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Chapter 39 - Capitulo 38

LEONARDO.

La carretera se estira como una herida que no cierra. A veces recta, otras con curvas que parecen no tener fin, como si el asfalto quisiera probar qué tan lejos puede ir uno antes de rendirse. California aún está lejos. Demasiado lejos. Y aunque el auto resiste y yo también, el cuerpo empieza a pasar factura.

Lucía fue la que propuso lo de las cabañas. Por supuesto que fue ella. Si fuera por mí, habría seguido conduciendo hasta quedarme dormido con las manos aún en el volante. Pero ella tiene esa habilidad molesta —y a la vez necesaria— de hacerme pausar.

Encontramos unas al borde del camino, sencillas, de madera, perdidas entre pinos y una capa delgada de nieve sobre el techo. Había otras vacías. Solo un par de luces encendidas nos dijeron que no estábamos completamente solos.

Mientras bajábamos las cosas del auto, ella ya tenía esa sonrisa en la cara. Esa de "te lo dije, necesitábamos parar". Y yo solo asentí, porque discutir con ella cuando tiene razón es perder el tiempo.

La cabaña crujía como si tuviera vida propia. Las paredes delgadas, una chimenea vieja que apenas soltaba calor, y una cama grande en medio. Muy grande. Muy... oportuna.

No habían pasado ni diez minutos desde que dejamos las mochilas dentro de la cabaña y Lucía ya se movía con esa maldita tranquilidad que siempre precede al caos. Se quitó la chaqueta, luego el suéter grueso, y caminó descalza por la madera helada del piso como si no le afectara. Yo estaba revisando unas cosas en mi mochila cuando la escuché cerrar la puerta con seguro.

Volteé y la vi ahí, recargada contra la pared de madera, con solo una camiseta blanca que apenas le cubría las caderas y el cabello alborotado cayendo sobre sus hombros. Me sonrió... pero no con ternura. Fue esa sonrisa ladina, esa que es más peligrosa que cualquier amenaza armada.

—¿Qué? —le dije, medio riendo.

—Nada —respondió, avanzando hacia mí—. Solo pensaba... que deberíamos aprovechar el lugar.

—¿Para dormir? —intenté bromear, aunque mi corazón ya iba en otra dirección.

—Mmm... no —sus dedos ya estaban subiendo por mi pecho, por debajo de mi camiseta—. ¿Tú quieres dormir?

Su voz... suave, lenta, intencional. Me estaba arrastrando a su juego, y lo sabía. Yo no dije nada. No podía. Porque cuando Lucía se pone así, no hay escapatoria.

Fue ella quien me empujó hacia la cama. Con una fuerza sorprendente para su tamaño, con una seguridad que desarmaba. Me hizo sentar, se subió sobre mí y me besó... no con urgencia, sino con una lentitud que me quemaba. Se movía como si cada segundo fuera una provocación, como si supiera exactamente qué botones tocar para arrancarme el alma.

Mis manos fueron instinto. La sujeté de la cintura, acaricié su espalda, subí lentamente su camiseta, sintiendo su piel tibia bajo mis dedos. No hubo palabras por un buen rato, solo jadeos, suspiros, el sonido húmedo de nuestros labios encontrándose una y otra vez.

Lucía no pidió permiso.

Me desvistió sin pausa, sin vergüenza, sin detenerse a preguntar si yo quería esto. Sabía que sí. Me miraba directo a los ojos, como si quisiera que recordara cada segundo, como si me desafiara a resistirme a ella.

Y cuando finalmente se dejó caer sobre mí, desnuda y segura, con las mejillas sonrojadas por el calor y la emoción, cuando movió sus caderas despacio, tortuosamente lento... supe que estaba jodido.

Porque eso no fue solo sexo.

Fue una entrega. Fue una marca.

Sus uñas se aferraron a mis hombros cuando aceleramos, sus dientes rozaron mi cuello, su voz tembló al decir mi nombre con un gemido casi dolido. Y yo... yo simplemente la seguí. Como siempre.

Pero no fue suficiente para ella.

Lucía arqueó la espalda, me miró a los ojos y, sin despegarse de mí, llevó una mano a mi cuello, presionando con suavidad, apenas un roce que me encendió algo más allá de lo físico.

Sus caderas se movieron con una cadencia estudiada, como si conociera el ritmo exacto que me haría perder la cabeza. Y entonces bajó, lento, tortuoso, hasta mordisquear el lóbulo de mi oreja.

—No vayas a romperte, soldado —susurró, ronca, atrevida, como si supiera que me tenía a su merced—. Aún no termino contigo.

Yo no podía hablar. Literalmente no podía. Solo jadeé contra su piel, sintiendo cómo la tensión crecía de nuevo, cómo cada fibra de mi cuerpo respondía al llamado de esa mujer que se había convertido en mi punto débil y mi mayor adicción.

Y como si no fuera suficiente, se deslizó fuera de mí… para girarse y colocarse boca abajo sobre la cama, levantando la cadera apenas un poco, lo suficiente para que entendiera. Volteó la cabeza y me miró por sobre el hombro, sonriendo. Esa maldita sonrisa.

—Ven —dijo, ronca, descompuesta por el deseo—. Haz lo que quieras conmigo.

Dios…

La tomé de la cintura y obedecí, porque no había nada más que pudiera hacer. Porque estaba perdiendo el control. Porque ella me lo estaba quitando todo, voluntariamente, con cada gemido, con cada mirada que me lanzaba mientras su cuerpo temblaba contra el mío.

