El calor del ciervo fluyó hacia Valen como un río de miel tibia y salvaje. No fue el torrente violento y corrupto de la Sombra Serpentina, ni el hilillo débil de los insectos o las plantas moribundas. Fue una corriente controlada, dirigida por la voluntad afilada que el pacto con Aion había forjado en él. La Sed de Vitalis en su pecho ronroneó de satisfacción mientras absorbía la energía vital, pura y vibrante, del animal. El cansancio que había sido una losa en sus huesos se evaporó. El dolor de sus pies desgarrados, de sus músculos magullados, se desvaneció como niebla al sol. Una oleada de fuerza artificial, eléctrica, lo invadió. Sintió que podía correr durante días, saltar precipicios, derribar árboles. El mundo adquirió una nitidez brutal: los colores del musgo se intensificaron, el susurro del viento entre las hojas se convirtió en una sinfonía clara, el olor a tierra mojada y podredumbre se desglosó en mil notas distintas. Era éxtasis. Era poder. Era la primera promesa de Aion cumplida.
Pero el ciervo pagaba el precio. Un temblor profundo recorrió sus patas esbeltas. Su pelaje castaño, antes brillante a pesar del barro, perdió lustre, volviéndose opaco y quebradizo como paja vieja. Sus ojos oscuros, grandes y húmedos, que habían mostrado curiosidad infantil, se nublaron con una bruma de confusión y un miedo creciente. Respiró con dificultad, sus costados palpitando con rapidez desesperada. Retrocedió otro paso, tambaleándose como si el suelo se moviera bajo sus pezuñas.
Valen no soltó el hilo invisible. La Sed susurraba: *"Más. Es débil. Tómala toda. Es solo una bestia."* Las fisuras en sus antebrazos brillaron con intensidad, el dorado manchado de la esencia de la Sombra, el violeta en sus bordes profundizándose, como venas de una enfermedad gloriosa bajo su piel. Tiró, un poco más fuerte.
El ciervo emitió un sonido agudo, un quejido que no era de dolor físico, sino de algo más profundo: el terror de sentir cómo su esencia, su *ser*, le era arrancada. Sus articulaciones crujieron. El pelaje alrededor de su hocico se volvió gris. Sus ojos, velados, buscaron los de Valen, y en ellos, el Arcanista Abandonado vio reflejada su propia monstruosidad: el pelo blanco como la ceniza, los ojos febriles y fríos, la luz áurea y violácea bailando en sus brazos como llamas atrapadas. Un puñal de culpa, agudo y repentino, atravesó el éxtasis del poder. *¿Es esto lo que soy? ¿Un parásito que devora la luz?*
Con un esfuerzo que le hizo sudar frío, Valen cortó la conexión. El hilo de Vitalis se rompió con un chasquido silencioso que solo él sintió. El ciervo, liberado, dio media vuelta y huyó, tambaleándose, sus patas traseras casi sin responder, su respiración un jadeo roto que se perdió entre los árboles. No corrió con la gracia de antes; cojeó, viejo antes de tiempo, un espectro de lo que había sido.
Valen se quedó inmóvil, jadeando. La fuerza robada aún palpitaba en sus venas, dulce y adictiva, pero ahora mezclada con la bilis del asco que subía por su garganta. Había sentido la inocencia del animal, su simple deseo de vivir, y la había violado. La Marca del Engaño en sus brazos pulsó, un recordatorio ardiente de su transformación. Al tocarse el cabello, encontró más mechones blancos, fríos como la nieve inexistente, entrelazados con el castaño sucio. *El precio visible.* A sus pies, Eco emitió un gemido bajo. El lobo se había arrastrado hasta él, sus ojos dorados fijos en la dirección por donde había huido el ciervo, luego en Valen. No había reproche en esa mirada, solo una comprensión animal del sufrimiento y un miedo latente. ¿Miedo a él?
