Cinco minutos después...
Las instalaciones, antes vivas con actividad y gritos de órdenes, estaban ahora sumidas en un silencio espectral. Las defensas habían caído.
El pulso de esencia, liberado por las Iglesias en un ataque quirúrgico, había sobrecargado todos los núcleos defensivos, colapsando los sellos y circuitos místicos de la base. Aquello que debía proteger… se había vuelto vulnerable.
A través de esa red caída —de barreras, conductos y sistemas auxiliares—, la alteración alcanzó incluso lo profundo del complejo.
Y sin que nadie lo supiera… también debilitó los protocolos de seguridad de la cápsula de E-34.
Dentro del fluido rojizo, entre cables inyectores y sensores implantados en su carne, E-34 abrió los ojos.
Dos ojos rojo sangre se encendieron en la penumbra como brasas vivas.
Antes de siquiera procesar en qué situación estaba, intentó respirar por reflejo, tragando líquido. Tosió. Su cuerpo convulsionó.
El ardor en su garganta era insoportable, como si lo llenaran de ácido.
Sus manos se movieron por puro instinto, arrancando con desesperación los tubos de su boca, de su pecho, de sus sienes.
La sangre brotó en hilos finos. El dolor fue inmediato... pero secundario.
Comenzó a patear, a empujar contra el vidrio interior de la cápsula.
Pataleaba como un animal atrapado, ahogándose en su propia prisión prenatal.
Una alarma muda se activó en el sistema. Algo que no debía suceder estaba ocurriendo.
El sistema de contención, aún inestable por el pulso de esencia externo, cedió.
Con un sonido seco de gas liberado —shhhk— las compuertas de la cápsula comenzaron a abrirse lentamente.
Una espesa niebla se deslizó por la sala, arrastrando consigo un líquido rojizo y viscoso, como el vómito de un dios enfermo.
Del interior cayó una figura humana.
O al menos, algo que una vez lo fue.
Desnudo, cubierto de heridas recientes, sangre fresca y aquel fluido, el cuerpo del sujeto se desplomó como un saco de huesos. Pálido.
Tosió con fuerza, vomitando líquido amniótico y sangre. Luego inhaló.
El aire entró en sus pulmones como cuchillas, provocando un dolor desgarrador.
Cada bocanada era como tragar fuego.
Sentía que tenía agujeros en el pecho.
Que lo habían atravesado mil veces.
Y eso solo era el inicio.
Mientras su mirada trataba de procesar la maquinaria a su alrededor —tan fría, tan impersonal, tan ajena—, un dolor punzante se instaló en su cabeza. No era común. Era profundo, invasivo. Como si alguien estuviera rompiendo su mente con un martillo.
E-34 se llevó las manos al cabello negro y enredado, apretando con fuerza.
Gritó.
Entonces… comenzaron las visiones.
No como recuerdos. Como estocadas.
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—A-2 despierta. Es hora de tu medicina.
Una imagen. Un cuarto blanco. Una cama metálica.
Una niña menuda, frágil, de cabello y ojos verdes, sentada con las piernas cruzadas.
Abrió los ojos con cansancio, pero con dulzura. Su voz era débil, pero clara:
—Abuelo… ya te dije que no me llames así. Me llamo Ofelia.
El hombre frente a ella suspiró.
Llevaba una bata roja. Su voz era cansada, pero paciente.
—Y yo ya te dije que no soy tu abuelo. No soy tan viejo.
Ella sonrió, encogiéndose de hombros.
—No me importa. Para mí, tú eres mi abuelo.
Él no replicó. Se agachó, le tomó la mano con un cuidado extraño, torpe, como quien no está acostumbrado a tocar nada frágil.
La condujo por un pasillo iluminado artificialmente. Al fondo, una sala. Una mesa metálica. Instrumentos quirúrgicos brillando bajo tubos fluorescentes.
Ofelia se detuvo en seco. Su cuerpo tembló.
—No… no quiero —susurró, con lágrimas cayendo por sus mejillas—. Abuelo, por favor…
El hombre se agachó hasta quedar a su altura. Su voz fue suave, casi amorosa:
—Ofelia, es por tu bien… Tú serás una buena chica. Serás fuerte… por mí.
La niña bajó la mirada. Apretó su mano.
—Está bien… lo haré por ti, abuelo…
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La visión se cortó como una imagen quemada.
E-34 gritó otra vez. Sangre le corría por los oídos.
Su cuerpo convulsionó. Cayó en el piso metálico.
