LUCÍA.
Ya anocheció. Otra vez.
Y Leo no ha dado señales de vida.
Ni ayer, cuando se fue a esa maldita base con Marcos. Ni hoy, en todo el jodido día. Nada. Cero mensajes. Cero llamadas. Ni siquiera un maldito visto en el último intento desesperado que le envié esta tarde.
Marcos, ese traidor de mierda, solo me dijo "Está bien". Está bien. Como si esas dos palabras pudieran cubrir la ansiedad que me está carcomiendo desde adentro. Como si bastaran para calmar las imágenes que mi cabeza se empeña en reproducir sin parar.
Imágenes de Leo herido. Solo. Encerrado. Destrozado.
Y sí, sé que exagero.
Pero no puedo evitarlo. Maldita sea, ¡no puedo!
—No deberías preocuparte tanto, mi amor —me dijo mamá hace un rato, mientras me servía té, como si el té fuera a resolver esta tormenta—. Esta con Marcos. Si dice que está bien, es porque lo está. Quizás solo necesita espacio, cariño. Acaba de saber que esas personas podrían ser su familia. Es demasiada carga para cualquiera.
La miré. Y por un instante quise creerle. Quise. De verdad.
Pero entonces recordé la mirada de Leo en el desayuno. Esa mezcla entre miedo y esperanza que no sabía cómo ocultar. Dijo que no le interesaba saber sobre su familia, que lo suyo era el presente y lo que pudiera construir con él. Pero yo lo vi. Lo sentí.
Le dolía.
Le duele.
Y ahora... está allá. Solo. A kilómetros de distancia. Y yo aquí, con esta ansiedad metida en el pecho como una garra cerrada que no me deja respirar.
Ya me sé la teoría. Que necesita su tiempo. Su espacio. Su silencio.
Pero carajo... ¿por qué tiene que doler tanto respetarlo?
¿Por qué no puedo dejar de mirar la pantalla del celular como si eso fuera a hacer que él aparezca?
¿Por qué siento que me estoy quedando atrás mientras él lucha contra fantasmas que no me deja ver?
No quiero presionarlo. Lo último que quiero es asfixiarlo.
Pero... ¿y si se está rompiendo allá y yo no estoy para sostenerlo?
¿Y si no vuelve?
—¿Para qué demonios le conseguimos un maldito celular si no lo va a usar? —gruñí, lanzando el cojín del sofá al suelo por quinta vez mientras caminaba de un lado a otro como leona enjaulada.
La pantalla del teléfono brillaba sobre la mesa, muda. Igual que ayer. Igual que hoy.
Maldita sea, Leo.
No sé cuántas veces ya leí la última conversación que tuvimos. La forma en que escribió ese "te veo pronto" con esa calma suya que a veces parece tan falsa como real. ¿Fue real? ¿Fue solo para tranquilizarme?
¿Y si yo lo presioné demasiado?
Lo pensé. Lo he estado pensando todo el jodido día. Nos acostamos. Sí. Lo hicimos porque ambos quisimos, ¿cierto? Pero... también hablamos. Nos abrimos. Se nos salieron cosas. Sentimientos. Promesas pequeñas, torpes, sin mucho futuro pero cargadas de esperanza. Algo así como un: vamos a intentar esto.
Y Leo dijo que sí.
No solo con palabras. También con la forma en la que me abrazó después, con la manera en la que me miró cuando pensó que no me daba cuenta. Con ese suspiro entre cansado y en paz que soltó antes de dormirse sobre mi pecho.
¿Entonces por qué ahora este silencio?
¿Fue demasiado? ¿Lo asusté? ¿Esto es su forma de arrepentirse?
—Mierda —susurré mientras me sentaba al borde del sillón, abrazándome las piernas—. Tal vez... tal vez fue culpa mía.
Tal vez le impuse todo esto.
Tal vez nunca debí... insistir. Ni decirle lo que sentía. Tal vez debí dejarlo en paz. Tal vez no está listo. Quizá nunca lo estuvo y yo me inventé toda esa historia de "una oportunidad para los dos" solo porque necesitaba creer que él también quería lo mismo.
Él no tiene nada. No tiene a nadie. Y lo puse en un rincón donde tenía que elegir entre su mundo y el mío. Entre el infierno y la idea de una vida que nunca ha conocido.
—Mierda... —susurré otra vez, apretando los dientes y sintiendo que la garganta se me cerraba.
Y ahí estaba otra vez: esa voz venenosa en mi cabeza.
"Lo obligaste. Lo empujaste. Lo asfixiaste. Esto no era tuyo para salvar."
Tal vez... tal vez Leo solo está tratando de volver a respirar.
Y yo... yo solo fui la gota que lo colmó todo.
El sonido del portón me hizo girar de inmediato. El frío me azotó la cara en cuanto salí, pero no me importó. La nieve seguía cayendo, silenciosa, como si la noche misma quisiera esconder algo.
Dos autos negros. Militares. Obviamente.
Mis ojos se clavaron en ellos mientras mi estómago se apretaba.
Del primero bajaron la tía Marcela, con su usual elegancia fría, y el tío Alejandro, con esa expresión que siempre parece saber más de lo que dice. Del segundo, Marcos.
Y luego… él.
Ese maldito.
Caminó con la misma calma que lo caracteriza, con las manos en los bolsillos y la mirada un poco perdida, hasta que nuestros ojos se encontraron. Fue como si todo el ruido de fondo se apagara por un segundo.
No esperé más. Caminé hacia él con pasos firmes, directos, decididos. Y sin detenerme ni por un segundo, levanté el brazo y le di un golpe en el hombro.
El hombro.
Ese hombro.
El que sabía perfectamente que estaba sensible por una de sus heridas.
—¡¿Dónde mierdas te metiste, Leonardo?! —le solté, sintiendo cómo el calor de la rabia me hervía bajo la piel.
Él se encogió con un gruñido, llevándose una mano al hombro adolorido, y me miró con una mezcla de dolor y fastidio, aunque sin perder la calma.
—Estaba trabajando —respondió como si fuera lo más normal del mundo.
—¿Trabajando en qué? —espeté.
—Negocios —contestó, girando la cabeza un poco, como si el viento nocturno le resultara más interesante que mi furia.
