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Chapter 37 - Capitulo 36

LEONARDO.

El vapor llenaba el baño, cubriendo el espejo y empañando el cristal de la puerta. Me quedé ahí, quieto, dejando que el agua caliente cayera sobre mí como una manta ardiente. Aunque, siendo sincero, en este momento desearía que fuera agua helada. Mi cuerpo dolía con cada chorro que me golpeaba la piel, como si el calor avivara los moretones, los músculos desgarrados y las viejas heridas mal curadas.

Pero el baño no lo hice yo. Lo hizo Lucía. Y si algo he aprendido en estos días, es que no puedes ir en contra de ella. Ni de su sonrisa, ni de su manera de mirarte como si tu vida valiera más de lo que tú mismo crees. Así que me aguanté. Como siempre.

Pasé las manos por mi torso, sintiendo las cicatrices, algunas con costras aún, otras ya marcadas para siempre. Las limpié con cuidado, con calma. Me dolían, pero ya no era solo un dolor físico. Eran como marcas que gritaban quién fui. O tal vez… quién dejé de ser.

Y no pude evitar pensar. Porque mi mente ya no se calla.

Hace apenas unos días no quería lazos. Me lo repetía una y otra vez: no los necesitas, no los mereces, no los busques. Pero ahora… ¿tengo novia? ¿Así se le llama a Lucía en mi vida? ¿Novia? La palabra me sonaba absurda, irreal… y al mismo tiempo, jodidamente complicado.

Antes no me importaba si tenía familia o no. Me daba igual. Las únicas personas que contaban para mí estaban lejos, en guerra, y puede que hasta muertas. Pero ahora… ahora quiero conocerlos. A mis posibles padres, a mis posibles hermanos, imaginand las voces que ríen desde alguna cocina y algunas bromas desde alguna parte de alguna casa. A la gente que le da calor a una casa.

Yo mismo me decía que me iba a ir. Que iba a desaparecer sin dejar rastro.

Y no lo hice.

Se suponía que todo esto sería temporal. Un escondite, una recuperación, una parada obligatoria en medio del infierno.

Pero no quiero irme. No todavía.

Y ese "todavía"… está empezando a sonar como un "quizás nunca".

Apoyé la frente en la pared de la regadera, cerrando los ojos mientras el agua caía y se mezclaba con lo que quedaba de mí. Porque aunque mi cuerpo está hecho mierda… por dentro, algo se está reconstruyendo.

Y eso me asusta más que cualquier bala.

La voz de Selene resonó en mi cabeza como si estuviera parada justo detrás de mí, aunque no estaba ahí. No podía estarlo. Pero aun así, su tono suave, firme, esa mezcla entre comprensión y autoridad que siempre supo usar conmigo, me atravesó como una cuchilla envuelta en terciopelo.

"¿Realmente quieres seguir aquí?" me había preguntado.

Recuerdo exactamente lo que le dije. Sentados junto al fuego improvisado en medio de las ruinas de una casa bombardeada, rodeados de cadáveres y silencio.

"Esto es todo lo que conozco, Selene. Los seguí porque no tenía nada más que hacer o vivir cuando me rescataron."

La respuesta salió de mí como un suspiro resignado, como una confesión que ni siquiera intenté justificar. Porque en ese momento era verdad. Solo tenía un arma, un nombre falso y un propósito que no era mío, pero que me mantenía en movimiento.

Ahora… ahora no lo sé.

Apoyé una mano en el azulejo frente a mí, sentí el calor del agua chocar contra mi espalda, y la quemazón de las heridas me trajo al presente. Una parte de mí seguía ahí, en ese infierno. No importa cuántas duchas me dé, ese lugar no se va.

Pero entonces está Lucía. Está esta casa. Esta gente.

Y me pregunto… ¿realmente quiero seguir viviendo como lo hacía antes? ¿De misión en misión, buscando un motivo ajeno para seguir respirando, matando porque es lo único que se me enseñó a hacer?

¿Viajar con un propósito que no es mío… solo para sobrevivir?

No había una respuesta clara.

Pero por primera vez, la pregunta pesaba más que la costumbre.

—Al carajo.

Giré la llave con fuerza y el agua caliente se transformó en una cascada helada, como si el invierno me hubiera mordido la espalda. Mis músculos se tensaron al instante, el cuerpo reaccionando con un espasmo involuntario, pero no apagué el flujo, no huí. Me quedé ahí, bajo ese castigo gélido que me devolvía un poco a la realidad.

Tal vez me enferme, tal vez mis costras se inflamen o mis músculos revienten con el cambio brusco de temperatura, pero me daba igual. Lo necesitaba. Necesitaba sentir algo que no fuera el peso de mis pensamientos.