Y ella no se callaba. Me decía cosas, frases turbias, sucias, provocadoras, con ese tono casi dulce, casi burlón. Me probaba. Me empujaba. Me rompía.

No sé cuántas veces llegamos al límite. Perdí la cuenta después de la tercera vez. Pero ella seguía, siempre queriendo más, y yo… yo se lo daba. Porque se lo merecía. Porque era mía. Porque estaba tan malditamente enamorado de ella que dolía.

Cuando finalmente cayó sobre mí, agotada, temblando, con el cuerpo empapado en sudor y la respiración hecha trizas… supe que esa noche iba a quedar tatuada en mí para siempre.

Lucía no tenía miedo.

Lucía me tenía miedo.

Y eso la volvía peligrosa… y perfecta.

No habían pasado ni cinco minutos desde que se derrumbó sobre mi pecho, aún jadeando, cuando la escuché soltar una risa baja. Esa risa que precedía siempre a alguna locura.

—¿Sabes? —murmuró con la cara pegada a mi piel, su dedo dibujando algo en mi abdomen—. Creo que Ana tenía razón.

—¿En qué? —pregunté sin fuerzas, acariciando su espalda con una lentitud que contrastaba con todo lo que habíamos hecho hace un momento.

—En que deberíamos darle un sobrino.

Giré la cabeza hacia ella con lentitud, arqueando una ceja. Ella me miró de reojo, con esa sonrisa maliciosa que siempre me tenía alerta.

—Lucía…

—¿Qué? —se hizo la inocente, incorporándose apenas para apoyar la barbilla sobre mi pecho—. Creo que sería lindo. Un mini tú corriendo por ahí. O uno con mi carácter. Pobre del mundo si hereda mi terquedad y tu sarcasmo.

—No sabría si reírme o mudarme al bosque a vivir lejos de la civilización de nuevo —murmuré, y ella rió con fuerza.

—¿A ti te gustaría?

La pregunta llegó con una seriedad inesperada. Bajó la mirada, jugueteando con mi mano. Sus dedos entrelazados con los míos, cálidos, suaves, temblorosos quizá. La miré.

—¿Tener un hijo contigo? —pregunté para asegurarme. Ella asintió sin mirarme directamente.

Respiré hondo.

—Sí. Me gustaría. Pero no hoy, no mañana. No porque alguien más lo diga en broma —dije, levantando su mentón con mis dedos para obligarla a mirarme—. Lo haré cuando los dos estemos listos, y si llega antes de tiempo… bueno, será un caos hermoso. Como tú.

Ella sonrió, con esa sonrisa que parecía quebrarme por dentro. Y sin más, volvió a tumbarse sobre mí.

—Ok… pero igual deberíamos practicar por si acaso, ¿no?

Mi risa resonó en la habitación, más por el tono descarado que por la propuesta. Porque sabía que hablaba en serio. Porque esta mujer no se saciaba.

—Lucía… necesito al menos quince minutos para sentir mis piernas otra vez.

—Tienes diez. Y ni un minuto más.

Me tapé la cara con el brazo y solté un suspiro resignado.

Estaba tan malditamente perdido por ella.

**

La mañana nos recibió con un cielo opaco, nubes grises extendiéndose como una manta silenciosa sobre las montañas lejanas. El aire olía a nieve derretida y pinos viejos. Las cabañas quedaron atrás en los retrovisores, pequeñas y ajenas, como si lo que pasó anoche fuera parte de otra vida.

Lucía no hablaba.

Desde que subimos al auto y tomamos la carretera de nuevo, apenas y volteaba a verme. Mantenía los ojos fijos en la ventanilla, la pierna cruzada, el cabello recogido de forma descuidada. Pero su silencio no era por enfado… la conocía ya lo suficiente como para saberlo. Era otra cosa.

Vergüenza, tal vez.

No por lo que hicimos —aunque con lo intensos que fuimos, no la culparía si quería evitarme la mirada por un rato— sino por lo que dijo después.

—Deberíamos darle un sobrino a Ana.

Una broma. Pero no del todo.

Y lo entendía. Dios, claro que lo entendía. Yo también lo había pensado, aunque siempre, siempre terminaba descartándolo. Porque no sé cómo se hace eso. No sé cómo se cría a un niño.

¿Cómo enseñas a alguien a ser feliz cuando a ti nunca te enseñaron?

¿Con qué derecho traigo a alguien al mundo cuando apenas estoy aprendiendo a vivirlo?

Ocho años, lo único que conocí fue guerra. Sangre. Fuego. Dolor. Órdenes, cuerpos, gritos. No hubo infancia. No hubo abrazos. Ni fiestas de cumpleaños. Ni cenas con risas.

¿Y ahora debería aprender a ser padre?

Ni siquiera estoy seguro de saber cómo ser pareja. Esto, lo que estoy viviendo con Lucía, es mi primera vez. Es la primera vez que duermo junto a alguien sin miedo, que comparto desayuno, que tengo un "nosotros" sin estar rodeado de muerte. Estoy explorando todo esto a ciegas, tropezando con cada paso, pero… lo intento. Porque ella lo vale.

Porque Lucía es lo más vivo que me ha pasado.

Y porque, aunque no pueda darle la vida de ensueño que se merece, sí puedo intentar construir algo parecido. Algo imperfecto, sí, pero real.

Recordé aquella noche, días atrás, cuando soltó ese "Dame un hijo" en voz alta, con esa risa traviesa que siempre usa para disimular las verdades profundas.

