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Chapter 5 - Capítulo 5: Hambre Vital

El silbido de la Sombra Serpentina se convirtió en un chillido desgarrador cuando la luz dorada de las fisuras de Valen bañó su forma oscura. Retrocedió como una mancha de aceite arrojada al fuego, su contorno impreciso ondulando violentamente. Los látigos de frío que habían rozado el brazo de Valen se retorcieron, emitiendo un vapor negro y espeso que olía a carne quemada y hielo podrido. El círculo de luz áurea proyectado por las fisuras en sus brazos era pequeño, apenas un halo tembloroso alrededor de su cuerpo, pero era suficiente. Era una barrera entre él y el vacío viviente que quería devorar su calor.

Valen no esperó. El alivio momentáneo del frío en su brazo, el fugaz estallido de poder sucio después de drenar la flor, se mezclaron con el pánico primitivo. Giró sobre sí mismo y corrió. No hacia ningún lugar en particular, solo *lejos*. Lejos de la Sombra, lejos del claro donde lo habían abandonado, lejos del recuerdo de la jaula y la mano muerta que colgaba inútil a su lado. Corrió ciego, impulsado por el terror y el residuo eléctrico de la energía robada que aún hacía vibrar sus huesos.

El Bosque de los Susurros Mortales se cerró a su alrededor como una herida infectada. Los árboles, retorcidos en posturas agonizantes, parecían inclinarse para atraparlo con sus ramas-garras. Las raíces sobresalían del suelo blando como venas negras, intentando enredar sus pies descalzos. El aire, denso y cargado de esporas, le quemaba los pulmones con cada bocanada, sabía a polvo de tumba y savia envenenada. El susurro constante —Ssssssss... hhhhhhh...— era ahora una cacofonía. Ya no solo descomposición. Eran voces susurrantes, indistintas, burlonas, que parecían surgir de la corteza de los árboles, del musgo que brillaba con un verdor enfermizo, de la propia tierra que cedía bajo sus pies como piel podrida.

*Defecto... Vacío... Carnada...* Los susurros se colaban en su mente, mezclándose con las voces de su padre, del Archimago, de la multitud que lo había escupido. Valen apretó los dientes, tratando de bloquearlos, concentrándose en el dolor agudo de sus pies desgarrados por las piedras ocultas y las espinas, en el latido frenético de las fisuras doradas que iluminaban brevemente su camino como faros enloquecidos. Cada pulso de luz revelaba horrores fugaces: un nido de insectos carroñeros del tamaño de su puño devorando un pájaro putrefacto, una enredadera carnosa que se retorcía alrededor del cadáver medio enterrado de un ciervo, sus ojos convertidos en hongos blancos y palpitantes, un charco de líquido negro y burbujeante que emitía un vapor que distorsionaba el aire.

El poder robado a la flor —su primer acto consciente de drenar Vitalis— se había esfumado, dejando tras de sí no solo un vacío más profundo en su pecho, sino una *necesidad* física abrasadora. No era hambre de pan, aunque su estómago rugía. Era un hambre de *más*. Más de esa energía viscosa, de ese fuego bajo y corrupto que había fluido a través de él. Un hambre que hacía que su boca se llenara de saliva ácida y que sus dedos se crisparan con un deseo casi sexual de tocar, de agarrar, de *tomar*. Las fisuras doradas palpitaban en sintonía, calientes ahora, casi quemando bajo su piel, como tuberías por las que circulaba lava.

Vio un parche de musgo brillante, más grueso y jugoso que los demás, cubriendo la base de un roble necrótico. Sin pensarlo, se arrodilló y hundió su mano izquierda —la viva, la que podía sentir— en la esponjosa superficie. Empujó con la mente, con esa rabia y ese miedo que eran ahora su único combustible, hacia el vacío hambriento en su centro. *¡Dame!*

El musgo respondió al instante. Su brillo verdoso se apagó como una vela sofocada. La textura esponjosa se deshizo bajo sus dedos, convirtiéndose en un polvo gris y seco que olía a ceniza mojada. Un hilillo de energía, más débil que el de la flor, más frío, subió por su brazo. Esta vez no hubo náuseas violentas, solo un escalofrío repulsivo y un breve destello en las fisuras. El hambre en su pecho apenas se calmó. Fue como arrojar un grano de arena a un pozo sin fondo. El musgo no tenía suficiente vida, o su vida estaba demasiado corrompida, demasiado gastada. El bosque susurró, más alto, como riéndose de su impotencia.

