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Chapter 27 - Capítulo 26

LEONARDO.

Lucía no se fue.

 

Se quedó ahí, de pie, temblando, con los ojos brillando de furia contenida, como si su cuerpo entero estuviera a punto de romperse.

 

Yo giré el rostro, queriendo terminar todo, queriendo poner distancia, pero entonces ella volvió a hablar, su voz quebrada pero firme.

 

—¿Por qué no puedes? —preguntó de nuevo, como una herida abierta que no dejaba de sangrar.

 

Me volví hacia ella, ya sin máscara, ya sin filtro, y la miré de frente.

 

Mi voz salió baja, tensa, amarga.

 

—Porque tú no sabes lo que es vivir como yo he vivido —escupí las palabras, crudas, hirientes—. Porque tú no sabes lo que es dormir en el suelo frío, con un arma entre las manos, esperando a que la puerta se derrumbe en cualquier momento. Porque no tienes idea de lo que es vivir sabiendo que mañana... quizás no haya mañana.

 

Lucía apretó los puños, pero no retrocedió.

 

—¿Y qué? —dijo, con una rabia desesperada—. ¿Crees que eso me asusta? ¿Crees que no puedo...?

 

Negué con la cabeza, riéndome sin humor.

 

—No, Lucía. No es miedo.

 

—Es que no puedes entenderlo. No puedes vivirlo.

 

—Tú quieres amor, cariño, normalidad... quieres abrazos, promesas, sueños.

 

—Yo no tengo nada de eso. Lo único que sé es pelear, es sobrevivir.

 

Ella dio un paso más cerca, su rostro crispado de dolor.

 

—¿Y si quiero pelear contigo? ¿Y si quiero quedarme, aunque no sea perfecto?

 

Mi pecho dolía, un dolor sordo y constante, como un cuchillo que giraba lentamente.

 

—No entiendes —dije, casi en un susurro ronco—. Apenas llevamos dos meses conociéndonos, Lucía. Dos meses. La mayoría del tiempo estabas cuidándome porque estaba hecho mierda.

 

Lucía no dijo nada durante un largo minuto. El silencio entre nosotros estaba lleno de cosas no dichas, de mundos que no se tocaban.

 

Vi cómo sus ojos, esos ojos llenos de esperanza, luchaban por no quebrarse. No entendía cómo aún podía mirarme de esa manera, como si todo lo que había dicho no cambiara nada, como si aún creyera que podía salvarme, que podía encajar en su mundo.

 

—¿Qué esperas de mí, Lucía? —pregunté finalmente, mi voz más suave, pero cargada de una desesperación contenida.

 

Ella no respondió de inmediato. Dio un paso más hacia mí, pero sus ojos ya no brillaban con furia, sino con algo más doloroso. Una mezcla de amor y lástima.

 

—No sé... —dijo con voz quebrada, sin poder mirarme. —Pensé que... pensé que podría hacer que todo esto tuviera sentido. Que quizás podríamos... —se detuvo, como si las palabras se le hubieran atascado en la garganta. —No sé si es amor o solo... esta necesidad de salvarte.

 

Reí sin humor, amargo.

 

—Salvarme... —murmuré, mirando al vacío. —¿Qué sabes de salvar? No soy un puto animal herido al que curas y luego lo dejas ir, Lucía. Esto no es un cuento. Yo no necesito que me salven. Yo no sé lo que es vivir sin matar. No sé lo que es una vida sin sangre en las manos. He matado desde que tenía diez años. ¿Tú qué sabes de eso?

 

Ella dio un paso atrás, como si mis palabras la hubieran golpeado. Y lo hicieron, pero no se iba a rendir.

 

—No... no es así. Yo... —su voz tembló—. Yo no te veo solo como lo que eres, te veo... como la persona que podrías ser, si te dejaras. Pero no sé si es posible, si hay algo dentro de ti que aún... —se quedó callada, mirando al suelo. —Yo solo quiero... que puedas ser feliz, aunque sea por un momento.

 

El dolor en mi pecho creció. No porque me importara lo que decía, sino porque su esperanza estaba destrozando todo lo que me quedaba de humanidad. Ella quería algo que no podía dar. Ella no podía entender que su amor no podía cambiarme.

 

—¿Qué esperas que pase después de esto, Lucía? —pregunté, mirándola fijamente. —¿Que te lleve a una vida en la que podamos ser felices juntos? ¿En qué maldito mundo crees que viviríamos así? Mi vida está hecha de sombras. ¿Qué clase de vida crees que vas a tener, estando conmigo? No soy alguien con quien puedas soñar en un futuro. Soy un asesino, Lucía.

 

Se quedó en silencio, las lágrimas comenzando a formarse en sus ojos, pero no cayeron. Ella no iba a llorar por mí, no delante de mí.

 

—Te quiero —dijo al final, con una voz tan baja que apenas la escuché—. Y no sé si eso es suficiente para ti, o si algún día lo será, pero...

 

Solté un suspiro largo, y me pasé la mano por el rostro.

 

—No es suficiente, Lucía —respondí en un susurro, con una tristeza tan profunda que se me rompió la voz—. Nunca lo será.

 

Ella no dijo nada más. Solo nos quedamos ahí, uno frente al otro, atrapados en nuestras propias realidades.

 

En algún lugar dentro de mí, algo se quebró al ver su dolor, pero no podía ofrecerle más que esto. No podía prometerle lo que no era capaz de darle.

