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Chapter 43 - Capitulo 41

La audiencia se dio por levantada, y los lores comenzaron a salir lentamente de la sala del consejo. Algunos intercambiaban palabras en voz baja, otros se retiraban en silencio, calculando las repercusiones de lo decidido aquel día.

Lord Corlys Velaryon se marchó con gesto rígido, sus pasos resonando con fuerza sobre el mármol, sin siquiera dirigir una última mirada al rey. Su descontento era evidente, y nadie dudaba de que aquel gesto tendría consecuencias. Otto Hightower, en cambio, abandonó Desembarco rumbo a Antigua con el orgullo herido y la mirada sombría; su salida no fue menos notoria, pues muchos lores se preguntaban si, desde la Ciudadela de su casa, no volvería a urdir intrigas contra la corona.

El sol ya se había ocultado cuando el silencio reinaba en la Fortaleza Roja. El salón del trono, vasto e imponente, estaba vacío, salvo por una única figura. El rey Viserys I permanecía sentado en el Trono de Hierro, sus manos apoyadas en los desgastados reposabrazos, la corona ladeada sobre su frente. Las antorchas iluminaban su rostro, revelando las arrugas de preocupación que parecían multiplicarse con cada día.

Las puertas se abrieron con un chirrido pesado, y por ellas entró una figura pequeña: el príncipe Jaehaerys. Su cabello plateado caía hasta los hombros y sus ojos, azules profundos, destellaban con curiosidad y respeto. Cada paso suyo resonaba en la inmensidad del salón, y esa sola imagen bastó para que el rey recordara a la única mujer a la que había amado de verdad: la difunta reina Aemma Arryn.

—El príncipe Jaehaerys acude a su llamado, Su Majestad —anunció Ser Harrold Westerling con voz firme, inclinándose levemente.

Viserys asintió, sin apartar la vista de su hijo.

—Gracias, Ser Harrold. Dejadnos solos.

El Lord Comandante inclinó la cabeza y cerró las puertas tras de sí, dejando al padre y al hijo en una soledad solemne. El eco de aquel portazo reverberó en las paredes como un recordatorio de la intimidad de lo que estaba por venir.

Jaehaerys avanzó unos pasos, observando con respeto la imponente figura de su padre en el trono. Se detuvo al pie de los escalones, inclinando ligeramente la cabeza.

—Me mandaste llamar, padre.

Viserys lo miró en silencio durante un largo instante, como si tratara de grabar en su memoria cada facción de aquel rostro joven. Luego, su voz se alzó grave, impregnada de un cansancio profundo.

—Sí, Jaehaerys. Hoy has visto lo que significa reinar… y también lo que cuesta. —Se recostó contra el respaldo del trono, cerrando los ojos por un momento—. Los lores se dividen, tu familia se fragmenta, y aun así, debo tomar decisiones que marcarán el futuro de todos.

Jaehaerys apretó los labios, comprendiendo la gravedad de lo que había presenciado en la audiencia.

—Sé que mi nombramiento traerá conflictos, padre —dijo con cautela—. Lord Corlys estaba furioso, y otros lores callaron porque temen enfrentarse a ti.

Viserys esbozó una sonrisa amarga.

—Lo sé. Y sé también que algún día esas tensiones recaerán sobre ti, no sobre mí. Por eso te he traído aquí, hijo mío. Quiero que entiendas… no basta con ser heredero. Debes aprender a cargar con los silencios, con las sospechas y con las traiciones. El trono no solo corta la carne con sus espadas, también corta el alma.

Un silencio pesado llenó la sala. El niño lo miraba con atención, sintiendo por primera vez el verdadero peso de aquellas palabras.

Viserys inclinó el rostro, sus ojos humedecidos por un recuerdo que aún lo atormentaba.

—Cuando te miro, Jaehaerys, veo a tu madre, Aemma. La perdí por traerte al mundo, y ese dolor nunca se ha ido. Pero… también eres la razón por la que sigo luchando contra mi cansancio, contra mis errores. —La voz del rey se quebró un instante, pero se recompuso con firmeza—. Algún día, este trono será tuyo. Y cuando llegue ese día, recuerda: gobernar no es para uno mismo, sino para todos.

Jaehaerys dio un paso al frente, alzando la barbilla con una madurez que parecía sobrepasar sus años.

—No te fallaré, padre. Cuando llegue el momento, cargaré con ese peso… por ti, por madre, y por el reino.

Viserys lo contempló con una mezcla de orgullo y tristeza.

—Ojalá nunca tuvieras que hacerlo, hijo mío. Pero los dioses ya han escrito tu destino.

El rey Viserys bajó la mirada hacia su hijo, su voz cargada de advertencia.

—Cuando ocupes mi lugar, Jaehaerys, debes tener cuidado con Lord Corlys. Es un hombre ambicioso. —Se acomodó en el trono, como si los recuerdos lo pesaran—. Hemos tenido más de un roce con el paso de los años.

