PAULA.
El ambiente seguía cargado de tensión, aunque había logrado aligerarlo un poco con mi comentario. A veces, mi humor era la mejor forma de lidiar con cosas incómodas, o al menos intentaba que todos se sintieran un poco más relajados. Sin embargo, las palabras de Sofía me hicieron pensar de nuevo.
"Un futuro o una desgracia…" Era una reflexión fuerte, pero no podía evitar sentir que tenía algo de razón. La verdad era que las vidas de Leonardo y Lucía no encajaban en la idea convencional de amor o relación. Todo en ellos era complicado, marcado por pasados que no se pueden borrar fácilmente. Pero a veces, las mejores historias nacen de lo que parece imposible.
Miré a Sofía y luego a Ana. Ambos parecían igualmente atrapadas en sus pensamientos, lo que me hizo preguntarme si alguna de nosotras realmente entendía lo que estaba pasando. ¿Lucía había caído en una trampa emocional por salvar a Leonardo? ¿O simplemente estaba siguiendo su propio camino, tomando decisiones que sentía correctas? No lo sabía, pero me preocupaba que, al final, todo esto pudiera ser más destructivo de lo que parecía. Lucía se veía fuerte, pero a veces la fortaleza en realidad escondía una vulnerabilidad enorme.
—Creo que lo único que nos queda es esperar, —dije, mirando a las otras dos, intentando aligerar el peso de la conversación. —No podemos controlar lo que pase, pero sí estar aquí para ayudarla, si lo necesita.
**
SOFÍA.
Paula trató de quitarle peso a lo que acababa de decir, pero no pude evitar seguir pensando en ello. Lo que había dicho acerca de la edad, de lo que podría ser una señal del universo, me dejó con la sensación de que, a pesar de que parecía que todo podía encajar de una manera rara, lo cierto era que la realidad no era tan sencilla. A veces, el amor no tenía nada que ver con la lógica ni con lo que las personas pensaban que debía ser.
Miré a Paula, luego a Ana, y finalmente a mi madre. Sentí que todos estábamos pensando lo mismo, aunque no lo dijéramos en voz alta: ¿Qué tan lejos podía llegar una relación entre Lucía y Leonardo?
¿Qué pasaría cuando él se fuera, cuando decidiera retomar su vida de mercenario? Había tantas preguntas sin respuesta. Y mientras tanto, la vida de todos seguía, con todo lo que implicaba el caos que rodeaba a Leonardo.
—A veces me pregunto si está bien seguir ayudando a alguien que claramente no quiere ser ayudado, —dije en voz baja, casi para mí misma, pero lo suficientemente fuerte como para que lo oyeran. —Y ni siquiera sé si Lucía lo está ayudando o si, en realidad, está intentando salvarse a sí misma.
***
ANA.
Las palabras de Sofía me golpearon, porque en parte sentía que tenía razón. A veces, los intentos de ayudar a los demás se volvían más sobre nosotros mismos de lo que queríamos admitir. Yo había visto la manera en que Lucía cuidaba a Leonardo, cómo siempre estaba pendiente de él, incluso cuando él ni siquiera pedía ayuda. Pero, ¿realmente lo estaba haciendo por él, o porque algo dentro de ella la empujaba a hacerlo? Esa duda me rondaba en la cabeza, y no podía evitar pensar que tal vez Lucía no lo sabía.
—¿Pero qué pasa si, en realidad, no lo está haciendo por ella misma? —respondí, mirando a Sofía. —A veces, cuando ayudas a alguien, te terminas involucrando más de lo que pensabas. Tal vez no es tanto por él como por querer sentirse útil, por querer arreglar lo que parece roto. Y no digo que sea algo malo, pero es complicado cuando se mezcla con… sentimientos.
Me quedé pensando en eso un momento. La situación era tan turbia, tan llena de grises, que no había forma de decir con certeza si lo que Lucía estaba haciendo era lo correcto o si solo se estaba metiendo en algo que podría terminar lastimándola.
**
LEONARDO.
El dolor en mi cuerpo sigue ahí, como un recordatorio constante de lo que soy, de lo que he sido. Pero eso no es lo que me consume ahora. Estoy en el suelo, mirando el techo, con una carpeta en mis manos.
La carpeta de un niño llamado Evan. O al menos eso es lo que pone en la portada. La primera impresión que tuve al ver su foto fue la misma sensación de desconcierto que siempre me ha acompañado cuando me enfrento a algo de mi pasado. Algo ajeno, algo que nunca he conocido.
La imagen del niño es lo que más me detiene. Tiene alrededor de diez años, un niño normal. No se distingue mucho de los otros en las fotos que están dentro de esta carpeta, pero esta… esta me hace sentir algo que no puedo identificar del todo. Algo que quiero evitar, porque no sé si debo siquiera pensar que esta foto, este niño, tiene algo que ver conmigo.
Marcos me había dicho que todos los niños de diez y once años que desaparecieron en Chicago hace años estaban registrados en estas carpetas. 130 en total, y tal vez yo soy uno de ellos. Tal vez. Pero nunca lo sabré con certeza, ni siquiera sé si ese apellido es el mío o si es otro, si este niño es yo o si tiene algo que ver conmigo. Pero la imagen me resuena de una manera que no puedo explicar. Me hace pensar que, en algún rincón del mundo, hubo un niño como este, un niño que pudo haber sido yo. O que tal vez, fui yo.
El archivo sigue con más detalles: un nombre diferente, una fecha de desaparición, información sobre su familia, la nacionalidad, sus amigos, los lugares en los que vivió. Un niño normal, que tenía una vida antes de que todo se desmoronara.