 

Ella esperaba amor, ella esperaba un futuro. Y yo... solo esperaba la próxima misión.

 

Ella me miró, aún con esa esperanza ciega, con ese amor que no entendía.

 

—Ya sabes lo que pienso, ¿no? —dije con tono grave, mirando el suelo, mi mente luchando por encontrar una salida, por encontrar la fuerza para dar el paso que ambos sabíamos que debía dar. —Esto no va a funcionar, Lucía. No soy lo que tú quieres. Tú no sabes en lo que te estás metiendo.

 

Lucía dio un paso hacia mí, tomando mi rostro con sus manos, obligándome a mirarla a los ojos. Y entonces lo dijo, lo que siempre había temido oír.

 

—Entonces, vete. Si no puedes darme lo que quiero, lo mejor es que te vayas. Ya está, así de simple.

 

Su voz no tembló. No había duda. Y sin embargo, la sensación de que mis entrañas se retorcían, de que algo dentro de mí se quebraba, me hizo vacilar. No era por mí. Era por ella. Era por lo que había hecho al traerme aquí, por lo que sentía ahora que ya lo había dicho en voz alta.

 

Me giré para irme, pero un dolor profundo en el pecho me detuvo. Mi cuerpo estaba roto, mi alma rota, pero ella seguía siendo la misma, esa maldita mujer que había confiado en mí de manera tan ciega.

 

Y cuando ya casi había dado un paso más, la escuché, su voz suplicante, temblorosa.

 

—¡No! —me llamó, sus ojos llenos de una tristeza que me desgarraba. —No te vayas. No... por favor, no aún.

 

Me quedé allí, inmóvil. El dolor en mi cuerpo era insoportable. Cada maldita herida, cada cicatriz de bala cerrada, parecía resurgir con más fuerza, golpeando mi cuerpo como si estuviera siendo atacado de nuevo. El maldito dolor nunca se iba, siempre estaba ahí, esperando el momento perfecto para recordarme quién era en realidad.

 

Me giré, mi respiración agitada, los músculos tensos como cuerdas. Los ojos de Lucía, llenos de una tristeza que parecía morderme, no me dejaban en paz. Quería gritarle, golpear algo, escapar. La presión en mi pecho me ahogaba, y en este momento, sentí que no podía seguir.

 

—¿Qué mierda es lo que quieres, Lucía? —mi voz salió más áspera de lo que pretendía, cargada de frustración y desesperación. —¿Que me quede o que me largue?

—Porque, ¿sabes qué?

—Para mí es más fácil largarme, desaparecer, seguir adelante como siempre. ¿No lo ves? Eso es lo que siempre he hecho. Eso es lo que soy.

 

Lucía no contestó de inmediato, su rostro mostraba una lucha interna que me hacía sentir más incapaz de soportarlo. No tenía tiempo para peleas sentimentales, para estar atrapado en su confusión.

 

—No... —dijo con voz temblorosa, tratando de acercarse, tocándome con una mano que me hizo sentir más vulnerable. —Yo... yo no quiero que te vayas. Quiero... quiero que confíes en mí.

 

Algo en esas palabras, en ese tono, hizo que una rabia ciega se apoderara de mí. No podía soportarlo más. No podía seguir así.

 

—¿Qué quieres que haga, Lucía? ¡¿Qué quieres que te diga?! —grité, mis palabras saliendo como un torrente. El dolor se mezclaba con la rabia, y en cada movimiento, cada respiración, sentía que mi cuerpo me traicionaba. —Yo no sé cómo vivir una vida normal. ¡Soy un maldito asesino! He matado más veces de las que quiero recordar, ¿y tú qué? ¿Qué esperas de mí? ¡¿Que me quede a tu lado?! No soy lo que tú necesitas, no lo soy.

 

Me recargué en la pared del gimnasio, mis manos apretando los bordes, tratando de soportar el peso de mi propio cuerpo que comenzaba a ceder bajo el dolor.

 

Lucía intentó acercarse, como si quisiera tocarme, calmarme, pero todo lo que hizo fue empeorar las cosas. La detuve con un gesto brusco, incapaz de soportar que me tocara. ¿Qué mierda pensaba que podría hacer por mí?

—Cuando tú primo venga... —dije, mi voz ronca y llena de cansancio, de un cansancio que iba más allá del físico—. Le pediré que me lleve de regreso al hospital militar, a recuperarme de todo esto. Y después... después me voy. Me voy a California. Lejos de ti, lejos de todo esto.

 

Lucía me miró como si hubiera dicho algo que ni ella misma podía procesar. Vi su boca temblar, sus ojos luchando por contener las lágrimas, pero no podía seguir aquí. No podía quedarme, no podía hacerle esto. No a ella. No a mí.

 

—No quiero que te vayas. —Dijo finalmente, con una desesperación palpable, extendiendo sus manos como si pudiera detenerme, como si sus palabras pudieran detener el curso de mi destino. —Te lo ruego, no... no me dejes.

 

La desesperación en su voz me atravesó como una flecha, pero no me detuvo. Su fragilidad, su inocencia, esa esperanza que seguía viéndola en sus ojos, me hizo sentir como si la estuviera arrastrando hacia un abismo del que no podría salir. Me sentí incapaz de soportarlo.