"Lo sé," susurró Valen, su voz áspera. "Es... adictivo. Como el vino especiado que bebía mi padre. Pero quema por dentro." Se arrodilló junto al lobo, evitando mirar sus propias manos, instrumentos del robo. "No lo haré otra vez. No así."
El contacto con Eco, el calor real y leal del animal, fue un ancla. El vacío en su pecho, temporalmente lleno con la energía del ciervo, no rugía, pero la Sed estaba allí, agazapada, esperando. Sabía que necesitaría alimentarse de nuevo, pronto. El pacto lo exigía. Pero quizás... quizás podía elegir *qué* tomar. Buscó con los sentidos agudizados por la Sed. El bosque a su alrededor palpitaba con chispas vitales, pero la mayoría eran débiles, corruptas: insectos carroñeros bajo las hojas, hongos que se alimentaban de madera muerta, cardos espinosos que chupaban los últimos nutrientes de la tierra envenenada. Nada que lo tentara. Nada que no sintiera que merecía ser drenado. Excepto...
Su mirada cayó sobre las patas traseras de Eco. Las heridas de la trampa seguían abiertas, supurando un líquido oscuro. Los huesos rotos bajo la piel inflamada eran una línea de agonía que sentía a través del vínculo tácito que los unía. El lobo apenas podía apoyar las patas. Si seguían así, moriría de infección o sería presa fácil de otra Sombra.
"Quizás..." Valen murmuró, extendiendo su mano izquierda, no hacia una fuente de energía externa, sino hacia el lomo de Eco, lejos de las heridas. "Quizás pueda... equilibrar la balanza."
No sabía si era posible. El Vitalis, según Aion, era para tomar, no para dar. Pero había sentido el flujo, la corriente. ¿Podía invertirla? Concentró toda su voluntad, no en el hambre, sino en la imagen de los huesos de Eco soldándose, la carne cerrándose, el dolor aliviándose. Visualizó la energía robada al ciervo, aún caliente en su centro, fluyendo *hacia fuera*, hacia el lobo. Las fisuras en su brazo brillaron, pero esta vez con una luz diferente, menos ávida, más... incierta. El dorado palideció ligeramente, el violeta se atenuó. Sintió una resistencia, como si el poder en su interior se rebelara contra la idea de soltar lo conquistado.
"Por favor," susurró, no sabiendo a quién imploraba, si a Aion, al bosque o a su propio don maldito. Empujó.
Un hilo tenue, apenas perceptible, de luz dorada pura (sin la sombra ni el violeta) brotó de las yemas de sus dedos y se fundió con el pelaje de Eco. No fue un torrente sanador. Fue un hilillo frágil, como el primer hilo de agua de un manantial recién descubierto. El lobo dio un respingo, sorprendido. No de dolor, sino de una sensación extraña. Valen mantuvo el contacto, sudando por el esfuerzo de contener la Sed que gritaba para reclamar esa energía de vuelta. Vio, con los sentidos amplificados, cómo el hilo dorado se enroscaba alrededor de las heridas, no curándolas milagrosamente, sino... calmando la inflamación, ralentizando ligeramente la infección, insuflando un minúsculo soplo de fuerza vital en el cuerpo debilitado del animal. Era poco. Muy poco. Pero Eco emitió un pequeño gemido, esta vez de alivio, y apoyó la cabeza en el muslo de Valen, sus ojos dorados semicerrados.
El esfuerzo dejó a Valen exhausto, como si hubiera corrido una legua. La energía del ciervo que aún retenía disminuyó notablemente. Pero la sensación fue diferente al vacío posterior al drenaje. Había una extraña plenitud en el agotamiento, un eco de algo que no fuera hambre o rabia. La Marca del Engaño en sus brazos palpitaba suavemente, el violeta retrocedía un poco, dejando que el dorado brillara con más pureza, aunque débilmente.