Pero esa vida desapareció. Y ahora, lo único que queda de él es esta carpeta, con una foto que no me dice nada, pero que a la vez me lo dice todo. ¿Cómo será la vida de este niño? ¿Qué tipo de familia tenía? ¿Lo amaron? ¿O simplemente era otro niño perdido en un sistema que no lo protegió?
130 niños desaparecidos, y cada uno de ellos con su historia, sus luchas, sus sueños rotos. 127 fotos más que voy a ver, pero me detengo en esta. El nombre, el rostro, el apellido… todo parece tan lejano, tan ajeno, pero al mismo tiempo siento una extraña conexión.
Quiero saber más. No solo de este niño, sino de todos los demás.
Quiero saber cómo vivieron, qué hicieron, qué los llevó a desaparecer, y si tuvieron algún tipo de oportunidad. Quiero saber si hubo alguien que se preocupó por ellos, si tuvieron un hogar donde se sintieran seguros. O si, como yo, fueron arrancados de todo lo que conocían sin tener ni una mínima posibilidad de decidir sobre su destino.
¿Por qué no puedo recordar mi propio pasado? ¿Por qué todo eso está enterrado tan profundo que no logro alcanzarlo? Quiero saberlo, quiero encontrar algún indicio de mí mismo en estas carpetas, en estas historias.
Tal vez estos niños, estos Evan, no tuvieron la suerte de tener una vida, aunque la mía haya estado marcada por la guerra, por la muerte, por todo lo que he hecho y lo que he visto. Tal vez ellos nunca tuvieron la oportunidad de sobrevivir como yo lo hice. Tal vez fueron olvidados.
Y, sin embargo, aquí estoy. Vivo. Pero… ¿realmente vivo? ¿O simplemente sobrevivo? Este nombre, este niño… tal vez la respuesta esté aquí, en esta carpeta. Entender quién era yo antes de todo esto, antes de ser un soldado, antes de perderme en un mar de violencia y muerte.
Es raro, pero me duele pensar que nunca tendré las respuestas que busco. Pero las sigo buscando. A pesar de todo, a pesar de que las probabilidades estén en mi contra, sigo mirando estas carpetas, esperando que algo me diga que mi vida, aunque marcada por la guerra, fue más que solo eso.
Me quedé viendo el techo un largo rato, la carpeta aún abierta sobre mi pecho, pero mi mente ya no estaba en las fotos. Estaba en algo más urgente. Algo que no podía ignorar. Necesitaba contactar a mi equipo.
¿Cómo demonios lo harían?
No tenía dinero. No podía salir y comprar una computadora de uso militar o uno de esos sistemas de comunicación seguros que necesitaba. Y pedirlo… no era una opción. Nadie aquí sabía la verdad. Nadie sabía que, durante estos ocho años, nunca estuve realmente solo. Que detrás de cada misión, cada objetivo, cada movimiento, había una organización que me respaldaba. Una organización que era mucho más que simples mercenarios.
V.I.D.A.
Ni siquiera sé si debería llamarla organización. No era como esas compañías privadas de seguridad que contrataban soldados retirados. Era algo más grande, más... oculto. La clase de grupo que si sabías su nombre, probablemente ya estabas muerto o eras uno de ellos.
Yo oculté esa conexión desde el primer momento. A todos. Incluso a Lucía y su familia. No porque no confiara en ellos —aunque, siendo sincero, no confío plenamente en nadie— sino porque sabía el riesgo que implicaba que alguien lo supiera. No solo para ellos, sino para mí también.
Así que pedir ayuda directamente era una trampa mortal.
Pero no podía quedarme esperando. Si realmente quería encontrar algo, si quería saber más de estos niños, si quería saber de mí, necesitaba contactar a mi equipo. Aunque fuera un susurro, aunque fuera una simple señal de vida.
Necesitaba una computadora. No cualquiera. Algo capaz de soportar los rastreos, de conectarse a las redes profundas sin alertar a medio mundo. Algo hecho para sobrevivir en una guerra de información. Y había una sola persona que, tal vez, podría conseguirme algo así sin hacer demasiadas preguntas.
Marcus.
El Mayor Marcus. Primo de Lucía. Sabía que yo era un mercenario. No sabía la verdad completa, pero entendía lo suficiente. Y, siendo militar, sabría lo que significaba que alguien como yo pidiera equipo de comunicación militar. Entendería los riesgos.
Antes de que se fuera a California, tenía que pedírselo. Una computadora militarizada. No tenía que ser nueva, ni siquiera legal. Solo funcional. Algo que pudiera usar sin que media NSA me tuviera en la mira en cinco minutos.
Quizá también pudiera pedirle algo más.
Armas.
No podía seguir indefenso. No en este mundo. Y menos si iba a moverme para buscar información real. Necesitaba algo discreto, con permisos. Algo que me permitiera portarlas donde fuera sin levantar sospechas. Un salvoconducto. Marcos, con su rango y contactos, podría conseguirlo. No sería fácil, ni barato, pero sería posible.
Me dolía un poco pedirlo. No por orgullo. Sino porque sabía que, en cuanto diera ese paso, estaría dejando atrás cualquier posibilidad de volver a ser solo un civil.
Me amarraría de nuevo a ese mundo. Al de siempre estar alerta, siempre armado, siempre listo para pelear o morir.
Mi mano se cerró con fuerza sobre la carpeta de Evan.
No tenía opción.
Si quería encontrar mi origen, si quería construir aunque fuera una sombra de vida real, tenía que hacerlo. Tenía que moverme. Y eso empezaba pidiéndole a Marcos ese favor.
Me senté en el suelo, sintiendo cómo el dolor corría por mis costillas, por mis músculos adoloridos.