Y entonces, cuando el frío ya no se sentía como tal, cuando el cuerpo se entumeció lo suficiente como para confundirse con el vacío, fue mi mente la que continuó moviéndose. Arrastrándome a esa noche.

Esa noche donde decidí vivir de verdad.

Lucía. Esa cama. Su respiración junto a la mía. Nuestra piel sin barreras. Nuestros cuerpos entrelazados, fundiéndose en uno solo como si quisiéramos borrar todas las vidas anteriores que cargábamos. No hubo máscaras, ni excusas. Solo nosotros. Desnudos en todo el significado de la palabra.

Sus besos estaban llenos de miedo. Y de deseo. Y de esperanza. El miedo a perder, a sentir, a creer en algo que puede romperse. Pero también el deseo de aferrarse, de seguir, de vivir.

Mis embestidas fueron liberación. Fueron gritos callados. Cada movimiento entre nosotros fue una respuesta muda a todo lo que el mundo nos había quitado.

Y en medio de eso… decidí quedarme.

No desaparecer. No seguir huyendo.

Solo vivir.

Y eso… eso me asusta más que cualquier misión.

Salí de la ducha con el vapor aún pegado a la piel, el cuerpo goteando agua helada que contrastaba con el calor de la habitación. Me sequé lo mejor que pude, aún cojeando un poco por culpa del maldito pie izquierdo, ese que me recordaba cada día el disparo que no debí recibir. Cada paso era un suspiro contenido, pero me negaba a quedarme quieto.

Llegué hasta la cama, me senté con cuidado y me pasé la toalla por el cabello. Un mechón oscuro cayó frente a mis ojos, empapado y pesado. Ya estaba bastante largo, casi hasta los hombros. Rara vez lo cortaba. Siempre fue Hexa quien se encargaba de eso, con esa manera suya de hacer todo sin preguntar demasiado. Ahora que no está, tampoco siento ganas de cortarlo.

No me lo peino. Nunca lo hice. Nunca lo sentí necesario. Peinarse era para gente que tenía tiempo y motivos para verse bien. Yo solo sobrevivía, y eso era suficiente.

Pero hoy... es navidad.

Y no la paso en un campamento perdido. Ni en una base militar cualquiera, ni en un pueblo lleno de gente con miradas sospechosas y regalos envueltos en cartón mojado. No.

Hoy estoy en una casa. Caliente. Viva. Llena de gente que me sonríe sin obligación. Con una novia —mi novia— y su familia. Una que me llama yerno con descaro y me da cobijas aunque no las pida.

Así que, bueno... supongo que necesito estar un poco más presentable. Aunque sea por esta vez.

Hoy no soy el mercenario.

Hoy no soy el arma.

Hoy... soy el tipo que va a cenar con la familia de su novia en Navidad.

La ropa era casual, nada complicado, pero se notaba que alguien más había metido mano en eso. Paula, con su sonrisa descarada y esa forma suya de no pedir permiso, fue la responsable de que ahora tuviera más de dos camisetas negras y pantalones de combate. Gracias —o por su culpa— ahora tenía un par de jeans decentes, una camisa de algodón color vino y hasta unos tenis blancos que aún no había ensuciado.

Suspiré mientras me vestía con calma, cuidando las zonas del cuerpo que aún dolían. Había costras que tiraban, músculos resentidos por el entrenamiento, heridas internas que no sangraban pero dolían igual.

Frente al espejo, me até el cabello hacia atrás. Nada complicado, solo una coleta baja. Dejé algunos mechones sueltos al frente, no por estilo, sino porque no me molesté en acomodarlos. Nunca fui de peinarme, mucho menos de adornarme.

No tenía collares más que el collar de Luis, ni relojes, ni pulseras. Nunca los necesité. Nunca me gustaron. En mi vida, todo lo que no servía para pelear o sobrevivir estaba de más.

Pero esta noche, aunque no cambiara todo eso... podía hacer una excepción. O al menos, intentarlo.

Nada de joyas. Nada de poses. Solo yo, con ropa limpia y el cabello amarrado.

Suficiente.

Tomé aire, sintiendo el leve tirón en las costillas al enderezarme. Podía con eso. He estado peor.

Me quedé viendo mi reflejo un segundo más de lo que normalmente permitiría. El tipo del espejo no parecía tan roto. O al menos, podía fingirlo bien.

—Vamos, soldadito —me dije en voz baja—. A conquistar la mesa de navidad.