Le respondí que no podía. Que no sabía cómo ser padre. Que no confiaba en mí mismo para no romper algo tan frágil.

Y ella… solo me miró con esa cara que siempre me desarma. Me dijo: "Nadie nace sabiendo, Leo. Pero tú sí sabes lo que es perder. Y alguien que ha perdido tanto, cuida con todo lo que tiene."

Tenía razón.

No dije nada mientras el coche avanzaba por una carretera que serpenteaba entre colinas nevadas y árboles deshojados. Podíamos ver montañas en la distancia, imponentes y viejas. Parte del sistema de los Apalaches, tal vez. Aún estábamos lejos, pero el paisaje era hermoso.

Lucía finalmente suspiró. No me miró, pero su mano se movió, extendiéndose hacia la mía. La tomó sin decir palabra, como quien se agarra de algo que teme perder.

No la solté.

A veces, el silencio también habla. Y esta vez, dijo todo lo que necesitábamos saber.

El coche se detuvo en una pequeña área de descanso. Era un rincón apartado de la carretera, donde apenas había unos bancos de madera y unas cuantas personas tomando un respiro. Un cartel cerca de la entrada decía que estábamos a medio camino de algún lugar aún lejano, pero el paisaje estaba pintado de una quietud que invitaba a detenerse.

Bajamos del auto, estiramos las piernas, y nos acercamos a una pequeña barandilla que ofrecía una vista panorámica. La nieve cubría el suelo, pero las montañas en la distancia mostraban un contraste sutil con el cielo despejado, las nubes bajas y la quietud del aire. Era uno de esos momentos en los que el tiempo parecía detenerse.

Lucía se acercó a mí, sin prisa, y se recargó en mi pecho. Sin decir nada, rodeé su cintura por detrás, dejando que mi rostro descansara en su hombro. Estaba más tranquila, y yo también lo estaba. Pero había algo en el aire, algo que aún pesaba, aunque no lo dijéramos en voz alta.

—Lo siento —dijo, finalmente, con una suavidad que me sorprendió. Su voz era baja, pero cargada de una especie de vulnerabilidad. —Lo que dije antes… fue por el calor del momento. No debería haberlo soltado.

Mi respiración se calmó, como si las palabras de ella pudieran calmar todo lo que había pasado en el camino. Sabía que su disculpa no tenía que ver tanto con lo que había dicho, sino con lo que probablemente había sentido al decirlo. A veces, en medio de todo esto, las emociones se volvían un torbellino difícil de manejar.

—Está bien —respondí, rodeándola más fuerte, sin soltarla. —Sabes que no tienes que disculparte por eso.

Aunque era cierto que no lo había esperado, tampoco me había molestado. Ambos sabíamos que estábamos en un momento de transición. Y yo también lo sentía, ese torbellino de sentimientos a lo largo del viaje. Este "nosotros" era nuevo, pero aún así, en el fondo, no parecía extraño. Tal vez porque, incluso en la guerra, uno aprende a reconocer lo que es genuino. Lo que, por primera vez, te da una razón para intentar vivir de nuevo.

Lo que hacíamos, lo que sentíamos, no lo sabíamos. Pero, de alguna forma, estábamos aprendiendo a hacerlo juntos.

—Este… —comencé a decir, buscando mis palabras con cuidado, como siempre lo hacía cuando se trataba de nosotras, de ella, de lo que no podía entender del todo—. Esto es nuevo para ambos, ¿no? Diferencia de edad, de vidas, de… todo. Pero eso no cambia lo que prometí. Intentar. Vivir.

Lucía asintió lentamente, sus dedos entrelazándose con los míos.

—Lo sé, Leo. Lo sé. Y… te agradezco que lo estés intentando. Porque sé que no es fácil.

Sonreí, no por las palabras exactas, sino por lo que ambas significaban. Sabía lo que ella quería decir, y lo entendía de la misma forma. No todo iba a ser sencillo. A veces, los caminos más difíciles son los que valen la pena. Y aunque muchas veces me sentía perdido, dudando de cómo seguir adelante, sabía que lo intentaría. Porque había algo aquí que merecía la pena. Algo que no había tenido antes.

La abrazé más fuerte, su calor recibiendo el mío, ambos mirando hacia el frente mientras el viento helado nos acariciaba el rostro. Nadie más importaba. Ni el futuro incierto, ni las preguntas que ni siquiera yo podía responder. Lo único que importaba en ese momento era que estábamos juntos.

Y eso, por ahora, era suficiente.

**

Seguíamos avanzando por la carretera, los árboles cambiando poco a poco a medida que nos acercábamos a otra zona boscosa. El cielo comenzaba a cubrirse con nubes suaves, grises, y el frío se notaba más. Lucía tenía su mano entrelazada con la mía, jugando con mis dedos, hasta que de pronto rompió el silencio con una pregunta que, aunque parecía suave, traía peso:

—¿Alguna vez… todavía… has deseado irte? —susurró, sin mirarme, como si temiera escuchar la respuesta.

No lo pensé demasiado. Ya no era necesario mentir.

—Sí —dije con tranquilidad.

Su agarre se tensó de inmediato, como si mis palabras le atravesaran el pecho. No me soltó, al contrario, me apretó con más fuerza, como si así pudiera aferrarse a mí, traerme de regreso de donde sea que creyera que podía perderme.

—Pero ya no ahora —agregué antes de que dijera algo. —Ya no. Tengo cosas que me atan… promesas. Y yo no rompo mis promesas, Lucía. Nunca.

