París, 1978.
La ciudad dormía bajo un cielo gris. Las luces amarillas de las farolas iluminaban las calles empedradas mientras la lluvia ligera golpeaba los adoquines con suavidad. Richard Kane, el espía estadounidense, caminaba despacio por el Boulevard Saint-Germain, su traje oscuro perfectamente ajustado, un cigarro encendido colgando de sus labios. Mientras avanzaba, sus ojos observaban con cuidado los rostros de los transeúntes, ocultando cualquier emoción bajo una máscara de frialdad. La elegancia de París no lograba tocarlo. Él estaba aquí por una razón mucho más sombría.
Se acercó a un pequeño quiosco de periódicos, donde un anciano de barba grisácea miraba distraído a las calles vacías. Richard soltó el cigarro y lo aplastó bajo su zapato sin prisa. Al llegar al puesto, no dijo una palabra. Simplemente miró al vendedor con esa mirada helada que dejaba claro que no había lugar para conversaciones triviales.
El vendedor, sin levantar mucho la vista, deslizó un periódico en particular sobre el mostrador. Richard lo tomó y, con un leve asentimiento de cabeza, siguió caminando, dejando una moneda sobre el mostrador.
Mientras se adentraba más en las calles de París, llegó hasta un banco de madera frente al río Sena. Las aguas oscuras del río se movían lentamente bajo el brillo de la luna. Se sentó, desplegando el periódico. La portada hablaba de tensiones internacionales, de la crisis de misiles en Cuba y los movimientos estratégicos de poder en Europa. En la esquina inferior del periódico, vio lo que buscaba: una pequeña sección en código.
"Misión del día: Asesinar a Claude Beaumont, Ministro de Economía de Francia."
Beaumont había sido pieza clave en las negociaciones económicas entre Francia y los Estados Unidos, pero había empezado a entablar tratos secretos con los soviéticos. Ahora era una amenaza que debía ser eliminada.
Richard dobló el periódico cuidadosamente y se levantó. Su siguiente paso estaba claro.
Richard levantó la mano para detener un taxi. Uno de esos clásicos taxis parisinos negros se detuvo junto al borde de la acera. El conductor, un hombre robusto y canoso, le lanzó una mirada a través del espejo retrovisor.
—¿A dónde, monsieur? —preguntó con un acento áspero.
—Rue de la Mortagne —respondió Richard, sin dar más explicaciones.
El taxista encendió el motor y comenzó a conducir por las estrechas calles de París. Después de unos segundos de silencio, el conductor lanzó una pregunta casual.
—Parece que hoy la ciudad está más tranquila de lo normal. ¿Está de vacaciones?
Richard mantuvo su vista fija en la ventana, sin voltear a mirar.
—Algo así —respondió, con voz neutra.
—Parece americano. ¿De qué parte?
Richard apretó la mandíbula ligeramente, fastidiado por la charla, pero decidió seguir el juego.
—Nueva York.
El taxista rió entre dientes.
—Ah, la ciudad que nunca duerme. Dicen que París es igual, pero no lo parece, ¿verdad?
—No —contestó Richard, cortante—. No lo parece.
El conductor guardó silencio durante unos minutos más antes de intentar una última pregunta.
—¿Sabe? Esa dirección a la que va… es una zona peligrosa. No muchos se aventuran por ahí sin motivo. ¿Negocios o placer?
Richard sonrió con frialdad.
—Negocios.
El taxi se detuvo frente a un edificio abandonado, sus ventanas rotas y la fachada sucia por el tiempo y el abandono. Richard pagó al conductor sin mirarlo y salió del coche sin más palabras. El conductor lo observó irse, sintiendo una inquietud que no podía explicar.
Richard cruzó la calle bajo la lluvia ligera, el sonido de sus zapatos resonando en el asfalto mojado. Abrió la puerta de metal oxidado y se adentró en la oscuridad del edificio. El aire estaba pesado, lleno de polvo y humedad. Se movía con cautela, explorando cada habitación vacía, cada rincón silencioso.
Al llegar a una puerta de acero que llevaba al sótano, sus instintos se activaron. Sabía que algo no estaba bien. Giró lentamente el pomo y descendió por las escaleras, su mano derecha lista para desenfundar su pistola.
En el fondo del sótano, una pared que parecía sólida ocultaba una puerta secreta. Cuando intentó abrirla, una voz sonó detrás de él.
—No tan rápido, amigo.
Richard giró en el acto, pero ya era tarde. Tres hombres armados lo rodeaban, todos vestidos con trajes oscuros, cada uno con una pistola apuntando hacia él. Uno de ellos sonrió ampliamente, mostrando dientes amarillentos.