—¿Qué negocios, Leonardo? —insistí, dándole otro empujón, más suave, pero igual de cargado.
—Negocios que no te voy a contar… —dijo mientras volvía a clavar su mirada en la mía—. Pero tienes que confiar en mí.
Lo miré en silencio durante un segundo que pareció eterno. Sentí las palabras arderme en la lengua antes de escupirlas.
—Ahora no estoy tan segura de hacerlo.
Me alejé de él antes de que pudiera responder, con el corazón latiéndome en los oídos. Caminé hacia la tía Marcela, respirando hondo para no llorar de pura frustración.
—Tía… —la saludé con un beso en la mejilla—. Hace tiempo que no la veía.
Ella me respondió con una sonrisa suave, preocupada. El tío Alejandro me dio un apretón de hombros. A él también le sonreí, aunque con menos fuerza. Luego giré hacia Marcos.
—Y tú… maldito traidor.
Él solo levantó las cejas, como si ya esperara ese comentario.
—¿Te das cuenta de lo que me hiciste pasar?
Marcos suspiró, pero no respondió. Supongo que sabía que no había nada que pudiera decir para apaciguarme.
Porque el problema no era solo que Leonardo se había ido.
Era cómo lo había hecho.
Y lo que eso significaba para nosotros.
—Tíos, mis papás y mis hermanas los esperan adentro —dije con la voz todavía cargada, abriendo la puerta principal.
La tía Marcela me acarició el brazo con suavidad, y el tío asintió con esa mirada silenciosa que siempre ha tenido. Los dejé pasar, y antes de que el traidor de Marcos pensara en decir algo, giré sobre mis talones hacia Leonardo.
Lo miré.
Estaba ahí, parado como si nada, pero lo conocía lo suficiente como para ver cómo cojeaba apenas, cómo su pie izquierdo no tocaba bien el suelo.
Suspiré. Otra vez.
—Vamos —murmuré, tomándolo del brazo con más firmeza de la necesaria—. Ayúdame a ayudarte, imbecil imprudente.
No protestó. No dijo nada. Solo caminó conmigo hacia adentro, cojeando en silencio. Cada paso parecía costarle más de lo que admitía, y su expresión se mantenía impasible como si no sintiera nada. Lo odiaba un poco por eso.
Lo llevé directamente a su habitación, en la planta baja. Cerré la puerta tras nosotros con un golpe que no pude contener. Él comenzó a quitarse el saco, y antes de que lo terminara de colgar, yo exploté.
—¿Te molesta algo? —pregunté, casi escupiendo las palabras—. ¿Te hice algo?
Leonardo volteó a verme, sorprendido. No dijo nada.
—¿Te estoy presionando? ¿Te estoy obligando a algo que no quieres? ¡Dímelo! —seguí, la voz quebrándose de a poco—. ¿Estoy haciendo algo mal? ¡Porque si lo estoy haciendo necesito saberlo, Leo!
Me abracé a mí misma, sintiendo cómo todo lo que me tragué durante el día amenazaba con salir como una ola.
—Sé que no me comporto como una mujer de mi edad. Lo sé, no hace falta que me lo digan —bajé la mirada—. Pero tú tampoco lo haces. Tú tampoco sabes qué demonios hacer con esto. Con nosotros.
Él seguía en silencio, y eso dolía más que cualquier otra cosa.
—Sí, apenas hemos hablado sobre lo que somos. O lo que queremos ser. Pero… yo sé qué es lo que te asusta. Sé que no estás preparado. Lo respeto, Leo. De verdad que sí. Pero yo necesito saber…
Lo miré con los ojos llenos de lágrimas contenidas.
—¿Qué hago? ¿Qué se supone que haga contigo? ¿Me alejo? ¿Te espero? ¿Te suelto? ¿Te abrazo? ¡Dame algo, lo que sea! —mi voz tembló y se quebró en la última palabra—. Solo dime qué hacer, por favor…
El silencio en la habitación era abrumador. Solo el crujido tenue de la nieve afuera, el leve zumbido del calentador, y mi respiración entrecortada llenaban el espacio.
Y él seguía ahí, mirándome.
Como si mis palabras fueran demasiado.
O demasiado ciertas.
Leonardo bajó la mirada. Sus manos se cerraban en puños, tensas. El saco cayó al suelo sin que se diera cuenta, sin importarle. Lo vi parpadear varias veces, tragando saliva, como si cada palabra que intentaba formar se quedara atorada entre su garganta y su pecho.
—Yo… —empezó, y su voz sonaba ronca. Tan diferente a la forma en que usualmente hablaba.
Cerró los ojos un momento. Respiró hondo. Luego los abrió, directo hacia mí. Esa mirada.
—No me molesta nada de ti —dijo con firmeza, aunque su voz aún temblaba un poco—. No es tu culpa. Nada de esto. No me estás obligando a hacer nada que yo no quiera. Nada.
Di un paso hacia él. No lo toqué. Solo lo escuché.
—Estoy jodido, Lucía. Estoy jodido desde hace mucho —soltó una risa sin alegría y se sentó en la cama con dificultad, como si todo le doliera, física y emocionalmente—. Y sí, sé que no actúo como debería. Que tengo cicatrices que ni yo entiendo. Pero contigo… quiero intentarlo. Quiero todo eso contigo.
Sus palabras me golpearon más que cualquier grito.
—¿Sabes por qué no respondí hoy? —me preguntó, sin esperar respuesta—. Porque estaba descargando. Todo. Mi cabeza, mi cuerpo, mis miedos, mis putas memorias. Y por más que intenté pensar en otra cosa, al final siempre volvías tú. Tú.
Alzó la vista hacia mí de nuevo.
—Quiero esto. Lo nuestro. Lo que sea que esté empezando a formarse. Quiero descubrir qué puedo darte. Quiero intentar vivir contigo lo que sea que venga, incluso si me aterra. Incluso si no sé cómo.
Se llevó una mano al rostro, cubriéndose los ojos un momento.
—No me sueltes todavía, ¿sí? Tal vez no sé cómo prometerte todo… pero quiero hacerlo. Por ti. Por lo que estoy empezando a sentir. Porque nunca lo he sentido así, no así.
Silencio.
Yo me acerqué, dejé que mi cuerpo lo encontrara, y lo abracé. Sin pedir permiso. Sin palabras.
