El amanecer se filtraba por los huecos del segundo piso sin terminar, bañando el interior con un tono dorado. El olor a tierra húmeda y a madera recién cortada llenaba el aire.
Oscar se despertó antes que Yumi, como siempre. Estiró los brazos y dejó escapar un gruñido bajo.
El primer piso de la casa ya era habitable, aunque aún tenía clavos a medio meter y herramientas tiradas por el suelo. En una esquina, la mesa de trabajo estaba cubierta con restos de cuerda, pieles y clavos.
Oscar se levantó, se echó un poco de agua del barril al rostro y mascó un pedazo de carne seca del desayuno anterior.
—Vamos, otro día —murmuró para sí, encendiendo la fogata interior con un mechero que había logrado reparar.
El fuego se encendió con un chasquido, y mientras calentaba una pequeña olla de sopa enlatada, escuchó pasos suaves detrás de él.
Yumi, medio dormida, se acercó envuelta en una manta.
—「おはよう…」(Buenos días...)
—Buenos días, dormilona. La sopa casi está —respondió él sin voltear.
Comieron en silencio un rato, cada uno concentrado en el vapor que subía de las tazas metálicas.
La vida era simple, pero había algo reconfortante en esa rutina.
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Tras desayunar, el sonido del martillo volvió a llenar la base.
Oscar pasó toda la mañana reforzando la estructura del segundo piso, colocando travesaños y rellenando huecos entre tablas.
Yumi, por su parte, se dedicaba a coser fundas para las camas y preparar los materiales que habían recolectado los días anteriores: cuerdas, trozos de tela, hierbas secas, pequeños frascos de cristal vacíos.
—Pásame los clavos largos —pidió Oscar, sin dejar de trabajar.
—「これ?」(¿Estos?)
—Sí, esos. Los gordos.
Yumi se los pasó y observó cómo los golpeaba con fuerza. El sonido metálico resonaba con eco, rítmico, constante.
El trabajo era duro, pero el cuerpo de Oscar ya estaba acostumbrado. Cada golpe de martillo hacía notar los músculos formados en sus brazos.
Yumi lo notaba. A veces se quedaba mirando sin decir nada, solo escuchando.
—¿Qué pasa? —preguntó él, sin dejar de trabajar.
—「ううん…なんでもない.」(Nada…)
Oscar levantó una ceja.
—Ajá… claro. "Nada."
Ella sonrió apenas, fingiendo buscar otra tabla.
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Al mediodía, decidieron hacer una pausa.
Afuera, el aire olía a resina y a humo de la forja, donde las brasas aún estaban vivas desde la noche anterior.
Oscar revisó los antebrazos de metal que había hecho el día anterior. Eran toscos, pero funcionales.
—Con esto, al menos no te rompes el brazo si bloqueas mal —dijo, entregándole uno a Yumi.
—「ありがとう…」(Gracias…)
—De nada. Pero no me los rayes a la primera pelea, ¿eh?
Ella sonrió, ajustándoselos con cuidado.
El resto de la tarde fue tranquila. Trabajaron juntos en los interiores: colocaron estantes, una mesa más grande y hasta un pequeño espacio para guardar herramientas.
Yumi insistió en colgar unas flores secas sobre la ventana.
—「きれいでしょ?」(¿Bonito, verdad?)
—Sí —respondió Oscar—. Le da un toque… menos apocalíptico.
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Al caer la tarde, el sol teñía de naranja el interior de la casa.
El segundo piso ya tenía forma: vigas cruzadas, una baranda improvisada y un hueco para lo que sería un ventanal.
Oscar se limpió el sudor del cuello, respirando hondo.
—Ya está. Solo falta poner las paredes mañana.
—「はやかったね.」(Lo hicimos rápido.)
—Sí, pero aún hay que reforzar todo el lado norte. Si viene viento fuerte, se lo lleva.
Comieron en silencio otra vez, esta vez frente a la fogata central. El fuego reflejaba el brillo del metal de los antebrazos y las puntas de las flechas que Yumi había estado fabricando.
Afuera, los sonidos del bosque eran distintos. Más profundos. Más atentos.
Pero no había miedo esa noche.
Solo calma.
Solo el sonido del fuego y el suave murmullo del bosque, envolviendo su nuevo hogar.
Oscar se recostó en su cama, mirando el techo de madera.
Por primera vez en mucho tiempo, sintió que habían hecho algo duradero.
Y antes de cerrar los ojos, alcanzó a decir:
—Buen trabajo hoy, Yumi.