—La Mano Negra —murmuró Richard con una mueca.
Jean-Luc "El Zorro", líder de la organización una de las organizaciones criminal más poderosa de París, avanzó un paso. Su figura delgada y elegante contrastaba con la brutalidad que inspiraba en sus subordinados.
—Vaya, vaya. El famoso espía americano —dijo Jean-Luc, su tono suave y burlón—. Nunca pensé que tendría el honor de verte en persona. Anton nos dijo que eras peligroso, pero no pensé que serías tan estúpido para venir solo.
antono respondió. Sus ojos recorrieron la sala, buscando un punto de ventaja.
—¿Qué piensas hacer ahora, Kane? —continuó Jean-Luc—. ¿Otro movimiento estúpido como el de hace tres años en Berlín? Porque te recuerdo que aquel no terminó bien para ti.
Richard tensó la mandíbula. La herida en su costado aún le dolía de ese encuentro.
Jean-Luc sonrió aún más, acercándose. Al hacerlo, uno de sus hombres bajó un poco su arma, confiado en la superioridad numérica.
En ese instante, Richard se lanzó hacia adelante. En un movimiento rápido, atrapó al guardia más cercano por el cuello, torciéndolo con fuerza hasta escuchar el crujido que lo dejaba inconsciente. En una fracción de segundo, le arrebató el arma y disparó al siguiente hombre en el pecho. La sala se llenó de caos, disparos y gritos, mientras Richard eliminaba a los dos restantes.
Jean-Luc, sin perder tiempo, corrió hacia una salida trasera. Richard, herido y con la adrenalina corriendo por sus venas, lo siguió, pero cuando llegó a la calle, se encontró acorralado. Cinco hombres de la mafia lo esperaban con armas en mano, rodeándolo.
Justo cuando Jean-Luc levantaba la mano para ordenar su ejecución, un disparo resonó en la distancia. Los mafiosos cayeron uno a uno, muertos. Entre la lluvia y el humo, apareció una figura femenina, una mujer con cabello oscuro y ojos fieros. Isabella, una espía italiana, lo miraba con una sonrisa irónica.
—Vaya, Richard, parece que necesitas ayuda más de lo que pensaba.
Richard se incorporó, tomando una bocanada de aire, mientras ella caminaba hacia él.
—No es tu estilo, Isabella —dijo Richard, recuperando el aliento.
—Tienes razón —respondió ella—. Pero me gusta romper las reglas de vez en cuando.
Con un movimiento rápido, Richard apuntó su arma a Jean-Luc, que intentaba huir de nuevo. El disparo fue certero, y Jean-Luc cayó al suelo sin vida.
Isabella lo miró, limpiándose la sangre de las manos.
—No hay de qué —dijo, burlona.
Richard, aún jadeante, le lanzó una mirada intensa.
—Esto no ha terminado.
La lluvia seguía cayendo cuando Richard y Isabella subieron a un coche negro estacionado en una calle lateral. El viento había arreciado, pero el silencio entre ellos era aún más frío que el aire que azotaba las ventanas. Isabella, aún con una sonrisa traviesa en los labios, se acomodó en el asiento del copiloto mientras Richard encendía el motor sin decir una palabra.
—¿Siempre tan callado, Kane? —dijo Isabella, alzando una ceja mientras lo miraba con esos ojos oscuros y provocativos—. Te he salvado el trasero y ni siquiera me das las gracias.
Richard exhaló lentamente, sus ojos fijos en el parabrisas mientras el limpiaparabrisas deslizaba el agua de lado a lado. Su voz salió baja, sin rastro de emoción.
—No pedí tu ayuda.
Isabella rió, inclinándose hacia él. Su aliento cálido rozó su cuello, pero Richard mantuvo la mirada al frente, impasible.
—Oh, Richard, siempre tan frío. ¿Sabes? Podrías intentar disfrutar un poco más la vida. No todo es misiones y asesinatos. —Le tocó suavemente la mandíbula, pero él la apartó con un leve movimiento de la cabeza.
—Céntrate en el trabajo, Isabella —respondió él, cortante.
Ella suspiró, cruzando los brazos mientras sonreía con diversión.
—Lo que tú digas, Kane. Aunque sabes que un día te romperás. Y cuando eso pase, estaré ahí para verlo.