Apenas salí del cuarto, cerrando la puerta con suavidad, escuché pasos rápidos por el pasillo. No llegué ni a dar tres antes de que Sofía apareciera frente a mí, con esa sonrisa suya de adolescente rebelde atrapada en el cuerpo de una veinteañera con demasiada energía.

Se detuvo en seco, me escaneó de pies a cabeza y soltó una carcajada.

—¡Mierda, cuñado! —soltó, burlona—. Te ves tan bien que hasta parece que no sabes matar gente.

Rodé los ojos, sin saber si tomarlo como halago o advertencia.

—Gracias, supongo.

Pero ya iba de salida. Giró sobre sus talones y salió corriendo por el pasillo.

—¡Lucía, aprieta las piernas! —gritó como si fuera normal—. ¡Y prepara las toallas, que tu entrepierna se va a derretir!

La escuché perderse en la casa, riendo como si acabara de ganar algo. Me llevé una mano a la cara, arrastrándola lentamente por mi mejilla.

—Estados Unidos… Navidad… familia… y adolescentes con problemas de filtro —murmuré para mí mismo.

Y pensar que hace unos meses dormía en una bolsa de dormir en medio de un desierto helado, compartiendo una cena hecha con raciones de emergencia y silencio entre francotiradores. Ahora tenía una novia, cuñadas gritonas y al parecer, un apodo que no iba a desaparecer pronto.

Di un par de pasos más hacia el comedor. Lo que venía seguro iba a ser igual de extraño.

Caminé por el pasillo hasta el comedor, los pasos lentos, aún cojeando apenas por el pie izquierdo. Podía oler la comida desde antes de doblar la esquina. Había olor a pavo, especias, puré de papas… y a familia, esa mezcla de ruido, voces superpuestas y un calor que no venía solo del horno.

La sala estaba llena de luces y decoraciones exageradas —gracias a Paula, según me habían dicho—, pero mis ojos fueron directo a ella.

Lucía estaba de pie junto al árbol, ajustando uno de los adornos dorados que se había resbalado. Usaba un vestido rojo vino que no había visto antes, de tela suave, escote discreto pero perfectamente provocativo, y el cabello suelto, cayéndole como una cascada dorada por la espalda.

Me vio, y en cuanto nuestros ojos se cruzaron, una sonrisa lenta se le formó en los labios.

—Sofía ya empezó, ¿verdad? —preguntó, dándose la vuelta y caminando hacia mí.

—No llegó ni a los tres segundos —respondí—. Y ahora al parecer tu entrepierna corre peligro de combustión espontánea, según ella.

Lucía soltó una carcajada baja, profunda, de esas que le salían cuando no le importaba disimular nada.

—No está tan errada, ¿sabes?

—Voy a fingir que no escuché eso —dije, aunque el calor subiendo por mi cuello me delataba.

Ella se detuvo frente a mí, pasando una mano por el nudo de la coleta que me había hecho en el cabello.

—Te ves bien —susurró—. Lento, pero bien.

—Gracias. Tú también… te ves… más peligrosa que nunca —dije con sinceridad. Porque lo era. No por el vestido, ni por el maquillaje, sino porque había conseguido que un cabrón como yo quisiera quedarse.

Me tomó de la mano.

—Ven, antes de que mi madre venga a secuestrarte para tomarte mil fotos.

—¿Eso es algo que va a pasar?

—Oh, completamente. —Me guiñó el ojo—. Bienvenido a una Navidad de verdad, soldado.

Y con eso, me arrastró hacia el caos doméstico. Por primera vez en años, no tenía idea de lo que venía después… y por alguna razón, eso no me asustaba.

Lucía me llevó hasta el comedor, donde ya estaban casi todos sentados o preparando la mesa. Isabel salía de la cocina con una bandeja enorme, Alejandro servía vino en las copas, y Paula estaba peleando con Sofía por quién se sentaría más cerca del pavo. Ana ya tenía una copa en mano y soltaba comentarios con su típico tono neutral que solo ella entendía por completo. Al verme, todos hicieron una pausa momentánea.

—¡Ah, ahí está nuestro yerno favorito! —anunció Isabel con una sonrisa satisfecha—. Justo a tiempo, cariño.

—Ni que tuvieras otro —murmuró Armando en tono bajo mientras colocaba una copa en mi sitio.

—Y todavía no se han casado —añadió Ana con su sarcasmo seco.

Marcela soltó una risa ligera desde la otra punta de la mesa, y Alejandro, ya con una copa en mano, asintió hacia mí como si eso fuera un saludo formal. Marcos, por su parte, estaba recargado contra la pared con una copa casi vacía, sonriendo con el mismo aire relajado que siempre.