Ella, medio dormida, respondió:
—「おやすみ…オスカー.」(Buenas noches… Oscar.)
Y el silencio volvió, cálido y tranquilo, protegiéndolos bajo su propia fortaleza de madera.
(Perspectiva del grupo de sobrevivientes)
Desde que Oscar y Yumi se separaron del grupo, las cosas se habían calmado un poco… o al menos eso parecía.
Mercus había tomado el mando, organizando turnos de vigilancia, pesca y recolección.
El campamento se levantaba cerca del río, con chozas de ramas y hojas mal puestas, pero servía para pasar las noches.
El problema era el bosque.
Desde hacía tres días, algo se movía entre los árboles.
Nunca demasiado cerca, nunca lo suficiente para verlos.
Solo ruido.
Crujidos de ramas, pasos pesados, y esa sensación de que alguien te miraba desde la oscuridad.
Ryan, que patrullaba más lejos, fue el primero en notarlo.
—Nos están siguiendo —dijo una noche, mientras limpiaba su cuchillo—. Pero no atacan. Solo nos observan.
—¿Animales? —preguntó Lisa.
—No. Humanos.
Mercus no respondió. Miraba el fuego y fingía no escucharlo, pero los demás lo sabían.
No eran simples isleños ni cazadores.
Eran los mismos que habían visto de lejos el día que Oscar y Yumi se marcharon: figuras delgadas, cubiertas de barro, con movimientos rápidos entre la maleza.
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Al amanecer, encontraron señales nuevas.
Una cuerda de pesca rota.
Huella de pie descalzo junto a la orilla.
Una lanza tosca, hecha con hueso y cuerda vegetal, clavada en la arena.
—Nos rodean —murmuró Lisa, mirando hacia los árboles.
Mercus apretó la mandíbula.
—Si quisieran matarnos, ya lo habrían hecho.
—Quizás esperan que tengamos hambre —respondió Ryan, arrojando la lanza al fuego—. O que bajemos la guardia.
Nadie contestó.
Esa tarde, el grupo reforzó el perímetro con ramas afiladas y piedras.
Comieron pescado seco y durmieron en silencio, escuchando los ruidos del bosque.
El aire olía distinto, pesado, como si algo más que el calor tropical estuviera observándolos.
No hubo ataque esa noche.
Pero todos sabían que tarde o temprano iba a pasar.
No se trataba de si los atacarían… sino de cuándo.
El grupo seguía en el mismo claro donde todo empezó. Desde la partida de Oscar y Yumi, el ambiente había cambiado: menos voces, menos confianza, más cansancio. Mercus mantenía su tono autoritario, pero ya no tenía la misma fuerza. La mitad de los miembros dudaban en seguir sus órdenes, aunque nadie se atrevía a decirlo en voz alta.
David afilaba su machete junto al fuego, lanzando miradas constantes hacia el bosque.
—Deberíamos movernos, —gruñó—. No me gusta estar tanto tiempo en el mismo sitio.
Ryan soltó un resoplido. —No sin un plan. No sabemos ni qué hay ahí afuera.
—Sabemos lo que no hay, —interrumpió Sara, secándose las manos con un trapo sucio—. Comida. Si seguimos aquí, nos vamos a morir de hambre o nos van a encontrar esas cosas.
Lisa los escuchaba mientras intentaba vendar a Ethan, que se había cortado intentando abrir una caja oxidada.
—Oscar tenía razón, —susurró en voz baja, lo suficiente para que Mercus la oyera.
El líder levantó la mirada lentamente, apretando la mandíbula.
—No empieces, Lisa. Él eligió irse. Que se quede con su chica allá afuera.
Nadie respondió. El fuego crepitó entre ellos, llenando el silencio incómodo. Desde que Oscar se había ido, el grupo parecía perder algo más que fuerza: también dirección. No sabían cazar como él, ni levantar estructuras resistentes, ni moverse con cuidado. Ryan había intentado improvisar una barricada, pero era débil; la lluvia de la noche anterior la había derrumbado.
Por la tarde, Sara y David volvieron de la zona del río con malas noticias: los rastros de animales estaban cada vez más escasos.
—Alguien más está cazando —dijo David, tirando una cuerda en el suelo—. Huellas grandes… y no humanas.
Mercus frunció el ceño, pero fingió calma.
—Nos quedaremos una noche más. Mañana veremos.
Nadie lo discutió. Pero cuando cayó la noche, el cansancio dio paso al miedo. Se oyeron pasos, no lejos del campamento. Ryan apagó la fogata sin decir nada. Todos se quedaron quietos.
