LUCIA.
El sol entra suave por la ventana. Las cortinas no bloquean del todo la luz, y eso es lo que me despierta primero. Lo segundo es el frío.
No el de la habitación. No el de la nieve allá afuera.
Es otro frío.
El de la ausencia.
Extiendo el brazo con los ojos aún cerrados, buscando el calor de su pecho, la firmeza de su cuerpo, su respiración cerca de mi cuello. Pero lo único que encuentro es colchón.
Frío.
Demasiado frío.
Abro los ojos.
El lado de Leo está vacío. Tan vacío que ni siquiera parece haber estado aquí. Las sábanas no están arrugadas, la almohada no tiene forma. Como si nadie lo hubiese tocado jamás.
Me siento de golpe, apretando la sábana contra mi cuerpo desnudo. Mis ojos recorren la habitación con rapidez, como si pudiera aparecer de pronto entre las sombras, como si fuera a decirme "tranquila, solo fui al baño" o algo estúpido como eso.
Pero no.
Su chaqueta no está.
Tampoco sus botas.
El armario está abierto. No mucho, solo lo suficiente para que note el hueco exacto donde debería estar su mochila.
El estuche del arma… vacío.
Y la computadora... La computadora que Marcos le dio ayer, con tanto orgullo. Que no debía usarse, que no debía conectarse…
Tampoco está.
El corazón me golpea el pecho.
No me muevo. Solo me quedo ahí, congelada, con la sábana apretada contra mi pecho, el cabello despeinado cayéndome sobre los ojos, los labios secos, la piel erizada.
Se fue.
No dejó una nota.
No me despertó.
No me besó la frente.
No dijo adiós.
Mi mente se llena de ruido. Escenarios. Pesadillas. ¿Lo encontraron? ¿Él fue hacia ellos? ¿Nos dejó para protegernos o porque… porque ya no quería esto?
No. No. No.
Leo no es así.
O al menos, eso quiero creer.
Pero entonces me doy cuenta de algo más.
Él se fue.
Pero dejó eso.
¿Por qué?
No sé cuánto tiempo me quedo sentada en el borde de la cama, con la sábana enrollada en mi cuerpo como un escudo inútil. Escucho pasos, risas lejanas desde el pasillo, probablemente de alguna de mis hermanas. La casa ya despertó, es Navidad, y yo aquí, desnuda, congelada por dentro, intentando no llorar.
No. No lo aceptaré tan fácil.
Me levanto. Camino directo al armario y me visto con lo primero que encuentro. Ropa interior, pants, una sudadera. Ni siquiera me veo en el espejo. Abro la puerta con fuerza, salgo descalza al pasillo, el corazón retumbando como si fuera a estallar.
Bajo las escaleras casi corriendo, ignorando a Ana que me lanza una mirada confundida desde la cocina, ignorando la voz de mamá preguntando si quiero café, ignorando el olor a canela y pan caliente.
Y entonces lo veo.
Ahí está.
Sentado en el sillón, con una pierna cruzada, la computadora militar sobre sus rodillas, la pantalla apagada.
La pistola desarmada sobre la mesa.
El estuche de herramientas abierto.
Y su mirada… su mirada fija en mí, como si supiera exactamente lo que estoy sintiendo. Como si ya me hubiera escuchado gritarle en mi cabeza.
Me detengo. Las palabras no me salen. Solo lo miro. Como una tonta. Como si estuviera viendo un fantasma.
—¿Estás bien? —pregunta él, con esa voz baja, ronca, cansada y suave al mismo tiempo.
No sé qué decirle. Me siento una estúpida por haber pensado lo peor. Pero también quiero golpearlo por no estar ahí cuando desperté.
Mis piernas se mueven solas. Camino hasta él y me planto frente a donde está sentado. No me importa si me veo desesperada o si mi voz tiembla.
—Entré en pánico cuando no te vi, ¿sabes? —le digo con un nudo en la garganta—. No estaba tu mochila, no estaban tus botas, ni el estuche, ni la maldita computadora. Ni tu arma. Nada. Pensé que… —mi voz se quiebra, las lágrimas se me agolpan en los ojos, no quiero llorar, pero casi lo hago—. Pensé que te habías ido.
Él no se inmuta al principio. Solo me mira. Luego baja un poco la mirada.
—Lo siento —dice con un suspiro. Su voz no tiene arrogancia, ni dureza, solo… cansancio—. Es que estaba preparando mis cosas para irme.