Siguió corriendo, tropezando, arrastrándose cuando las fuerzas flaqueaban. Drenó un puñado de hongos bioluminiscentes que crecían en un tronco caído. Se apagaron como luciérnagas aplastadas, dejando solo un reguero de fango oscuro. La energía fue mínima, un cosquilleo desagradable. Drenó un cardo de espinas venenosas, que se marchitó en segundos, sus púas perdiendo el brillo aceitoso. Un poco más de fuerza, un latido más fuerte en las fisuras que ahora llegaban hasta sus codos, trazando mapas dorados de su desesperación bajo la piel sucia.

Cada drenaje era un acto de supervivencia y una condena. Sentía la resistencia de la vida que robaba, un eco de terror vegetal que se fundía con los susurros del bosque. Sentía cómo la energía corrupta se acumulaba en su centro, un lodazal tóxico que su cuerpo apenas toleraba. Y con cada toma, las fisuras se hacían más profundas, más visibles, como grietas en un jarrón de porcelana fina a punto de estallar. Ya no solo doradas; en sus bordes, un tenue resplandor violeta comenzaba a asomar, recordándole las runas de las esposas, de la jaula, de la mano muerta.

El cansancio lo derribó finalmente al borde de un arroyo fétido. El agua, negra como la tinta y espesa como el alquitrán, fluía lentamente entre piedras cubiertas de un limo viscoso. Pequeñas burbujas de gas putrefacto estallaban en la superficie con un *plop* sordo. Valen se arrastró hasta la orilla, su cuerpo temblando de agotamiento, de frío, de la repulsión que le generaba su propio poder. El hambre vital era una bestia rugiendo dentro de él, insatisfecha por las migajas robadas a hongos y cardos. Las fisuras en sus brazos palpitaban con una luz irregular, dorada y violeta entrelazándose, proyectando sombras danzantes y grotescas en el agua inmunda.

Miró su reflejo en la superficie negra. No era el niño asustado de los espejos de piedra. Era un espectro. El pelo castaño, empastado de barro y sudor, enmarcaba un rostro demacrado, surcado de arañazos y suciedad. Los ojos, antes gris tormenta como los de su padre, eran ahora pozos oscuros, hundidos y con un brillo febril, un destello dorado asomando en las pupilas dilatadas. Las túnicas ceremoniales eran harapos que apenas cubrían su delgadez extrema. Y las fisuras. Las fisuras eran lo peor. Recorrían sus brazos expuestos, desde los hombros hasta las muñecas, líneas irregulares de luz dorada con bordes violáceos, como venas de metal fundido bajo la piel translúcida. Eran la marca de su hambre, de su monstruosidad recién descubierta. El bosque lo había tallado a su imagen.

*¿Quién eres?*, preguntó el espectro en el agua negra. *¿Valen Thorne? ¿El heredero? ¿El Apátrida? ¿O solo esto? Hambre con patas. Un parásito del bosque.*

Un ruido lo sobresaltó. Un quejido débil, animal, proveniente de unos arbustos espinosos al otro lado del arroyo. No era el silbido de la Sombra. Era un sonido de dolor, de miedo. Valen se puso lentamente de pie, las fisuras brillando con intensidad renovada. El hambre en su pecho dio un brinco. *Vida. Más vida. Más fuerte.*

Se acercó con cautela, apartando las espinas con su mano izquierda. Entre las ramas, medio oculto por la maleza, yacía un lobo juvenil. Era una criatura esbelta, de pelaje grisáceo manchado de barro y algo más oscuro, pegajoso, que emanaba de una profunda herida en su costado. Sus patas traseras estaban atrapadas en una trampa de dientes de hierro oxidado, oculta entre las hojas. Las fauces de metal habían mordido profundamente, rompiendo huesos. Sangre oscura empapaba el pelaje alrededor de la trampa y manchaba las hojas podridas. El animal levantó la cabeza con un esfuerzo inmenso, sus ojos dorados, velados por el dolor, encontraron los de Valen. Emitió un gruñido bajo, más un suspiro de agonía que una amenaza. Estaba débil. Desangrándose. Muriendo.