Richard ignoró su comentario, acelerando el coche mientras las luces de París se desvanecían detrás de ellos. Condujeron en silencio el resto del trayecto, hasta llegar a una pequeña capilla que parecía olvidada por el tiempo. Desde fuera, no era más que una iglesia ordinaria, con las paredes de piedra gris y un campanario medio derruido. Sin embargo, Richard sabía que la fachada ocultaba mucho más.
Al entrar en la capilla, el silencio los envolvió. Isabella cerró la puerta detrás de ellos mientras Richard se dirigía hacia un pequeño altar en la parte trasera. Presionó una piedra en la pared, y una puerta secreta se abrió silenciosamente, revelando un pasadizo angosto y oscuro.
—Siempre tan dramáticos —comentó Isabella, siguiéndolo de cerca mientras descendían.
Al final del pasillo, un ascensor de metal los esperaba. Richard presionó un botón sin decir palabra, y el ascensor comenzó a descender, el zumbido del motor reverberando en las paredes de piedra. Mientras bajaban, un letrero luminoso parpadeaba sobre sus cabezas:
"Division Secreta Internacional (DSI)"
—Nunca me cansaré de este lugar —dijo Isabella, rompiendo el silencio—. Cada vez que entro, siento como si estuviéramos en una película de espías. Oh, espera… lo estamos.
Richard no respondió, y cuando las puertas del ascensor se abrieron, ambos salieron al amplio vestíbulo subterráneo de la DSI. Las luces brillaban intensamente, y todo estaba impecablemente limpio, en contraste con la decadente capilla sobre ellos. El sonido de teclados y murmullos llenaba el espacio.
Se acercaron al mostrador principal, donde Vera, una mujer de cabello blanco y ojos afilados, los esperaba con una sonrisa sarcástica.
—Vaya, vaya —dijo Vera, mirando a Richard primero y luego a Isabella—. ¿Otra vez Isabella tuvo que salvarte el trasero, Kane?
Richard mantuvo su mirada fija en ella, su expresión imperturbable.
—Lo tenía todo calculado.
Isabella soltó una carcajada, y Vera solo negó con la cabeza.
—Claro, lo que tú digas, Kane. —Vera le lanzó una carpeta con los últimos informes—. Solo intenta no morirte la próxima vez. Nos cuesta demasiado limpiar después de tus desastres.
Richard la ignoró y se dirigió hacia los casilleros. Isabella lo siguió de cerca, aún divertida por la interacción. Al llegar, otros agentes estaban terminando de cambiarse, charlando entre ellos.
—¡Kane! —gritó uno de los agentes, un tipo corpulento llamado Derrick Shaw—. ¿Cómo te fue? ¿Lograste no destrozar la mitad de París esta vez?
Richard lo miró de reojo mientras se desabrochaba el traje y lo colgaba en su casillero.
—Shaw —dijo simplemente, sin más palabras.
Otro agente, Marc Delacroix, se acercó, secándose el cabello con una toalla.
—Escuché que la misión estuvo complicada. ¿Es verdad que casi te vuelan la cabeza en ese edificio? —preguntó Marc, con una sonrisa burlona.
Richard se quitó la camisa, dejando ver las cicatrices de antiguas misiones.
—Lo tenía bajo control.
Derrick se rió entre dientes.
—Claro que sí, como siempre. —Se inclinó un poco hacia Richard, en tono más serio—. Oye, Kane… ¿Qué tal si me uno a tu equipo el próximo mes? Los equipos están por cambiarse y tal vez Isabella ya esté cansada de ti.
Richard lo miró con sus ojos fríos y respondió sin dudar.
—Yo trabajo solo, Shaw.
Derrick levantó las manos en señal de rendición, riendo.
—Lo que digas, amigo. Lo que digas.
Richard cerró su casillero y salió sin más conversación. La camaradería no era lo suyo.
Richard llegó a su pequeño apartamento en el barrio de Montmartre, un lugar sencillo, sin lujos. La ciudad había dejado de impresionarlo hace años. Se dirigió a la cocina, sacando una pequeña porción de comida que había guardado de la noche anterior. Mientras comía solo en la oscuridad, el sonido de la lluvia contra la ventana era su única compañía.
Se detuvo un momento, el tenedor en el aire. El apartamento estaba frío, vacío. Como su vida.
Sus pensamientos se oscurecieron por un instante, pero los apartó rápidamente. No había lugar para distracciones. Terminó su comida y se dejó caer en la cama. El reloj marcaba las 5:00 a.m. cuando finalmente cerró los ojos, solo para abrirlos una hora después. A las 6:00 a.m., ya estaba levantado, listo para su rutina de ejercicio.