Él temblaba un poco.
Y en su respiración entrecortada, supe que no mentía.
Me quedé en silencio un instante, abrazándolo, sintiendo cómo su respiración se volvía más lenta, más pesada. Mi corazón latía tan fuerte que creí que él podía escucharlo.
Me separé apenas un poco, solo lo suficiente para verle bien el rostro. Estaba roto, pero vivo. Asustado, pero aquí. Conmigo.
—Te amo, Leonardo —dije. Su mirada se encendió, sus pupilas se agrandaron como si el mundo hubiera dejado de girar por un segundo—. Y no tienes que decirlo tú. No ahora. Sé que es difícil. Sé que no sabes cómo hacerlo. Sé que piensas que no lo mereces. Pero yo sí lo sé. Yo sé que lo sientes.
Mis dedos rozaron su mejilla. Él no se apartó.
—Te amo incluso si decides irte. Incluso si crees que necesitas desaparecer. Porque sé que no podrás. Porque sé que ya no puedes. Porque te conozco aunque apenas estamos empezando. Porque me basta una mirada tuya para saber que estás hecho pedazos… pero esos pedazos también me pertenecen.
Lo besé. Una vez. Y otra. Y otra. Besos cortos, suaves, desesperados. Como si intentara recordarle cada palabra que no podía decir.
Y de repente, él me sujetó con fuerza, con esa intensidad que solo alguien que ha tenido que pelear por cada cosa que ama puede mostrar. Me besó profundo, como si buscara aire en mí, como si yo fuera el único lugar seguro en toda su maldita tormenta.
—Te amo —susurró contra mis labios. Su voz era apenas un murmullo quebrado. Pero lo dijo. Por primera vez.
Mi pecho se encogió. Sentí lágrimas salir sin poder controlarlas.
—Dilo otra vez —le pedí, apenas audible.
Él sonrió, triste pero sincero, y me acarició la mejilla con la yema de los dedos.
—Te amo, Lucía.
Y no importaba que el mundo se estuviera cayendo afuera.
Aquí, en esta habitación, supe que lo tenía.
Su cuerpo temblaba apenas, como si el simple hecho de decirlo lo hubiera dejado expuesto. Vulnerable. Humano.
Me aferré a él como si fuera real por primera vez.
—¿Puedo quedarme contigo esta noche? —le pregunté. Ya lo sabía, pero necesitaba decirlo. Necesitaba pedirlo.
—No quiero que te vayas —respondió, y su voz ya no era solo baja… era sincera, pura.
Nos acercamos sin palabras. Mi mano sobre su pecho, sintiendo los latidos aún desordenados. Sus dedos enredándose en mi cabello, guiándome hacia él como si me necesitara para no perderse otra vez.
Nuestros labios se volvieron a encontrar, pero esta vez no fue con desesperación. Fue con ternura, con necesidad, con la calma de quien ha pasado una tormenta y encuentra al fin la orilla.
Me ayudó a quitarme el abrigo mientras yo deslizaba con cuidado su camiseta. Vi las vendas, las cicatrices, los moretones que el frío no podía ocultar, y no dije nada. Solo acaricié con mis dedos su piel como si pudiera aliviarle el dolor.
—No quiero lastimarte —susurré.
—No puedes. No tú —dijo, mirándome con esos ojos que ya no se escondían detrás del miedo.
Lo guié hasta la cama, lo hice recostarse con cuidado, y me acosté a su lado, sobre él, sin peso, solo piel sobre piel, con el corazón en la boca.
Cada beso era una promesa muda. Cada caricia, una afirmación de que estaba aquí, conmigo, que no se había perdido del todo. Sus manos temblaban un poco, las mías también.
Nos desnudamos como si estuviéramos aprendiendo el cuerpo del otro por primera vez. Con lentitud, con respeto, con hambre contenida por tanto tiempo. No había prisa. Solo respiraciones compartidas, suspiros en la oscuridad, y un temblor compartido de algo más que frío.
—Lucía —dijo mi nombre como si fuera la única verdad que conocía.
—Estoy aquí.
Y nos encontramos. Sin ruido, sin máscaras, sin deber nada al mundo más que este momento.
Ese instante íntimo donde el amor no dolía. Donde no existía la guerra. Donde él no era un soldado perdido y yo no era una mujer preocupada. Solo éramos dos almas que, a pesar de todo, decidieron quedarse.
Sus dedos trazaban mi espalda como si intentara memorizar cada curva, cada línea, cada respiración que escapaba de mí con cada roce suyo. Me sostenía como si tuviera miedo de que me desvaneciera, como si necesitara sentirme para saber que esto era real.
Sus labios encontraron los míos de nuevo, más suaves esta vez. Menos urgencia, más profundidad. Como si decirme "te amo" lo hubiera roto por dentro y, al mismo tiempo, lo estuviera reconstruyendo desde cero. Como si yo fuera la única forma que tenía para volver a sentirse humano.
Su cuerpo se tensaba y se relajaba con cada movimiento, conmigo sobre él, guiándolo, cuidándolo, amándolo. Y él lo permitía. No se alejaba. No huía. Solo me miraba como si no pudiera creer que estuviera ahí.
—No sé cómo ser perfecto —murmuró contra mi cuello, con la voz temblorosa.
—No tienes que hacerlo perfecto —le respondí mientras tomaba su rostro con ambas manos—. Solo… hazlo conmigo.
Y lo hizo. Se abrió como nunca antes lo había visto. No con palabras, sino con su cuerpo, con su entrega, con ese leve temblor en su pecho que decía todo lo que su boca aún no podía. Me tocó como si quisiera quedarse con pedacitos de mí en las yemas de sus dedos. Como si le costara creer que esto no era un sueño.
Mis labios se deslizaron por su cuello, su hombro herido, su pecho marcado, con una mezcla de deseo y cuidado. Cada gemido, cada suspiro, era como un susurro a su alma.
Y entonces se aferró a mí, dentro de mí, con una mezcla de fuerza y necesidad. Con los ojos cerrados, la mandíbula apretada, el cuerpo ardiendo. Yo también me perdí en él. En ese calor compartido, en esa fusión que no entendía de tiempo ni de heridas, solo de presencia.
