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Chapter 31 - Capitulo 30

LUCÍA.

 

Había estado despierta desde antes de que Leonardo se levantara de la cama.

 

Sus palabras... cada palabra... las había escuchado todas. 

Cada una como un cuchillo y una caricia al mismo tiempo.

 

Cuando lo sentí levantarse, el terror me invadió. 

 

El crujido leve del colchón, sus pasos descalzos sobre el suelo frío, el roce de su abrigo, el sonido casi imperceptible de sus dedos tomando el pomo de la puerta.

 

Mi corazón estaba a punto de estallar. 

 

Cada segundo de silencio era un martillazo en mi pecho.

 

¿Se iría?

 

¿Así?

 

¿Sin siquiera mirarme?

 

Mi cuerpo quería moverse. 

 

Quería alcanzarlo. 

 

Detenerlo. 

 

Gritar su nombre si era necesario.

Pero entonces... el pomo no giró. 

La puerta no se abrió.

 

Y en cambio... Sentí el peso en el colchón otra vez. 

 

El calor de su cuerpo regresando. 

 

El temblor de un brazo inseguro rodeándome.

 

Luego su frente contra la mía.

 

Su respiración agitada. 

 

Su corazón desbocado, tan cerca que parecía resonar en mis propios huesos.

 

Cerré los ojos, tragándome las lágrimas que luchaban por salir. 

 

No quería asustarlo más. 

 

No quería que supiera que lo había escuchado todo.

 

Que había sentido su lucha interna como si fuera mía.

 

Lo abracé, sin abrir los ojos. 

 

Como si así pudiera sellarlo a mi lado. 

 

Como si mi amor pudiera ser suficiente para las cicatrices que cargaba.

 

El caos en su interior... 

 

Pude oírlo. 

 

Pude sentirlo.

 

Y aun así, ahí estaba.

 

No huyó. 

 

No esta vez.

 

Sonreí apenas, triste y aliviada a la vez. 

 

Y en un susurro casi imperceptible, tan bajo que quizás nunca lo sabría, le prometí:

 

—No te dejaré solo, Leonardo... aunque quieras.

 

Afuera, la madrugada seguía su curso, ajena a la batalla silenciosa que ocurría en esa habitación. 

 

Pero aquí, en este pequeño universo de dos, algo había cambiado.

 

Quizá no era una victoria. 

 

Quizá no era la salvación completa.

 

Pero era un comienzo.

 

Era suficiente.

 

Por ahora.

 

El amanecer pintaba la habitación con tonos suaves de dorado y rosa. 

Los primeros rayos de sol se filtraban por la ventana, iluminando suavemente la figura de Leonardo, aún dormido profundamente a mi lado.

 

Yo no me había movido en toda la noche.

 

Mis brazos lo envolvían con fuerza, negándome a soltarlo, aferrándome a su calor, a su presencia.

 

Mi oído seguía posado sobre su pecho, escuchando el latido de su corazón.

 

Anoche... había sido un caos. 

 

Un mar de emociones desbordadas que casi lo arrastran lejos de mí. 

Pero ahora...

 

Ahora, su corazón latía en un ritmo sereno. 

 

Constante.

 

En paz.

Sentí las lágrimas amenazando de nuevo, pero esta vez no de tristeza, sino de un amor tan inmenso que dolía. 

Amor por este hombre roto, por su valentía, por su lucha interna, por su decisión de quedarse aunque todo en él gritara que huyera.

 

Levanté un poco el rostro y lo miré.

 

Por primera vez... Lo vi dormir tranquilo. 

Sin ninguna mueca de dolor en su rostro.

Sin el ceño fruncido por alguna pesadilla.

 

Su expresión era casi inocente. 

 

Pacífica. Hermosa.

 

No pude resistirme. 

 

Me acerqué despacio, temiendo despertarlo, y susurré contra sus labios:

 

—Te amo.

 

Luego, dejé un beso suave, apenas un roce, en su boca. 

Un beso que probablemente no sentiría, pero que necesitaba darle.

 

Me quedé ahí, observándolo.