La mañana llegó sin avisar, sin piedad.
No dormí. Ni un segundo.
Me mantuve en el suelo, la espalda entumida, los ojos ardiendo mientras pasaba carpeta tras carpeta. Había leído 45 más durante la noche. Y todavía quedaban 85. Ochenta y cinco carpetas llenas de pequeños Evans que habían desaparecido, como si la ciudad misma los hubiera devorado.
Cada uno era diferente. Apellidos distintos. Historias distintas. Algunos tenían el mismo apellido pero no eran parientes. Familias rotas, familias felices, familias que apenas si los habían registrado en la escuela. Algunos desaparecieron caminando a casa. Otros, mientras jugaban en el parque. Unos más, simplemente dejaron de existir entre una parada de autobús y la puerta de su casa.
Eran tantos... Y todavía no sabía si yo estaba entre ellos.
Miraba las fotos de los niños detenidamente. Caritas sonrientes, otras serias, algunas como si supieran que el mundo ya les debía algo antes de perderse en él. Me preguntaba si uno de esos rostros era el mío, si alguna vez fui así... inocente.
¿Esperaba encontrarme?
No lo sé.
Parte de mí quería. Quería ver una foto y sentir ese clic en el pecho, ese reconocimiento. Decir—: Ese soy yo. Yo fui Evan alguien. Pero otra parte... otra parte temía encontrarlo.
Temía descubrir que alguna vez fui un niño amado, y que eso se perdió para siempre. Que no me esperaron. O que sí lo hicieron... y que yo no quise volver.
Mis ojos dolían. Sentía la arena del cansancio raspándolos. Mi cuerpo protestaba, adolorido en cada músculo, en cada vieja herida.
Pero no podía detenerme.
Me incliné hacia otra carpeta, las manos temblándome un poco, más por agotamiento que por nervios. Otro Evan. Otro apellido diferente. Otra historia distinta. No era yo. No todavía.
Pasé los dedos por la foto, deteniéndome un segundo en la expresión del niño. ¿Había sido feliz? ¿Había tenido miedo la noche que desapareció? ¿Estaría muerto? ¿Estaría como yo, creciendo en algún infierno, olvidando quién era?
85 carpetas más.
85 vidas desaparecidas.
85 posibilidades.
Suspiré, dejándome caer contra el suelo de nuevo, mirando al techo. No podía rendirme. No todavía.
Hoy, después de hablar con Marcos, seguiría buscando. Carpeta por carpeta, rostro por rostro.
Hasta encontrarme.
O hasta aceptar que, tal vez, ya no había nada que encontrar.
Un golpe suave en la puerta me arrancó del trance en el que estaba.
Parpadeé, sintiendo los párpados pesados como plomo. Me incorporé un poco, con movimientos lentos y doloridos, como un animal viejo que siente cada hueso al moverse.
—Leonardo... —la voz de Lucía se filtró desde el otro lado, tranquila, sin presionar—. El desayuno ya está listo... cuando quieras bajar.
No respondí de inmediato. Me quedé mirando la puerta, como si esperara que ella pudiera verme a través de ella.
Parte de mí quería ignorarlo. No porque no quisiera verla. No porque no quisiera comer. Sino porque el cansancio era tan profundo que incluso el acto de levantarme parecía una montaña imposible de escalar.
Pero... sabía que no podía encerrarme.
No otra vez.
Inspiré despacio, cerré la carpeta que tenía entre las manos —otro Evan descartado— y me obligué a levantarme. Cada músculo protestó, crujió, dolió.
Me pasé una mano por el rostro, tratando de despertar un poco. Me puse una camiseta limpia y caminé hacia la puerta. Mis pasos eran pesados, casi torpes, como si la gravedad aquí fuera más fuerte que en cualquier otro lugar.
Abrí.
Lucía estaba ahí, sonriéndome con suavidad, los ojos iluminados por la luz de la mañana. Llevaba una camiseta holgada y jeans, su cabello suelto cayendo sobre sus hombros. Parecía... cálida. Normal. Como algo que no pertenecía a mi mundo.
Me pregunté, en silencio, si alguna vez había tenido algo así en el pasado. Alguien esperándome para desayunar.
—¿Dormiste bien? —preguntó.
Mentir era fácil. Siempre lo había sido. Pero algo en su mirada... algo me dijo que no sería justo.
Negué con la cabeza, despacio.
Ella asintió, sin juzgarme, como si ya supiera la respuesta.
—Vamos —dijo, haciendo un pequeño gesto con la mano—. Hay café, panqueques... y algo de tocino. Sofía casi incendia la cocina, pero sobrevivimos.
Solté una risa breve, baja, rasposa por la falta de sueño.
Asentí.
Después del desayuno, las cosas se volvieron más serias.
Me senté en el sillón de la sala, dejando que la rigidez de mi cuerpo hablara por mí mientras Armando y la señora Isabel preparaban todo.
No dije nada cuando Armando comenzó a trabajar en mi brazo izquierdo, rompiendo con cuidado el yeso. Cada pequeño crujido del material resonaba en mi cabeza como un eco, molesto pero soportable.
Lucía y sus hermanas estaban ahí también, observando en silencio.
Sentía sus miradas clavadas en mí. No de mala manera. Pero igual, era incómodo. No estaba acostumbrado a ser el centro de atención... no así.
Cuando el yeso se desprendió por completo, dejando al descubierto la piel pálida y algo más delgada de mi brazo, sentí un alivio raro, como si me hubieran quitado un grillete.
Luego vino el otro brazo. Isabel trabajó con precisión, usando unas pinzas pequeñas para retirar las suturas una por una. Cada pequeño tirón era como un latigazo leve, punzante. Mantuve el rostro impasible, solo parpadeando un poco cuando el dolor se hacía más agudo.