Esas palabras me atraviesan.
—¿Qué? —parpadeo—. ¿Cómo que para irte? ¿A dónde? ¿Por qué?
Siento que el aire se me va, doy un paso hacia atrás, como si esas palabras me hubieran empujado. Mi cuerpo empieza a temblar, mis manos se cierran en puños, el calor sube por mi pecho y no sé si gritar o derrumbarme ahí mismo.
Pero él se levanta. Se acerca. Me toma por los hombros antes de que yo explote.
—Ey, ey —su voz es suave, firme—. Permíteme corregir eso. No me voy solo.
Mis ojos lo buscan, confundidos, dolidos.
—¿Qué…?
—Te estaba esperando a ti. Quiero que vengas conmigo —dice con calma—. A California.
Mi boca se abre un poco, pero no sale nada. ¿California?
—¿California?
—La familia de Luis —asiente, su mirada se suaviza—. Quiero llevarles su collar. Hablar con ellos. Verlos. Pero no quiero hacerlo solo.
Siento cómo mi pecho se sacude. Mis lágrimas ya no son de miedo, sino de algo que no sé si es alivio o amor o las dos cosas juntas. Muevo la cabeza, apenas, y me río por lo bajo, como si no supiera qué más hacer.
—¿Y por qué demonios no empezaste con eso, idiota? —le digo con una mezcla de risa y llanto en mi voz, golpeándole el pecho suavemente—. Casi me da un infarto, Leo.
Él sonríe, esa sonrisa torpe y cansada que solo me muestra a mí.
—Lo siento. Supongo que aún no soy bueno explicando las cosas sin parecer que voy a desaparecer.
Lo jalo hacia mí, abrazándolo con fuerza, pegando mi rostro a su cuello.
—Te odio —murmuro contra su piel—. Pero solo un poco.
Él no responde. Solo me abraza más fuerte. Y en ese abrazo, el mundo parece más soportable.
—¡Idiota! —le doy otro golpe, no tan fuerte, más por descarga emocional que por otra cosa. Me tiembla el pulso, y aún siento que mi pecho sube y baja como si no pudiera tomar suficiente aire.
Justo entonces escucho pasos y la voz de mi madre entrando en la sala.
—¿Qué está pasando aquí?
Me volteo, con el cabello medio enredado y la sábana aún encima del cuerpo.
—Nada, mamá —digo, aún un poco alterada, y señalo a Leo con una mirada fulminante—. Solo que este idiota casi me da un infarto.
Leo simplemente levanta las manos como diciendo "culpable".
—¿Se van a ir ahora? —pregunta Ana desde la puerta, apoyada contra el marco, con una taza de café en la mano.
La miro entre confundida y alarmada.
—¿Cómo sabes eso?
Mi madre me responde antes de que Ana diga algo.
—Leo nos lo dijo hace rato, mientras tú dormías. Nos explicó que quiere llevarte con él a California. A visitar a la familia de Luis, ¿verdad?
Asiento lentamente, aún no asimilando todo.
—Y bueno —continúa mi madre—, no eres una adolescente como para pedirnos permiso. Solo necesitábamos saber si era tu decisión. Y si lo es, ya todo está listo. Ya le prestamos un auto para ir de aqui a California.
—¿A la zona costera, no es así? —pregunta mi mamá, mirando a Leo.
Él asiente con un gesto leve.
—Sí. Buscaré la casa de la familia de Luis, dejaré el collar, y luego planeamos regresar.
Mi cabeza aún está girando por todo esto.
Leo cruza los brazos, mirándome con esa expresión que mezcla seriedad con responsabilidad.
—Marcos ya está terminando de preparar todo lo necesario para averiguar si aquellas personas de mi carpeta realmente son mi familia o no. Como estaba planeado.
—Y en el transcurso del camino —agrega Leo, mirándome con cuidado—, Marcos me va a avisar si esas personas son mi familia. Si no lo son, simplemente regresamos aquí. Si sí lo son… aprovecharemos el viaje para pasar también por Chicago.
Chicago.
De nuevo esa palabra.
Un destino que parece formar parte de su mundo.
Mi madre asiente con una sonrisa suave.
—Ya está todo listo, Lucía. Solo falta que te vistas.
Yo me quedo callada un segundo. Aún tengo el miedo encima, el corazón medio acelerado y la cara seguramente hinchada por el susto. Pero por alguna razón… sonrío.
—Dame treinta minutos —murmuro.