 

Me quedé quieto un momento, respirando con fuerza, mi cuerpo aún ardiendo por el dolor. Luego, sin poder evitarlo, las palabras salieron de mis labios, duras, como una bofetada:

 

—¿Qué demonios te pasa, Lucía? —Mi voz estaba rota, rasgada por la rabia y el desconcierto. —¿Qué mierda haces pidiéndome que me quede? Apenas nos conocemos, ¿y crees que esto va a funcionar? ¡Míranos! Tú, con tus sueños, con tu vida, y yo... ¿yo qué tengo para darte? Soy un maldito asesino, y tú... tú eres solo una enfermera que quiere salvar a un tipo como yo, ¿y por qué? ¿Qué te has metido en la cabeza?

 

Lucía abrió la boca, pero las palabras no parecían salir de su garganta, como si cada frase que intentara decir se quedara atrapada en sus labios. Vi cómo sus manos temblaban ligeramente, y su mirada se hundía en un océano de emociones contradictorias.

 

Yo solté un suspiro, tratando de calmarme, pero la frustración solo crecía. No entendía por qué me insistía. No entendía qué quería de mí.

 

—¿Por qué...? —dije, esta vez más bajo, mi respiración aún entrecortada.

 

—¿Por qué quieres que te haga esto? Si te quedas conmigo, vas a arrastrarte por un camino de mierda, ¿y eso es lo que quieres? ¿Qué vas a hacer, cuidarme mientras me rompo más y más? ¿Tenerme como una maldita carga?

Lucía levantó la cabeza, sus ojos, brillantes y llenos de una mezcla de tristeza y determinación, no me dejaban escapar. Sentí una presión en el pecho, un peso que me oprimía el corazón.

 

—No... —dijo finalmente, su voz tranquila pero firme. —No quiero que seas mi carga. No quiero ser tu salvadora. Solo... quiero que no te vayas.

 

Me quedé en silencio, el dolor recorriéndome con cada palabra que ella pronunciaba. Lo que decía no tenía sentido. No podía ser tan simple. Todo esto era un maldito desastre, y yo era la pieza rota que no encajaba en su vida.

 

—No tienes idea de lo que estás pidiendo, Lucía. —La miré, el cansancio pesando en mis hombros. —No te lo haré. No te dejaré vivir esta mierda conmigo.

 

Ella dio un paso más cerca, decidida, y por primera vez en estos dos meses, me sentí tan... vulnerable ante ella. Como si toda esa fachada, todo ese muro que había levantado alrededor de mí, se estuviera desmoronando.

 

—No sé lo que va a pasar, ni si esto tendrá algún futuro. —Su voz se quebró un poco, pero no dejó que la duda la detuviera. —Pero no quiero que te vayas sin siquiera intentarlo. No quiero arrepentirme de no haberte dado una oportunidad.

 

Me quedé allí, inmóvil, observándola. Mi cuerpo aún herido, mi mente en guerra. Lo único que sabía era que no podía quedarme. No podía arrastrarla conmigo.

 

—Tú mereces algo mejor. —La voz me salió como un susurro. —Algo que yo no puedo darte.

 

Lucía dio otro paso, acortando la distancia que yo intentaba desesperadamente mantener entre nosotros. Su voz tembló, pero sus palabras fueron claras, firmes, tan tercas como ella misma.

 

—Te amo —soltó, como una confesión desesperada.

 

Sentí como si el mundo se encogiera a mi alrededor. El dolor en mi pecho ya no era físico: era otra clase de agonía, más profunda, más jodida.

 

Negué lentamente con la cabeza, apretando los dientes.

 

—No —gruñí, casi escupiendo la palabra—. No me amas.

 

—Sí, sí te amo —insistió, su voz subiendo de tono, como si al decirlo más fuerte fuera a hacerlo más real.

 

Sentí una risa amarga nacer en mi garganta, una carcajada vacía que dolía más que cualquier bala.

 

—No —repetí, la mirando directamente, sin piedad—. No sabes ni quién soy. No sabes lo que he hecho. No puedes amar lo que no entiendes.

 

Pero ella no retrocedió. Ni un maldito paso.

 

—Sí puedo —dijo con una certeza que me desesperó—. Y lo hago.

 

—¡No! —espeté, la frustración saliendo en un rugido ronco.

 

—¡Sí! —gritó ella de vuelta, sus ojos llenos de lágrimas contenidas.

 

El dolor, la furia, la impotencia me rompieron en mil pedazos. No podía soportarlo. No podía entender cómo alguien como ella, limpia, buena, inocente, podía aferrarse a alguien como yo.

 

Cerré los ojos un segundo, sintiendo que me desmoronaba, y cuando los abrí, le lancé el desafío que me estaba matando.

 

—Demuéstralo —dije, la voz baja, áspera, como una orden peligrosa.

 

Lucía parpadeó, confundida, temblando.

 

—¿Cómo...? —preguntó, su voz hecha un susurro roto.

 

La miré, clavándola con la frialdad que había aprendido a usar para sobrevivir, la misma que había usado para matar.

 

—Dejándome ir.

 

La vi palidecer. Como si en ese instante entendiera de verdad lo que le pedía.

 

—No —susurró, sacudiendo la cabeza, como si negarlo fuera suficiente para cambiar la realidad—. No voy a hacerlo.

 

Mi pecho dolió aún más. Dolía respirar, dolía verla así. Dolía saber que, de alguna forma, yo le estaba arrancando algo que nunca podría devolverle.

 

—Lucía... —intenté decir, pero ella dio otro paso, más cerca, acortando la distancia hasta casi tocarme.