 

Memorizando cada detalle: su respiración pausada, el ligero movimiento de su pecho, la forma en que una de sus manos inconscientemente buscaba aferrarse a mí incluso en sueños.

 

Y por primera vez en mucho tiempo, sentí esperanza. 

Una esperanza frágil, sí, pero real.

 

Porque él estaba aquí. Conmigo.

 

Y mientras su corazón siguiera latiendo así, mientras su alma se permitiera descansar en mi abrazo, yo sabría que aún había una oportunidad.

 

Una oportunidad para reconstruirnos. 

 

Para sanar.

El sol seguía colándose a través de la ventana, llenando la habitación con una luz suave y cálida. El aire fresco de la mañana se filtraba por las rendijas de la ventana, acariciando nuestra piel y aportando una calma inesperada a la atmósfera.

 

Poco a poco, noté que el ritmo de su respiración comenzaba a cambiar. Leonardo se estaba despertando, y con cada pequeño movimiento, mi corazón se aceleraba, temiendo que, al abrir los ojos, todo volviera a la misma guerra emocional que habíamos vivido la noche anterior.

 

Pero entonces, un suspiro suave escapó de sus labios, y sentí su brazo moverse lentamente, buscando inconscientemente más contacto, más proximidad.

 

Mi rostro estaba tan cerca del suyo que podía sentir su respiración cálida en mi piel. Lentamente, su mano se levantó y pasó por su rostro, frotándose los ojos con la palma.

 

Su cuerpo se tensó por un momento, como si se diera cuenta de que algo no estaba bien, como si tratara de recordar todo lo que había pasado. Unas milésimas de segundo pasaron antes de que sus ojos, aún entrecerrados, se abrieran completamente.

 

Cuando me vio, su mirada, al principio confusa, fue suavizándose al reconocerme.

Su expresión pasó por varios estados en fracciones de segundo, entre duda, sorpresa y algo que yo podría haber interpretado como alivio.

 

—¿Lucía...? —murmuró, su voz grave y rasposa por el sueño, como si no estuviera seguro de lo que veía.

 

No respondí de inmediato. Me quedé allí, observándolo en silencio, esperando, escuchando los latidos acelerados de mi propio corazón.

 

Finalmente, cuando se dio cuenta de que no me movía, sus ojos se fijaron en mí, buscando alguna respuesta, alguna señal de que lo que estaba sintiendo no era solo un sueño.

 

—¿Estás bien? —me preguntó, esta vez con un tono más suave, más cercano.

 

No supe qué decir, porque no tenía palabras suficientes para expresar todo lo que sentía. Sabía que él tenía miedo. Sabía que no entendía lo que estaba pasando entre nosotros.

Pero, al mismo tiempo, sabía que las palabras no eran suficientes en ese momento.

 

Así que me acerqué un poco más, mi mano tocó su rostro suavemente, recorriendo su mandíbula, sus mejillas, hasta que mis dedos se posaron sobre sus labios, callándolo con ese gesto.

 

—Sí, estoy bien —respondí finalmente, con una sonrisa pequeña, pero sincera—. Solo... no quiero que te vayas.

 

El silencio llenó la habitación por un momento. Leonardo me miró fijamente, sus ojos oscuros llenos de pensamientos que no podía descifrar.

 

Pero no se apartó. Ni siquiera se movió.

 

A pesar de su miedo, de sus dudas, en ese momento, estaba aquí. Conmigo.

 

Y eso era lo único que importaba.

 

Leonardo bajó la mirada, su frente casi rozando la mía, como si le costara decir lo que estaba sintiendo. Su respiración se hizo más pesada por un instante, y luego, en un susurro quebrado, soltó:

 

—Te odio...

 

Sentí que mi corazón se encogía, pero entonces vi sus ojos, llenos de esa confusión, esa desesperación muda que ya había aprendido a reconocer en él. No era odio real. Era miedo. Era impotencia. Era su manera torpe y rota de decir que estaba atrapado en algo que no entendía.