Nos movimos juntos, despacio al principio, como aprendiendo un ritmo que solo nuestros cuerpos entendían. Luego más profundo, más sincero, más crudo.
Como si cada estocada rompiera una de sus barreras internas, como si me dejara entrar no solo a su cuerpo, sino a ese lugar oscuro que siempre había mantenido cerrado.
El placer se mezcló con la emoción. Con el dolor. Con la necesidad de quedarse. De pertenecer. De no huir.
Y cuando llegamos juntos, cuando nuestros cuerpos se estremecieron y nuestros labios se buscaron en un último beso tembloroso, supe que ese "te amo" no había sido solo una palabra.
Había sido una decisión.
Nos quedamos en silencio. Abrazados. Respirando como si el mundo allá afuera no existiera. Como si todo lo que importara estuviera aquí.
—No te vayas… —susurré sin abrir los ojos.
—No ahora —respondió, acariciando mi espalda—. No esta noche.
**
No nos detuvimos ni cuando el amanecer comenzó a filtrarse por las rendijas de las cortinas. El cuarto estaba tibio, lleno del aroma de nuestros cuerpos, del sonido de nuestras respiraciones entrecortadas, de las súplicas susurradas entre besos y caricias desesperadas.
No nos bastaba. Yo no quería que se detuviera. Él tampoco lo hacía.
Lo sentía dentro de mí una y otra vez, como si el mundo entero fuera este instante suspendido en el tiempo. Cada movimiento, cada jadeo que escapaba de su garganta grave, cada roce de sus manos marcadas por cicatrices, me ataban más a él.
Yo no pensaba en nada más. No en mi familia en la otra ala de la casa. No en el frío que se escurría por la ventana. No en lo que podría venir después. Solo en Leonardo. En su cuerpo. En su alma rota, que me dejaba tocar y reconstruir con cada embestida, con cada gemido mío que lo hacía aferrarse más fuerte.
Lo sentía entregarse a mí por completo, no solo físicamente, sino emocionalmente. Esa intensidad no era solo deseo. Era dolor, amor, miedo y esperanza comprimidos en cada gesto.
—No quiero que pares… —le susurré entre gemidos, con las piernas aferradas a su cintura, sintiendo cómo se deshacía dentro de mí una vez más.
—No voy a hacerlo… —susurró contra mis labios, temblando, besándome como si necesitara recordarse que estaba aquí. Conmigo.
Mi cuerpo ardía, mi corazón también. No sabía si era amor, obsesión, necesidad o todo al mismo tiempo, pero no me importaba. Yo lo quería todo. Todo de él. Lo roto. Lo hermoso. Lo peligroso.
Incluso si eso significaba arriesgarlo todo.
Incluso si esa noche me lo quedaba tan profundo y tan dentro que mi cuerpo… decidiera no dejarlo ir nunca más.
Sus movimientos se volvieron más lentos, más profundos. Como si supiera que era la última vez de la noche… o de la madrugada, porque la luz del amanecer ya dibujaba sombras tenues en la habitación.
Yo lo sentía temblar, su respiración desordenada junto a mi oído, sus manos firmes entrelazadas con las mías. Mi cuerpo se aferraba al suyo como si con eso pudiera evitar que algún día se fuera.
Y entonces…
—Lucía… —susurró contra mi cuello, con un tono quebrado, cargado de todo lo que sentía y que no podía decir.
Un último gemido profundo escapó de sus labios al hundirse completamente en mí, dejándose ir. Lo sentí todo. El calor, la entrega, la rendición.
Lo abracé con fuerza mientras mi cuerpo también se estremecía, atrapándolo en ese último momento compartido.
No dijimos nada durante un buen rato. Solo el sonido de nuestros corazones acelerados y la respiración irregular llenaban la habitación. Su frente se apoyó contra la mía, y por primera vez, no parecía tener miedo.
—Gracias por no rendirte conmigo —dijo en voz baja, con los ojos cerrados, aún dentro de mí, aún parte de mí.
Le acaricié la mejilla, sintiendo su piel húmeda por el esfuerzo y, quizás, alguna lágrima que no quiso dejarme ver.
—Nunca lo haré —le prometí.
Seguíamos ahí. El mundo podía estarse cayendo afuera, pero ninguno de los dos parecía dispuesto a dejar de tocarnos. Mi frente recargada en su hombro, mi respiración tranquila mientras mis labios buscaban cada rincón de su piel como si intentaran memorizarlo.
Sus cicatrices…
Dios, esas malditas cicatrices.
Eran marcas de todo lo que había pasado, de todo lo que lo había roto y también lo que lo había hecho fuerte. Y yo no podía evitar besarlas una a una, adorarlas.
Mis labios sobre su clavícula, su cuello, su pecho.
Sentía sus dedos acariciando mi espalda lentamente, sin apuro.
Cada tanto, bajaba la cabeza para besarme el cuello o rozar con la boca mis senos, haciéndome suspirar, estremecerme… porque era él. Solo él.
Mis piernas seguían alrededor de su cintura, aferrándome como si aún necesitara asegurarme que no iba a desaparecer. Su frente se apoyó contra mi pecho, y lo sentí respirar profundo, como si ese momento fuera su refugio.
—¿Puedo quedarme así contigo? —preguntó en voz baja.
Levanté su rostro con ambas manos, lo miré directo a los ojos y le sonreí con ternura.
—Siempre.
Y lo besé otra vez. No por deseo carnal, sino por amor, por necesidad, por esa maldita urgencia de no querer soltarlo jamás.
El sol comenzaba a asomarse tímidamente por la ventana, sus rayos se filtraban entre las cortinas, iluminando nuestra piel desnuda mientras permanecíamos acurrucados bajo las sábanas. Nadie decía nada, solo el suave susurro de nuestras respiraciones entrelazadas, el ritmo de nuestros corazones latidos sincronizados.
Estaba tan cerca de él que casi no podía pensar en nada más. Su cuerpo, firme y cálido, me envolvía, protegiéndome como si nada más existiera. No quería separarme de él, no podía. Mi mano recorría su pecho, y luego bajaba hasta mi vientre, trazando las líneas de mí abdomen con la yema de mis dedos.
Me sentía en paz, pero, por alguna razón, una pequeña preocupación comenzó a asomar entre mis pensamientos. Miré su rostro, aún con los ojos cerrados, completamente relajado.