 

—No te voy a dejar ir —repitió, su voz terca, quebrada, pero decidida—. No importa lo que digas, no importa cuánto intentes alejarme. No voy a dejarte solo.

 

Y yo... yo ya no sabía si tenía fuerzas para seguir luchando contra ella. 

Contra esto. 

 

Me quedé ahí, apoyado contra la pared del gimnasio, con el sudor frío bajándome por la frente, el dolor latiendo en cada fibra de mi cuerpo, y ella frente a mí, mirándome como si pudiera salvarme de mí mismo.

 

Quería apartarla. Quería gritarle. Quería romper todo. 

Pero entonces, Lucía hizo su jugada maestra.

 

Respiró hondo, temblando, y antes de que pudiera decir o hacer algo, antes de que pudiera detenerla, se acercó aún más. Hasta quedar apenas a centímetros de mi rostro.

 

—Si te vas ahora... —susurró, su voz baja, herida, pero increíblemente firme—. No me busques después. No me mires. No me llames. No me hables. Para mí, estarás muerto. Tan muerto como todo lo que dices haber dejado atrás.

 

Cada palabra fue un maldito disparo directo a mi pecho.

 

Lucía me miraba como si en ese momento fuera la única persona que importaba en el mundo, y también como si estuviera dispuesta a destruirse a sí misma si eso significaba mantenerse firme.

 

—¿Eso quieres? —preguntó, alzando la barbilla, desafiándome—. ¿Quieres largarte? Hazlo. Pero sabrás que perdiste algo que nunca vas a volver a encontrar. Porque yo sí sé quién eres. Yo sí sé lo que eres... y aún así, te amo.

 

Me quedé congelado.

 

La rabia, el dolor, el miedo, todo se mezclaba en mi interior, retorciéndome por dentro.

 

Quería gritarle que no sabía nada. 

 

Quería decirle que su amor era un error. 

Quería decirle que yo no podía amar, que el amor era un lujo que no podía permitirse un asesino como yo.

 

Pero las palabras no salieron.

 

Lucía entonces levantó una mano, muy despacio, como si temiera que me rompiera si me tocaba, y la apoyó en mi mejilla.

 

No la aparté.

 

—Te amo. —repitió en un susurro—. Y no voy a dejarte morir solo.

 

Mis piernas temblaban. Mis heridas ardían. Mi pecho estaba hecho trizas.

 

La odiaba en ese momento. 

 

La odiaba por hacerme querer quedarme.

 

La odiaba por darme algo que no sabía si podía sostener.

 

Apreté los ojos con fuerza, sintiendo un nudo subirme a la garganta.

 

—Joder... —murmuré, la voz quebrada, derrotada.

 

Lucía sonrió, una sonrisa triste, pequeña, pero real.

 

Yo era un soldado, un asesino, un mercenario acostumbrado a enterrar todo sentimiento. 

 

Y aún así... ella estaba ganando.

 

Ella vio la grieta formándose en mí.

 

Lo sintió.

 

Y no perdió la oportunidad.

 

Antes de que pudiera apartarme, antes de que pudiera levantar siquiera una mano para detenerla, Lucía se lanzó hacia mí y me abrazó.

 

No fue un abrazo normal. 

 

No fue un abrazo dulce o delicado.

 

Fue un maldito asalto.

Me apretó contra ella como si su vida dependiera de eso, como si pudiera transferirme su fuerza, su calor, su corazón. 

 

Sentí su respiración temblar contra mi cuello, sentí sus manos clavarse en mi espalda herida, sin importarle el dolor que me provocaba, sin importarle nada más que sujetarme.

 

—No voy a soltarte —murmuró contra mi piel, su voz firme, rota y desesperada—. No voy a soltarte aunque me odies. No voy a soltarte aunque me grites. No voy a soltarte aunque me dispares, ¿me oyes? 

—Lucía... —gruñí, débil, tratando de zafarme, pero no tenía fuerza. El cuerpo no me respondía. El dolor, la fiebre, el cansancio... todo me hacía prisionero de ella. 

 

—No me importa si mañana te vas —susurró, llorando ya, con la voz temblando—. Pero hoy... hoy te quedas. 

 

—Estás loca... —musité, apretando los dientes mientras el ardor de las heridas se hacía insoportable. 

 

—Sí —admitió con una risa rota—. Estoy loca. Loca por ti. Y no pienso dejarte caer solo.

 

Mis brazos, por instinto, se movieron.

 

Primero para empujarla.

 

Luego... para sujetarla.

 

Mi frente cayó contra su hombro, vencido, derrotado.

 

El nudo en mi garganta ya no me dejaba respirar.

 

Ella aprovechó mi debilidad.

 

Ella me abrazó más fuerte.

 

Ella ganó.

 

—Maldita sea... —susurré, la voz quebrada—. Maldita seas, Lucía...

 

Pero no la solté.

 

Y ella no me soltó.

 

La puerta del gimnasio se abrió con un crujido y me giré instintivamente, con la cabeza llena de dolor y confusión. La figura del primo de Lucía estaba allí, de pie, observándonos en silencio. Sus ojos eran duros, pero había algo en su mirada que no pude leer de inmediato.

 

Lucía, al sentir mi movimiento, levantó la cabeza de mi hombro y me miró con una expresión que oscilaba entre la esperanza y el miedo.