Un minuto pasó.
Isabel se enderezó, mirándome fijamente.
—Ahora... —dijo en voz baja— es hora de quitar las suturas del torso.
Asentí.
Con ayuda de Armando, me quité la camiseta con movimientos cuidadosos. Mi torso estaba completamente vendado, capas y capas de gasas cubriéndolo todo.
Sentí las manos de Lucía también. Cálidas. Firmes. Ayudando a su madre a quitar las vendas, despegándolas lentamente de mi piel. Era como si cada centímetro expuesto dejara al descubierto una parte de mí que prefería mantener oculta.
Gasas empapadas en un poco de sangre seca y suero se iban despegando.
El contacto de sus manos, las miradas silenciosas de las demás, la forma en que cada venda caía al suelo...
Cuando el vendaje desapareció, mi torso quedó al descubierto.
Docenas de puntos de sutura recorrían mis hombros, mi pecho, mi abdomen, mi espalda.
Cicatrices viejas entrelazadas con heridas recientes.
Un mapa de todo lo que había sobrevivido.
Cerré los ojos un momento mientras comenzaban a quitar las suturas.
Las manos firmes, la presión de las pinzas, el dolor agudo de cada tirón.
Respiré despacio, dejando que el dolor pasara como olas contra una roca.
Luego fue el turno de las piernas.
Aún vestido con el short, me incliné ligeramente para quitarme las vendas de los muslos y de la pierna izquierda. La sensación de la venda despegándose era casi peor que la de las suturas.
Isabel me pasó las pinzas.
Las acepté con una mano firme.
Con movimientos automáticos, profesionales, comencé a quitarme las suturas de las heridas en las piernas.
Sabía exactamente dónde presionar, cómo jalar, cuánto soportar antes de que la piel se abriera.
Era... rutinario.
Y al mismo tiempo, me pregunté qué tan jodido debía estar para que todo esto me pareciera normal.
Un silencio pesado llenaba la sala, solo interrumpido por el leve chasquido de las pinzas trabajando.
Lucía seguía ahí, cerca, como si con su sola presencia intentara aliviar un poco la carga invisible que llevaba encima.
Cuando terminaron de quitar todas las suturas, no me dejaron descansar.
Isabel y Armando comenzaron a limpiar cada una de las heridas ya cerradas. El roce del algodón impregnado de antiséptico ardía un poco, pero era soportable.
No me quejé.
No podía.
No sabía cómo.
Sentía las manos de Isabel y Lucía trabajando con cuidado, extendiendo pomadas cicatrizantes en cada línea de piel rota, en cada historia silenciada que mi cuerpo había guardado como cicatrices.
Luego vinieron los vendajes.
Esta vez, algo ligero.
Ya no metros y metros de gasas envolviéndome como un muerto en vida, sino simples coberturas donde realmente era necesario.
Era… libertad.
Libertad para moverme. Para sentirme vivo de nuevo.
Cuando terminaron, me ayudaron a ponerme de nuevo la camisa, que ahora caía sobre mi cuerpo más liviano, menos restringido.
Me recargué en el sofá, soltando el aire que no sabía que estaba conteniendo.
Apoyé la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos un instante.
Era como si mi cuerpo entero, aunque adolorido, respirara mejor.
Abrí los ojos.
Levanté mi mano izquierda lentamente. La cerré en un puño, la abrí otra vez.
Sentí el estiramiento de los tendones, el pequeño cosquilleo que indicaba que la sangre circulaba de nuevo de manera correcta.
Moví el brazo entero, primero despacio, luego un poco más decidido.
Dolía, claro.
Cada músculo parecía oxidado, chirriando de protesta.
Pero era un dolor diferente.
Un dolor bueno.
El tipo de dolor que significa que todavía estás aquí. Que todavía puedes luchar.
Lucía se sentó cerca, mirándome en silencio, con una pequeña sonrisa cansada.
Sus hermanas cuchicheaban a un lado, como si no quisieran romper la calma de ese momento.
Armando e Isabel recogieron todo sin decir mucho, dándome espacio.
Como si entendieran que, aunque me había quitado vendas y suturas, todavía había muchas otras cosas que no podían tocar.
Me quedé ahí, respirando profundo.
Sintiendo, por primera vez en semanas, que realmente estaba en mi propio cuerpo otra vez.
Dañado.
Pero mío.
Y era un comienzo.
Más tarde, me encontré en el gimnasio de la villa.
Lucía me había dicho que podía usarlo cuando estuviera mejor, pero no podía quedarme quieto.
No era parte de mí.
El descanso excesivo solo oxidaba el cuerpo y entorpecía la mente.
Y ya había pasado demasiado tiempo dependiendo de otros.
El gimnasio no era enorme, pero era funcional. Pesas, cintas, aparatos de resistencia... incluso había una zona de boxeo.
El suelo era de goma, los muros reforzados.
Un buen lugar para empezar de nuevo, aunque el cuerpo aún doliera, aunque los músculos aún se quejaran.
Caminé despacio, observándolo todo, midiendo mis límites internos.
Sabía que no podía lanzarme a lo que solía hacer antes: entrenamientos brutales, jornadas de seis o siete horas que te dejaban al borde de la inconsciencia.
Eso era para después.
Si sobrevivía al primer paso.
Me quité la camisa, quedándome solo con el short.
Mi torso vendado, cicatrizado, marcado de costuras que todavía tiraban un poco al moverse, respiraba el aire templado del lugar.
Comencé estirando.
Despacito.
Cada movimiento era una pequeña batalla de dolor y terquedad.
El primer estiramiento de brazos me arrancó una punzada aguda en el hombro.