Leo me lanza una mirada de esas suyas, esa que tiene ese brillo leve, cansado pero sincero.
Y por un segundo, me siento parte de su mundo también.
Subí las escaleras hasta llegar a mi habitación. Cerré la puerta de mi habitación con el pie, me recargué en ella unos segundos… y respiré.
El corazón aún me latía fuerte, pero ahora por otros motivos. La confusión se había ido, sí, pero en su lugar había un pequeño torbellino de emociones: sorpresa, ansiedad, nervios… y un ligero cosquilleo en el estómago que no me atrevía a nombrar.
Me quite la ropa, dejandola en el suelo y me metí al baño. El agua caliente tardó un poco en salir, pero cuando lo hizo, dejé que me envolviera por completo, que me aclarara los pensamientos junto con el jabón. No me podía dar el lujo de distraerme. Iba a viajar. Con él. A California. Y no por turismo, sino para algo importante.
Salí del baño como rayo, secándome el cabello con la toalla mientras caminaba al armario. Me puse ropa cómoda pero decente, algo ligero, práctico. Luego, abrí el cajón de abajo de la cómoda y saqué mi mochila de viaje. No era muy llamativa, justo lo que necesitaba. De esas con compartimentos ocultos y espacio justo para lo esencial.
La abrí en la cama y comencé a meter lo necesario: ropa interior, un par de pantalones, blusas, algo más formal por si acaso… cosas que no hicieran bulto. Luego abrí el cajón donde guardo mis documentos. Gracias a mi costumbre de tener todo ordenado, fue cuestión de segundos: pasaporte, identificación, seguro, libretita con contactos y algo de efectivo. Hasta mi gafete del hospital, por si acaso.
Guardé también una pequeña bolsita con pastillas, lo básico, un par de analgésicos y algo para el estómago. Nunca está de más. Agarré un par de ligas para el cabello y mi cepillo. Todo tenía su lugar. No era perfeccionismo, era supervivencia con estructura.
Cuando revisé el reloj, había pasado media hora exacta. No más. Cerré la mochila y me senté en el borde de la cama. La miré unos segundos como si ella pudiera responderme algo. Y entonces pensé en él… esperándome abajo.
Me levanté, colgué la mochila del hombro y salí de la habitación. Era hora de irnos.
Bajé con la mochila bien sujeta al hombro, sintiéndome extrañamente observada antes de siquiera poner el pie en el último escalón. Y claro, no era una ilusión.
Ahí estaban todos, reunidos como si estuviéramos por partir a una expedición que no sabían si saldría bien o mal. Mi madre fue la primera en acercarse, con esa mirada que mezcla orgullo, duda y una pizca de preocupación que solo una madre sabe ocultar mal. Mi papá estaba justo a su lado, más reservado, pero con los brazos cruzados y una sonrisa leve que me decía todo sin hablar.
—Buena suerte, hija. —me dijo mi madre con voz suave, acercándose para darme un abrazo corto, pero apretado—. Cuiden el uno del otro, ¿sí?
—Siempre —respondí.
Paula vino después, algo más directa.
—Tómale fotos al mar si puedes, el de California es bonito… aunque no tan bonito como tú enojada esta mañana —se rió mientras me abrazaba fugazmente.
Sofía me guiñó el ojo, dándome una barrita de chocolate como si fuera un amuleto de la suerte.
—Por si te da ansiedad en el camino. O hambre. O ganas de lanzárselo a Leo si te desespera.
—Gracias… creo —le sonreí.
Ana no dijo mucho, pero me abrazó más de lo esperado. A veces se le olvidaba que era la "seria".
Mis tíos, Armando y Marcela, nos miraban con la mezcla justa entre calidez y ese aire protector que siempre los ha rodeado. No dijeron mucho, solo desearon buen viaje, que cuidáramos la ruta, y que no dudáramos en llamar si pasaba algo.
Y luego, Marcos.
Se acercó a Leo, le entregó un folder delgado, y habló lo suficientemente fuerte para que todos escucháramos, pero lo suficientemente bajo para que la tensión se notara solo si la entendías.
—Esos documentos son prestados. Temporales. Así que con cuidado, ¿sí? No hay errores aquí, pero tampoco margen para jugar.
Leo asintió, serio. Como si ya lo supiera desde antes de que se lo dijeran.
—Lo entiendo —dijo él, sujetando los papeles con firmeza.