Se quedó en silencio unos segundos. Luego, con voz baja, preguntó:

—¿Y la computadora?

Solté un pequeño suspiro. Sabía que eventualmente saldría el tema.

—¿La que me dio Marcus?. La militar, sí. Por si quería volver a conectar con mis… contactos.

—¿Y?

—No la he tocado. Ni tengo intención de hacerlo en un futuro cercano —le aseguré, aunque no con una certeza plena. —No quiero volver. No todavía. No mientras esto —apreté suavemente su mano— exista.

Ella pareció relajarse un poco. Pero no del todo. Su curiosidad era demasiada, lo noté en su tono cuando preguntó:

—Pero… dijiste que sí hay gente con la que quieres hablar.

Asentí, manteniendo la vista al frente.

—Sí. No trabajé completamente solo estos años, Lucía. Estaba… desconectado, pero no ciego. Hice algunas misiones conjuntas, incluso desde la sombra. Tuve apoyo, información. Intercambios. Amigos, se les podría llamar.

Ella me miró de reojo.

—¿Entonces por qué no los contactas?

Me mordí el labio, una parte de mí deseando no tener que explicarlo. Pero también sabía que no tenía sentido ocultárselo.

—Por I.F.L.O.

La vi tensarse de inmediato. No era un nombre que le gustara. Cómo podría gustarle, si esa misma organización casi la mata. Si no hubiera sido por esa casualidad cruel —o bendita— de que yo estuviera cerca cuando atacaron el hospital donde ella era voluntaria, tal vez nunca nos habríamos conocido. O ella no estaría viva.

—¿Crees que aún te buscan? —preguntó en voz baja, como si las palabras mismas fueran veneno.

—Estoy casi seguro —le respondí. —Fallaron su misión en el sudeste. Me querían eliminar, y lo sabían todo: mi posición, mi rutina. I.F.L.O. no falla dos veces, aunque esta vez lo hicieron. Si no me han encontrado es porque tú me sacaste de ahí, porque los soldados que sabían mi paradero se callaron y decidieron que era mejor dejarme "invisible".

Lucía tragó saliva. Su mano aún no me soltaba.

—¿Y si te pones en contacto con tus aliados?

—Entonces I.F.L.O. sabrá. Porque si ellos han estado rastreando redes, nombres, patrones… sabrán que sigo vivo. Que no morí en el ataque.

Guardó silencio. Lo entendió todo, sin necesidad de que se lo explicara más. Si yo encendía esa computadora, o escribía un solo mensaje desde el lugar equivocado, I.F.L.O. sabría que Leonardo está vivo. Y vendrían. De nuevo.

Ella giró su cuerpo un poco, y con una mirada seria, firme, llena de preocupación, dijo:

—Entonces no los contactes. No todavía. Por favor.

—No lo haré —le prometí. —No mientras tú estés aquí. No mientras esto tenga una oportunidad.

Y lo decía en serio. Porque aunque mi mundo siempre fue uno de muerte, mis pasos ahora se dirigían a algo más. Algo nuevo. Algo que ella me estaba enseñando a vivir, poco a poco, sin prisa.

Ella no respondió. Solo volvió a recargarse en mi hombro, en silencio. Pero su mano… su mano no me soltó en ningún momento.

El silencio se mantenía entre nosotros mientras el auto seguía devorando kilómetros. Yo mantenía la vista al frente, vigilando la carretera como si todavía estuviera en zona hostil. No podía evitarlo. Los años de guerra no se borran con una promesa ni con besos.

Entonces Lucía habló. Su voz era suave, pero cargada de algo más.

—¿Puedo preguntarte algo… sobre ellos?

Fruncí ligeramente el ceño, sin apartar la vista del camino.

—¿Sobre quién?

Ella se acomodó un poco en el asiento, como si el simple hecho de pronunciar lo siguiente le provocara tensión.

—Sobre V.I.D.A.

Frené de golpe.

Las llantas chillaron contra el asfalto mientras el cinturón de seguridad nos jalaba hacia atrás. El auto quedó en medio de la carretera, en completo silencio salvo por el leve pitido del motor detenido.

—¿Cómo sabes ese nombre? —pregunté, con un tono que no pude evitar que saliera más duro de lo que pretendía.

Lucía no se encogió, no retrocedió. Solo me miró con seriedad, los ojos clavados en los míos.

—Durante el ataque al hospital… mientras tú y los soldados trataban de destruir la máquina de I.F.L.O.… cuando tú estabas peleando contra ese líder del grupo —comenzó—, lo escuché. Entre el caos. Entre los gritos, las explosiones, los disparos… ese hombre te llamó Spectro. Y dijo que pertenecías a V.I.D.A. Dijo que te necesitaban vivo… que si te llevaban, V.I.D.A. iría a rescatarte. Y ahí podrían atraparlos a todos.

Me quedé inmóvil. Sentí que el corazón me golpeaba el pecho con un eco de memorias enterradas. Ese nombre. Esa parte de mí que había intentado mantener fuera de ella.

Ella siguió hablando, ahora con voz más baja:

—Yo… no sabía qué significaba. Pero cuando todo terminó, cuando fuimos llevados a esa base temporal… los soldados que te ayudaron… investigaron. Dijeron que no encontraron casi nada. Que todo eran migajas. Archivos borrados. Referencias ocultas. Pero que V.I.D.A. existía. Que se enfrentaban a organizaciones como I.F.L.O., que se dedican al tráfico de personas, a experimentos ilegales… cosas militares… como la máquina del hospital.