El príncipe escuchaba en silencio, atento, con los ojos fijos en su padre.

—Rhaenys era la heredera por derecho —continuó Viserys, su voz resonando en la vasta sala—. Era la única hija del príncipe Aemon, mi tío Pero él murió demasiado pronto, y entonces mi padre, Baelon, fue nombrado sucesor por el Rey Jaehaerys.

El rey hizo una pausa, su respiración entrecortada por la memoria de aquella época turbulenta.

—Cuando mi padre falleció, el viejo Rey convocó un Gran Consejo. —Sus dedos tamborilearon sobre los reposabrazos del Trono de Hierro—. Yo gané por votación, pero no sin dificultad. Lord Corlys apoyaba el reclamo de su esposa, Rhaenys, y no dudó en preparar un ejército para respaldarla, si era necesario.

Viserys dejó escapar un suspiro, casi un lamento.

—Por suerte, aquella guerra nunca estalló. Pero no olvides esto, Jaehaerys: Corlys no olvida las ofensas, ni renuncia a sus ambiciones. Apoya cuando le conviene, y traiciona cuando no. —Su mirada se endureció, clavándose en los ojos de su hijo—. Algún día, tendrás que enfrentarte a él… o ganarte su lealtad con sabiduría.

Jaehaerys asintió lentamente, guardando cada palabra como si fuera un juramento.

—Lo recordaré, padre. No bajaré la guardia con el Lord de Marcaderiva.

Viserys esbozó una sonrisa cansada, pero orgullosa.

—Eso espero, hijo mío. Porque en este reino, no siempre los dragones son los que más debes temer.

Viserys se incorporó ligeramente en el Trono de Hierro, como si el mero hecho de pronunciar aquellas palabras le devolviera fuerzas que la edad y las preocupaciones le habían arrebatado.

—Viajaremos a Rocadragón —dijo con firmeza, aunque su voz estaba impregnada de cansancio—. Allí hay dragones jóvenes, sin jinete aún… criaturas salvajes que esperan ser reclamadas. Quizá el destino te depare entre ellos a tu compañero alado.

Jaehaerys alzó la vista, sorprendido por la seriedad de las palabras de su padre.

—¿Desea que intente vincularme con uno, padre?

Viserys asintió lentamente.

—La corona está en su punto más débil. El único jinete de dragón en activo que tenemos es tu hermana Rhaenyra. —Un dejo de amargura se escapó en sus labios—. Ni yo monto ya, ni Daemon permanece en la corte… y el poder de nuestra casa siempre ha estado ligado a los dragones.

El silencio llenó el salón. Solo el crepitar de las antorchas interrumpía la tensión que se respiraba.

—Un príncipe Targaryen sin dragón —continuó Viserys, bajando la voz como si hablara más consigo mismo que con su hijo—, es un príncipe vulnerable. Y yo no deseo que tú lo seas.

Jaehaerys frunció el ceño, reflexionando. El peso de aquella tarea no se le escapaba: reclamar un dragón era más que un acto de coraje, era sellar su destino.

—Si es la voluntad de los dioses y de los dragones, lo haré —respondió con firmeza.

Viserys lo observó con un brillo extraño en los ojos, mezcla de orgullo y de temor.

—Que así sea entonces. En Rocadragón, comenzará tu verdadera prueba, hijo mío.

Viserys se recostó en el trono, dejando escapar un suspiro largo, como si cada palabra pesara más que la anterior.

—Pero no será de inmediato —añadió con tono prudente—. El viaje a Rocadragón se llevará a cabo en unos meses, cuando las aguas se calmen y los rumores de la corte pierdan fuerza.

Jaehaerys lo miró con cierta inquietud.

—¿Teme que mi partida cause más tensiones, padre?

Viserys entrecerró los ojos, reflexionando antes de responder.

—No es solo eso. La corte está inquieta… Otto destituido, Daemon en el exilio, Corlys resentido. Si ahora parto contigo hacia Rocadragón, podría interpretarse como una muestra de debilidad, como si huyera de Desembarco del Rey. Debemos esperar. —Se acomodó en el trono, enderezando la espalda—. El tiempo y la calma son aliados más poderosos que la espada, hijo mío.

Jaehaerys asintió en silencio, comprendiendo la lección oculta en esas palabras.

—Entonces, ¿cuando llegue el momento, iré yo solo a reclamar a un dragón?

Viserys negó con suavidad.

—No estarás solo. Yo mismo iré contigo. Rocadragón es más que un nido de dragones; es el símbolo ancestral de nuestra casa. Y cuando te vean caminar entre sus cuevas, cuando un dragón te elija, todo el reino sabrá que los Targaryen no han perdido su fuego.

El joven bajó la mirada, sintiendo por primera vez el verdadero peso del destino que lo aguardaba.

Viserys, sin embargo, lo observó con una mezcla de ternura y solemnidad. En su mente, no dejaba de repetirse que aquel viaje no sería únicamente para su hijo… sino también para la supervivencia de toda su dinastía.

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