—¿Tú bebes, Leo? —me preguntó Marla desde su sitio, alzando una ceja con curiosidad.

Antes de que pudiera responder, Marcos soltó una carcajada seca.

—Pueden apostar lo que quieran a que este mocoso puede beberse todo el vino de la casa sin parpadear.

Yo negué, sonriendo por reflejo.

—Bebo —dije, encogiéndome de hombros—. Pero no de esa manera. No quiero despertar mañana en el techo, ni colgado de un árbol como en Año Nuevo del 2019…

—¿Eso fue una confesión real? —preguntó Sofía, claramente intrigada.

—Tal vez. Tal vez no. —Tomé la copa que Alejandro había dejado a mi lado—. Aunque lo más probable es que haya sido otro tipo colgado y yo solo lo estaba grabando.

—¡Eso no mejora nada! —exclamó Paula, riendo mientras se servía su segunda copa.

Lucía tomó asiento junto a mí y se inclinó para susurrarme:

—Relájate… Están felices de tenerte aquí. Aunque no lo digan así.

La miré de reojo.

—Lo sé —dije en voz baja—. Por raro que sea… creo que yo también estoy feliz de estar aquí.

Ella me apretó la pierna bajo la mesa, suave.

Marcos alzó su copa.

—Bueno, pues por eso. Porque el tipo que parecía un alma perdida ahora tiene familia política, cena casera y suegros que lo adoran más que a sus hijas.

—¡Oye! —gritaron al unísono Paula y Sofía, mientras todos brindaban entre risas.

La cena se desarrollaba con una energía cálida y envolvente, una de esas que, si uno no está acostumbrado, se siente casi demasiado perfecta. Las luces suaves, el olor del pavo mezclado con especias dulces, las conversaciones cruzadas y las copas que se llenaban de nuevo apenas se vaciaban... todo eso era algo nuevo para mí. No incómodo, solo extraño. Pero, de algún modo, deseaba que no terminara tan pronto.

—Y entonces le dije: "No, Ingrid, ese perro no cabe en la maleta" —remató Sofía en medio de carcajadas mientras todos reían con ella.

Yo sonreía, medio concentrado en el puré de papa que Isabel había preparado —ligeramente picante, tal como me gustaba—, cuando Alejandro se inclinó un poco hacia mí.

—Y tú, Leonardo... —empezó con tono más tranquilo, casi casual—, ¿has viajado mucho?

La mesa bajó un poco el tono. No en tensión, sino como si supieran que la conversación iba a cambiar de ritmo.

—Supongo que sí —dije mientras cortaba un trozo de pavo—. Aunque... no por turismo, precisamente.

—¿Entonces por trabajo? —preguntó Marcela, bebiendo vino con elegancia.

—Algo así. —Le di un trago a mi copa, dejando que el vino me ayudara a suavizar la voz—. Estuve el tiempo suficiente en ciertos países como para "pasear", aunque no fue con cámaras, ni mapas ni mochilas de turista.

—¿Y en cuáles? —insistió Ana con curiosidad más analítica que chismosa.

—Rusia, Siria, Afganistán, República Centroafricana, México, Venezuela, Colombia... varios. No sabría decir cuántos exactamente. A veces estábamos una semana, a veces un par de meses. Todo dependía del objetivo.

—¿"Objetivo"? —repitió Marcos con media sonrisa, aunque sin burla esta vez—. Eres todo un personaje, primo.

Lucía me miró de reojo. No estaba nerviosa, más bien atenta. No era secreto lo que fui. Solo que no lo hablábamos mucho. Supongo que escucharme compartirlo con su familia era algo nuevo.

—¿Y aprendiste algo de esos viajes? —preguntó Alejandro, serio pero sin juicio, como quien busca entender, no señalar.

Asentí.

—Aprendí que el mundo es mucho más jodido de lo que uno cree... y que al mismo tiempo, tiene pequeños rincones donde todavía se puede respirar. Estar aquí, por ejemplo... —Miré a Lucía, luego a todos—. Esto se siente como uno de esos rincones.

Hubo un breve silencio. No incómodo. Solo... sincero. Hasta que Paula lo rompió:

—Bueno, a mí me parece que todo eso es muy interesante, pero lo que realmente quiero saber es cómo alguien con tu historial logró conquistar a mi hermana.

—¡Paula! —soltó Lucía, roja de la cara.

Yo reí. Todos lo hicieron.

—Con... paciencia, tal vez —dije, girando hacia Lucía con una sonrisa burlona—. Aunque en realidad, creo que ella me conquistó primero.

—¡Awww! —soltaron Sofía y Marcela al mismo tiempo.