Valen se quedó paralizado. El hambre vital en su pecho rugió, un animal salvaje olfateando sangre fresca. *Tan cerca. Tan fácil. Su vida, caliente, palpitante... podría llenar el vacío. Podría darme fuerza para escapar.* Extendió la mano izquierda, temblando. Las fisuras doradas brillaron con avidez, el resplandor violeta en sus bordes intensificándose. Podía casi *sentir* el calor vital del lobo, un latido débil pero dulce comparado con la fría corrupción de las plantas del bosque. Su boca se llenó de saliva. Su respiración se aceleró. Solo un toque. Un tirón rápido. Sería un final más misericordioso que desangrarse lentamente en la trampa, ¿no? El bosque susurró a su alrededor, aprobatorio, tentador. *Toma. Sobrevive. ¿Acaso no es eso lo que hacen los parásitos?*

Los ojos dorados del lobo lo miraban, sin desafío ahora, solo con una resignación antigua y profunda. Valen vio su propio reflejo en ellos: no el espectro del arroyo, sino el niño asustado y abandonado en el Gran Salón. Vio la jaula. Vio la mano muerta. Vio el rostro de piedra de Theron arrebatándole el medallón. Vio la lástima distante en los ojos de Kaelen. *¿Es esto lo que soy? ¿Un monstruo que devora a otros para vivir? ¿El error que debe ser purgado?*

Un recuerdo lo golpeó, tan vívido como un sueño: un halcón. El símbolo de los Thorne. Su padre lo había llevado una vez al mirador de halcones, años atrás. Theron había lanzado al aire un halcón joven, de plumaje gris tormenta. El ave había volado torpemente al principio, luego había cogido una corriente ascendente y se había elevado, libre, poderosa, un grito agudo desgarrando el cielo azul. Theron había sonreído. Una sonrisa rara, genuina. Valen, entonces un niño pequeño, había sentido una punzada de asombro y, sí, de envidia. ¿Qué se sentiría ser tan libre? ¿Tan dueño del cielo?

El gruñido débil del lobo lo devolvió a la realidad. El halcón se había ido. Solo quedaba el bosque, el hambre, y la criatura moribunda atrapada.

Valen cerró los ojos. Respiró hondo, el aire fétido llenando sus pulmones. La batalla dentro de él era feroz. El hambre vital, el instinto de supervivencia a cualquier costo, contra un jirón deshilachado de algo que había sido, o quizás solo había imaginado ser: compasión. Humanidad. No era un Thorne. Eso le habían dejado claro. Pero, ¿podría ser algo peor?

Con un esfuerzo que le hizo temblar todo el cuerpo, retiró la mano extendida. Las fisuras doradas palpitaban con furia, como si lo reprendieran. El resplandor violeta se intensificó, punzante. El hambre rugió, una bestia enfurecida en su pecho. *¡Idiota! ¡Morirás aquí!*

Ignoró la voz interior. Se acercó más al lobo, moviéndose con lentitud exagerada. El animal lo observó, sus ojos dorados brillando con un miedo renovado, pero ya no gruñó. Valen se arrodilló junto a la trampa. El hierro estaba frío, cubierto de óxido y sangre seca. Las fauces habían mordido profundamente en la carne y el hueso de las patas traseras. El olor a sangre fresca y miedo animal era abrumador, un imán para su hambre recién despertada. Tuvo que apretar los puños para no ceder.

"Tranquilo," murmuró, su voz ronca por el desuso y la sed. "No voy a... no voy a hacerte daño."

No sabía si el lobo entendía. Quizás solo el tono, bajo y sin amenaza, calmó un poco su respiración entrecortada. Valen inspeccionó el mecanismo de la trampa. Era simple, brutal. Un resorte poderoso mantenía las fauces cerradas. Para liberarlo, había que comprimir los muelles. Necesitaría fuerza. Mucha fuerza. O... algo más.

Miró sus manos. La derecha, muerta, insensible, un trofeo de la Inquisición. La izquierda, viva, pero temblorosa. Y las fisuras, brillando con una luz inquieta. El hambre vital latía, insistiendo. *Usa el poder. Toma su dolor. Toma su debilidad. Será rápido.*

Valen negó con la cabeza, como si pudiera sacudir la tentación. No. Había otra manera. Una manera más peligrosa para él. Miró alrededor. Vio una rama caída, gruesa y resistente, cerca del arroyo. La arrastró hasta la trampa. Con sudor frío recorriéndole la espalda, colocó un extremo de la rama bajo el arco de hierro que sujetaba las fauces. Usando la rama como palanca, apoyó todo su peso en el otro extremo.

