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Chapter 6 - Capítulo 6 — Lo que no dijimos

El sonido del mar entraba por la ventana abierta del cuarto. Era una noche tibia, con ese tipo de silencio que solo se rompe con las olas y los pensamientos. Elena había terminado de acomodar las medicinas de Julián cuando sintió su mirada clavada en ella. No era la mirada de siempre, la que pedía ayuda o agradecimiento. Era otra. Una más profunda. Más herida.

—No tienes por qué quedarte —dijo él de pronto, con la voz baja pero firme.

Elena levantó la vista, sorprendida.

—¿Perdón?

—Dije que no tienes por qué quedarte. Ya estoy mejor. Puedes irte a cuidar a alguien que sí lo necesite.

La enfermera respiró hondo. Conocía ese tono: el tono de quien quiere ahuyentar antes de que lo abandonen.

—¿Y a qué viene eso ahora? —preguntó, con el ceño fruncido.

—A nada. Solo que no quiero ser una carga más. Ni para ti, ni para nadie.

Elena lo miró unos segundos sin decir nada. Luego, dejó el frasco de pastillas sobre la mesa y se cruzó de brazos.

—No me hables como si yo no tuviera decisión propia, Julián. Si estoy aquí es porque quiero estarlo, no porque alguien me lo haya ordenado.

Él se quedó en silencio, la mandíbula tensa.

—Tu vida no debería girar alrededor de un inválido.

Esa palabra la atravesó. La había escuchado tantas veces, pero nunca con tanto veneno. Caminó hacia él y se detuvo a pocos pasos de su silla de ruedas.

—¿De verdad te escuchas? —susurró—. ¿Tú crees que eso es lo que pienso cuando te miro?

Julián apartó la mirada hacia la ventana.

—No necesito compasión.

Elena dio un paso más.

—Y yo no te tengo lástima. Te tengo cariño… —Su voz titubeó—. Te tengo admiración. Y si quieres saberlo todo… te tengo miedo.

Él la miró, confundido.

—¿Miedo de qué?

Elena bajó la vista, sintiendo el pulso acelerado.

—De lo que empiezo a sentir por ti —dijo al fin, casi en un susurro.

El silencio que siguió fue tan intenso que hasta el mar pareció detenerse. Julián la observó, como si no creyera lo que había escuchado.

—No digas eso —murmuró él—. No puedes…

—¿Por qué no? —lo interrumpió ella.

—Porque esto no tiene sentido. Mira lo que soy, Elena. No puedo ofrecerte nada. Ni siquiera puedo caminar hacia ti.

Las palabras salieron de él como cuchillos, pero en el fondo lo que dolía no era la realidad, sino la vergüenza de sentirse deseado sin poder corresponder. Elena lo escuchó, y algo dentro de ella se quebró.

—No necesito que camines hacia mí —dijo, con una calma que escondía fuego—. Solo que no te alejes.

La tensión se volvió espesa. Julián respiró hondo, sus ojos oscuros buscaban los de ella con una mezcla de miedo y deseo.

—No entiendes lo que haces conmigo —dijo él, apenas audible.

Elena se acercó un paso más. Ya podía sentir su respiración.

—Entonces explícame.

Julián cerró los ojos.

—Me haces sentir vivo otra vez… y eso duele. Duele porque no sé si merezco volver a sentirlo.

Elena alzó la mano y rozó su mejilla con los dedos, suavemente, como si temiera romper algo.

—No digas eso. Todos merecemos sentirnos vivos.

Él la miró. Sus ojos se encontraron y el aire entre ellos se volvió denso, caliente, eléctrico. No había contacto más allá de esa caricia, pero la piel ardía igual. Julián quiso hablar, pero las palabras se le enredaron en la garganta.

—Elena, si te quedas, todo será más difícil —dijo, casi en un ruego.

—Ya lo es —respondió ella.

Una lágrima escapó del rostro de él, aunque intentó ocultarla. Ella la secó con el pulgar, sin dejar de mirarlo.

—Te odio por hacerme sentir así —susurró él, entre rabia y dolor.

—Y yo te odio por fingir que no sientes lo mismo —respondió ella.

Elena dio un paso más y quedó frente a él. La cercanía los envolvía. Podía oler el leve aroma a jabón de su piel, sentir la tensión en sus hombros, el temblor que ninguno de los dos admitía.

El tiempo se detuvo.

Julián levantó la mano con dificultad y tocó la suya, esa que aún reposaba en su rostro. La sostuvo apenas, con torpeza, como si temiera que desapareciera.

—No sé si puedo prometerte nada —murmuró.

—No quiero promesas —contestó ella—. Solo verdad.

Se quedaron así, mirándose, respirando el mismo aire. No hubo beso, no todavía. Pero en ese instante, todo lo que no dijeron quedó suspendido entre ellos, latiendo.

El mar rugía a lo lejos. El reloj marcó la medianoche. Y por primera vez en mucho tiempo, Julián no sintió el peso de su cuerpo, sino el vértigo de volver a creer.

Elena dio un paso atrás, sin romper el contacto visual.

—Descansa —le dijo en voz baja—. Mañana será otro día.

Cuando se dio la vuelta para irse, Julián la llamó:

—Elena.

Ella se detuvo en la puerta.

—¿Sí?

Él la miró largo, con una ternura que dolía.

—Gracias por quedarte… incluso cuando te pido que te vayas.

Ella sonrió apenas.

—No tienes idea de cuánto cuesta hacerlo —respondió.

Y salió del cuarto.

Pero afuera, apoyada en la pared, Elena dejó escapar el aire que había estado conteniendo. Su corazón golpeaba con fuerza. Sabía que algo había cambiado esa noche. Que el límite que había jurado mantener se estaba desdibujando. Y que, por mucho que lo intentara, ya no podría retroceder.

Dentro del cuarto, Julián cerró los ojos. Podía sentir el eco de su perfume flotando en el aire, ese que le recordaba que aún había vida, deseo, esperanza.

Y mientras el sonido del mar regresaba, una idea cruzó su mente por primera vez en meses:

quizás no estaba tan roto como creía.

(continuará…)

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