Yo no dije nada. No podía.

—¿Es verdad, Leo? —susurró—. ¿Tú eras parte de eso?

Desvié la mirada hacia el volante, mis dedos tensos sobre el cuero ya gastado. El sol se filtraba entre los árboles y creaba sombras danzantes sobre el tablero. Todo se sentía demasiado inmóvil.

—V.I.D.A. no es una organización como las otras, Lucía —respondí al fin, con voz baja, como si hablar de ello pudiera atraer miradas desde el cielo—. No tiene oficinas. No tiene banderas. No tiene líderes visibles. Es una red… de gente que perdió todo y decidió hacer algo con eso. Algunos éramos soldados. Otros, científicos. Otros, simplemente personas comunes que vieron demasiado. Yo… fui uno de ellos.

—¿Por qué nunca me lo dijiste?

—Porque nadie debe saberlo.

—Pero yo no se lo he dicho a nadie —dijo rápidamente.

Asentí.

—Lo sé. Pero no es por desconfianza. Es porque si I.F.L.O. escucha ese nombre en voz alta… van a buscar. Van a escarbar. Y si me encuentran… no solo vendrán por mí. Vendrán por ti. Por todos.

Lucía se quedó en silencio. Su mirada bajó por unos segundos. Luego volvió a alzarla.

—Entonces… ¿es por eso que aún quieres irte?

—Es parte de la razón —admití, mirándola al fin—. Porque el pasado no se borra. Porque V.I.D.A. me hizo prometer cosas. Y porque si me pongo en contacto… incluso para despedirme… podría marcar el inicio de otra guerra.

Ella respiró hondo. Y entonces dijo:

—¿Y si ya estás en guerra contigo mismo por no hacerlo?

Esa pregunta me golpeó más fuerte que cualquier otra.

No supe qué responderle. Solo solté el freno y retomé el camino.

Lucía giró la cabeza lentamente, sus ojos fijos en mí mientras el silencio entre nosotros se hacía más pesado. La carretera seguía su curso interminable, el paisaje de montañas nevadas y bosques cubiertos de nieve pasando a gran velocidad. Pero yo, mi mente estaba atrapada en lo que acababa de decirme. El peso de sus palabras, cargadas de duda y curiosidad, me obligaba a hablar, aunque no estaba seguro de cómo hacerlo.

—Entonces… V.I.D.A. no te hizo nada malo, ¿verdad? —preguntó, casi como si estuviera buscando consuelo en sus propias palabras.

Sacudí la cabeza, un suspiro escapando entre mis labios mientras mi vista seguía fija en la carretera. No podía mirarla ahora. Todo era demasiado… complicado.

—No, no me hicieron nada malo —respondí con voz baja, tratando de no darle más peso del necesario a la respuesta. —V.I.D.A. fue quienes me rescataron, a mí, a Luis y a muchos más… de esos traficantes. Nos sacaron del infierno, nos dieron una oportunidad. Pero no fue solo eso… V.I.D.A. no era una organización que solo te rescatara y ya. Nos entrenaron, nos prepararon… para lo que viniera. Fueron ellos quienes me enseñaron a sobrevivir. Fue gracias a ellos que estoy aquí.

Lucía frunció el ceño, como si las piezas comenzaran a encajar en su mente, pero no de la manera que esperaba.

—Entonces… V.I.D.A. fue quien te entrenó… —dijo, y su tono se tornó inquisitivo, como si no pudiera evitar hacer la conexión. —Pero, si tú perteneces a V.I.D.A… eso quiere decir que todo lo que me has contado… sobre que no querías seguir con ellos… sobre que no querías estar con ellos… ¿Era mentira?

Mi pecho se apretó al escuchar esas palabras. ¿Mentira? No, no era mentira… era solo… complicado. Una mentira bien estructurada en la que me convencí durante años, por mi propia supervivencia.

—No era mentira, Lucía. No era así… —respondí, con la voz un poco más rasposa de lo que había querido. —Lo que me rescató fue la gente de V.I.D.A. y lo que hicieron por mí… eso no se puede negar. Pero no todo fue tan sencillo. Yo no quise seguir con ellos, no porque no agradeciera lo que hicieron. Lo hice porque era lo único que podía hacer para tener algo de control sobre mi vida. Siempre estuve con ellos, sí. Pero siempre en la sombra. Siempre con soldados, con gente que, aunque intentaron darme algo parecido a una infancia, lo que hicieron fue usarme como herramienta. Como cualquier otra cosa. Por eso no te lo conté. Porque, en realidad, no estuve "solo" como tú crees.

Lucía no apartaba su mirada de mí, pero ahora sus ojos no eran de juzgar, sino de comprensión. Aunque sabía que aún no entendía por completo, eso era lo que necesitaba escuchar.

—Entonces, no trabajaste solo —dijo ella, como si un peso cayera sobre sus hombros. —Nunca estuviste recluido del mundo, aunque en parte lo estuviste, pero siempre estuviste rodeado de soldados, de gente de V.I.D.A. que te usaban… ¿Verdad?

Asentí con la cabeza, sintiendo la presión aumentar en mi pecho. La sensación de estar siendo desnudado, pero sin querer hacerlo, me hacía cuestionar por qué aún no me había alejado de todo.

—Sí, siempre estuvo ahí. Nunca estuve solo. Y aunque a veces pensaba que sí, que me estaba alejando de todo, la verdad es que no era así. Siempre estuve rodeado de ellos. Soldados, entrenadores, especialistas. Todos con un propósito, todos con algo que enseñarme. Y aunque nunca lo quise aceptar, siempre estuve atrapado en esa red. En esa vida que ellos decidieron para mí.