Los músculos de sus brazos y espalda, debilitados por el hambre y el agotamiento, protestaron con dolor agudo. La madera crujió bajo la tensión. La trampa no cedía. El lobo gimió, el movimiento de la palanca sacudiendo sus patas atrapadas. Valen apretó los dientes, apurando hasta el último resto de su fuerza física. Empujó. Gritó con el esfuerzo. Las fisuras en sus brazos brillaron con fuerza, no por hambre, sino por la tensión extrema.

Con un chirrido metálico que sonó como un grito, las fauces de la trampa se separaron un centímetro. Solo un centímetro. Pero fue suficiente. Con un movimiento rápido y lleno de dolor, el lobo arrastró sus patas destrozadas fuera de las garras de hierro. Cayó de lado, jadeando, una nueva oleada de sangre oscura manchando el suelo.

Valen soltó la rama, cayendo de rodillas junto al animal, jadeando. El esfuerzo lo había dejado vacío, mareado. El hambre vital rugía ahora con una furia redoblada, enfurecida por el gasto de energía física sin recompensa. Las fisuras ardían, el resplandor violeta casi igualando al dorado. Vio la herida abierta en el costado del lobo, la carne desgarrada, los huesos rotos en sus patas traseras. La sangre palpitaba, caliente, llena de vida que se escapaba. Estaba *allí*, tan cerca... *Podría sanarlo*, pensó una parte retorcida de su mente. *Drenar la infección, cerrar la herida... pero necesitaría tomar algo a cambio. Algo suyo. Algo vital.*

Se obligó a apartar la mirada. Buscó en el suelo alrededor, entre la hojarasca y el barro. Encontró unas hojas anchas y correosas de una planta que no reconoció, pero que parecían limpias. Las arrancó. Luego, arrastrándose hasta el arroyo de agua negra, sumergió las hojas, tratando de limpiarlas superficialmente del peor limo. El agua olía a muerte, pero era lo único que tenía. Empapó las hojas y volvió junto al lobo.

"Esto... esto dolerá," murmuró, sin saber si hablaba para el animal o para sí mismo.

Con manos temblorosas, comenzó a limpiar la herida del costado. El lobo gruñó débilmente, un sonido de protesta y dolor, pero no lo mordió. Sus ojos dorados seguían fijos en Valen, con una mezcla de miedo y una extraña calma. Valen apartó el barro y las hojas podridas incrustadas en la carne desgarrada. La sangre era oscura, pero no parecía infectada... todavía. Luego, miró las patas traseras. Estaban mal. Muy mal. Los huesos rotos asomaban a través de la piel, blancos y terribles contra el pelaje ensangrentado. Nada que unas hojas mojadas pudieran arreglar.

El hambre vital en su pecho dio un tirón feroz. *¡Hazlo! Toma su dolor. Toma su debilidad. Cúralo. Sobrevive tú también.*

Valen cerró los ojos. La imagen del halcón volando libre cruzó su mente otra vez. Libre. No atrapado. No muriendo en el barro. Respiró hondo, el aire fétido del bosque llenando sus pulmones. Luego, con una decisión que le costó cada gramo de su voluntad, colocó su mano izquierda, su mano viva, sobre el lomo del lobo, lejos de las heridas. No para drenar. Solo para tocar. Para ofrecer un contacto que no fuera de depredador.

"Lo siento," susurró, su voz quebrada. "No puedo... no puedo arreglar esto."

El lobo gimió, enterrando el hocico en el barro. Valen se quedó allí, arrodillado junto al animal moribundo, su mano temblorosa sobre su pelaje frío, luchando contra el monstruo que llevaba dentro mientras el Bosque de los Susurros Mortales susurraba a su alrededor, recordándole que el hambre siempre gana. Las fisuras en sus brazos brillaban, doradas y violáceas, como cicatrices de una batalla que acababa de comenzar. Y en su pecho, el vacío rugía, insaciable, prometiendo que la próxima vez, tal vez, no sería tan débil. La próxima vez, tal vez, tomaría lo que necesitaba.

El susurro del bosque se filtró más profundo, ya no solo en sus oídos, sino en su mente. *Ssssolo un poco... nadie lo sabría... ssssobrevivir es lo primero...* Las sombras entre los árboles parecían moverse con vida propia, formando figuras fugaces que se burlaban de su compasión. El aire se espesó, cargado con el olor dulzón de flores invisibles que nunca había visto. Las fisuras en sus brazos pulsaron, y por un instante, en el parpadeo de su luz dorada, Valen juró ver los ojos del Diablo Aion, observándolo desde la oscuridad, una sonrisa de hielo flotando en la nada.

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