—De todos modos —añadió Marcos, levantando su copa otra vez—, lo que sí es un milagro navideño es que no haya intentado huir en su primera semana aquí.

—¿Y quién te dijo que no lo intenté? —repliqué, levantando una ceja.

Más risas. Más brindis. Más vino.

Y mientras seguía cenando entre esa familia caótica y ruidosa, entendí algo más: a veces, no hace falta entender por qué cambian las cosas, solo hay que dejar que cambien.

—¡Ah! —saltó Sofía desde el otro extremo de la mesa, con una expresión entre divertida y picara—. ¡Ya me acordé! Cuando fuimos todos al centro comercial, Lucía no paraba de presumirte. Dijo que eras *políglota* y que si alguien se perdía tú nos podías traducir hasta a señas si era necesario.

—¿En serio, Lucía? —preguntó Ana con una ceja levantada.

Lucía se encogió de hombros, tomando un trago de vino como si nada.

—¿Y acaso mentí?

—¿Entonces qué idiomas hablas? —preguntó Marla, curiosa.

—Bastantes —respondí, dejando los cubiertos a un lado—. El inglés es mi lengua materna, claro, pero también hablo español —dije, sonriendo levemente hacia Lucía—, francés, ruso, árabe, alemán, italiano, portugués, mandarín... algo de japonés y coreano, y lo suficiente de otros como para no morir en ciertas partes del mundo.

El silencio fue breve, hasta que Marcos soltó una risa incrédula.

—¿Y en qué momento aprendiste todo eso, eh? ¿También eres hacker o algo?

—Algo asi—respondí, sin molestia—. Solo tenía mucho tiempo libre en lugares donde no podía hablar con nadie. Aprendí la base de varios durante mis primeros entrenamientos y luego los fui puliendo en el campo.

—¿Campo...? —repitió Isabel, ladeando un poco la cabeza.

—Digamos que no era un entorno muy académico —dije con calma—. Algunos los aprendí por necesidad. Otros porque eran la única forma de mantenerme vivo o ayudar al equipo. No soy un experto gramatical, pero sé comunicarme y entender contextos... y eso, en muchos casos, fue más valioso que hablar perfecto.

—¿Y cuánto tiempo te tomó aprender todos esos idiomas? —preguntó Alejandro, impresionado de verdad.

—Unos seis años... quizás un poco más. Algunos solo a nivel básico. Otros los dominé por la práctica en el mundo real. Todo dependía del destino, el equipo y la misión.

—Eso no es normal... —murmuró Ana con una mezcla de admiración y sorpresa.

—Nada en su vida parece haber sido normal —agregó Paula, mirándome con genuina curiosidad—. ¿Y cómo terminaste aquí, Leo? Con nosotros, en esta casa, con mi hermana, en vez de... no sé... en alguna misión secreta matando a un dictador o algo así.

Lucía giró hacia mí. Su expresión se suavizó. Ella también quería escuchar esa respuesta. Yo la miré un momento... y luego hablé con tranquilidad.

—Porque, por primera vez en mucho tiempo... alguien me pidió que me quedara.

Y así de simple, así de honesto, quedó dicho.

El tiempo pasó entre risas, bromas cruzadas, comida navideña casera —tan distinta a las raciones de emergencia que solía devorar en silencio— y una calidez que aún me resultaba un poco ajena, pero no desagradable. Era como estar en una vida que no sabía si merecía, pero que, de alguna forma, me estaba recibiendo sin condiciones.

Y luego llegaron los regalos.

Lucía se encargó de repartirlos junto a Isabel, mientras Paula y Sofía hacían comentarios al azar, desde ropa interior hasta adivinanzas ridículas sobre qué podría haber dentro de las cajas. A mí me fueron dando los míos poco a poco… y sinceramente, no estaba preparado para recibir tanto.

Ropa. Botas. Una chaqueta térmica. Un libro de cocina con notas de Marla. Unos auriculares nuevos. Incluso un paquete de galletas caseras con una nota escrita a mano de parte de Ana que decía "Para el chico que no sabía qué era desayunar algo dulce". Fue demasiado.

Pero nada se comparó al regalo de Marcos.

—Bien, bien —dijo, levantándose y frotándose las manos con una sonrisa—. Mi regalo es el mejor, lo siento. —Todos lo miraron con una mezcla de expectativa y sospecha—. Sí, ya sé que me van a regañar, pero qué demonios… ¡es Navidad!

Me tendió una caja larga, pesada. No lo dije, pero lo supe apenas la toqué: armas.

—¿Tú le regalaste qué? —dijo Isabel con los ojos bien abiertos.