 

Sonreí suavemente, llevé mis labios de nuevo a los suyos en un beso breve, cariñoso, como si pudiera limpiarle un poco de ese caos que cargaba.

 

—Yo también te amo... —susurré contra su boca, sintiendo su cuerpo tensarse ligeramente bajo mis manos.

 

Mis dedos jugaron con su cabello desordenado mientras lo miraba fijamente, sin apartarme ni un centímetro.

 

—¿Qué quieres hacer ahora? —le pregunté, en voz baja, como si temiera romper la frágil burbuja de intimidad que habíamos creado.

Él parpadeó un par de veces, como si la pregunta lo hubiera dejado desarmado. Movió la cabeza apenas, en un gesto negatorio.

 

—No lo sé —dijo, casi en un gruñido bajo—. Nunca... nunca estuve en algo así. No sé qué hacer, Lucía.

 

Sus manos apretaron las sábanas a su costado, como si buscaran anclarse a algo. Su vulnerabilidad era tan palpable que dolía.

 

Lo miré, sentí ternura, tristeza y un amor aún más profundo por esa alma quebrada que, de alguna manera, estaba dejando que me acercara. Apreté su rostro entre mis manos, obligándolo a verme, a no huir.

 

—Está bien —le dije, rozando mi frente contra la suya—. No tienes que saberlo. No ahora. No todo de golpe. Solo... quédate conmigo. Aquí. Ahora.

 

Y aunque no respondió de inmediato, sentí cómo su cuerpo cedía un poco, como si mi presencia, mis palabras, hubieran logrado arrancarle, aunque fuera por un momento, un fragmento de esa pesada armadura que siempre llevaba.

 

Leonardo cerró los ojos lentamente, apoyando su frente contra la mía, respirando hondo, como si intentara memorizar este instante.

 

No necesitaba más.

 

No necesitábamos más.

 

Solo estar ahí, los dos, en silencio, en un amanecer que parecía prometernos —aunque fuera solo por ahora— un poco de paz.

 

Permanecimos así unos minutos, sin decir nada. Solo sintiendo el calor del otro, la respiración entrecortada que poco a poco se iba calmando.

 

Abrí los ojos primero, y vi a Leonardo luchar contra sí mismo incluso en la quietud. Sus cejas apenas fruncidas, la línea de su mandíbula apretada. Sus manos temblaban ligeramente sobre la cama, como si cada fibra de su ser quisiera salir corriendo… pero algo, algo más fuerte, lo mantenía aquí, conmigo.

 

Se obligó a abrir los ojos. Chocó su mirada con la mía. Y por un instante, vi a Leonardo sin máscaras, sin escudos, solo un muchacho —uno roto, asustado, pero tan humano— tratando de entender lo que pasaba.

 

—¿Así se siente...? —murmuró, como si hablara más para sí que para mí.

 

—¿El qué? —pregunté, acariciando su mejilla suavemente con el dorso de mi mano.

 

—Quedarse —susurró, y sus ojos se cerraron un segundo, como si la palabra pesara demasiado.

 

Sonreí, con lágrimas hormigueándome detrás de los párpados.

 

—Sí, así se siente —dije, acariciándolo aún—. Y no tienes que hacerlo perfecto, Leo. Solo… quédate. Un día. Una hora. Un minuto. Lo que puedas.

 

Él tragó saliva. Volvió a mirarme. Y luego, torpemente, casi como si no supiera cómo hacerlo, me abrazó. No fue un abrazo seguro ni decidido. Fue uno tenso, torpe, pero genuino. Uno que decía —no sé cómo se hace esto, pero quiero intentarlo—.

 

Hundí mi rostro en su cuello, sintiendo su corazón acelerarse bajo mi oído.

 

—Un minuto —dijo, su voz áspera, quebrándose apenas—. Puedo quedarme un minuto.

 

Apreté los ojos, luchando contra el llanto que me invadía. No le exigí más. No le pedí más.

 

Un minuto era suficiente.

 

Un minuto hoy.

 

Mañana... tal vez dos.

 

Pero por ahora, aquí estábamos. 

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