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Chapter 65 - Capitulo 63

El eco de los últimos golpes aún resonaba en el patio cuando el entrenamiento terminó. Leonora respiraba con fuerza, el rostro enrojecido y las manos temblorosas, pero sus ojos brillaban con orgullo. Jaehaerys, apenas jadeante, le ofreció una sonrisa franca antes de extenderle la mano para ayudarla a incorporarse.

—Cinco golpes —dijo con tono burlón—. Nada mal para una futura guerrera del mar.

Leonora bufó, aunque sus labios apenas podían ocultar una sonrisa.

—La próxima vez usaré una espada real —replicó entre dientes.

Los pocos soldados y sirvientes que habían presenciado el duelo rompieron en aplausos tímidos, algunos entre risas, otros con sincera admiración. Era la primera vez que veían a la heredera de su señor retar a un príncipe de la sangre… y no deshonrarse en el intento.

Desde el balcón, Lord Bartimos Celtigar observaba la escena con expresión pensativa. A su lado, Lyonel mantenía los brazos cruzados, sin apartar la vista de Jaehaerys.

—Tiene el porte de un guerrero —murmuró Lyonel—. Pocos niños de su edad blandirían la espada con tanta firmeza.

—Y ella… —respondió Bartimos, dejando escapar un suspiro—. Tiene el fuego de su madre.

El lord guardó silencio unos instantes, y luego se volvió hacia un mensajero que acababa de entrar apresurado en el patio.

—Mi señor, un cuervo llegó de Rocadragón —anunció el joven, inclinando la cabeza.

El murmullo del público se apagó de inmediato. Bartimos descendió del balcón con paso firme y tomó el pergamino sellado con cera roja. Rompió el sello, leyó rápidamente y frunció el ceño.

Lyonel, siempre atento, dio un paso adelante.

—¿Qué dice el rey?

Bartimos levantó la mirada.

—Que agradece la hospitalidad que hemos brindado a su hijo y que permanecerá aquí hasta que llegue una escolta para devolverlo a Rocadragón. —Hizo una pausa—. Pero eso no es todo…

La multitud contenía el aliento.

—Los pescadores del norte aseguran haber visto al dragón —continuó el lord—. Cazó una ballena frente a los acantilados y luego desapareció.

Un murmullo recorrió el patio. Leonora abrió los ojos con asombro, y Jaehaerys sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Entonces… no se ha ido —dijo él en voz baja.

—No —respondió Bartimos, plegando el pergamino—. Parece que el dragón negro ha decidido quedarse.

El viento del mar sopló con fuerza, alzando la capa de Jaehaerys. En el cielo, entre las nubes grises, un rugido lejano retumbó, profundo y familiar.

El joven príncipe alzó la vista, sintiendo cómo su corazón latía al compás de aquel sonido.

Leonora lo observó en silencio, sin entender del todo por qué en los ojos del príncipe brillaba algo entre miedo… y emoción.

El sonido del viento azotaba los ventanales de Rocadragón, trayendo consigo el rugido del mar y el olor a tormenta. Las antorchas vacilaban bajo la corriente de aire, proyectando sombras danzantes sobre la piedra negra.

El rey Viserys I sostenía entre sus manos un pergamino recién abierto. Sus ojos cansados se deslizaron por las líneas escritas con la letra firme de Lord Bartimos Celtigar.

—Ha sido hallado con vida —dijo al fin, su voz cargada de alivio y temor—. Mi hijo… está a salvo.

Rhaenyra, de pie junto al fuego, cerró los ojos un instante, dejando escapar el aire que no sabía que contenía.

—Gracias a los Siete —susurró—. ¿Dónde lo encontraron?

—En Isla Zarpa —respondió su padre—. Lord Bartimos lo tiene bajo su cuidado. Fue hallado en la costa, herido, pero consciente.

Alicent, sentada con el pequeño Aemond dormido en su regazo, levantó la mirada.

—¿Dice algo sobre su estado? —preguntó con tono comedido.

—Solo que se recupera —contestó Viserys—. El maestre local lo atiende y asegura que se encuentra en buen estado, solo agotado y hambriento.

Rhaenyra asintió lentamente.

—Eso es natural después de lo que ha pasado.

El silencio se rompió por una risa infantil. En el suelo, el príncipe Aegon jugaba con un pequeño dragón tallado en madera, haciéndolo "volar" sobre los mosaicos.

—Jaehaerys es fuerte —dijo con una sonrisa inocente—. Seguro derrotó al monstruo.

Alicent lo miró con ternura, acariciándole el cabello rubio.

—No todos los monstruos pueden ser vencidos con una espada, mi amor —murmuró con dulzura.

Rhaenyra desvió la vista hacia la ventana. Más allá del cristal, el horizonte se perdía entre la bruma.

—Deberíamos enviar un barco —dijo—. Que lo traigan cuanto antes. Rocadragón no es lugar para demoras.

Viserys asintió, su semblante ensombrecido.

—Ya lo he ordenado. Una escolta partirá al amanecer.

El fuego crepitó, proyectando reflejos anaranjados sobre el rostro del rey. Durante un instante, solo el murmullo del viento y el lejano rugido del mar llenaron la sala.

Rhaenyra lo observó, notando el peso que llevaba grabado en los ojos.

—¿Temes algo más, padre?

Viserys permaneció callado. Sus dedos acariciaron el sello real mientras volvía a mirar el pergamino, como si en esas líneas se ocultara algo más que palabras.

—No… solo temo —dijo al fin— que los dioses hayan puesto su mirada en mi hijo por razones que aún no comprendo.

La llama del brasero titiló, reflejándose en el oro de su anillo. Afuera, un trueno retumbó sobre los acantilados: presagio de la tormenta que se acercaba.

Y mientras Rocadragón aguardaba la llegada del príncipe perdido, el mar —lejano, junto a Isla Zarpa— rugía como si algo antiguo y colosal despertara bajo sus aguas.

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