—Relájate, tía. Soy un Mayor, y él sabe usarlas mejor que todos nosotros juntos. Además, están registradas a nombre de un viejo amigo mío. Son legales y discretas. No hay problema.

Abrí la caja y sentí que una sonrisa auténtica, profunda, se me escapaba.

—¿Una Glock personalizada? —dije, alzándola con una reverencia casi infantil—. ¿Y esto es… un Karambit? De verdad, ¿me trajiste esto?

—¡No he terminado! —dijo Marcos, riendo mientras metía la mano en una mochila aparte y sacaba otro paquete envuelto—. Me pediste esto, y yo lo consegui por un canal viejo que aún tenía activo. Me costó conseguirlo sin llamar la atención, pero ya sabes cómo soy.

Rasgó el papel y me entregó… una computadora militar.

No una laptop cualquiera. Era de las que sabía usar. De carcasa gruesa, sin software comercial, sin GPS, sin rastreo posible, con conexiones cerradas y cifrado de sistema en disco. Era una de esas piezas que solo gente de mi pasado sabría encender sin formatear por accidente.

—Oh, Dios… —dije, pasándome la mano por el cabello—. Esto sí que es demasiado.

—Para ti no —dijo Marcos—. Con eso, estás conectado otra vez. Por si algún día necesitas volver a usar tus viejos contactos… o simplemente trabajar sin que medio planeta se entere.

—Marcos… —dijo Armando, medio en serio, medio en broma—. ¿Tú estás consciente de lo que estás trayendo a esta casa?

—¡Navidad, tío! —rió él—. Además, ¿quién mejor para cuidar a mi prima que un muchacho capaz de desarmar a cinco tipos en un pasillo sin siquiera pestañear?

Lucía solo rodó los ojos y se cruzó de brazos detrás de mí.

—No le des más juguetes. Ya se siente como niño en parque de diversiones.

—¿Y qué tiene? —le respondí, girándome apenas con una sonrisa torcida—. Tal vez por primera vez… tengo permiso de divertirme con mis juguetes sin tener que matar a nadie con ellos.

Todos rieron. Incluso Isabel, aunque se llevó una mano a la frente en señal de resignación.

La cena continuó con más risas y un ambiente cálido, como una escena sacada de una película de Navidad. Pero mientras todos compartían historias, y las voces de mis ahora suegros, cuñadas y demás se mezclaban en el aire, mi mente no podía dejar de vagar.

La computadora que Marcos me había regalado estaba ya guardada junto a los otros regalos, pero mi mente seguía en el momento en que la sostuve. Con cada uno de esos cables, cada tecla, sentí algo en el fondo de mí mismo… una vieja necesidad de conectar con algo más allá de este mundo en el que estaba viviendo ahora. A veces me preguntaba si realmente podía hacer todo esto, si podía quedarme aquí, si podía ser el hombre que todos pensaban que era.

Y Lucía lo notó. La manera en que me quedé pensativo durante unos segundos fue suficiente para que me mirara con esos ojos suyos que siempre parecían saber lo que había en mi cabeza, incluso cuando yo mismo no lo entendía.

Esperó hasta que las últimas risas se apagaron y los platos se fueron vaciando, hasta que las luces de la casa brillaron con una suavidad que parecía intencional, una invitación a algo más íntimo.

—¿Estás bien? —preguntó, su tono suave, pero firme. Sabía que algo me pasaba. No pude esconderlo.

Le sonreí, pero sabía que no era suficiente para tranquilizarla. Como siempre, me sentí vulnerable a su cercanía, a la forma en que parecía saber exactamente lo que necesitaba escuchar, incluso antes de que yo lo supiera.

—Solo… procesando cosas —dije, levantándome de la mesa y caminando hacia la ventana. Miré las luces brillando afuera, las calles tranquilas. Era Navidad, pero para mí todo seguía siendo nuevo. Este lugar, esta familia, ella—. ¿Sabes? A veces, me pregunto si este tipo de vida es para mí. Si puedo ser la persona que todos esperan que sea.

Lucía se acercó, sin dudarlo. Cuando se puso a mi lado, sentí el peso de su presencia. No solo era su cercanía, sino la forma en que, en este momento, el mundo exterior desaparecía. En sus brazos, sentía que podía descansar de todas las preguntas que me hacía.

—Lo eres —respondió, mirando hacia afuera también—. Quizá no te des cuenta, pero eres más de lo que crees. Todo lo que haces, todo lo que eres… tiene un propósito aquí.