Ignoré la sensación, acostumbrado al dolor como un viejo amigo que siempre viene a visitar.
Seguí con piernas, espalda, cuello.
Luego, ejercicios básicos.
Flexiones, pero sobre las rodillas para no cargar tanto peso.
Abdominales, aunque cada contracción del abdomen era como un latigazo sobre las heridas aún frescas.
Sentadillas suaves, ayudándome de una barra ligera para equilibrarme.
El sudor me cubría rápido.
No por la intensidad, sino porque mi cuerpo era ahora un campo de batalla en recuperación.
No me detuve.
No podía.
Mientras trabajaba, sentía como cada músculo adormecido se quejaba, cada sutura cerrada tiraba un poco, pero también como, muy en el fondo, algo empezaba a despertar.
Mi cuerpo había sobrevivido a guerras.
Había soportado heridas que hubieran matado a otros.
No iba a rendirme ahora.
Respiraba pesado.
Cada inhalación era una declaración silenciosa: Sigo aquí.
Miré mis manos, temblorosas por el esfuerzo y la falta de fuerza.
Cerré los puños.
No importaba cuánto doliera.
No importaba cuántas veces cayera.
Volvería.
A mi manera.
Con mis reglas.
O no volvería en absoluto.
Me recargué un momento contra una de las paredes acolchadas del gimnasio, dejando que el latido brutal de mi corazón se calmara.
Esto apenas comenzaba.
Y era exactamente lo que necesitaba.
Seguía recuperando el aliento, recargado contra la pared acolchada, cuando escuché la puerta del gimnasio abrirse con un leve chirrido.
Volteé un poco la cabeza y vi a Paula asomándose, cargando algo en las manos.
—Media hora entraste y ya estás acabado —bromeó, cruzándose de brazos mientras caminaba hacia mí.
—Esto es poco comparado a lo que realmente estoy acostumbrado —respondí, con una media sonrisa, limpiándome el sudor de la frente con el antebrazo vendado.
Ella soltó una risita suave antes de extenderme una botella de plástico translúcida. El líquido dentro era de un color... indefinido. Entre verde, beige y algo más turbio.
—Toma, esto es proteína o no sé qué cosa —dijo encogiéndose de hombros—. Ayuda con la recuperación, o eso dice alguien que ha vivido toda su vida entre doctores.
—No suena muy convincente —murmuré, recibiendo la botella.
—Bueno, ¿qué se le puede hacer? —rió.
Destapé la botella y le di un sorbo.
El sabor era horrible.
Amargo, metálico, con un fondo de algo que no terminaba de identificar.
Pero había probado cosas peores en mi vida.
Infusiones de plantas en zonas de guerra, agua contaminada en campamentos improvisados... Esto no era nada.
Tomé otro sorbo, tragándolo sin quejarme.
Paula se sentó en el suelo frente a mí, observándome con esos ojos curiosos que parecían siempre buscar respuestas que no estaba seguro de querer dar.
—¿De verdad te irás cuando te recuperes lo suficiente? —preguntó en voz baja, casi como si temiera escuchar la respuesta.
Asentí sin dudarlo.
—Sí. No tengo nada que hacer aquí. Nada me ata a este lugar. —Miré la botella medio vacía en mi mano—. Solo debo ir a California... entregar algo... y desaparecer.
Ella bajó la mirada, jugando con la orilla de su short.
—¿Y si resulta que tienes una familia? —preguntó después de un silencio pesado—. ¿Si te reportaron desaparecido? ¿Si todavía te esperan?
Respiré hondo, dejando que el aire pesado del gimnasio llenara mis
pulmones.
La respuesta era sencilla, pero no por eso menos dolorosa.
—Entonces los conoceré... desde lejos —dije, dejando la botella sobre el suelo.
Paula alzó la vista, sorprendida.
—¿Desde lejos? ¿Por qué?
—Porque no tendría sentido quedarme con ellos —respondí, con la voz baja, segura—. No sería el hijo que ellos perdieron hace ocho años. Sería alguien... diferente. Alguien que ya no encaja en esa imagen. Sería peor para ellos. Darles esperanza, solo para que vuelva a desaparecer... para siempre.
Me quedé callado un momento, observando cómo un rayo de luz filtrada entraba por la pequeña ventana del gimnasio.
La vida que había llevado... no podía mezclarse con vidas normales.
No debía.
—Es mejor así —concluí, más para mí que para ella.
Paula apretó los labios, como si quisiera discutirlo, pero no lo hizo.
Simplemente asintió con tristeza.
Y en ese silencio cómodo pero triste, ambos entendimos que no había mucho más que decir.
Paula rompió el silencio tras unos segundos, su voz suave pero cargada de curiosidad.
—¿Y qué harás con Lucía? —preguntó, con una mezcla de duda y reproche—. ¿No es... algo que te ate a este lugar?
Levanté la mirada hacia ella, dejando que el peso de mis palabras se asentara con calma.
—No —respondí con firmeza, aunque sentí un leve tirón en el pecho—. Lucía no es algo que me ate a este lugar. Yo salvé a Lucía... y Lucía me salvó a mí. Es un favor pagado con otro favor.
Me enderecé un poco contra la pared, sintiendo cómo las vendas ligeras se tensaban apenas en mis músculos.
—Yo ni siquiera debería estar aquí. Y ella lo sabe —agregué, sin apartar los ojos de Paula—. Lucía sólo... se rehúsa a aceptarlo.
Mentiría si dijera que esas palabras no me afectaban.
Ya me había acostumbrado a Lucía.
A su presencia constante a mi lado.
A su manera de hablar, de preocuparse, de sonreír de forma tan sencilla.