—Leo… —susurré, sin dejar de acariciar su piel—. Tenemos que ser cuidadosos con esto.
Él abrió los ojos lentamente, una ligera sonrisa en los labios. Me miró como si supiera exactamente a qué me refería.
—¿Cuidarnos? —dijo en tono burlón—. Pero si tú misma me pediste un hijo de un día para otro la primera vez que lo hicimos.
Fruncí el ceño, golpeándolo suavemente en el pecho, aunque la sonrisa no me salía del rostro.
—Eso fue... diferente. Yo... no pensaba las cosas en ese momento —murmuré, algo avergonzada. La broma de Leo me había sacado una sonrisa, pero también me hizo pensar en lo que habíamos hecho. En todo lo que habíamos compartido.
Él se rió, acurrucándome aún más contra su pecho.
—Lo sé. Y no te preocupes, lo que sea que pase, lo enfrentaremos juntos.
Permanecimos así, abrazados. El mundo podía seguir girando, pero por esa fracción de tiempo, solo existíamos nosotros dos. Sin presión, sin expectativas, sin nada que nos separara. Solo él y yo, en silencio, disfrutando de la quietud que solo una noche como esa podía darnos.
—¿Qué piensas? —le pregunté en voz baja, acariciando su brazo.
Leo guardó silencio por unos segundos, como si estuviera decidiendo entre decir algo serio o seguir molestándome. Sabía que en su cabeza siempre había demasiadas cosas, pero cuando al fin habló, no fue lo que esperaba.
—Estaba pensando… —dijo con esa sonrisa descarada que me mataba— en cómo una mujer de veintiséis años se aprovechó de un pobre tipo de dieciocho... por segunda vez.
Le di un manotazo suave en el pecho, ofendida y riendo al mismo tiempo.
—¡No seas idiota! Nadie se aprovechó de nadie.
—Ajá, claro... y yo no estoy todo arañado, adolorido y con la duda existencial de si acabo de embarazar a mi novia en una casa llena de su familia.
Me quedé en silencio un momento... y luego me reí. Esa risa que me arranca él, la que nace entre nervios, ternura y puro amor.
—¿Te burlas? —le pregunté.
—Un poco. —Se encogió de hombros, besándome el cuello—. Pero también estoy aterrado. ¿Tú no?
—Claro que sí... —respondí en un susurro, acariciando mi vientre suavemente—. Pero también estoy feliz. Aunque aún no sé si pasó algo o no… igual, tenemos que ser más cuidadosos.
—¿Tú me estás diciendo eso? —me miró con una ceja levantada—. ¿La misma mujer que la primera vez me pidió un hijo de la nada, como si fuera pedir tacos?
—¡No fue así! —protesté riendo—. Solo… estaba en el momento. Sentí que era correcto.
—Ajá… correcto. —Besó mi clavícula y murmuró contra mi piel—. Yo también lo sentí.
Me aferré a él, enterrando el rostro en mi pecho. No quería pensar en el miedo, en el caos que podría venir. Solo quería a este Leo, este que me abrazaba como si no me fuera a soltar jamás.
Luego Leo levantó su cabeza de mi pecho, sus ojos recorriéndome como si me viera por primera vez. Sus dedos rozaron mi mejilla, suaves, y entonces lo dijo. Su voz apenas fue un susurro, pero lo sentí retumbar por todo mi cuerpo.
—Te amo.
Mis labios temblaron un poco, como si las palabras que tanto había querido escuchar aún me sorprendieran, incluso si ya las había oído antes. Y aún así, como si no bastara, le pedí que lo repitiera.
—Dilo otra vez… por favor.
Él no dudó. No se lo pensó. No se escondió.
—Te amo.
Me besó.
—Te amo.
Otro beso, más profundo, más cálido.
—Te amo.
Y entonces uno más, como si al decirlo una y otra vez, borrara cada sombra de duda que alguna vez vivió en él.
—Te amo, Lucía. Y aprenderé a hacerlo de la forma correcta.
Y yo no sabía si llorar o reír. Quizá hice las dos cosas a la vez. Porque por fin podía decirlo, sin miedo, sin esconderse. Y porque ahora lo deseaba. Lo sentía. Lo vivía.
—Entonces… —susurré aún entre caricias— más te vale estar preparado para hacerlo oficial. Frente a todos. Porque con tanto ruido anoche, seguramente toda la casa lo sabe.
Leo soltó una risa ronca, esa que me encanta porque es tan rara en él. Me abrazó con fuerza y, sin vergüenza alguna, soltó:
—Si se enteraron, fue por ti. No parabas de gemir y gritar mi nombre como si te estuviera exorcizando.
—¡Eres un idiota! —le dije mientras le daba un manotazo, pero no pude evitar reírme.
—Un idiota que te ama —replicó, besando mi nariz.
Y no había forma de pelearle eso. Porque yo también lo amaba. Incluso si toda mi familia nos había escuchado. Incluso si el mundo ardía afuera. Él era mi caos… y también mi paz.
Me acomodé sobre él de nuevo, montándolo con esa sonrisa tonta que sólo él podía provocarme, con mis dedos rozando su pecho marcado por cicatrices que ya no me daban pena, sino ternura. Lo miré a los ojos, esos que al fin me decían todo sin ocultarse, y sin vergüenza, sin filtro, le solté:
—Estoy tan feliz, Leo… que quiero otra ronda.
Sus cejas se alzaron con una mezcla de sorpresa y diversión. Soltó una carcajada baja, ronca, de esas que se te cuelan por la piel y se quedan ahí.
—¿Otra? Lucía… tienes demasiada hambre de esto.
Me mordí el labio, sin negarlo.
—¿De esto? —pregunté, deslizando mis manos por sus costados, sabiendo perfectamente que no hablaba sólo de su cuerpo— ¿O de ti?
—Lo que sea… —respondió, levantándose un poco para alcanzarme, sus labios apenas rozando los míos— para complacerte.
Nos reímos entre besos suaves, entre caricias que no pedían permiso, mientras el mundo allá afuera seguía girando, pero aquí dentro… éramos sólo nosotros dos.