 

—¿Lo... lo vas a llevar al hospital? —preguntó con voz temblorosa, pero firme.

 

El primo no respondió de inmediato. Su mirada pasó de Lucía a mí, y luego bajó, como si tomara un segundo para evaluar la situación. Me veía hecho mierda, apretado contra ella, sudoroso, agotado, y aún con el cuerpo lleno de dolor. Las heridas, aunque cerradas, aún me quemaban como fuego vivo. Pero eso no era lo peor. Lo peor era que, por primera vez en mucho tiempo, sentía una parte de mí… querer quedarme.

 

El primo suspiró, un suspiro de esos que no predicen nada bueno.

 

—Te dije que no querías esto para ella —dijo con voz baja, como un consejo que Lucía seguramente ya había escuchado antes. Pero ella no pareció inmutarse.

 

Ella, abrazándome como si no existiera otro lugar en el mundo, levantó la cabeza y lo miró con determinación.

 

—No me importa lo que dijiste. —Su voz se endureció—. Tú sabes lo que quiero. Y lo quiero aquí, ahora.

 

Un largo silencio llenó el aire, pesado, como una tormenta que se desata en un segundo. El primo miró al suelo y luego asintió lentamente.

 

—No puedo hacer nada si decides quedarte. —Miró al gimnasio, a las sombras, y luego a la puerta—. Pero sabes lo que implican esas decisiones.

 

Lucía no lo miró. Se concentró en mí, en mi cuerpo roto, como si me estuviera protegiendo del mundo entero.

 

—Ya lo sé. Pero no me voy a alejar de él —dijo, con una calma que ni siquiera yo esperaba en ese momento.

 

El primo hizo un movimiento como si estuviera a punto de decir algo, pero no lo hizo. Su mirada final fue llena de comprensión. Sabía que ya no había marcha atrás para Lucía.

—Entonces te llevas lo que venga —dijo, y salió sin añadir nada más.

 

La puerta se cerró con un suave chasquido, dejando a Lucía y a mí en un silencio pesado. Pero esta vez, no era incómodo. Estábamos juntos, por más que me costara aceptarlo, y por más que mi cuerpo me rogara irme, había algo en esa mujer que me hacía quedarme.

 

Lucía se apartó un poco, levantando la vista hacia mí. Sus ojos estaban llenos de esa tristeza profunda, pero también de una determinación feroz.

 

—Ahora, ¿me vas a dejar ir? —me preguntó con voz suave, aunque su tono seguía firme.

 

La pregunta me hizo tambalear, me hizo cuestionarme de nuevo. Quería decirle que se fuera, que todo esto era un maldito desastre y que ella merecía algo mejor. Pero no lo hice.

 

—No lo sé —respondí, mi voz temblando bajo el peso de la verdad—. A veces creo que sí, que debo irme...

 

Lucía se acercó más, esta vez no hubo barreras. Sus dedos rozaron las heridas en mi pecho, y el dolor de mi cuerpo me recordó lo que era estar vivo.

 

—Quédate, por favor —susurró, sin rodeos—. Quédate, aunque solo sea por un momento más.

 

Mi respiración era pesada, el dolor de las heridas me retumbaba en el pecho, pero las palabras que salieron de mi boca fueron más fuertes que el dolor físico.

 

—Esto no es amor, Lucía —dije, con la voz ronca, aunque mi mente trataba de convencerse a sí misma de que tenía razón. Pero sabía que el conflicto no era solo conmigo, sino con todo lo que había pasado, con lo que no podía olvidar. —Tú lo sabes. Esto... esto no es amor. Es solo... supervivencia. Una distracción. Una necesidad momentánea.

 

Lucía, que había estado mirando mis ojos, como si estuviera esperando que todo tuviera algún tipo de sentido, se tensó. Su rostro pasó de la pena a la ira, como una chispa en un barril de pólvora. Y entonces, sin darme tiempo para responder, me interrumpió con una mirada feroz.

 

 

—Cállate —dijo, la voz tan baja y cortante que sentí que sus palabras atravesaban el aire como cuchillos. —Cállate y no me hables de lo que no sabes. Tú no sabes lo que es el amor. No has vivido lo que significa amar a alguien, ni siquiera sabes lo que es amar a alguien de verdad. Has estado encerrado en tu propio infierno durante tanto tiempo que ni siquiera entiendes lo que está pasando entre nosotros.

 

Me quedé en silencio, su grito resonando en mis oídos como un eco. Sabía que, en su cabeza, su versión de las cosas era muy diferente a la mía. Ella quería aferrarse a algo que ni siquiera yo entendía. No me lo podía explicar, pero las palabras de Lucía me dolían más que cualquier herida física. El golpe me alcanzó directo al alma.

 

—Tú... —comencé a decir, pero ella no me dejó continuar.

 

—No me digas lo que es amor —repitió, acercándose aún más, su rostro iluminado por la determinación. —Yo sí lo sé. Y aunque tú sigas repitiendo que esto no es amor, no me importa. Para mí esto es amor, aunque tú creas que es otra cosa. Yo te estoy eligiendo, a ti, con todo lo que eres, con lo que has hecho, con lo que has sufrido. Y si para ti esto no es amor, entonces, ¿qué lo es? ¿Qué más necesitas para entenderlo?

 

Sus palabras me golpearon como un torrente, y no pude evitar desviar la mirada. Sentía que todo mi cuerpo estaba a punto de ceder, no por el dolor físico, sino por la incertidumbre que su declaración había sembrado en mí. ¿Cómo se supone que podía entender lo que me decía si nunca había tenido la oportunidad de aprenderlo?