Lucía suspiró, su expresión se suavizó un poco. Sabía que lo que le contaba no era fácil de digerir, pero al menos, comenzaba a entender.

—Y ahora, ¿qué haces? ¿Sigues siendo parte de eso, de alguna forma? —preguntó, su voz tranquila, pero cargada de algo que no pude identificar.

Me apoyé un poco más en el volante, sintiendo la incomodidad que me provocaba hablar tan abiertamente sobre mi pasado.

—No. Ya no soy parte de eso. Quiero dejarlo atrás. Pero eso no quiere decir que no esté marcado por todo lo que viví. V.I.D.A. no es un club que dejas cuando quieres. Estuve allí, hice cosas, y las consecuencias de eso no se borran de un día para otro. No sé si alguna vez pueda librarme de todo eso… pero por lo menos, ahora estoy intentando vivir… algo más.

Lucía se quedó en silencio por un momento, procesando mis palabras. El aire en el coche se volvió más pesado a medida que la conversación tomaba un giro más serio. No era fácil hablar de todo esto, de las cosas que pasaron en el pasado y que aún me perseguían, pero era necesario que lo supiera. Lucía, a pesar de sus preguntas y sus dudas, me estaba mirando ahora con algo que parecía comprensión.

Finalmente, rompió el silencio, su voz suave pero cargada de curiosidad.

—Entonces, cuando me hablabas de esas personas cercanas, ¿hablabas de tu equipo? —preguntó, sus ojos fijos en mí mientras yo trataba de encontrar las palabras correctas para explicarlo todo. —¿De la gente de V.I.D.A.?

Asentí lentamente, mirando al frente mientras tomaba un respiro. Hablar de mi "familia" nunca era fácil, pero ella merecía saber la verdad, aunque no fuera sencilla.

—Sí, mi equipo… mi familia. Ellos eran mi todo. No eran de sangre, claro, pero fueron los que me criaron, me entrenaron, me enseñaron lo que sé. Nueve personas, diez conmigo. Ellos… son mi familia, aunque V.I.D.A. me usara como uno más, como una herramienta más, pero ellos me trataron diferente. Me cuidaron, me dieron algo que jamás pensé que tendría. Fueron mis padres, mis hermanos, mis amigos, todo en uno.

Lucía me miró en silencio, como si estuviera buscando algo en mi rostro, algo que pudiera confirmar o refutar lo que acababa de escuchar. Yo sabía que aún no entendía completamente, pero podía ver que estaba intentado conectar las piezas.

—Pero si fueron tan importantes para ti, ¿por qué no contactarlos ahora? —preguntó, su tono lleno de preocupación. —Si siguen vivos, ¿por qué no les dices que sigues aquí?

Mi respiración se detuvo por un momento, la respuesta ya estaba en mis labios, pero no era fácil. Al igual que con todo lo demás, hablar de ello me costaba, pero no podía seguir guardándome todo.

—Porque no puedo, Lucía. Si me comunico con ellos, si les digo que sigo vivo… V.I.D.A. lo sabrá. Y eso es lo último que quiero. Ellos… ellos no pueden saber que estoy vivo. Si lo descubren, I.F.L.O. lo sabrá también, y eso pondría en peligro a todos. A ellos, a ti, a todos los que me importan.

Lucía se quedó en silencio, procesando mis palabras. Yo podía ver en sus ojos que entendía la gravedad de lo que estaba diciendo, pero aún no parecía estar completamente segura de por qué no quería hacer el contacto.

—¿Y si tu equipo sí sabe que estás vivo… pero no dónde estás? —preguntó con cuidado, alzando la vista para encontrarme de nuevo con la mirada.

Solté un leve suspiro y asentí despacio.

—Entonces me buscarán, —respondí con seguridad—. V.I.D.A. jamás deja a alguien atrás… jamás. Y menos si es considerado un activo valioso, pero en algún momento se detendrían ya que tienen límite de tiempo para buscar rostros de mi o de cualquier otro activo. Como dijiste que escuchaste en el hospital… si me hubieran capturado, habrían venido por mí. No lo dudarían. Pero ese rescate no sería un simple —sacarlo de ahí—. I.F.L.O. aprovecharía ese momento para eliminar a todo mi equipo. Llevan años frustrando sus planes, y soy… era… el punto débil del equipo. El niño. El protegido. El especial. Si me capturan, los pondrían en peligro solo por venir a salvarme. Ellos… morirían por mí.

Lucía abrió los labios como si fuera a decir algo, pero los cerró de nuevo. Sus cejas se fruncieron. Estaba dolida. Confundida. Tal vez incluso sintiéndose traicionada por lo que dije a continuación.

—La noche antes de quedarme contigo… antes de firmar esto, de decidir quedarme a tu lado… —continué, con la voz un poco más baja— estaba a punto de irme. Irme muy lejos. Como ya sabes, mi idea era recuperarme… y cuando pudiera volver a pelear, volver con ellos. Esa era la meta. Y estuve a nada de hacerlo. Todo dentro de mí gritaba que debía desaparecer de tu vida, de todo esto. Que no podía quedarme.

La forma en que Lucía me miró, con esa mezcla de herida e incredulidad, me partió un poco por dentro. Pero no me detuve.