—Y cuidado con la nieve —agregó Marcos, esta vez mirándome también a mí—. Si llegan a manejar de noche, con más razón. Es mucho tramo de Nueva York a California, más si van hacia la costa… cualquier cosa, llamen. Estaré pendiente del avance, y si hay novedades sobre tu posible familia, se los haré saber al instante.
—Gracias, Marcos —dije. Y lo dije en serio.
Él asintió apenas, dándome una palmadita en el hombro.
Leo se acercó a mí, y sin decir nada, tomó mi mochila con naturalidad, como si siempre fuera a hacerlo. No discutí. Sólo lo seguí hacia la puerta, con el aire frío entrando por el marco apenas la abrió.
Íbamos a salir.
A la carretera.
Juntos.
Y aunque el destino era incierto, no podía evitar sentir algo parecido a… paz.
Subimos al auto entre el crujir de la nieve bajo nuestras botas. El aire frío me erizaba los brazos aún con la chaqueta puesta, y Leo, como siempre, parecía inmune a todo eso. Dejó mi mochila y algunas cosas más en los asientos de atrás, acomodándolas con precisión casi militar, mientras yo me sentaba en el asiento del copiloto, ajustando el cinturón.
—¿Tú… sabes manejar? —pregunté, mirándolo de reojo.
Me lanzó una mirada como si acabara de preguntarle si sabía leer.
—¿Cuál crees que es mi vida, Lucía?
—Perdón —murmuré bajito, encogiéndome de hombros, pero no pude evitar reírme mientras lo decía.
Él negó con la cabeza, encendiendo el auto con suavidad. El motor respondió al instante, ronco pero estable, como todo en él.
Y entonces, justo cuando las llantas comenzaron a avanzar y el hogar empezaba a quedar atrás, se escuchó la voz de Ana desde la puerta principal, cortando el aire:
—¡Buen viaje! ¡Usen protección!... ¡No, esperen, no lo hagan! ¡Ya quiero un sobrino!
Me cubrí la cara con las manos al instante, sintiendo las mejillas arder, mientras Leo solo sonrió por lo bajo, sin decir nada.
—Me va a hacer morir de un infarto un día de estos —gruñí, hundiéndome en el asiento.
—¿A ti? Yo sigo procesando lo de "no lo hagan" y "sí háganlo" en la misma oración —dijo Leo, mientras salíamos lentamente por la calle, despidiéndonos con un par de toques leves al claxon.
Mientras avanzábamos por una de las calles más amplias, el auto deslizándose con calma entre la nieve derretida y el sol débil de la mañana, no pude evitar mirarlo de reojo.
Iba con una mano en el volante y la otra apoyada en la ventana, el aire frío entrando sin que pareciera afectarle en lo más mínimo. Su expresión era tranquila, concentrada… pero esa maldita pose, no sé cómo explicarlo. Se veía sexy. No de ese sexy obvio y descarado, sino uno sutil, peligroso. Como si la calma que mostraba escondiera un caos del que no podía apartar la mirada.
—Mierda—, pensé, —parezco una adolescente babeando por alguien que sí lo es.
Y entonces recordé… que Leo estaba sensible. No emocionalmente, sino físicamente. Tenía sus razones para estar tenso, después de lo que había pasado y del riesgo de haber vuelto a entrar en esas redes. Así que me giré un poco hacia él.
—¿Estás bien manejando? —pregunté con suavidad, por si acaso—. Si te cansas, puedo…
—Por milésima vez —dijo sin mirarme, con una sonrisa ladeada—, esto ya lo he hecho antes. Y si en algún momento no sé cómo hacer algo, te prometo que te lo voy a preguntar. No soy tan orgulloso.
Le sonreí, sintiéndome un poco más tranquila… pero no pude resistirme a molestar.
—¿Y… sabes hacer bebés?
Lo vi girar apenas la cabeza, riendo con esa risa baja y cálida que me encantaba.
—Sí. No es la primera vez que lo hago. Ni la segunda, para ser honesto.
—¿Qué? —me giré más hacia él, sorprendida—. ¿Has estado con otras mujeres?
Asintió con naturalidad, como si no fuera gran cosa.
—Sí. Pero no de forma sentimental —aclaró—. Fue… puramente físico. Parte de lo que era mi vida antes. A veces por necesidad, a veces… para encontrar algo de humanidad entre todo el horror. No era amor. Ni siquiera cariño. Solo algo que me recordara que era humano y que todavía podía sentir algo.