 

—No lo entiendes, Lucía. No lo entiendes —repetí, mis palabras ahora vacías, como si ya no tuviera fuerzas para seguir luchando. —Esto no es lo que tú crees. Yo... yo solo sé pelear. Solo sé cómo sobrevivir, y lo que estoy haciendo ahora no tiene nada que ver con el amor. Es todo lo que soy. Es todo lo que conozco.

 

Ella me miró con una tristeza profunda, pero también con una extraña calma. Y entonces, sus manos, que antes temblaban, se posaron suavemente sobre mi rostro. Su toque era tan cálido, tan real, que me hizo querer soltar todo, aunque no sabía si debía hacerlo.

 

—No tienes que saberlo todo —dijo, con voz suave, como si sus palabras pudieran sanar una herida invisible. —Solo... quédate. Aunque no lo entiendas, aunque creas que no es amor, quédate. Y déjame amarte de la única manera en que yo sé hacerlo.

 

Mis ojos se cerraron un momento, las palabras de Lucía resonando en mi mente.

¿Cómo podía seguir adelante, cómo podía aferrarme a algo que no sabía si merecía?

Pero sus manos en mi rostro me anclaban a la realidad, y, por un momento, me pregunté si acaso podría permitirle quedarme en su vida.

 

Pero solo la miré, con la boca sellada por un nudo de dudas, sin saber si debía dejarla entrar en mi oscuridad o si tenía que seguir alejándola para que no se desbordara en algo más grande de lo que podía manejar.

 

—¿Y si te digo que no sé si puedo quedarme? —le susurré, apenas audible, casi temiendo la respuesta.

 

—Entonces... me quedo yo. —Lucía no titubeó, su mirada fija en la mía, más fuerte que cualquier palabra. —Te voy a esperar. Sin importar cuánto me cueste. Pero no me voy a ir.

 

Me separé de ella, apenas logrando mantenerme en pie. El cuerpo me gritaba que me detuviera, pero había algo en mí más terco que el dolor. Algo que no podía permitirle a Lucía seguir alimentando esperanzas.

 

—No voy a regresar —dije, seco, definitivo. Cada palabra me sabía amarga, como si arrancara algo de mí con cada sílaba.

 

Lucía no se movió. Solo me miró, respirando rápido, temblando un poco, pero firme.

 

—Entonces iré a buscarte —susurró, como si fuera una promesa inquebrantable.

 

Solté una risa incrédula, áspera, cansada. Me apoyé en la pared del gimnasio, sintiendo las heridas protestar con cada respiración.

 

—No vas a saber dónde encontrarme —espeté, casi con crueldad. —¿Qué vas a hacer, Lucía? ¿Recorrer el mundo buscando a un mercenario fantasma? ¿Ir preguntando en las calles por alguien que ni siquiera usa su verdadero nombre? No tienes idea de lo que dices.

 

Pero ella no retrocedió.

 

—Sí lo haré —afirmó, sus palabras sólidas como piedra. —Aunque tú no lo creas... aunque quieras perderte entre las sombras otra vez, yo te encontraré.

 

La rabia mezclada con algo que no entendía me quemaba la garganta.

—Eres una maldita necia —escupí, apretando los puños con la poca fuerza que me quedaba.

 

Lucía dio un paso más cerca, su rostro decidido, sus ojos brillando con algo que no era simple terquedad: era fe. Una fe estúpida, hermosa y peligrosa.

 

—Entonces tendrás que correr muy rápido —murmuré, sin poder ocultar el cansancio que me envolvía.

 

Ella sonrió, una sonrisa rota pero desafiante.

 

—Y tú tendrás que decidir si en verdad quieres que no te encuentre.

 

Me quedé en silencio, mirándola. Esa mujer... esa maldita mujer que apenas conocía, estaba dispuesta a desafiar todo lo que yo era, todo lo que había hecho, todo el mundo al que pertenecía, solo por no dejarme solo.

 

Y en ese momento, sentí miedo.

 

No del dolor.

 

No de la muerte.

 

Miedo de que, por primera vez, alguien fuera capaz de cruzar todos mis muros.

 

Mis labios se fruncieron en una línea dura, la mirada clavada en ella, desafiándola a rendirse, a aceptar la maldita realidad. Pero Lucía... Lucía no era de las que retrocedían.

 

De repente, sin darme tiempo a reaccionar, cruzó el último espacio que nos separaba y, en un movimiento rápido, temerario, se subió de puntillas, tomó mi rostro entre sus manos y me besó.

 

No un beso dulce.

 

No uno torpe o inseguro.

 

No.

 

Fue un beso furioso, decidido, cargado de todo lo que no podía decirme con palabras. De todo lo que su cuerpo gritaba y mi alma se negaba a aceptar.

 

El dolor estalló en mis costillas cuando su peso me obligó a sostenerla apenas con mis brazos débiles. Gemí contra su boca, pero ella no se apartó. Apretó más, como si con ese beso pudiera soldar cada una de mis grietas.

 

—Lucía... —intenté protestar, jadeando contra sus labios.

 

Pero ella solo negó con la cabeza, los ojos cerrados, sus manos firmes sujetándome, como si temiera que me desvaneciera si soltaba.

 

Cuando por fin se separó, apenas unos centímetros, sus ojos brillaban con lágrimas que no terminaban de caer.