Una hora después, sudoroso y con los músculos tensos, encendió la pequeña televisión en su sala de estar mientras se preparaba un café. Las noticias del día hablaban de la tensión creciente entre las superpotencias, de disturbios en Cuba y rumores de una guerra en las sombras entre espías en toda Europa.
A las 8:00 a.m., Richard salió de su apartamento, decidido a comprar otro café en su lugar habitual. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de marcharse, una figura apareció en la entrada del café.
Era Anton, el contacto que había traicionado a Richard en Berlín años atrás.
—¿Vas a ignorarme como si nada, Kane? —preguntó Anton, su voz cargada de veneno.
Richard dejó su taza de café en el mostrador, su cuerpo tenso. Esto no era parte del plan.
—Anton —dijo Richard, su voz baja y peligrosa—. No esperaba verte de nuevo… con vida.
Richard dejó el café en el mostrador y miró a Anton, un hombre robusto con una cicatriz prominente en el ojo derecho. Anton se acercó, su rostro endurecido por la vida en el submundo y el odio que albergaba.
—Tenemos cuentas pendientes, Richard —dijo Anton, su voz áspera y cargada de rencor—. No olvides que la familia Antollie está tras tu trasero por lo que hiciste.
Richard mantuvo la calma, sus ojos fríos y calculadores.
—Si quieres vengarte, hazlo en la noche. —El tono de Richard era desafiante, casi desafiante—. Durante el día, soy un simple banquero.
Anton frunció el ceño, desafiando la frialdad de Richard.
—No es tan simple, amigo. ¿Sabes a quién asesinaste? La familia Antollie no es conocida por dejar las cosas pasar. Te recuerdo que la familia ha jurado vengar la muerte de Claude Beaumont. Y si no te las ingenias, terminarás como Jason en Berlín.
Richard palideció por un momento. Jason había sido un viejo amigo y compañero de misiones, caído en la batalla por una falla que él nunca debería haber cometido. La mención de Jason trajo recuerdos dolorosos.
—Jason murió porque falló —dijo Richard, endureciendo su tono—. Yo no fallo.
Anton lo miró fijamente, sus ojos fríos y desafiantes.
—¿Es eso lo que quieres que tu madre escuche en tu funeral? —replicó Anton, su voz cargada de veneno.
Richard lo miró con furia controlada.
—Se acabó la conversación. —Se levantó de la mesa con un movimiento brusco—. Y no siempre tendrás a alguien que te salve.
Anton lo miró alejarse, sus palabras resonando en la mente de Richard. El peso de la amenaza se asentó sobre sus hombros, y la idea de la familia Antollie detrás de él lo inquietó.
La Casa de la Madre
Con un sentimiento de inquietud, Richard se dirigió a su madre. Su casa estaba en una tranquila zona residencial, alejada del bullicio de la ciudad. Entró con cuidado, ocultando su rostro bajo un sombrero y gafas oscuras. Su madre, Marie Kane, lo recibió con una sonrisa cansada pero cálida.
—Hijo, ¿por qué no dejas esto? —le preguntó Marie, mientras le ofrecía un abrazo—. La vida que llevas te está desgastando.
Richard, con el rostro parcialmente cubierto, intentó desviar la conversación.
—Dejar el qué, mamá? Solo soy un simple banquero, ¿recuerdas?
Marie lo miró fijamente, sus ojos llenos de preocupación.
—Eres igual que tu padre, siempre queriendo estar solo y hacer todo por tu cuenta. ¿No ves cómo esto te está afectando? ¿No ves cómo te estás volviendo cada vez más distante?
Richard se encogió de hombros, intentando mantener su fachada.
—No tengo tiempo para conversaciones sentimentales, mamá. Tengo trabajo que hacer.
Marie suspiró, su voz cargada de tristeza.
—Sabes, el solitario siempre muere solo. Pero el acompañado, muere acompañado.
Richard frunció el ceño, sin entender del todo el significado detrás de las palabras de su madre.
—¿Qué significa eso? —preguntó, buscando claridad.
Marie se acercó a él, tomando sus manos con firmeza.
—Significa que la soledad puede ser tu mayor enemigo. Si no permites que alguien entre en tu vida, si continúas aislándote, terminarás solo cuando más lo necesites. La compañía de los demás, los lazos que construyes, son los que te sostienen en los momentos difíciles. No es la independencia lo que te salvará, sino el apoyo de aquellos que te quieren.
Richard asintió lentamente, contemplando sus palabras. Era una perspectiva que él había ignorado durante mucho tiempo. Se dio cuenta de que la soledad, a pesar de sus esfuerzos por evitarla, podría ser su perdición.