Fue entonces cuando lo sintió. Un cambio en el bosque. Un murmullo diferente en los susurros eternos. Las plantas y hongos cercanos al punto donde el hilo dorado había tocado a Eco... se marchitaron. Ligeramente, casi imperceptiblemente. Un parche de musgo brillante a su lado perdió su tono verde fosforescente, volviéndose gris y seco. Unos pequeños hongos blancos que brotaban de una raíz cercana se encogieron, arrugándose como papel. Valen contuvo el aliento. *El equilibrio.* Había dado un poco de vida a Eco... y el bosque corrupto, avaro y hambriento, había tomado su tributo de lo más cercano. No había gesto gratuito. No en este lugar. No con este poder.
La lección fue amarga, pero clara. Podía elegir *qué* drenar, pero cada uso del Vitalis, incluso para sanar, tenía un costo. Y el mundo alrededor pagaría por ello.
Decidió moverse. El recuerdo del ciervo medio envejecido lo perseguía, y la visión de las plantas marchitas lo llenaba de una nueva precaución. Usó la energía restante del ciervo no para correr, sino para caminar con determinación, apoyándose en un bastón improvisado de una rama caída. Eco lo siguió, cojeando menos, un brillo débil de esperanza en sus ojos. La Sed en el pecho de Valen era un susurro constante, pero la aprendió a ignorar por ahora, concentrándose en la brújula interna que el pacto había agudizado: el instinto de salida.
La Sed de Vitalis, más que un simple detector de vida, era ahora un mapa de intensidades. Sentía la debilidad relativa del bosque corrompido, como un tejido enfermo. Y en la distancia, como un imán, percibía una concentración de chispas vitales más densas, más cálidas, aunque temblorosas. Humanas. No eran las hogueras poderosas de los magos elementales, sino fuegos pequeños, asustados, como velas en el viento. *La aldea fronteriza.* El lugar donde el Bosque de los Susurros Mortales arañaba los límites de un mundo que aún se atrevía a llamarse civilizado.
Siguió ese rastro, como un lobo sigue el olor de la manada. El camino fue más fácil con su fuerza renovada y sus sentidos agudizados. Esquivó zonas donde el susurro del bosque se hacía más agresivo, donde las sombras se movían con demasiada intención. Sintió la presencia de más Sombras Serpentinas, pero ahora, con la Sed alerta, podía percibirlas antes de que se materializaran: vacíos fríos y hambrientos en el tapiz vital del bosque. Las evitó. No era miedo; era cálculo. Su poder era nuevo, inestable. No desperdiciaría energía en peleas innecesarias. Su objetivo estaba más allá de los árboles.
Tras horas de caminata, la niebla perpetua comenzó a aclararse. El aire perdió un poco de su carga de podredumbre y esporas, ganando un olor a tierra arada y humo de leña distante. Los árboles monstruosos dieron paso a arbustos espinosos y luego a un terreno más abierto, accidentado pero libre de la opresión del dosel corrupto. El cielo, un gris plomizo pero sin la neblina espesa, se abrió sobre ellos. Valen hizo una pausa en el límite mismo del bosque, apoyado en su bastón. Eco se detuvo a su lado, olfateando el aire nuevo con cautela.
Allí abajo, en un valle poco profundo bañado por la luz mortecina del atardecer, estaba la aldea. No era más que un puñado de chozas de troncos y paja apiñadas junto a un arroyo de aguas turbias. Un cercado tosco contenía unas pocas ovejas de aspecto famélico. Huertos pequeños, luchando contra la tierra pedregosa, mostraban hileras de coles mustias y tubérculos enfermizos. Se veía pobre, sucia, olvidada por los señores y la Iglesia Arcana por igual. Pero era vida. Vida humana.
Valen sintió el tirón de la Sed. Las chispas vitales de los aldeanos eran débiles, desnutridas, pero *numerosas*. Un festín potencial para el hambre que llevaba dentro. Las fisuras en sus brazos pulsaron, el violeta en los bordes brillando con avidez renovada. *"Fácil,"* susurró la voz de la Sed. *"Tan cerca. Tan débiles."*
Pero también vio algo más. En un descampado cerca de las primeras chozas, un grupo de niños jugaba con un perro flaco. Sus risas, agudas y despreocupadas, llegaron como un débil susurro hasta él. Uno de ellos, un niño pequeño con una túnica remendada demasiado grande para él, tropezó y cayó. Un grito agudo cortó el aire, seguido de llanto. Valen vio la sangre brillando en la rodilla raspada del niño desde su atalaya. Sintió el destello de dolor, agudo pero fugaz, en su mapa de Vitalis.