 

—No voy a dejarte ir —dijo con una voz temblorosa pero feroz. —Aunque me odies. Aunque me grites. Aunque te escondas en el rincón más oscuro del mundo, te voy a encontrar. Te voy a seguir. Y si tengo que arrastrarte de vuelta, lo haré.

 

Me quedé ahí, jadeando, sin poder apartar la mirada de ella.

 

Lucía, la maldita enfermera de mirada de acero y corazón terco.

 

Lucía, que no tenía ni idea de cuán roto estaba yo.

 

Lucía, que no entendía que yo no era el héroe de ninguna historia.

 

Pero tal vez, solo tal vez, era justo lo que más miedo me daba: que a ella no le importaba.

 

Me pasé una mano temblorosa por el rostro, apartándola con torpeza, mi respiración agitada, mis heridas protestando con cada movimiento.

 

—Eres una maldita loca —escupí entre dientes, incapaz de mirarla a los ojos.

 

Ella soltó una risa quebrada, como si mis palabras fueran gasolina para su incendio, no agua.

 

—Tal vez —susurró—. Pero prefiero ser una loca a quedarme sentada viendo cómo te destruyes solo.

 

La miré entonces, y por un momento, vi más allá de la enfermera testaruda. Vi a la mujer que, sin conocerme realmente, había decidido apostarlo todo por alguien como yo. Alguien que no tenía nada para dar.

 

Y eso... eso me jodía más que cualquier herida.

—¿Qué demonios esperas de mí, Lucía? —pregunté, la voz ronca, rota, más vulnerable de lo que quería mostrar.

 

Ella parpadeó, como si la respuesta fuera tan obvia que doliera decirla.

 

—Que luches. —Su voz fue apenas un susurro, pero pesó como una condena. —Que luches por algo más que sobrevivir. Que luches... por ti mismo.

 

Un amargo sabor me llenó la boca. Quise gritarle que no podía. Que no sabía cómo. Que el único combate que conocía era aquel donde al final solo uno quedaba en pie, y siempre era yo... pero a un costo tan alto que ya no recordaba qué se sentía ganar.

 

Apreté los dientes, las manos cerradas en puños débiles.

 

—No soy alguien que pueda ser salvado, Lucía.

 

Ella dio un paso más, tan cerca que podía sentir su aliento cálido en mi piel.

 

—Entonces déjame intentarlo.

 

La miré, sintiendo cómo todo dentro de mí se rompía en mil pedazos. No podía darle lo que pedía. No sabía cómo. Pero ella seguía ahí, terca, viva, brillando de una manera que yo no entendía.

 

—Lucía... —murmuré, en una súplica rota que ni yo mismo entendí.

 

Ella no me dejó terminar.

 

Sus labios chocaron contra los míos con una violencia desesperada, como si quisiera robarme el dolor a fuerza de besos. Como si pudiera suturar todas mis heridas internas solo apretándome contra su cuerpo.

 

Quise apartarla.

 

Debí apartarla.

 

Pero mis fuerzas ya no respondían, y mi alma, jodidamente cansada, sólo encontró un refugio absurdo en sus brazos.

 

Respondí al beso, torpe al principio, dolido, hasta que todo se convirtió en hambre. Hambre de ella. Hambre de algo que no entendía pero que dolía más que cualquier herida.

 

Mis manos, temblorosas, se aferraron a su cintura, mientras ella jalaba la camiseta sucia que apenas cubría mi cuerpo maltrecho.

 

—No deberíamos... —alcancé a susurrar, jadeando, cuando se apartó apenas para mirarme.

 

—Cállate —susurró ella, con lágrimas en los ojos y una furia dulce en su voz—. Solo quédate.

 

Sus manos eran torpes, desesperadas, como las mías, mientras me despojaba de las barreras inútiles. Mientras nos despojábamos mutuamente de la culpa, el miedo, la razón.

 

Allí, en ese maldito gimnasio frío, sobre el suelo duro, entre vendas, sudor, dolor y susurros rotos, nos encontramos como dos almas rotas tratando de curarse arrancándose pedazos de piel.

 

Cada beso era un grito.

 

Cada caricia, una súplica.

 

Un intento de retenerme, de atarme a ella de una manera que ni las balas, ni los años, ni la muerte misma pudieran arrancar.

 

Y mientras me perdía en su calor, mientras su cuerpo temblaba debajo del mío, mientras sus uñas se clavaban en mi espalda adolorida como anclas que me impedían hundirme de nuevo, entendí que no estaba luchando solo contra ella.

 

Estaba luchando contra mí mismo.

 

Y estaba perdiendo.

 

El aire pesado entre nosotros se cargó con la tensión de todo lo que no habíamos dicho. Mi pecho subía y bajaba de forma errática, como si el solo hecho de estar cerca de ella fuera suficiente para asfixiarme. Pero ella no se movió, solo me miraba, con los ojos brillando, temblorosa, como si estuviera a punto de rendirse o quebrarse.

 

Mis manos, temblorosas, buscaron el borde de su blusa. Me demoré un segundo, dudando, como si la piel que ahora tocaba fuera algo sagrado que no debía tocar. Pero entonces, ella me miró, y esa mirada fue todo lo que necesité para seguir. Tiré de la tela, deslizándola lentamente por su cuerpo, sintiendo el calor de su piel bajo mis dedos, la suavidad de su abdomen.