Me quedé callado, mirando su rostro, buscando algo que pudiera decir, algo que justificara lo que sentía. Pero no podía. No quería perderme en mis propios miedos.

Lucía dio un paso hacia mí, de modo que pude sentir la calidez de su cuerpo cerca del mío. Luego levantó una mano y tocó mi rostro, suavemente. Estaba tan cerca que podía oler el perfume ligero que siempre llevaba, el cual se había vuelto tan familiar para mí.

—No tienes que ser perfecto, Leo. Yo te quiero como eres —dijo, su voz suave pero llena de convicción.

Esa simple frase me dejó sin palabras. No esperaba eso de ella, ni de nadie, pero ahí estaba, haciéndome sentir algo que creía perdido hacía mucho tiempo: la sensación de que no necesitaba esconderme. No tenía que ser el mercenario, no tenía que ser el chico frío y calculador. Podía ser algo más.

—Lucía… —musité, mi voz ronca por el peso de la emoción que intentaba contener. No quería mostrarme tan vulnerable, pero ella estaba derrumbando las barreras que había puesto tan cuidadosamente a lo largo de los años.

Ella sonrió, acercándose un poco más. Me tomaba por completo, me llenaba con su presencia, con su calidez. Y entonces, sin decir nada más, se inclinó hacia mí y me besó, un beso suave pero lleno de promesas. Me quedé allí, sin moverme, sintiendo cómo, de alguna manera, mi mundo cambiaba.

Cuando rompimos el beso, ambos estábamos respirando un poco más rápido. Lucía miró mis ojos, sonriendo con una mezcla de satisfacción y ternura.

—Te amo —dijo, y sentí que esas palabras eran la verdad misma.

Sonreí, sintiendo que no importaba lo que el futuro trajera. Estaba aquí, en este momento, con ella, y eso era lo único que importaba.

—Te amo también —respondí, y no pude evitar que la risa se escapara de mis labios. La sensación de estar con ella, de tenerla a mi lado, era todo lo que necesitaba ahora. Podía seguir adelante, porque estaba dispuesto a vivir de nuevo, por primera vez en mucho tiempo.

***

Ambos estabamos recostados en la cama, con la luz tenue del buró encendida, bañando el cuarto en una calidez suave, íntima. Afuera, la nieve seguía cayendo con la calma de una noche navideña perfecta, pero dentro, la atmósfera tenía otra intensidad.

Lucía llevaba puesta una de mis camisas, una negra, de tela suave, arrugada y algo grande para su cuerpo, pero eso solo hacía que se viera aún más perfecta con ella. No tenía nada debajo. El dobladillo le rozaba apenas la parte alta de los muslos. Yo, por mi parte, estaba recostado en boxers, con la Glock entre nosotros y un trapo sobre las piernas.

—¿De verdad quieres hacerlo? —le pregunté en voz baja, mis ojos fijos en los suyos.

Ella asintió con una seguridad serena, sin titubear.

—Sí. Quiero aprender —dijo, con esa mirada determinada que tanto me gustaba, aunque sabía que por dentro estaba un poco nerviosa.

Le entregué la pistola con cuidado, descargada, por supuesto. Le mostré cada paso, despacio. El botón para liberar el cargador. El seguro. Cómo jalar la corredera. Sujeta con firmeza. Mira lo que hace el mecanismo. Paso por paso.

—Hazlo tú —le pedí, moviéndome un poco para quedar más cerca, guiando sus dedos con los míos cuando dudaba.

La primera vez se equivocó en el orden del desmontaje. Nada grave, pero se frustró. Le pedí que respirara. Que repitiera. Que se tomara su tiempo. No era una competencia.

—Otra vez —dije, sin presión.

Esta vez lo hizo mejor. Sus movimientos aún eran torpes, pero cada uno más seguro que el anterior. Su respiración, pausada. Concentrada.

—¿Por qué no se lo pediste a Marcos antes? Él te lo habría enseñado hace años —le pregunté mientras tomaba la corredera y se la entregaba para que la analizara por separado.

Lucía se encogió un poco de hombros y sonrió con una mezcla entre burla y vergüenza.

—No sé… Tal vez porque él me iba a regañar si le decía que quería aprender —respondió, evitando mi mirada por un momento—. Además, soy solo una enfermera, Leo… ¿Qué se supone que haría yo con un arma?

La miré con una ceja alzada.

—Eres una enfermera que vive con un mercenario —le recordé, divertido.

—Un mercenario ocho años menor que yo, además —dijo, ahora riéndose.

—Un mercenario que está enamorado de ti —corregí, apoyando mi espalda contra la cabecera, sin dejar de observar sus manos, ahora mucho más firmes mientras volvía a ensamblar las piezas.