Luego, de cara al charco rojizo por un instante... sintió que de ese líquido —podrido, tibio, inmundo— le daba algo que no podía nombrar. No exactamente un lugar. Tal vez una sensación. La calma de no tener que pensar.
<<¿Qué fue eso?>> pensó, con la respiración entrecortada.
Tembloroso, alzó la cabeza. Vio sus brazos manchados, temblando.
Eran suyos. Pero no se sentían así
Y entonces, como un bisturí en la nuca, la segunda visión lo cortó.
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Ofelia de nuevo.
Más alta. Más delgada. Los ojos aún verdes… pero sin luz.
Ya no tenía esa sonrisa. Tenía vendas. Tubos. Cicatrices que cruzaban sus brazos como redes.
Estaba sentada en una silla metálica. El mismo hombre —el mismo "abuelo"— hablaba con ella.
—Ofelia, necesito que resistas un poco más. Solo una ronda más, y—
—Mentira —interrumpió ella.
Su voz seguía siendo suave. Pero ya no era dulce. Era hueca. Fría.
—¿Cuándo voy a mejorar? —preguntó, sin mirarlo—. ¿Cuándo podré salir?
¿Ver de qué color es el cielo?
¿Comer cosas dulces?
¿Tener amigos?
¿Enamorarme...?
¿Vivir?
El hombre bajó la cabeza. No respondió de inmediato. Luego, como si no pudiera evitarlo, musitó en voz baja:
—El sacrificio endurece…
Ofelia cerró los ojos. Y cuando volvió a abrirlos, su mirada ya no era de una niña.
Era la mirada de alguien que había muerto… y seguía viva.
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E-34 jadeó.
Ya no sabía si los temblores eran suyos… o del recuerdo que acababa de presenciar.
Su espalda temblaba. Su piel sangraba en puntos por donde los cables habían sido arrancados.
Sangre negra y roja se mezclaban en sus piernas.
Las máquinas a su alrededor chispeaban. Algunas se apagaban. Otras solo le devolvían su reflejo: un monstruo recién nacido.
Una nueva explosión lo sacó del trance. El techo tembló. Algunas máquinas cayeron a su alrededor, soltando humo y chispas.
Un pitido sordo comenzó a resonar, intermitente, como si una alarma rota intentara avisarle de algo.
No entendía qué pasaba. ¿Era un temblor? ¿Una falla en los sistemas? ¿Un castigo?
Pero algo —en su estómago, en el fondo mismo de sus huesos— comenzaba a gritarle.
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Se arrastró primero. Luego se levantó, tambaleante. Cayó. Se levantó. Tropezó de nuevo.
Pero aprendía rápido. Como si su cuerpo entendiera mejor que él cómo sobrevivir.
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Miró a su alrededor.
Vislumbró unas puertas dobles de un metal negro. Notó que estaban entreabiertas. Y sin pensarlo, se deslizó entre ellas, jadeando.
Afuera, el pasillo se extendía como la garganta de un monstruo. Las paredes eran de un metal oscuro con brillos azulados. Frío, clínico, familiar.
Demasiado familiar.
E-34 se detuvo. Algo se revolvió dentro de él.
Volteó hacia la puerta que acababa de cruzar. En la placa superior, podía leerse:
“Crisol de las Eras”.
El mundo titiló.
Por un segundo, no estaba solo.
No era él quien miraba la placa. Era una niña.
Una niña de ojos verdes, de pie frente a esas mismas puertas, respirando con dificultad mientras alguien le susurraba al oído:
—No puedes entrar aquí, Ofelia. Este lugar no es para ti.
El recuerdo no era suyo. Pero lo había visto.
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La visión se distorsionó, como una grabación quemada. Fragmentos sueltos flotaban en su mente:
...Una habitación blanca con una cama de metal.
...Un túnel lleno de placas con códigos.
...Una voz diciendo “Después de la Sala del Murmullo del Tiempo... está el elevador.”
Las piezas encajaron como un mapa mental cocido a la fuerza en su conciencia.
No sabía por qué lo recordaba. Pero lo hacía.
Tenía que llegar a esa sala. No porque entendiera lo que significaba. Sino porque... algo lo empujaba.
Tal vez era por esa niña menuda. Tal vez era el miedo. Tal vez era esa alarma rota que sonaba como un presagio.
Apretó los puños.
No sabía lo que venía. Pero no podía quedarse a esperar.
Tenía que moverse.
Posdata: Intentaré escribir 1,200 palabras por capítulo pero habrán algunos que tendrán solo 700 palabras, porque, porque me da hueva XD
Ofelia: Asociada a la tragedia de Hamlet, puede simbolizar la pérdida y el sacrificio.