La imagen del ciervo envejecido, sus ojos nublados de terror, se superpuso al niño llorando. ¿Sería capaz? ¿De drenar a un niño para saciar su hambre? ¿De robarle años de vida por un momento de poder? El asco que había sentido después del ciervo volvió, más fuerte. El juramento resonó en su mente: *"Cambiar el mundo... o reducirlo a cenizas."* ¿Empezaría su camino robándole la infancia a un campesino?
"No," murmuró, apretando el bastón hasta que los nudillos se pusieron blancos. "No así." La decisión fue fría, calculada, no por compasión, sino por estrategia. Estos no eran sus enemigos. Eran insignificantes. Su venganza, su cambio, estaba en otro lugar. En la Fortaleza Thorne. En la Fortaleza Blanca. En los que lo habían despreciado y torturado.
Bajó por la ladera, Eco cojeando a su lado. Se acercó al arroyo que bordeaba la aldea, aguas arriba de donde las mujeres lavaban ropa con aspecto cansino. El agua era turbia, marrón, pero corría. Se arrodilló, sumergió sus manos, la viva y la muerta, sintiendo el frío líquido. Lavó la suciedad acumulada de días en el bosque, el barro, la ceniza del roble drenado, la sangre seca. El agua corrió negra alrededor de sus muñecas. Las fisuras doradas y violetas brillaron bajo el agua sucia, como heridas abiertas que no podían limpiarse.
Cuando se levantó, un niño, el mismo que se había raspado la rodilla, lo observaba desde la distancia, escondido detrás de un barril. Sus ojos, grandes y oscuros, estaban llenos de una mezcla de curiosidad y miedo. Valen lo miró. El niño retrocedió un paso, pero no huyó. Quizás vio solo a otro niño, demacrado y sucio, con ropas harapientas que habían sido lujosas. Quizás no vio las fisuras brillantes, o el pelo blanco que ahora dominaba sobre el castaño.
Valen se volvió hacia el centro de la aldea. Caminó con paso firme, el bastón golpeando la tierra seca. Eco lo siguió, manteniéndose cerca, sus orejas gachas, pero sus ojos dorados alerta. Las mujeres en el arroyo dejaron de lavar. Un hombre que arreglaba una cerca de espinos dejó caer sus herramientas. Los niños dejaron de jugar. Todos lo miraban. El forastero. El que salía del Bosque de los Susurros Mortales. Y no solo salía: caminaba erguido, con una determinación extraña en sus ojos febriles, su piel pálida marcada por grietas luminosas que parecían latir, su cabello una corona extraña de blanco y castaño sucio. Llevaba las cicatrices del bosque, pero no la postración de un fugitivo. Llevaba una sombra de poder.
Una mujer anciana, con el rostro surcado como la corteza de un árbol, fue la primera en hablar. Señaló a Valen con un dedo tembloroso, sus ojos entrecerrados. "¿De dónde vienes, niño fantasma? ¿El bosque te escupió o te tragó entero y te vomitó?"
Valen se detuvo frente a ellos. La Sed susurraba las debilidades: la tos crónica del viejo que arreglaba la cerca, el reumatismo de la anciana, la desnutrición de los niños. Fuegos fáciles de apagar. Pero no era por eso que había venido.
"Vengo del Abismo," dijo, su voz clara y fría, sorprendiéndose a sí mismo con su firmeza. Hizo un gesto vago hacia el bosque a sus espaldas. "Y traigo un eco de su poder." Su mirada se posó en el niño herido, que se había acercado un poco, arrastrando los pies. "Vi caer al niño. Sangra."
