sorrowful, translucent figures of former inhabitants, trapped in a perpetual loop of their last moments. He slipped past them, their mournful whispers adding to the cacophony of the Void.
He reached the center of the city, a grand plaza where a colossal statue, half-dissolved, stood as a testament to a forgotten hero. In the middle of the plaza, pulsating with a faint, steady light, was the Reality Anchor. It was a complex device, humming with arcane energy, its tendrils burrowing into the very fabric of the crumbling landmass.
As Lior approached, a sudden tremor ran through the ground. The fragment of Veridia shuddered, and a new fissure, wider and more menacing, ripped through the plaza, narrowly missing the Reality Anchor. The Song of the Void roared, its whispers screaming, Collapse! Lost!
Lior knew he had to act fast. He pressed his hand against the Reality Anchor, channeling his own power, his connection to the Void, not to destroy, but to stabilize. He traced intricate patterns on its surface with his Memory Quill, feeding it ether, reinforcing its failing wards. The Anchor pulsed brighter, its light pushing back against the encroaching nothingness.
But the effort came at a cost. A searing pain lanced through his mind, and a vivid image flashed before his eyes: his mother's face, clear and loving, calling his birth name, Mael. Then, it blurred, distorted, and vanished, replaced by the cold, hard reality of his solitary existence. The most cherished memory, gone.
He stumbled back, gasping, clutching his head. The Anchor was stable, for now. But the price… the price was unbearable. He had saved a fragment of a city, but lost a fragment of himself. The Wandering Tower was close. He had to find it. Before he lost everything.