Pero no quería, ni debía, crear lazos.
No quería formar dependencia ni ningún tipo de sentimentalismo.
Porque eso no existía en mi mundo.
No en la manera en la que Lucía se lo merecía.
Y, sobre todo, no de mí.
Yo no sabría cómo vivir una vida como ella la vivía.
Yo era otra cosa.
Algo que no encajaba en su normalidad.
Paula frunció el ceño, viéndome como si no pudiera creer lo que escuchaba.
—Eres cruel —dijo en voz baja, sin rabia, solo con tristeza.
Asentí, aceptándolo sin pelear.
—Lo sé —respondí, sin esquivar su mirada—. Pero es mejor así. Para ambos lados. Así ella no saldrá jodida cuando me vaya...Y no regrese.
Dejé caer la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos un momento, mientras sentía el peso invisible de las decisiones que, tarde o temprano, tendría que llevar hasta el final.
Paula se cruzó de brazos, su expresión endurecida, pero sus ojos... sus ojos mostraban algo más: tristeza, preocupación.
—¿Algún día... —preguntó en voz baja, casi temiendo la respuesta— te darías un "tal vez"? ¿Un "quizás"? ¿Algún día... pensarías en una vida diferente? ¿Una vida lejos de lo que has vivido? ¿Lejos de la guerra y la muerte? ¿Una vida con nuestra normalidad?
Me quedé en silencio unos segundos, sintiendo que cada palabra que ella decía era como una pequeña presión contra el pecho.
No había rabia en su voz.
No había reclamos.
Solo había esperanza.
Una esperanza que no merecía.
Bajé la mirada, observando mis propias manos, aquellas que no sabían hacer otra cosa más que destruir.
—No lo sé —dije finalmente, mi voz saliendo más baja de lo que esperaba—. No sé si quiero dejarlo... No sé si sabría cómo vivir otra cosa.
Paula dio un paso más cerca, como si estuviera tanteando la distancia entre nosotros, como si en cualquier momento pudiera lanzarse a arrancarme esas palabras de la garganta.
—¿Y no le darías una oportunidad a Lucía? —preguntó de nuevo, su voz temblando un poco—. ¿No le darías... al menos eso?
Apreté la mandíbula, sintiendo una punzada en el estómago.
—No —respondí con dureza—. No sería real.
La vi fruncir el ceño, a punto de decir algo, pero la detuve antes de que hablara.
—No sería real porque no soy lo que Lucía merece —dije, más para mí que para ella—. Estar conmigo sería un error para ella... Y cuando la mentira se rompiera, cuando viera que no puedo darle esa vida... Ella sería la que sufriría.Yo no.
Dejé escapar un suspiro cansado, cargado de un peso que no sabía cómo quitarme de encima.
—Así que no —repetí, más bajo—. No le daré esa oportunidad. Porque un monstruo no puede vivir en el mundo de las personas normales. Y no voy a arrastrar a Lucía a mi oscuridad.
Paula soltó una risa ahogada, casi un sollozo disimulado.
Sus ojos se llenaron de una rabia impotente que no sabía a quién dirigir.
¿A mí?
¿Al destino?
¿A las heridas que la vida había dejado abiertas en ambos?
—Eres un cobarde —escupió, la voz quebrándosele finalmente.
No rebatí.
Porque tenía razón.
No era valentía marcharme.
No era fuerza negarme algo tan simple como una oportunidad.
Era miedo.
Puro y jodido miedo.
Miedo de arrastrarla conmigo.
Miedo de destruir algo que nunca sabría cómo cuidar.
Bajé la mirada al suelo.
A mis manos, que sabían sostener armas pero no abrazar.
A mis piernas, que sabían correr hacia la guerra pero no quedarse en paz.
No soy lo que Lucía merece.
Nunca lo seré.
Y cuando el silencio ya nos envolvía como una pesada manta, la puerta se abrió con suavidad.
La voz de Lucía, inocente y cálida, rompió la tensión como un cuchillo afilado:
—¿Interrumpo algo?
Lucía cerró la puerta detrás de ella con suavidad, pero el sonido resonó en la habitación como una señal de que algo estaba a punto de estallar.
Me quedé quieto, observando cómo se acercaba, sin decir una palabra.
El aire se cargó rápidamente, como si todo estuviera a punto de romperse, y, al final, ella fue la primera en hablar.
—¿Por qué estás así? —preguntó con voz suave, pero con una mirada que reflejaba preocupación, como si de alguna manera pudiera cambiar lo que estaba pasando.
Yo suspiré, incapaz de dar una respuesta sencilla.
Habíamos hablado de esto antes, pero no de una manera tan directa, tan
frontal.
Lucía nunca fue del tipo de persona que se quedaba con la duda, y ahora me estaba mirando como si esperara una respuesta.
Pero no podía decírselo de manera simple, no podía decirle lo que ella quería oír.
—No estoy "así", Lucía —respondí con una sonrisa que no llegó a mis ojos—. Sólo que... esto está mal. Tú y yo, todo esto... es raro.
Ella frunció el ceño, claramente no entendiendo a qué me refería, y se acercó un paso más.
—¿Qué es lo que está mal? —insistió, ahora con un toque de impaciencia.
Su tono había cambiado, ya no era el mismo de antes.
Había algo más, algo que me decía que esta conversación podría convertirse en algo peor.
Una presión que no estaba dispuesta a ignorar.
Me crucé de brazos, tratando de mantener mi postura fría, pero sentí el ardor en mi pecho.
No podía seguir mintiéndome, no podía seguir jugando este juego.
Ya lo había dicho, pero de alguna manera, ella no lo había entendido.