La anciana frunció el ceño, desconfiada. "Rasguño de niño. Se cura solo."
Valen extendió su mano izquierda, lentamente, hacia el niño. No para drenar. Para mostrar. Las fisuras brillaron suavemente. El niño dio un respingo, pero no retrocedió, fascinado por la luz. "Quizás... pueda acelerar la curación," dijo Valen. Era un riesgo. Pero necesitaba probar algo. Necesitaba ver si el equilibrio podía funcionar fuera del bosque, si podía *usar* el poder sin solo destruir.
Los aldeanos intercambiaron miradas de incredulidad y temor supersticioso. La anciana escupió al suelo. "Brujería. O locura."
Pero el niño, impulsado por la curiosidad o la simple necesidad de que el dolor cesara, dio un paso adelante. Estiró su rodilla raspada, sangrante y sucia.
Valen respiró hondo. Concentró la poca energía que le quedaba del ciervo, no en la Sed, sino en la imagen de la piel cerrándose, el dolor aliviándose. Visualizó drenar no al niño, sino a la tierra estéril bajo sus pies, a las malas hierbas que luchaban por vivir junto al arroyo. Sintió la resistencia, pero también una extraña facilidad. El suelo aquí no estaba tan corrupto, no tenía la misma avaricia vital que el bosque. Unos cardos cercanos se marchitaron ligeramente, sus hojas perdiendo tono. Un parche de hierba amarillenta se volvió completamente seca. Un costo mínimo.
Un hilillo de energía, débil pero estable, fluyó de la tierra moribunda a través de él y hacia la rodilla del niño. Fue un roce cálido, una sensación de hormigueo. La sangre dejó de fluir al instante. La piel rota no se cerró completamente, pero la herida dejó de supurar, los bordes se tensaron, el enrojecimiento alrededor disminuyó notablemente. El dolor debió ceder, porque el niño dejó de llorar, mirando su rodilla con ojos asombrados.
"¡Ángel!" murmuró el niño, sus ojos brillando con una mezcla de miedo y reverencia.
Un murmullo recorrió a los aldeanos. Ya no era solo temor. Era asombro. Confusión. ¿Milagro o maldición?
La anciana miró la rodilla del niño, luego a Valen, luego a la hierba seca a sus pies. Sus ojos, astutos, vieron la conexión. "Sanaste... pero la tierra pagó," dijo, su voz cargada de un significado antiguo. "Nada nace de la nada, niño fantasma. Todo tiene un precio."
Valen asintió lentamente. La mujer, en su simpleza, había entendido la ley fundamental del Vitalis. "Sí," dijo, su voz recuperando su frialdad. "Y el precio de vuestra indiferencia... o vuestra ayuda... lo pagaréis vosotros decidir." Miró a la aldea, a sus chozas humeantes, a sus habitantes desnutridos y asustados. "Necesito descanso. Comida. Luego me iré." Hizo una pausa, dejando que sus palabras, y la luz residual en sus fisuras, hicieran efecto. "Podéis darme lo que necesito... o podéis intentar expulsarme. Pero recordad," añadió, su mirada helada recorriendo cada rostro, "salí del Bosque de los Susurros Mortales. Y salí caminando."
El silencio que siguió fue denso, cargado de indecisión y temor. Valen Thorne, el Arcanista Abandonado, sostenía su bastón como un cetro de mendigo, el pelo blanco brillando bajo la luz gris, las fisuras en sus brazos pulsando como un corazón de energía oscura y dorada. Eco, a su lado, erizó el pelo del lomo y emitió un gruñido bajo, protector. No era un ángel. Era algo nuevo. Algo peligroso. Algo que había robado vida a una bestia y se la había dado a un niño, dejando un rastro de hierba muerta a su paso. El camino de retorno al mundo de los hombres había comenzado. Y lo hacía con una advertencia escrita en luz y sombra sobre su piel: el precio del poder siempre se cobra.