Un sonido sordo resonó entre los árboles, como si algo hubiera golpeado un tronco. Luego otro.
Ethan se acercó a Lisa, temblando. —¿Son ellos?
Lisa no respondió. Solo le cubrió la boca con una mano y lo empujó hacia el refugio improvisado.
El resto de la noche fue un infierno de espera. No hubo ataque, solo ruidos, sombras y susurros en la distancia. Y cuando amaneció, se dieron cuenta de que algo —o alguien— había removido las trampas que David había colocado alrededor.
Nadie durmió bien. Nadie habló del tema.
Mercus solo se limitó a decir:
—Nos movemos al mediodía.
Pero mientras empacaban, todos sabían lo mismo: la isla los estaba observando, y ya no era tan fácil ignorarlo.
(Punto de vista de Oscar y Yumi )
El olor a humo flotaba en el aire, mezclado con el de la carne asándose sobre el fuego.
Oscar giraba una rama gruesa donde descansaban trozos del jabalí que habían cazado hacía apenas una hora. El animal había sido rápido, pero no tanto como la flecha que Yumi le clavó en el cuello después de que Oscar lo acorralara entre dos troncos caídos.
Ahora, los dos descansaban junto a la fogata principal, el cielo nublado sobre ellos y el lago reflejando una luz gris.
—うまくいったね —dijo Yumi, sonriendo con orgullo.
("Salió bien, ¿no?")
Oscar soltó una risa leve mientras se limpiaba las manos con un trapo.
—Sí, salió bien. Me sorprendiste con ese disparo… pensé que lo ibas a rozar.
Yumi frunció el ceño, cruzando los brazos. —ほんとうに失礼ね… ("Qué grosero eres…"), murmuró, pero el tono era más juguetón que molesto.
Oscar levantó las manos, fingiendo rendirse. —Tranquila, tranquila, solo digo que me estás dejando sin trabajo. Si sigues así, el jabalí va a terminar cazándome a mí.
Ella soltó una risa suave, la primera del día. El sonido se mezcló con el crepitar del fuego, y por un momento el ambiente se sintió casi normal, como si la isla no escondiera peligros detrás de cada sombra.
—Voy a hacer secar un poco de la carne, —dijo Oscar al rato, clavando otra estaca en el suelo—. Así tenemos para mañana y pasado.
—はい,保存したほうがいいね —asintió Yumi, extendiendo unas tiras más delgadas sobre una cuerda improvisada.
("Sí, mejor conservarla.")
Pasó un rato en silencio. Las llamas bailaban, iluminando los troncos a medio apilar para lo que sería la pared norte de la casa. Ya tenían la estructura firme, el primer piso cerrado y parte del segundo levantado. Faltaban detalles: el techo, una ventana, y los refuerzos de madera que Oscar planeaba hacer con troncos del bosque norte.
Yumi se acomodó en una roca, mirando el fuego. —ねえ…あなた,強くなったね.前よりも.
("Oye… te has vuelto más fuerte. Más que antes.")
Oscar arqueó una ceja. —¿Más fuerte? Nah, solo más cansado.
Ella negó con la cabeza. —No. Más… decidido. Antes dudabas más. Ahora no.
Oscar bajó la mirada un segundo, pensativo. —Supongo que… cuando no tienes a nadie más que a ti mismo, te toca moverte o morirte.
Yumi lo observó un momento más y luego, sin decir nada, le alcanzó un trozo de carne ya dorada.
—食べて.まだ働くでしょ? ("Come. Todavía te queda trabajo, ¿no?")
Oscar soltó una pequeña carcajada y la tomó. —Sí, jefa.
Comieron en silencio un rato más, con el sonido del viento y el crujido del fuego llenando el espacio.
No había miedo esa noche. No había tensión. Solo cansancio y el calor de algo que empezaba a sentirse como un hogar.
El sol apenas se filtraba entre los árboles cuando Oscar ajustó su mochila y echó un último vistazo a la base.
—Hora de ver qué guarda esa cueva —dijo, colgándose la katana al costado.
Yumi asintió, el arco compuesto en su espalda, carcaj lleno y mirada firme.
Caminaron entre la maleza durante casi una hora, siguiendo un arroyo hasta que el terreno empezó a volverse rocoso. El aire olía a humedad y a metal oxidado.
Frente a ellos, una grieta oscura se abría entre los acantilados: la entrada de la cueva.
—Bonito agujero del infierno —murmuró Oscar, encendiendo una antorcha.
—Perfecto para ti —le respondió Yumi con una sonrisa leve.
Entraron.