**
Todo mi cuerpo se estremeció. Las piernas se cerraron con fuerza alrededor de él, buscando no soltarlo, no dejarlo ir jamás. Su nombre escapó de mis labios como un suspiro desesperado, como si decirlo lo hiciera más real, más mío. Lo dije contra su cuello, aferrándome a él mientras una oleada de calor me recorría por dentro y por fuera, sacudiéndome entera.
El último movimiento suyo fue todo lo que necesitaba para perderme, para quebrarme y renacer otra vez entre sus brazos. Era demasiado. Sentía que cada parte de mí vibraba, viva, sensible, completamente suya. Él me sostenía firme, temblando también, jadeando contra mi oído.
Nos quedamos así, respirando con dificultad, piel contra piel, alma contra alma.
—Mierda… —susurré, sin aliento, sin fuerzas—. Me vas a matar.
—Si lo hago… —respondió en voz baja, besándome el hombro— al menos morirás feliz.
***
Es mucho más vergonzoso de lo que jamás imaginé.
Ahí estaba yo, con el cabello medio recogido, las ojeras apenas disimuladas, sentada en la mesa del comedor frente a toda mi familia… y con Leonardo, ese maldito, a mi lado comiendo como si nada hubiera pasado. Como si no hubiéramos convertido la noche entera en una ópera ruidosa de gemidos, jadeos y frases que no me atrevería a repetir en voz alta frente a mis padres. Como si no supiera que mis tíos, mis hermanas, mi primo y hasta mi madre escucharon perfectamente todo.
Y, aún así, él… tan tranquilo.
Las tazas de café humeaban. El sol de medio día entraba por la ventana, dorando la escena como si fuera una mañana común y corriente. No lo era.
Paula, Ana y Sofía me veían con sonrisas contenidas. Ana incluso se tapó la boca con la taza cuando Leonardo pidió otra rebanada de pan como si no acabara de casi dejarme inválida. Paula simplemente me guiñó el ojo. Sofía, la más tranquila, solo asintió, como si supiera que tarde o temprano esto iba a pasar.
Mis padres… bueno. Mamá me veía con esos ojos entre decepcionados y curiosos. Papá parecía masticar su propia paciencia. Ambos evitaban mirar directamente a Leo, como si hacerlo los obligara a aceptar lo que ya habían escuchado.
Y yo, con las mejillas ardiendo, apretando la servilleta como si fuera la única defensa contra el juicio que se sentía a punto de caer.
Mi padre carraspeó.
—¿Alguien quiere explicarnos qué está pasando aquí? —preguntó, pero no miraba a Leo. Me miraba a mí. Directo.
Y Leo… bueno, él tragó un bocado y, sin el menor rastro de vergüenza, simplemente dijo:
—¿Se refieren a lo nuestro?
Casi me atraganto.
—¿Desde cuándo está ocurriendo esto? —preguntó mamá con tono suave, pero firme. No estaba molesta… aún. Solo quería saber.
Tragué saliva. Sentí las miradas encima, incluso de los que no estaban sentados cerca. Todos sabían, todos esperaban que yo hablara.
—Apenas una semana —dije, y me escuché más bajito de lo que quería—. Pero no ha sido… formal. Queríamos intentarlo sin presión. Poco a poco.
—Sí, claro —intervino Paula desde el otro extremo de la mesa, con una ceja levantada—. Sin presión. O eso decía la voz de ella anoche.
Y con eso, sentí cómo todo el aire se evaporaba de mis pulmones.
Le lancé un pedazo de pan sin pensarlo. Le dio justo en la frente.
—¡Paula! —protesté con la voz más aguda de lo normal. Ella solo se rió y se acomodó el cabello como si nada. Sofía se mordió los labios para no soltar la carcajada. Ana sí soltó una, bajita.
Papá se pasó la mano por la cara. Mamá seguía mirándome, ahora con una ceja alzada, como diciendo "tengo oídos, hija, y paredes delgadas también".
—¿Una semana? —repitió ella, ahora mirando a Leo—. ¿Y tú no pensaste en… decírnoslo?
Leo, calmado como si no estuviera desayunando frente a un pelotón de fusilamiento familiar, tragó y dijo:
—Pensamos hacerlo. Solo queríamos tener claro que… queríamos esto de verdad.
Lo miré de reojo. Su voz no temblaba. Su expresión era tranquila. Y aunque tenía una venda en el hombro y otra en la pierna, ahí estaba, hablándole a mis padres como si lo hiciera todos los días.
Mamá suspiró.
—¿Y lo tienen claro?
Leo me miró entonces, con esa mirada suya que desarma, como si pudiera ver dentro de mí. Asintió.
—Lo tenemos claro.
Y yo, por primera vez en la mañana, sentí algo más que nervios: alivio.
El ambiente en la mesa se tensó un poco más. Mamá y papá seguían observándonos, y sus preguntas no se detenían.
—¿Realmente lo deseas? —preguntó papá, mirando a Leo con una seriedad que me sorprendió. Sabía que me conocía a mí, pero parecía que también quería entender quién era él y qué estaba buscando en todo esto. No me sorprendió, claro. Después de todo, Leo era un enigma.
—Sí —respondió Leo, sin titubear. Sus ojos brillaban con una firmeza que ya me empezaba a acostumbrar a ver. No era el chico que se dejaba llevar por la corriente, lo sabía—. Pero entiendo sus dudas. No lo esperaba, ni lo quería, no con ella… No por ella. No al principio.
Mi madre frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir con eso?
Leo dejó el tenedor a un lado, como si las palabras que estaba a punto de decir fueran mucho más importantes que el desayuno. Miró hacia abajo por un momento, pensando, pero cuando levantó la cabeza, su mirada fue directa a los ojos de mamá y papá.
—Sé lo que soy. Sé lo que tengo. Y sé lo que he vivido. No soy un hombre que quiera atar a otra persona a algo que no tiene forma. Cuando llegué aquí, mi intención no era quedarme ni hacerla parte de algo… que no podía darle.
Yo sentí cómo un nudo se me formaba en el estómago. Sabía que lo decía en serio, pero también sentía que las palabras no lo dejaban a él tan libre como pensaba. Mi familia estaba notando cada mínimo cambio en él.
Papá no apartaba la mirada de Leo.