Me quedé en silencio unos segundos, procesando su respuesta. No me dolía, no exactamente… pero me dejaba pensando. Nadie puede salir limpio de una vida como la suya. Y sin embargo, aquí estaba, conduciendo conmigo, yendo a devolverle un collar a la familia de un amigo muerto, riendo conmigo.
Tal vez eso también era una forma de buscar humanidad. Y ahora… quizá la estaba encontrando conmigo.
—No eras el único buscando algo —murmuré, mirando por la ventana—. Todos buscamos algo, Leo. Solo que tú tuviste que hacerlo desde la oscuridad.
—Y tú me encontraste —dijo él suavemente.
**
El viaje había sido tranquilo. Casi demasiado. La carretera se extendía interminable entre paisajes blancos y cielo gris, con pequeñas manchas de sol rompiendo las nubes. Llevábamos ya varias horas manejando, tomando turnos para no agotarnos, y la conversación había pasado de cosas profundas a tonterías que solo una pareja en formación podría tener.
Hasta que… pasó.
—¿Puedes poner otra canción? —pregunté mientras sonaba por tercera vez seguida una pieza instrumental instrumental rusa militar que, sinceramente, ya me tenía al borde de arrancarme los oídos.
Leo, sin inmutarse, apretó los dedos sobre el volante.
—¿Qué tiene de malo? Es buena música para el camino.
—¿Buena? Leo, siento que vamos a invadir Polonia, no a entregar un collar —dije con una risa forzada.
—Al menos tiene ritmo —murmuró, subiendo el volumen.
—¿Ritmo? ¡Esto suena como si un ejército estuviera marchando sobre nuestras almas! ¡Pon algo con letra, por el amor de Dios!
Me estiré para agarrar el teléfono conectado al Bluetooth y él lo quitó con la misma rapidez, como si estuviéramos en medio de una misión encubierta y yo hubiera tocado un detonador.
—¡Ey! ¡Dame eso! —le grité riendo mientras él lo sostenía lejos.
—¡No! Tú pusiste esa cosa de Shakira cuatro veces. Cuatro. Veces. ¡Seguidas!
—¡Shakira es arte! ¡La tuya es propaganda de guerra!
—¡Al menos no me hace querer estrellarme contra un árbol!
—¡¡Exagerado!!
Terminamos peleando a empujones suaves entre risas, él sosteniendo el teléfono con una mano, yo estirándome para alcanzarlo mientras él intentaba mantener el auto recto.
—¡Dámelo, tirano musical!
—¡No hasta que admitas que esta marcha soviética está buena!
—¡NUNCA!
Finalmente me rendí, soltándome contra el asiento con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—Eres un dictador del estéreo.
—Y tú una terrorista auditiva —me respondió sin poder ocultar la risa.
Pasaron unos segundos en silencio antes de que ambos soltáramos una carcajada. Suspiré, mirando por la ventana, aún sonriendo.
—La primera pelea de novios, ¿eh?
—Y sobrevivimos —dijo él, con orgullo—. Eso ya es algo.
—Sí, pero la próxima vez yo elijo la playlist.
—Ni en sueños.
—¡Dictador!
—¡Terrorista!
Y así seguimos, como dos idiotas enamorados a medio camino de California, en medio del frío, la música de fondo y esa absurda calidez que empezaba a sentirse como hogar.
—Tengo… tengo hambre —confesé en voz baja, mirando hacia la ventana, evitando su mirada—. No desayuné.
Leo me lanzó una mirada rápida y arqueó una ceja con esa típica mezcla entre burla y ternura que ya se le estaba haciendo costumbre.
—¿Y eso?
—Me desperté con un ataque de pánico al no verte… luego todo pasó tan rápido… solo me metí a bañar, armé mi mochila y bajé… no tuve cabeza para pensar en comida —dije, cruzando los brazos, apenada—. Y ahora mi estómago suena como una canción de esas tuyas.
Él soltó una risa.
—Entonces suena glorioso —dijo, mientras tomaba la próxima salida con total tranquilidad—.Vamos a buscar algo, que si te desmayas yo no puedo cargarte en estilo romántico. El asiento está lleno de mochilas y cosas. Arruinaríamos el dramatismo.
—No es gracioso —le dije haciendo un puchero, aunque se me escapó una pequeña sonrisa—. Podrías haberme dejado una nota, ¿sabes?
—Pensé que volvería antes de que te despertaras… Pero tienes razón —agregó sin discutir—. Perdón. Para la próxima vez que desaparezca cinco minutos, dejaré una carta, firmada con sangre y todo. ¿Te parece?