—No lo hice. Me quedé… por ti. Pero eso no evitó que, después de esa noche, la de Navidad, cuando nos acostamos juntos… —mi voz se quebró un poco, pero respiré hondo—… cuando tú dormías, yo estaba en la computadora militar que me dio Marcos. La tenía encendida. Tenía todo listo para contactar con ellos. Para decirles que estaba vivo.

—¿Y lo hiciste? —preguntó con un hilo de voz, aunque ya conocía la respuesta.

—No —dije con firmeza—. Reconsideré todo. Lo mismo que te estoy diciendo ahora… lo pensé en ese momento. Si me comunico, I.F.L.O. lo sabrá. Y vendrán. Y no vendrán solos. No solo me pondría en peligro a mí, también a ti. A tu familia. A Marcos. A todos. Y no… no puedo permitir eso.

—Mi tío y Marcos son militares —replicó con fuerza—. Mi papá es médico militar. Nadie mos tocaría. Y mucho menos a ti… estás bajo el cuidado de mi tío. Eso debe significar algo.

No pude evitar soltar una risa seca, no burlona, sino más bien amarga.

—Lucía… eso no importa. I.F.L.O. tiene activos en todas partes. En gobiernos, empresas, cuerpos militares… podrían tener a alguien dentro de la misma base en la que está Marcos. En la misma base donde yo estuve. Ni siquiera ellos lo sabrían hasta que ya sea demasiado tarde.

Ella se quedó helada un instante, y luego frunció el ceño con una mezcla de rabia e impotencia.

Se acomodó en su asiento frente a mí, estirando una mano para tomarme del rostro con delicadeza. Sus dedos estaban tibios, y su mirada… esa mirada… me atravesó como una ráfaga silenciosa.

—Gracias por contarme todo esto —murmuró—. De verdad… gracias por confiar en mí. Sé que no es fácil. Sé que incluso decirlo en voz alta debe doler… porque se nota. En tus ojos, en tu voz… en cómo tiembla tu mano.

Tragué saliva, intentando mantenerme firme, pero su cercanía hacía que todo ese escudo que llevaba años construyendo comenzara a agrietarse.

—Pero también me duele… —añadió, y sus palabras me calaron—. Me duele que hayas estado a punto de irte esa noche. Que mientras yo… mientras yo pensaba que habíamos cruzado una línea hermosa… tú… tú estabas planeando desaparecer.

Bajó un poco la mirada, pero no quitó su mano de mi rostro.

—No te culpo —siguió—. Lo entiendo… lo entiendo más de lo que crees. Pero aún así… me dolió escucharlo. Me duele imaginarte ahí, solo, frente a esa computadora… y pensar que pudiste irte sin decir nada.

Sus ojos se humedecieron, pero no lloró. En lugar de eso, se inclinó un poco más, y sin necesidad de decir más, me besó.

Fue un beso distinto.

Lento. Profundo. Sin prisa.

Un beso que no buscaba distracción, ni deseo, ni impulso… sino refugio. Un beso que cargaba todo lo que no podíamos decir sin rompernos. Y que, aún así, decía más que cualquier palabra.

Sus labios se separaron de los míos apenas unos segundos después, pero su frente se quedó contra la mía.

—Estoy feliz de que te quedaras… —susurró—. Pero si algún día decides irte… prométeme que al menos me lo dirás.

—No lo haré —le respondí, con la voz baja pero firme, mientras sostenía su mirada desde tan cerca, aún con nuestras frentes apenas tocándose—. No me voy a ir. No… no a menos que tú me lo pidas.

Ella frunció el ceño, confundida, sus ojos buscaban los míos como si no estuviera segura de haber entendido bien.

—Si algún día me dices que me vaya… —continué—, entonces lo haré. Porque eso significará que ya no tengo nada que me retenga aquí. Que tú… que tú ya no me quieres aquí. Pero mientras eso no pase… aunque V.I.D.A. se entere que sigo vivo, aunque I.F.L.O. lo descubra… no me iré.

Apreté suavemente su mano.

—Ni siquiera si empiezan a buscarme, ni siquiera si hay riesgo… no me voy. No hasta que tú estés realmente en peligro por mi culpa… o hasta que seas tú quien me diga que me vaya.

Ella soltó un leve suspiro, como si sus emociones hubieran contenido el aire demasiado tiempo, y ahora lo soltara en una sola exhalación cargada de alivio, tristeza y algo más difícil de describir.

—¿Y si nunca quiero que te vayas? —susurró, apenas audible, con un leve temblor en su voz.

—Entonces no me iré nunca —dije sin dudarlo, sin apartar mis ojos de los suyos—. Ni aunque eso signifique morir por protegerte.

Vi cómo su mirada se humedecía, cómo esa frase la quebraba en silencio. Me acerqué más, apenas un susurro separaba nuestras bocas, y la abracé con firmeza, sintiendo su respiración agitada contra mi pecho.

—No digas eso —susurró ella con la voz temblorosa, apretando sus brazos alrededor de mi cuerpo—. No digas que vas a morir por mí…

—Entonces no lo diré —respondí, cerrando los ojos por un instante mientras sentía el peso de la verdad hundirse en mi pecho—. Solo lo haré si llega el momento. Porque prefiero desaparecer mil veces antes que verte sufrir por algo que yo provoqué.

Lucía se quedó callada, abrazándome como si con eso pudiera detener el mundo. Como si tuviera miedo de que en cualquier momento, todo eso desapareciera.

—Estás aquí… —susurró por fin—. Y mientras lo estés… no quiero que hables de irte. No más.

—Entonces no lo haré. Prometido.