Lucía hizo una mueca de modestia exagerada.

—Tú estás loco —murmuró, bajando la cabeza mientras terminaba de montar la corredera.

—Tal vez —admití con una sonrisa torcida—. Pero eres tú la que quiere aprender a usar una Glock conmigo en ropa interior en plena Navidad, así que tampoco eres la más cuerda.

Ella rió, esa risa suya tan limpia que siempre lograba romper algo en mí.

—¿Ya puedo decir que sé usarla? —preguntó al fin, colocándola en la mesita con cuidado.

—Puedes decir que diste el primer paso. Todavía falta práctica, pero no lo hiciste mal.

Lucía se inclinó hacia mí, quedando apenas a centímetros de distancia. Sus ojos se clavaron en los míos, su expresión era dulce, pero con una chispa de algo más.

—Entonces... ¿qué sigue, instructor? —susurró, su tono juguetón y cargado de doble sentido.

Sonreí de lado, sin romper el contacto visual.

—Bueno, señorita enfermera… lo siguiente ya no incluye armas —dije, acercándome para besarla, con un movimiento lento, deliberado.

Ella respondió de inmediato, sus manos enredándose en mi cuello, sus piernas rozando las mías por debajo de las sábanas. La Glock quedó olvidada en la mesa de noche, y nosotros, enredados entre besos, caricias y el calor compartido, nos dejamos llevar por ese momento que no tenía nada que ver con la guerra, ni con el pasado, ni con nada que no fuera simplemente estar vivos… y juntos.

**

No me he movido desde que me senté frente a la computadora. El zumbido bajo del ventilador interno es lo único que acompaña este silencio artificial, seco, como el que sentía en los búnkeres antes de una emboscada. Pero esto no es un búnker. Esto es… otra cosa.

Lucía duerme detrás de mí, en nuestra cama. La sábana apenas cubre su espalda desnuda, sus piernas. Respira lento, profundo, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. Como si yo no hubiera traído la guerra hasta esta casa.

La pantalla frente a mí muestra los protocolos antiguos. No tiene adornos, ni íconos, ni estética. Solo texto, comandos, sistemas internos de una red que ni siquiera debería estar activa desde una computadora civil. Pero esta no es una computadora civil, claro. Es una terminal militar sin rastreo, la clase de aparato que Marcos puede conseguir porque es un Mayor y porque le gusta exagerar con los regalos.

Estoy en los canales.

Buscando.

Selene. Hexa. Silva. Dante. Stitch. April. Cherry. Iván. Jackal.

Mi equipo. Mi familia. Los muertos que aún viven dentro de mí.

Solo necesito un pulso. Un código de activación. Algo que diga "sigo con vida", que le grite al sistema que no morí en ese maldito agujero, que no me convertí en otra estadística más.

Y si lo hago… si ingreso mi firma… el sistema lo sabrá. El código violeta se desactivará. Todos sabrán que estoy vivo.

Ellos también.

I.F.L.O.

La organización que nos cazó. Que intentó borrarnos. Que mató a los nuestros y dejó nuestros cuerpos podrirse bajo el sol.

Si me conecto, ellos lo sabrán. Podrían rastrear la señal. Podrían identificarme.

Y si hacen eso… si descubren que estoy aquí, en una casa, con una familia que no es mía pero que me ha adoptado sin saber quién soy de verdad…

Vendrán por todos.

Lucía. Paula. Sofía. Ana. Isabel. Armando. Incluso Marcos y sus padres.

No dudarán.

Mis dedos flotan sobre el teclado. A una orden de distancia. Solo tengo que enviar el comando. Solo uno.

Quizá hasta pueda ver a Selene otra vez. Escuchar la voz de Hexa. Saber que los demás… que aún están bien.

Quizá pueda reencontrarme con ellos. Aunque sea por última vez.

Pero entonces giro la cabeza, y la veo.

Lucía.

Tendida sobre el colchón, la piel desnuda bajo la sábana, la respiración tranquila, el cabello desordenado en la almohada. Tan hermosa. Tan viva.

Tan real.

La nieve cae allá afuera. Las luces de navidad parpadean con suavidad desde la ventana.

Y por primera vez… todo se siente en paz.

¿De verdad quiero volver?

¿A las balas, al barro, a la sangre?

¿A mirar a cada sombra con paranoia, a dormir con un arma bajo la almohada?

No.

No hoy.

Cierro la tapa de la computadora. No apago el sistema. Solo… cierro. No se activa nada. No se envía nada.

Mi expediente sigue dormido.

Y para el mundo, yo sigo muerto.

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