—Depende… ¿de qué grupo sanguíneo eres?
—O negativo. El más difícil de encontrar. Así que más te vale cuidarme —respondió con una sonrisa ladina.
Negué con la cabeza, riendo mientras veía por la ventana cómo el paisaje empezaba a cambiar ligeramente. Una gasolinera apareció a lo lejos con una cafetería pequeña al costado. Leo se estacionó con facilidad y bajamos del auto, sintiendo el aire helado pegarnos en el rostro.
Al entrar al pequeño lugar, el aroma a pan recién horneado y café caliente me golpeó como un abrazo materno. Mi estómago rugió con más intensidad.
—Dios, qué vergüenza —murmuré, cubriéndome la cara.
—Tranquila —dijo Leo, ya caminando al mostrador—. Vamos a alimentar a la bestia.
—¡No soy una bestia!
—Lo siento… la bestia es tu estómago, tú eres adorable. Aunque peligrosa cuando tienes hambre.
Le saqué la lengua como toda una adulta y lo seguí, todavía sintiendo esa calidez en el pecho que me producía saber que, pese a todo, Leo estaba aquí. Conmigo. Y que en este extraño y accidentado camino hacia California, tal vez lo más caótico no era el viaje… sino lo rápido que estaba aprendiendo a quererlo.
Nos sentamos junto a una ventana empañada por el frío exterior, con dos tazas humeantes frente a nosotros y los platos llenos de panecillos, huevos y tocino. Comía con ganas, apenas habíamos desayunado y yo sentía el estómago vacío desde que me desperté con el susto de no verlo a mi lado.
Él, en cambio, solo giraba su taza entre los dedos, mirando distraído hacia afuera.
—¿No tienes hambre? —pregunté entre bocado y bocado.
—Un poco —respondió con una sonrisa apenas visible—. Pero no tanta como tú.
Le lancé una mirada fulminante, fingiendo indignación. Él soltó una risita, ese tipo de risa que me hacía olvidar que alguna vez fue un soldado hecho pedazos por dentro.
—Tranquila, come todo. Vas a necesitar energía, son muchas horas hasta California.
Asentí. Luego, después de dudar un momento, bajé el tenedor y lo observé de reojo.
—Amor… —solté, sin pensarlo demasiado.
Fue la primera vez que lo dije. Me sonó raro, íntimo, como si acabara de cruzar una línea.
Él me miró con una mezcla de sorpresa y algo más cálido, como si esa palabra le hubiera tocado algo por dentro.
—¿Qué vas a decirles? —continué, fingiendo que no me había dado cuenta de lo que acababa de hacer—. A los padres de Luis.
El cambio en su rostro fue inmediato. Bajó la mirada, dejó la taza sobre la mesa con mucho cuidado, como si temiera romperla solo con tocarla.
—Sé lo que les voy a decir —dijo en voz baja—. He tenido ocho años para pensarlo… pero prefiero guardarlo hasta que los vea. No porque no confíe en ti, sino porque decirlo ahora… me haría más difícil soportarlo.
Me quedé mirándolo, sin saber qué decir.
—Estoy nervioso —continuó—. Ocho años, amor. Ocho años en los que debí haberles dicho que su hijo estaba muerto. Y no lo hice. Tal vez aún tienen esperanza, una fantasía en la que él entra por la puerta como si nada, sonriendo, diciendo que todo está bien.
Tragó saliva, bajando la mirada.
—Voy a matar esa esperanza con mis palabras. Y eso… eso me parte. Porque yo también he vivido de esperanzas que no existían. Y sé cuánto duele cuando alguien te las arrebata.
Sentí que algo dentro de mí se apretaba. No supe qué decirle. Así que simplemente estiré mi mano y la puse sobre la suya, con suavidad.
—No estás solo, amor —dije, repitiendo la palabra con más firmeza esta vez, sabiendo que significaba algo—. Estoy contigo.
Me miró como si esa palabra lo hubiera anclado. Como si, por un instante, su alma no estuviera flotando en recuerdos viejos y heridas abiertas.
—Gracias por venir conmigo —dijo él, apretando mi mano—. No sé si podría hacer esto solo.
—Por suerte para ti —respondí con una sonrisa—, ya no estás solo.
Se tomó un momento más así, luego tomó su taza otra vez y dijo con un tono más ligero:
—Bueno. Termina de comer. Después tú eliges la música, pero si vuelves a poner reggaetón, te juro que me lanzo del auto.