Lucía se quedó en silencio por unos segundos más. Sus dedos temblaron un poco al aferrarse a mi camiseta, y cuando por fin alzó la mirada, sus ojos brillaban por las lágrimas contenidas.

—Tengo miedo —murmuró, con un nudo en la garganta que rompía cada palabra—. Tengo miedo de que un día despiertes… y ya no estés.

No supe qué decir de inmediato. La vi quebrarse frente a mí, como si por fin se diera permiso de soltar ese miedo que había estado cargando en silencio desde que todo esto comenzó.

—Tengo miedo de que un día pienses que estás mejor sin esto, sin mí… y desaparezcas sin decir nada, como querías hacerlo esa noche. Como lo has querido hacer durante años…

La abracé fuerte, apoyando mi mentón sobre su cabeza. La sentí sollozar, reteniéndose con una dignidad que solo ella tenía, incluso rota.

—No voy a hacerlo, Lucía —dije en voz baja—. No esta vez. No mientras tú me quieras aquí.

—Pero, ¿y si un día ya no puedo detenerte…? ¿Y si un día la amenaza es demasiado grande, y te obligas a dejarme porque piensas que así me estás cuidando…?

—Entonces prométeme algo tú —le pedí con suavidad—. Si alguna vez llego a pensar en irme por ese motivo, me lo recordarás. Me recordarás esto. Que no estoy solo. Que tengo algo que perder… y por eso mismo, algo por lo que quedarme.

Ella me miró, aún llorando, y asintió lentamente, mordiéndose el labio para no dejar escapar un nuevo sollozo.

—No quiero volver a perder a alguien —dijo apenas en un susurro—. No quiero que tú seas otro que se va…

—No lo seré. No mientras me sigas llamando "amor" con esa voz —bromeé suavemente, secándole una lágrima con el pulgar—. No mientras me abraces como si tu mundo dependiera de ello.

Me quedé en silencio cuando vi a Lucía voltear hacia atrás y sacar algo de su mochila. No entendía bien qué estaba haciendo, pero cuando me extendió la pequeña cajita, sentí un escalofrío recorrer mi columna. Era como si el aire se hubiera detenido, como si algo muy importante estuviera a punto de ocurrir, algo más allá de las palabras que habíamos compartido hasta ahora.

—Esto tenía planeado dártelo después de que fueras a visitar a la familia de Luis —dijo Lucía con una suavidad que me hizo mirarla con más atención.

Dentro de la caja había un collar, una réplica. Lo reconocí al instante, aunque estaba en perfectas condiciones, mucho mejor que el original, que ya estaba oxidado por el paso de los años. Lucía me lo extendió con cuidado, y mientras lo hacía, se acercó un poco más a mí, sus dedos tocando el collar oxidado que aún colgaba de mi cuello.

—Este collar —dijo mientras sus dedos rozaban el metal—, colgando de tu cuello. Significa algo para ellos... es su cierre. Su forma de no esperar más que algún día su hijo regrese vivo. —Hizo una pequeña pausa, su voz apenas un susurro—. Pero para ti también significa algo, Leonardo. Es el recuerdo de Luis, de todo lo que vivieron juntos, y cómo sigues adelante con su memoria.

Me quedé sin palabras por un momento, procesando lo que me decía, viendo cómo sus ojos brillaban, y cómo con cada palabra parecía entender más profundamente lo que esa pieza de metal representaba. Tomé el collar, sintiéndolo pesado en mis manos, pero no por su tamaño, sino por el significado que había adquirido.

—Por eso conseguí una réplica para ti, para que puedas mantener ese recuerdo de Luis contigo, siempre.

Entonces, sus dedos se movieron hacia la parte posterior del collar, y vi que había algo grabado en él. "L/E & L", decía, con las letras entrelazadas de una forma que no había visto antes. Mi corazón dio un pequeño salto.

—¿Qué significa esto? —le pregunté, sin poder evitarlo.

Lucía me miró, sus ojos un poco más serios, pero con una suavidad que hacía que mi pecho se apretara.

—La "L" es tu inicial, Leonardo —dijo, señalando la primera letra—. La "E" es por tu posible nombre real... Evan. Y la última "L", bueno... es por mí, Lucía.

Fue en ese momento cuando, sin pensarlo, me incliné hacia ella y la besé. No sé cómo ni por qué, pero ese pequeño gesto, esa conexión entre nuestras vidas pasadas y presentes, me hizo darme cuenta de que, aunque el mundo estuviera lleno de caos y oscuridad, algo tan pequeño como este collar podía ser el punto de partida para que comenzáramos a entender lo que significaba estar juntos.

Cuando nos separamos, todavía sentía la calidez de su beso, y noté cómo su respiración se había entrecortado ligeramente, como si, al igual que yo, sintiera el peso de lo que acabábamos de compartir.

En ese instante, tomé algo de mi mochila, algo que había guardado para un momento como este. La carta que había planeado dejarle la noche que estaba dispuesto a desaparecer, antes de que todo esto sucediera.

Lucía me miró con curiosidad, su expresión aún cargada de una mezcla de emociones, pero también de algo más.

—¿Qué es eso? —preguntó suavemente.

Esos segundos de silencio fueron largos, demasiado largos. Pero finalmente respondí, con la voz firme, pero cargada de sentimientos que no había dejado salir hasta ahora.

—Es lo que planeaba dejarte... esa noche, cuando iba a desaparecer —dije, mi pulso acelerado.

Lucía miró la carta, luego a mí, y luego, como si en ese momento todo cobrara sentido, asintió lentamente.

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