—Lo que está mal es que me estás confundiendo —dije, cada palabra más pesada que la anterior—. ¿Qué quieres de mí, Lucía? Esto no es... no es lo que piensas.
Lucía abrió la boca, pero se detuvo a medio camino, como si hubiera algo en sus pensamientos que la detuviera.
Por fin, dejó escapar una risa amarga, casi vacilante.
—¿Confundiéndote? ¿Qué estás diciendo? —preguntó, su tono mezclando incredulidad y frustración.
—¿Tú realmente crees que esto es una confusión? Lo que siento... lo que estamos haciendo... no es un error.
La mirada que me dio era de pura determinación, pero había algo en sus ojos que no pude ignorar.
Era la desesperación, la que se estaba mezclando con algo más profundo.
Una necesidad, una dependencia que, aunque intentara negarlo, estaba allí, invisible pero presente.
—No, no lo es —respondí, mi voz más baja ahora, pero firme—. Es gratitud. Eso es todo. Nada más. Y te lo agradezco, Lucía, pero no es lo que piensas. No lo es.
Ella me miró por un largo rato, como si tratara de procesar mis palabras, pero la frustración seguía acumulándose en su rostro.
—¿Gratitud? —repitió, casi como si la palabra la lastimara.
—Eso es lo que sientes por mí, solo gratitud. ¿De verdad? Eso es lo que eres capaz de darme... después de todo lo que hemos pasado.
Alzó las manos, como si estuviera buscando algo, una respuesta o una explicación que yo no podía darle.
—¿Cómo puedes decirme eso? ¡No puedes hacerme esto! ¡No después de todo lo que hicimos, todo lo que hemos compartido!
Yo di un paso atrás, sintiendo cómo la presión aumentaba.
Era la misma rutina.
Siempre huyendo, siempre resistiendo.
—No compartimos nada, Lucia, ¿Qué esperas de mí, Lucía? —le pregunté con voz áspera, intentando calmar mi propio enojo.
—¿Que me quede aquí contigo? ¿Que te dé algo que nunca podré dar?
—No soy la persona que crees, no soy lo que crees merecer.
Ella parecía casi devastada, como si las palabras que acababa de decirle la hubieran golpeado más fuerte de lo que esperaba.
—¿Qué quieres que haga, entonces? —dijo, y su tono era más bajo, más herido.
—¿Quieres que te deje ir? ¿Que te deje desaparecer como si nada? ¿Dejar que todo esto sea solo una maldita historia que no importa?
Yo me quedé callado, sin saber cómo responder.
Pero en el fondo sabía lo que tenía que decir, lo que debía hacer.
Pero Lucía no lo entendería, no aún.
—Eso es lo que siempre he hecho, Lucía.
—Siempre me he ido, siempre he desaparecido.
—No sé cómo hacer esto. No sé cómo ser lo que tú quieres que sea.
—Lo único que sé es que... no puedo darte lo que buscas. No puedo.
El silencio fue pesado, tan denso que casi me ahogó.
Lucía no decía nada, pero la mirada que me dio era un golpe directo al estómago.
Fue como si todo lo que había dicho, todo lo que intentaba evitar, hubiera sido revelado.
Finalmente, fue ella quien rompió el silencio, su voz ahora teñida de rabia.
—¡Eres un maldito cobarde! —gritó, sus palabras llenas de dolor—. ¡Todo el tiempo que he estado aquí, cuidándote, y esto es lo que me ofreces! ¡No te atrevas a decirme que no soy capaz de comprenderte, de entender lo que has pasado! ¡Solo porque tienes miedo de que te lastimen, de que te duela, no puedes hacerme esto! ¡No me hagas esto!
Su voz temblaba, pero no por el miedo, sino por el enojo.
Era como si toda su frustración se estuviera desbordando, y yo no podía detenerlo.
—No entiendes lo que estoy diciendo, Lucía —respondí, con los puños apretados—. Esto no es solo miedo.
—Es la realidad.
—Y la realidad es que nunca te podré dar lo que necesitas.
Ella lo sabía, lo entendía, pero no podía aceptarlo.
No quería aceptar lo que estaba pasando entre nosotros.
—¿Entonces todo esto ha sido una mentira? —dijo, su voz quebrada pero decidida—. ¿De verdad crees que no puedo sentir algo más por ti? ¿Que no puedo hacer que funcione? ¡No puedes hacerme esto, Leonardo!
Y entonces, con una fuerza que ni yo esperaba, dio un paso hacia mí, su cara tan cerca de la mía que podía sentir su respiración acelerada.
—¿Por qué no me das una puta oportunidad? —gritó, su rostro pálido pero furioso.
—¿Por qué no me dejas intentar?
No supe qué responder.
Mi cabeza estaba llena de ruido, de pensamientos confusos y contradictorios.
Pero lo que sí sabía era que no podía seguir con esto.
No podía seguir mintiéndole.
No podía seguir adelante con algo que no iba a funcionar.
—Porque no puedo, Lucía. Porque nunca funcionaría. —dije, mi voz cortante, sin espacio para más palabras.
El aire se llenó de tensión, cargado de palabras no dichas, de emociones a punto de desbordarse. Lucía no se movió, sus ojos fijados en los míos con una intensidad que ya no podía ignorar. Estaba esperando una respuesta, una que no llegaba, pero que ella no dejaba de pedir. Una y otra vez, como si todo lo demás fuera irrelevante.
—¿Por qué no puedes? —insistió, su voz baja pero llena de una desesperación palpable.
Me aparté de ella, caminando un par de pasos hacia el rincón de la habitación, buscando la distancia que me permitiera pensar, aunque sabía que no la encontraría. Cada vez que la miraba, cada vez que sus ojos se clavaban en mí, algo dentro de mí se rompía un poco más. Pero no podía permitirlo. No podía.