—¡Reggaetón clásico es cultura, arte, patrimonio emocional!
—Ajá. Como si la Mona Lisa se pusiera a perrear.
—¡Exacto! ¡Ya vas entendiendo!
Ambos reímos, y por un instante, todo lo demás se volvió distante. Solo éramos dos personas, un viaje, y una palabra nueva que acababa de nacer entre los dos.
Después del desayuno, volvimos al auto. El frío seguía golpeando como si el invierno estuviera en guerra con todo el país. Nos detuvimos en una gasolinera unas horas después para llenar el tanque y comprar algo de tomar. Leo se bajó primero, y yo me quedé dentro unos segundos más, viendo cómo estiraba los brazos al salir del coche. Llevaba ese abrigo oscuro que le quedaba ridículamente bien, y el viento le desordenó el cabello. Claro que lo noté. Y también lo notó ella.
Una chica. Pelinegra, ajustado uniforme del local. Apareció de la nada en la puerta de la tienda, con una sonrisa demasiado amplia y una mirada que no podía ser más obvia si le hubiera lanzado un cartel de neón. Lo escaneó de pies a cabeza y se mordió el labio inferior cuando él se acercó a pagar.
Yo, desde el asiento del copiloto, sentí cómo me subía la sangre. Me bajé lentamente, como quien no quiere hacer una escena… todavía. Caminé hasta donde estaban, justo cuando ella le ofrecía una bolsa con un guiño descarado.
—¿Te gusta caliente o frío? —le dijo, entregándole la bebida.
Leo ni cuenta se dio. Solo tomó la botella y le dio las gracias, normal, sin ninguna intención. Pero eso no importaba. Lo que importaba era que ella seguía ahí, como si su sonrisa pudiera derretir más que el café.
—¿Listo, amor? —dije de golpe, apareciendo justo a su lado y tomando su brazo con toda la propiedad del universo.
Él me miró sorprendido, pero sonrió como si entendiera de inmediato. La chica nos vio a ambos, su sonrisa congelada en el aire como un globo que alguien había pinchado en cámara lenta.
—Sí, ya casi —respondió Leo, con su tono calmado de siempre. Me pasó la bebida y luego la otra que había comprado para él.
La chica hizo como si nada, pero cuando entró de nuevo al local, juro que la oí bufar. Yo apenas disimulé una sonrisa de victoria mientras caminábamos de regreso al auto.
—¿Te molesta que te llamen amor en público? —pregunté casualmente, aunque no podía ocultar del todo mi tono inquisitivo.
—No, para nada —dijo, subiéndose al coche conmigo—. Pero solo si me lo dice alguien que de verdad lo sienta. ¿Estás celosa?
—¿Yo? —me reí nerviosa, ajustándome el cinturón—. Para nada. Es solo que… bueno, ella te veía como si fueras un filete jugoso y ella llevara días sin comer carne.
Leo soltó una carcajada que lo sacudió por completo.
—Vaya comparación.
—¡Pues así fue! —me crucé de brazos—. Además, ¿qué clase de pregunta es esa? ¿"Te gusta caliente o frío"? ¿Quién dice eso?
—Alguien que trabaja en una tienda con refrigerador, supongo.
—¡Ajá! Muy gracioso.
Él puso la música, y mientras sonaba algo suave, giró el rostro hacia mí con una sonrisa traviesa.
—Me gusta cuando te pones celosa.
—No estoy celosa.
—Lo que digas, amor.
Rodé los ojos. Pero cuando me miró otra vez, sus dedos rozaron los míos sobre la consola central. Pequeño, sutil, íntimo.
—Gracias por eso —murmuró.
—¿Por qué?
—Por hacerme sentir como si perteneciera a alguien. A ti.
Me tragué la respuesta que iba a decir. Porque por primera vez en años, sentí que alguien me pertenecía también. Y eso, en medio de todo lo que habíamos vivido, era mucho más que suficiente.
Llevábamos poco menos de un cuarto del camino cuando decidimos hacer una pausa. El sol ya estaba alto, pero el frío seguía firme, cubriendo el paisaje de blanco como si fuera una pintura estática. Habíamos pasado por varias zonas boscosas y elevaciones moderadas, pero esta en particular nos obligó a detenernos.
La carretera se abría paso entre lomas cubiertas de nieve y árboles delgados con ramas quebradas por el peso del hielo. Las montañas a lo lejos, parte de lo que creo eran los Apalaches, ofrecían una vista perfecta, como sacada de una postal.
