Los días siguientes estuvieron cargados de turbulencias que sacudieron los cimientos de la corte. La destitución de Otto Hightower como Mano del Rey corrió como pólvora por los pasillos de la Fortaleza Roja y, poco después, por todo el reino. A ello se sumó el exilio del príncipe Daemon, un golpe inesperado que reconfiguraba las alianzas y despertaba tanto murmullos como temores.
El salón del consejo se encontraba lleno aquella mañana. Los lores y consejeros, cada uno con sus propios intereses, ocupaban sus asientos alrededor de la mesa larga de roble. Guardias reales custodiaban las puertas, y escribas con tablillas en mano se preparaban para registrar cada palabra.
Viserys, con el rostro cansado pero la voz firme, se levantó de su trono dorado y alzó la mano, imponiendo silencio.
—Mi hermano, el príncipe Daemon, ha sido exiliado por conspirar contra mi hija, la heredera nombrada al Trono de Hierro. —Las miradas se cruzaron de inmediato entre los lores presentes—. Su plan buscaba manchar la imagen de Rhaenyra, y lastimosamente mi hija no supo ver a través de su engaño. No habrá indulgencia para semejante traición.
Un murmullo recorrió la sala, voces bajas que trataban de disimular la sorpresa. Fue Ser Harrold Westerling, Lord Comandante de la Guardia Real, quien se inclinó con gesto solemne.
—Vuestra Majestad, la lealtad de la Guardia es inquebrantable. El príncipe Daemon no volverá a mancillar los salones de esta corte mientras tengamos fuerza en las armas.
Viserys asintió, agradeciendo la declaración. Luego, giró la vista hacia Otto Hightower, que aún ocupaba su lugar en la mesa, la expresión rígida, el orgullo golpeado.
—Y en cuanto a vos, Lord Otto… —la voz del rey retumbó en el salón—. Habéis dejado de lado la neutralidad que debía caracterizar vuestro cargo y habéis revelado vuestra ambición desmedida. Por ello, ya no tendréis asiento en mi consejo.
El silencio que siguió fue absoluto. Otto Hightower apenas alzó el mentón, intentando conservar la dignidad que se desmoronaba junto con su cargo. Alicent, presente en el fondo de la sala junto a sus hijos pequeños, bajó la mirada, incapaz de sostener el peso de la humillación pública de su padre.
Viserys no dio lugar a protestas. Su mano se alzó nuevamente, esta vez para señalar a un hombre robusto de barba canosa y ojos inteligentes.
—Ser Lyonel Strong, actual Maestro de Leyes, asumiréis el cargo de Mano del Rey. Confío en vuestra sabiduría y en vuestra prudencia para guiar los asuntos del reino.
Lord Lyonel se levantó con calma, inclinando la cabeza con una reverencia profunda.
—Serviré a su Majestad con honestidad y sin ambiciones ocultas —dijo con voz grave, que transmitía seguridad a quienes lo escuchaban.
Un nuevo murmullo corrió por la sala. Algunos lores intercambiaban miradas de aprobación; otros, de recelo. La marea de poder había cambiado, y aún nadie sabía si era para bien o para mal.
Pero lo que realmente sacudió al reino fue el anuncio que vino después.
Viserys inspiró hondo, como si la decisión pesara sobre sus hombros más que la propia corona.
—Y para que no haya dudas en el futuro ni grietas en la línea sucesoria… hoy proclamo que mi heredero designado será mi hijo, el príncipe Jaehaerys.
El aire se tensó en el salón. Algunos lores se levantaron de inmediato para aplaudir y aclamar la decisión; otros permanecieron inmóviles, sus rostros endurecidos. Entre estos últimos se hallaba Lord Corlys Velaryon, quien se puso en pie con gesto severo.
—Majestad —dijo con voz firme—, con todo el respeto debido, cuestiono esa decisión. El reino había aceptado a la princesa Rhaenyra como heredera. Cambiar la sucesión de ese modo solo traerá división y conflicto.
Viserys lo fulminó con la mirada, su paciencia agotada.
—No aceptaré ninguna objeción sobre mi decisión. —Su voz resonó con una firmeza que no admitía réplica—. El príncipe Jaehaerys será el heredero, y aquel que lo cuestione, cuestiona también mi autoridad como Rey de los Siete Reinos.
El eco de esas palabras se extendió como una sombra por el salón. Nadie más osó hablar.
Jaehaerys, sentado al costado como su padre le había ordenado, sintió de golpe el peso de todas las miradas clavándose en él. Era el centro de la escena, aunque sus labios permanecieran sellados. Para los lores presentes, aquel niño ya no era solo un príncipe: se había convertido en el futuro del reino, en la chispa de disputas y alianzas que marcarían la historia.
Los escribas escribían con premura, registrando lo sucedido para los anales de Poniente. Los caballeros en las puertas se mantenían rígidos, conscientes de que eran testigos de un momento decisivo. Alicent sostenía con fuerza a su hijo pequeño, mientras sus ojos verdes reflejaban tanto orgullo como un temor oculto.
La corte había cambiado para siempre. Y todos lo sabían.
La audencia se dio por levantada, los lores salian de la sala.