Lucía hizo un pequeño movimiento, como si intentara detenerme, pero no dijo nada. Solo dejó que la camiseta cayera, quedando en sujetador. Estaba expuesta, pero no era solo su cuerpo lo que veía. Era su vulnerabilidad. Y esa vulnerabilidad me desgarró más que cualquier herida.

 

Ella se quedó ahí, de pie, sin saber qué hacer con sus manos. Estaba avergonzada, lo podía ver en la forma en que evitaba mirarme, como si aún no creyera que me tuviera tan cerca.

 

La respiración me falló cuando vi el rubor en sus mejillas. No podía creer que alguien como ella estuviera dispuesta a dejarse ver así. A dejarse ver por mí, un jodido mercenario, un asesino, un monstruo.

 

Mis dedos se deslizaron lentamente por su piel, tocando la curva de su cintura. Era un roce suave, como si de alguna manera, el tacto pudiera sanar todo lo que habíamos roto. Su piel estaba tibia, suave, casi frágil, pero sentí la firmeza de su cuerpo bajo mis manos.

 

Lucía se tensó por un momento, y pude ver la vergüenza en su rostro, cómo sus ojos evitaban los míos, cómo sus manos temblaban un poco antes de finalmente dejarse caer a los costados.

 

Me acerqué un poco más, hasta que mis labios tocaron su cuello. Ella dejó escapar un pequeño suspiro, su piel se erizó al contacto, y me di cuenta de que era la primera vez en mucho tiempo que alguien me tocaba con tanta pureza, sin miedo a lo que podía hacerle.

 

Mi mano se deslizó hacia su pecho, tocando su busto, sintiendo el latido rápido de su corazón bajo mis dedos. Me detuve, sin saber si debía seguir, si era correcto. Pero ella no me detuvo. En lugar de eso, se inclinó hacia mí, buscando mis labios con una desesperación que solo ella podría mostrar.

 

Cada movimiento era lento, temeroso, pero inevitable. No había vuelta atrás. Mis dedos apretaron suavemente su pecho, explorando esa parte de ella que siempre había mantenido oculta, siempre protegida. La vergüenza seguía en su rostro, pero era un dolor diferente al que yo sentía. Era un miedo al abandono, al rechazo, y yo... yo no podía dejarla ir.

 

Su cuerpo se arqueó ligeramente hacia mí, su respiración acelerada, como si cada uno de mis toques fuera una agonía y una necesidad al mismo tiempo. Podía sentir la vergüenza en sus movimientos, el temblor en sus manos que no sabía dónde poner, pero sus ojos nunca dejaron de buscar los míos, desnudándome, retándome, pidiéndome algo que no sabía cómo dar.

 

—No tienes que hacer esto —dije en un susurro, casi un gruñido, como si aún quisiera detenerla, aún quisiera escapar.

Pero mis palabras se desvanecieron con la mirada que ella me dio. Sus labios temblaron cuando los mordió, en un intento de controlarse, de mantener la calma, pero no podía. No lo haría. Ella lo sabía.

 

Con un movimiento lento y medido, Lucía levantó las manos y desabrochó su sujetador, dejando caer las tiras de tela sobre sus hombros. Su pecho, ahora completamente expuesto ante mí, parecía desbordarse con una mezcla de deseo y vulnerabilidad. Yo no podía apartar la mirada, aunque lo intentara. No podía dejar de admirar su cuerpo, sus formas, la forma en que la luz de la habitación reflejaba en su piel, brillando por un segundo, como si fuera algo sagrado. Algo que no debía tocar, pero lo hice.

 

Mis manos volvieron a ella, recorriendo sus hombros, bajando lentamente por su espalda, hasta llegar a sus caderas. Sentí su cuerpo moverse hacia mí, casi de forma automática, como si estuviéramos programados para acercarnos, para fusionarnos, para seguir esa necesidad que ni uno ni otro comprendíamos completamente. El roce de mi piel contra la suya, el calor que irradiábamos juntos, se convirtió en un espacio único, en una burbuja donde solo existíamos nosotros dos.

 

Lucía gimió suavemente cuando mi mano se desvió hacia su cintura, apretándola con una urgencia que no había sentido en mucho tiempo. Sentí cómo sus dedos se hundían en mi espalda, marcando la piel con fuerza, como si no quisiera soltarme. Como si no pudiera permitírselo.

 

—Dime que no te vas a ir —susurró, su voz quebrada, temblorosa, como si necesitara escucharlo. Como si me deseara con cada parte de su ser, como si me necesitara, más allá de la razón. Y yo... yo no sabía cómo responder. No sabía qué decir.

 

Mi cuerpo respondió por mí, y antes de que pudiera pensarlo, mis labios encontraron los suyos nuevamente, un beso lleno de urgencia, de necesidad. Todo lo que había reprimido, toda la frustración, todo el dolor que sentíamos, se volcó en ese beso, en ese toque. Fue un choque de desesperación, de deseo y temor, pero sobre todo de una pasión que ninguno de los dos podía controlar.

 

Cada movimiento estaba cargado de algo más que simple deseo. Había algo más profundo en todo eso, algo que ni siquiera yo sabía cómo describir.

 

Todo lo que había sido antes de ese momento se desvaneció. Solo quedamos nosotros, en un espacio que no tenía tiempo, ni reglas, ni promesas. Solo existía el ahora. Solo éramos dos cuerpos, buscando algo en el otro.

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