Aparcamos en una curva segura, donde el camino se abría un poco. Bajamos del auto y lo primero que hizo Leo fue estirarse hacia atrás con los brazos por encima de la cabeza. Su espalda tronó con un crujido audible, seguido de un quejido leve mientras bajaba los brazos, con una mueca que me hizo fruncir el ceño.
—¿Estás bien? —pregunté, viendo cómo movía el pie izquierdo de forma un poco extraña.
—Sí —respondió con una exhalación pesada, apoyándose en el auto mientras sacudía la pierna—. Solo... frío, y un poco de presión en la cadera. Nada grave.
Me acerqué sin decir más, con cuidado de no empujarle demasiado mientras me recargaba a su lado, rozando su brazo con el mío.
—Una foto —murmuré, mirando el paisaje frente a nosotros—. Nuestra primera.
—¿Una foto...? Está bien, solo que... —suspiró, con tono bajo.
—Lo sé —lo interrumpí sin mirarlo, sabiendo exactamente a qué se refería—. Sin mostrar tu rostro. No soy tonta.
Él rió por lo bajo, con esa risa áspera y suave que pocas veces dejaba salir.
—No lo eres —dijo—. Pero gracias por entenderlo.
Saqué el teléfono y lo levanté con la cámara trasera apuntando al paisaje, cuidando el ángulo. Me acerqué más, apoyando mi cabeza en su hombro y dejando que el marco capturara solo mi rostro y parte de su perfil cubierto por la capucha. Tomé la foto.
La revisé en silencio. Una pequeña sonrisa se formó en mis labios.
—¿Cómo salimos? —preguntó.
—Como lo que somos —respondí—. Dos personas tratando de recordar lo que es vivir, aunque sea de a poco.
Él no dijo nada, solo dejó caer el peso de su cabeza contra la mía con delicadeza, como si el momento fuera suficiente para hablar por ambos.
El aire era helado, pero el silencio que compartimos fue cálido. Como si esa montaña, esa nieve y ese cielo limpio fueran testigos de un inicio... uno pequeño, frágil, pero real.
—La voy a publicar —dije, viendo la foto en la pantalla con una pequeña sonrisa.
—Está bien —respondió Leo sin dudar, todavía recargado en el auto, con la mirada en el horizonte nevado.
—Pero quiero otra —agregué rápido, girándome hacia él—. Solo para nosotros. Esa no la va a ver nadie.
Él me miró de reojo, como tanteando mis intenciones, y asintió despacio.
—Vale. Pero sin trampas esta vez —bromeó—. No me vayas a tomar con cara de...
No le di tiempo de terminar.
Me acerqué, más de lo que él esperaba, y antes de que pudiera decir algo más, lo besé. Natural. Suave. Con los ojos cerrados y el corazón latiendo como si el mundo se hubiese detenido en esa curva de la carretera. Su cuerpo se tensó por una fracción de segundo, luego se relajó contra el mío, respondiendo sin decir palabra.
En medio de ese beso, con mi mano aún sujetando el teléfono, presioné el botón. La cámara capturó el momento. Tan real. Tan espontáneo. Él con los ojos apenas entreabiertos, como sorprendido, y yo... yo entregada, con una sonrisa apenas dibujada sobre sus labios.
Me alejé un poco, sin abrir los ojos al instante. Dejé escapar un suspiro con los labios aún temblando de emoción.
—¿Tomaste la foto? —preguntó él, con voz más baja de lo normal.
Asentí, mostrándole la pantalla sin decir nada.
La miró en silencio. Por un momento pensé que no diría nada. Pero entonces, sin mirarme, murmuró:
—Parece que no soy tan bueno ocultando cosas como creía.
Lo miré, confundida.
—¿Por qué lo dices?
—Porque en esa foto... —se interrumpió y me miró por fin—. Se me nota que estoy enamorado de ti.
Mi pecho se encogió. El frío se volvió aire tibio. Y aunque no respondí con palabras, mi sonrisa le bastó. Guardé el celular, y él volvió a mirar al frente, pero su mano buscó la mía. La entrelazó con calma, apretando justo lo necesario.
—Vamos, aún queda mucho camino —dijo, dándome un pequeño tirón.
Y mientras caminábamos de regreso al auto, con nieve crujiendo bajo nuestros pies, supe que ese viaje no solo era hacia California. Era hacia algo que ni siquiera yo sabía que estaba buscando... pero que ya no quería soltar.