—Y entonces, ¿por qué has cambiado de idea? Después de todo lo que has dicho, después de todo lo que hemos escuchado, ¿qué te hizo decidir quedarte?
Leo se recostó en su silla y suspiró, como si la pregunta no tuviera respuesta fácil.
—Porque, a pesar de lo que me he prometido, a pesar de lo que pensaba que era lo mejor para todos, ella me demostró que las cosas pueden ser diferentes. No… no fue solo lo que dijo o hizo, sino lo que me mostró en sus ojos.
Eso me dejó sin palabras. No esperaba esa sinceridad de Leo. Sus palabras flotaron en el aire, una confesión que no sabía si debía estar feliz o nerviosa de escuchar.
—Lo que ambos hemos vivido —continuó Leo— es un mundo distinto. Pero, ¿quién dice que eso no puede unirnos? No la quiero dejar ir, ni siquiera con todo lo que sé de mí.
Y entonces, mamá, que había estado callada todo el tiempo, finalmente habló con suavidad pero determinación:
—La edad es una cosa, Leo, pero lo que ambos han vivido… eso no se puede ignorar. Ambos lo saben.
Suspiró, y luego miró a Leo con una mirada que claramente intentaba leer más allá de las palabras.
—No estamos aquí para juzgar lo que decidan hacer, pero quiero que sepas que te estamos observando. No queremos que este sea uno de tus… arranques impulsivos. ¿Entiendes?
Leo asintió, mirando a mamá directamente.
—Lo entiendo. Y agradezco que me den el beneficio de la duda.
Mamá asintió, pero no bajó la guardia. Sus ojos seguían clavados en Leo, con esa mezcla de firmeza y cariño que solo una madre puede mostrar cuando intenta cuidar a su hija sin interponerse en su decisión.
—Teniendo eso en mente —dijo con voz más suave, pero aún firme—, no puedes seguir con esa mentalidad de que no mereces una vida normal. Ya no más, Leo.
Leo entrecerró los ojos, como si las palabras le dolieran más de lo que esperaba. Mamá continuó, sin darle espacio a que se escudara en el silencio:
—No estás hecho solo de guerra, muerte y balas. Lo que viviste no puede borrarse, pero tampoco puede definir todo lo que eres. No si de verdad quieres quedarte aquí, y no solo por ella, sino por ti mismo.
Leo apretó la mandíbula. Lo conocía bien, sabía que eso le pegaba hondo. Pero no dijo nada, simplemente bajó la mirada unos segundos, respirando hondo.
—Sé que será abrumador —siguió mamá—. Una vida así… una vida tranquila, con familia, con paz, incluso con amor... No estás acostumbrado. No sabes qué hacer con ella, y eso da miedo. Pero eso no significa que no la merezcas.
Yo sentí que me temblaban los dedos debajo de la mesa. Quería decir algo, pero me quedé en silencio, viendo cómo Leo tragaba saliva antes de volver a mirarla.
Entonces, mamá me miró a mí.
—Y tú —me dijo con una dulzura que me hizo doler el pecho—, tú sabes perfectamente que él podría querer irse en cualquier momento. Él lo ha dicho. Nunca ha tenido un lugar, y mucho menos uno al que quiera llamar "hogar".
Sentí cómo mi garganta se cerraba. No podía negarlo. Era cierto. Leo lo había dicho muchas veces, en voz baja, en medio de la noche, o mirando al techo con los ojos perdidos: que no sabía si podría quedarse para siempre, porque no sabía lo que era pertenecer.
—No puedes retenerlo —dijo mamá, pero sin reproche—. Pero sé que tú ya estás consciente de eso. Si no, no estarían aquí. No habrían llegado hasta este punto.
Leo me miró entonces. Y yo a él. Nos entendimos sin palabras. Sabíamos que esa posibilidad seguía ahí, latente como una sombra. Pero también sabíamos que no íbamos a dejar que eso dictara nuestro presente.
—No quiero que piense que me quedo porque no tengo a dónde ir —dijo Leo entonces, con voz ronca—. Me quedo porque quiero quedarme. Y porque si tengo miedo de vivir algo nuevo, prefiero vivirlo aquí. Con ella o con cualquiera que esté y llegue a mi vida. Cómo mi posible familia.
Mi madre asintió despacio.
—Entonces, solo les pido eso. Que se digan siempre la verdad. No huyan. No se callen. Porque ambos han vivido demasiado para jugar a medias tintas.
Y, por primera vez desde que la conversación había comenzado, mi papá asintió también.
—Es todo lo que pedimos.
Silencio. Pero era un silencio diferente. Uno que pesaba menos. Como si algo se hubiera aflojado entre todos nosotros. Como si, aunque no todo estuviera resuelto, al menos ya estuviéramos caminando hacia un mismo lugar.
Leo volvió a tomar mi mano debajo de la mesa. La apretó con fuerza.
Y yo, sin decir nada, apreté la suya de vuelta.
Mi papá lo miró fijamente, como si estuviera sopesando cada palabra que Leo había dicho, antes de hablar en un tono bajo y firme, pero lleno de la misma preocupación que mamá había mostrado antes.
—Quiero saber, Leo —dijo mi padre, dejando en claro que no era solo curiosidad, sino un genuino interés por el bienestar de Leo—, ¿cómo te sientes con todo esto?
—Porque, si bien entendemos lo complicado de tu situación, no es lo mismo escuchar lo que pasa en tu cabeza que verlo desde fuera. Y después de lo que Paula nos contó, queremos saber cómo te impactó todo esto.
Leo se quedó en silencio por un momento, mirando su taza de café como si pudiera encontrar alguna respuesta en el fondo. No quería mirar a los ojos de mi papá, como si temiera que al hacerlo, las palabras correctas se le escaparan.
—No sé, la verdad… —empezó lentamente, como si estuviera buscando las palabras—. Es extraño. No lo esperaba. Nunca pensé que encontraría algo en esas malditas carpetas de niños desaparecidos. Y de alguna manera, nunca pensé que podría estar entre ellos. Pero ahora que estoy aquí, siento… no sé, una mezcla de cosas que no estoy acostumbrado a sentir.
Se rascó la nuca, como si no supiera cómo continuar. Yo me quedé quieta, observando, esperando que él pudiera explicarse.