—Porque no eres capaz de entenderlo, Lucía —dije, mi voz endureciéndose, intentando mantener la calma que ya se desbordaba—. No sabes lo que he vivido, lo que he hecho.
—Tú... tú eres joven, todo esto es nuevo para ti. Tienes 26 años, pero aún te falta mucho, aún tienes mucho que aprender. No sabes lo que es ver morir a las personas que amas. No sabes lo que es estar en un lugar donde la vida no tiene valor, donde todo lo que importa es sobrevivir, donde el dolor y la muerte son tu pan de cada día.
La dureza en mi voz se acentuó con cada palabra.
Lucía me miraba fijamente, pero yo no podía frenar lo que ya había comenzado.
A medida que hablaba, mi mente viajaba atrás, a esos días oscuros y perdidos que nunca quise compartir con nadie.
—No sabes lo que es perderlo todo, Lucía.
—No sabes lo que es sentir que el único propósito que tienes es sobrevivir, para que en tu próxima misión no te maten.
—Tú hablas de amor, de darme una oportunidad, pero ni siquiera sabes lo que es vivir en un lugar donde la única ley es la de matar o ser muerto.
—Tienes la suerte de tener un "futuro", de tener una vida normal, mientras que yo... no sé lo que es eso. No sé lo que es ser alguien normal, vivir una vida de tranquilidad, sin esa maldita sombra de la muerte acechando a cada paso.
El aire parecía volverse más denso, como si lo que había dicho ya no fuera solo palabras, sino algo mucho más pesado.
Lucía se acercó un paso más, sus ojos ardían, como si sus preguntas no fueran solo una búsqueda de respuestas, sino una lucha por entender algo que ni yo mismo podía entender.
Su rostro mostraba frustración, pero también algo que no podía identificar bien.
Era una mezcla de rabia y dolor, algo que quizás no sabía cómo expresar.
—¡¿Por qué?! —exclamó, su voz quebrándose con la misma pregunta de siempre, la que me atormentaba y me desarmaba.
—¿Por qué no puedes darme una puta oportunidad?
—¿Qué es lo que no entiendes de esto, Leo?
—No quiero tu agradecimiento, no quiero que esto sea solo un favor. No quiero que me veas como algo que te ayudó en un mal momento. Quiero saber por qué no puedes darme lo que yo... lo que yo quiero darte.
Yo tragué saliva, mirando al suelo.
Esto no estaba saliendo como esperaba. No estaba preparado para esto, no con ella.
Pero algo dentro de mí me impulsaba a hablar, a ser brutalmente honesto, aunque sabía que eso la destruiría.
—Porque no puedo, Lucía, porque... no quiero.
—No te quiero, no como tú quieres que te quiera. No puedo amarte como esperas.
—Y te lo estoy diciendo por tu bien, aunque no lo entiendas, aunque te duela.
—Tú aún tienes mucho por vivir, mucha vida por experimentar, y todo lo que yo podría darte es mierda.
—Mira, no somos iguales. Mi vida, mis experiencias, lo que he tenido que soportar... no puedes entenderlo.
—No puedes entender lo que es caminar solo, sin nadie, sin nada.
—Tú tienes amigos, familia, gente que te quiere, pero yo... Yo ya no sé lo que es tener a alguien de verdad a mi lado.
Lucía me miraba, su expresión ahora entre el desconcierto y la incredulidad.
Daba un paso atrás, pero no dejaba de mirarme, como si estuviera tratando de encontrar una respuesta que no existía.
—¿Eso es lo que piensas? —preguntó, casi susurrando.
—¿Que soy tan débil que no puedo soportar lo que tú has vivido?
—¿Crees que me voy a rendir tan fácil?
—No es eso, Lucía —respondí, mi voz sonando más cansada que nunca.
—Es que no soy el hombre que tú crees que soy.
—No soy lo que tú necesitas.
—No puedo darte una vida tranquila, no puedo darte amor, porque no sé cómo hacerlo.
—Y lo que más me asusta es que... tú lo estés buscando, que pienses que puedes encontrar algo en mí.
—No puedes, porque yo ya no soy capaz de darlo.
Lucía dio un paso hacia atrás, claramente afectada por lo que acababa de decir.
Pero en su cara ya no había confusión, solo algo más.
Algo más oscuro.
—No me hagas esto, Leo —dijo, su voz bajando de tono, casi quebrada.
—No me digas que esto no puede ser.
—¿Qué pasa si yo te lo pido?
—¿Qué pasa si yo te pido que me des una oportunidad, aunque sea mínima?
Mi corazón latió con fuerza, pero no dejé que eso me controlara.
No podía permitir que me arrastrara, que me hiciera ceder.
—Te lo he dicho, Lucía —respondí, respirando con dificultad.
—No puedo.
—Y si de verdad me quieres, lo entenderías.
—No estoy hecho para ser lo que tú esperas. Nunca lo estaré.
Lucía se quedó en silencio un momento, como si estuviera procesando lo que había dicho.
Luego, su voz se hizo más dura, más fría, como si su dolor se hubiera convertido en algo más manejable.
—Entonces vete.
—Vete.
—Si no puedes, si no puedes darme lo que quiero, vete.
Lo dijo con tal decisión, que sentí como si una cuerda se hubiera roto dentro de mí.
El ambiente se llenó de silencio, pero en ese silencio, todo había quedado dicho.
****
N/A: al chile banda, me emocioné aquí, creo que algunas no tendrán congruencia pero ahí las dejé, si ven esto, por favor dígame qué les pareció, porque tengo mucho más que ofrecer.