La luz se tragó de inmediato, y el silencio se volvió pesado. Cada paso hacía eco, cada gota que caía desde el techo sonaba como un disparo lejano.
En el suelo, rastros de barro, huesos quebrados y marcas de arrastre.
Oscar desenfundó la katana. El filo relució con un brillo opaco. Aún no dominaba el peso del arma, pero se movía con precisión instintiva.
De repente, un chillido seco resonó desde lo profundo. Luego otro.
Sombras corrieron por las paredes.
Yumi levantó el arco y tensó la cuerda.
—No me gusta esto.
—A mí tampoco. Pero vamos.
Avanzaron por un pasillo estrecho hasta llegar a una cámara amplia.
Había restos humanos por todos lados: cráneos apilados, huesos limpios, e incluso una fogata apagada con pedazos de carne carbonizada.
Y entonces los vieron.
Cuatro figuras se movían entre las sombras, desnudas, deformadas, cubiertas de cortes. Sus ojos eran blancos, su piel grisácea.
Caníbales.
Pero estos estaban más delgados, más rápidos.
El primero saltó.
Oscar giró el cuerpo y la katana trazó una línea desde el abdomen hasta el cuello. La sangre le salpicó la cara.
Otro vino por el flanco —Yumi disparó una flecha directa al ojo. Cayó, chillando como un animal.
El tercero lo embistió con fuerza, lanzándolo al suelo. Oscar rodó, levantando el hacha táctica. La clavó en el costado del caníbal y lo empujó contra una roca.
El grito llenó la cueva.
El último atacó por detrás; Oscar apenas logró bloquear con la katana, pero el filo se trabó en el hueso del hombro del enemigo. El caníbal trató de morderlo; Oscar empujó, soltó el arma y le destrozó la cabeza con una piedra.
Silencio.
Solo respiraciones pesadas y el goteo del techo.
Oscar se quedó quieto, jadeando.
—Estos cabrones están mutando o algo así.
—No son normales… —murmuró Yumi, mirando los cuerpos.
Avanzaron con más cuidado, revisando las paredes. Encontraron una zona más profunda, donde las rocas brillaban levemente: minerales metálicos, posiblemente hierro y un tipo de cristal oscuro.
Más adentro, una caja oxidada parcialmente enterrada entre huesos. Dentro:
Un machete militar con filo dañado.
Munición vieja, pero aún útil.
Un pequeño mapa de la isla, dibujado a mano.
Mientras revisaban, escucharon algo enorme moverse al fondo del túnel.
El suelo vibró.
El agua del charco tembló.
De la oscuridad emergió una criatura distinta.
Un caníbal más grande, cubierto de cicatrices, con una lanza improvisada hecha de huesos. Su respiración era gutural, su cuerpo más humanoide.
Oscar tragó saliva.
—Un jefe, genial.
La bestia rugió y cargó.
Oscar bloqueó el primer golpe con la katana, pero el impacto lo hizo retroceder. Chispas saltaron.
El siguiente embate casi le atraviesa el pecho; Oscar giró y cortó una pierna. El gigante rugió, lanzando la lanza hacia Yumi.
Ella esquivó y disparó tres flechas seguidas —una al hombro, otra al pecho, una directa al cuello. La criatura cayó de rodillas, pero seguía viva.
Oscar corrió hacia adelante, gritó, y con un movimiento seco le cortó la cabeza.
El cuerpo se desplomó con un golpe sordo.
El eco del grito tardó en desaparecer.
Por un momento, ninguno habló. Solo respiraban, observando la sangre correr por las piedras.
Yumi miró al suelo, luego al techo.
—Ya entiendo por qué no hay animales por aquí.
Oscar limpió la hoja con la manga.
—Y por qué hay tantos huesos.
Exploraron un poco más y hallaron una pequeña cámara lateral con una forja natural: piedras negras con marcas de fuego antiguo y herramientas oxidadas. También, una caja metálica sellada.
Oscar la forzó con el hacha: dentro, un bloque de acero refinado y una piedra de afilar aún usable.
Sonrió.
—Esto vale más que cien flechas.
—Entonces no fue en vano. —respondió Yumi—. Pero vámonos antes de que la cueva se trague a otro.
Salieron cuando el sol ya bajaba, cubiertos de polvo y sangre.
Oscar se quitó la mochila, se dejó caer en una roca y soltó una risa leve.
—Buen día de trabajo.
—Brutal, diría yo —dijo Yumi, colgando el arco—.
Oscar miró el acero que encontró y lo levantó contra la luz.
—Mañana mejorar