—Es abrumador, ¿sabes? —continuó, con un suspiro—. El hecho de que después de tanto tiempo, ocho años, sigan buscándome… es un golpe que no sé cómo procesar. Me hace sentir… jodidamente perdido. Como si, aunque no lo hubiera pedido, ahora tengo algo que no sé qué hacer con ello. No sé cómo sentirme al respecto.
Mi padre lo observó con una mezcla de comprensión y empatía. Sabía que esas palabras no salían fácilmente de Leo. No para alguien como él, que siempre había preferido mantener sus pensamientos y emociones en silencio.
—Pero no quiero acercarme a ellos —dijo Leo, levantando la mirada por fin, pero sin mirarme a mí directamente—. No quiero llegar allí, a ese momento, y decir: "Hola, soy su hijo, el que desapareció". No puedo hacerles eso, no sin saber si realmente lo soy. No me parece justo para ellos, para su familia.
Mi madre asintió despacio, sus ojos en Leo.
—Es valiente lo que estás diciendo, Leo. Y entiendo que prefieras dar pasos con cautela. No solo para protegerte a ti, sino también para no causarles más dolor o confusión a ellos, a los que tal vez ni siquiera están preparados para conocerte. ¿Y qué hiciste con Marcos, entonces?
Leo se encogió de hombros, aunque yo noté la tensión en su cuello y cómo sus dedos se apretaban alrededor de la taza.
—Hice algunas cosas con Marcos. Cosas para asegurarme de que, si son mi familia, lo sean de verdad. No quería ir y presentarme solo para descubrir que no soy lo que ellos esperan, o peor, no ser quien dicen que soy. Estaré evitando el encuentro directo. Hablé con Marcos, recogí información, intenté hacer lo que pude para verificarlo sin tener que presentarme como un extraño… o como alguien que solo se está aferrando a una esperanza.
Mi papá frunció el ceño por un segundo, como si intentara entenderlo completamente, y entonces le dio un asentimiento con la cabeza.
—Lo entiendo —dijo finalmente, con un tono más suave—. No es fácil. Y sé que no lo harías si no estuvieras seguro de lo que significa para ti todo esto. Pero, Leo, te diré algo. Si alguna vez decides que quieres saber, que quieres dar ese paso, no estás solo. Ninguno de nosotros está.
Leo lo miró, un leve destello de algo que podría ser gratitud cruzando sus ojos, aunque su expresión seguía siendo seria.
—Lo sé —dijo en voz baja—. Gracias.
Entonces, mi madre habló nuevamente, pero esta vez con una ligera sonrisa en el rostro.
—Lo importante, Leo, es que lo que decidas, lo hagas por ti mismo. No por ella, no por nosotros, sino por lo que tú necesitas. Porque aquí, no vas a encontrar más presión que la que te pongas tú mismo.
Sofía, como siempre, no pudo evitar ser la primera en romper el hielo con una sonrisa pícara, mirándonos a todos con una expresión traviesa en el rostro.
—¿Entonces, ya debemos empezar a prepararnos para la llegada de un sobrino? —preguntó en voz alta, provocando que todos reaccionaran de diferentes maneras.
Mi madre se quedó en silencio, mirando entre Leo y yo, como si estuviera esperando que alguien explicara la situación. Mi padre levantó una ceja, claramente sorprendido, y aunque intentaba no mostrarlo, no pudo evitar mirar a Leo con un aire de duda, como si esperara una respuesta.
Leo, por otro lado, se quedó rígido, sus mejillas adquiriendo un tono rojo intenso por primera vez desde que llegamos a la mesa. No era algo que esperara ni siquiera de él. Su mirada se desplazó de un lado a otro, como si no supiera cómo reaccionar ante ese tipo de comentario tan directo.
—Eso... —dijo con voz temblorosa, claramente incómodo—. Esa parte... aún está muy, muy lejos de ser una posibilidad. Apenas estamos comenzando, como para pensar en algo así. Más para alguien como yo...
Su voz se desvaneció al final, como si quisiera deshacerse de la pregunta antes de que la situación se hiciera más incómoda de lo que ya estaba. Mi madre lo miró con comprensión, pero me di cuenta de que ella también estaba esperando alguna respuesta que aliviara su incertidumbre.
Paula, sin perder el tiempo, intervino con una sonrisa burlona que hizo que todos miráramos hacia ella.
—Una posibilidad muy alta, si tomamos en cuenta lo que escucharon toda la noche —dijo, riendo con malicia, y sus palabras causaron un estremecimiento general en la mesa.
Sofía soltó una risa contenida, mientras Ana y Paula intercambiaban miradas cómplices.
Yo, por mi parte, me sentía completamente avergonzada, mi rostro tomando el mismo tono rojo que el de Leo. No sabía qué decir, no estaba lista para hablar de algo tan serio y definitivo en ese momento.
—¡Paula! —dije, mirando a mi hermana con una mezcla de desesperación y vergüenza, pero ella solo se encogió de hombros, disfrutando de la incomodidad que había provocado.
Leo, que parecía no encontrar la manera de deshacerse de su incomodidad, tomó una profunda bocanada de aire antes de añadir, casi murmurando:
—No sé si debería estar aquí para todas estas conversaciones... —dijo, claramente nervioso.
Mi papá, tratando de aliviar un poco el ambiente, intervino con tono serio, pero con una ligera sonrisa.
—Bueno, bueno, parece que todos están bastante... interesados en el futuro —dijo, mirando a todos los presentes. Luego, se volvió hacia Leo con una mirada más suave—. Lo importante es que, por ahora, están aquí, y eso es lo que cuenta. No hay que apresurarse a nada.
Mi mamá, con una expresión mucho más tranquila, agregó:
—Leo, si alguna vez llega a ser algo que consideren, no hay nada que cambiará el hecho de que estamos aquí para ustedes dos. Pero por ahora, lo más importante es que sigan conociéndose, sin presiones. Ninguno de ustedes dos tiene que hacer algo que no quiera hacer.
Leo y yo nos miramos por un momento, nuestras sonrisas tímidas se cruzaron, y en ese instante entendimos que, aunque el futuro era incierto y lleno de preguntas, lo único que realmente importaba era que estábamos dispuestos a afrontarlo juntos. Y, por extraño que fuera, eso era lo que nos mantenía unidos.