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Chapter 29 - Dónde mueren los vínculos

No era una decisión valiente.

Era lo único que quedaba.

Selaris no quería hacerlo. Pero no había otra opción.

El Cardenal era demasiado fuerte… y estaba resistiendo mucho más de lo esperado.

En medio de la nube de polvo, dio el siguiente paso.

Activó su segunda afinidad.

El Vacío.

—Red de Negación… —susurró.

Extendió el Hilo Eterno en un patrón invisible alrededor del terreno, dibujando una geometría imposible que se ocultaba entre el caos. Era una red silenciosa, imperceptible al ojo común. Una trampa. Cualquier técnica que cruzara esa área… sería devorada parcialmente, absorbida o deformada hasta volverse inestable.

Pero no era una habilidad que dominara.

Y su cuerpo lo sabía.

Las venas de su antebrazo palpitaban con una mezcla de violeta oscuro y negruzco, como si algo contaminado intentara salir desde dentro. El vacío no obedecía. Solo exigía. Solo tomaba.

Sabía que si abusaba, sería ella la absorbida.

<>

Avanzó otra vez hacia la refriega, midiendo el espacio entre ellos. Recordaba bien dónde había colocado su telaraña invisible. Tenía que llevarlo ahí. Engañarlo. Guiarlo como a una bestia herida.

La nube de polvo comenzaba a disiparse.

Y lo vio.

El Cardenal, de pie, envuelto en luz.

No una luz que sanaba.

Una que mataba.

La Divinidad Solar seguía ardiendo dentro de él, más fuerte de lo que parecía físicamente posible. Y en esa luminiscencia, en esa aura que deformaba el aire, Selaris vio algo más: determinación. A cualquier costo.

Se cruzaron las miradas. Y fue todo lo que necesitó.

—<<¡Mierda!>>

Desapareció.

El espacio se dobló con un crujido seco. El Paso Imposible. Un movimiento rápido, brutal, que siempre venía acompañado del sonido de carne desgarrándose desde dentro. Un costo que el viejo pagaba con gusto.

Selaris reaccionó en una fracción de segundo.

—¡Círculo de Hematoma Solar!

El hilo se desplegó en espiral alrededor de su cuerpo, infundiéndose de fuego estelar: blanco en el centro, azul cielo en los bordes. Una defensa que castigaba los ataques directos.

Justo entonces, por su costado derecho, el Cardenal apareció, ya blandiendo su técnica final.

La Lanza Imposible.

Un metro cúbico de espacio comprimido en una línea invisible, sin peso ni masa. Un corte que no sangraba. Un filo que solo dejaba ausencia.

El golpe conectó parcialmente.

La técnica de Selaris absorbió una parte del impacto, generando una cadena de microexplosiones blancas, y su cuerpo salió disparado hacia la izquierda, como si el aire mismo la hubiera escupido.

El Cardenal sabía lo que hacía.

Había atacado su costado derecho a propósito.

Selaris era zurda.

Y su defensa, aunque eficaz, lo estaba desgastando.

Escupió sangre. Oscura. Espesa. Ya no tenía suficiente para más repeticiones…

Pero repitió el Paso Imposible.

La carne se abrió por dentro.

Apareció detrás de ella justo cuando aún rodaba por el suelo.

Pero Selaris no era del tipo que se dejaba morir.

Apoyó los brazos con rabia en la tierra, giró la cadera y lanzó una patada ascendente con la pierna izquierda.

Impactó directamente en el rostro del Cardenal.

No lo vio venir.

El golpe fue tan ortodoxo que pareció improvisado. Y él… no tenía ojo derecho con el que reaccionar. El impacto lo hizo retroceder un paso.

Una fracción de debilidad.

Una eternidad para ella.

El dolor de Selaris fue inmediato. Su pierna izquierda se quemó. Solo por tocarlo.

La Divinidad Solar en el cuerpo del viejo era una sentencia constante.

Pero no se detuvo.

Cuando él recuperó el enfoque, ya la tenía encima.

Ella se reposicionaba, a pesar de la pierna herida.

Siseando.

Temblando.

Pero viva.

El Cardenal lanzó una estocada rápida con la Lanza Imposible, directa a la cabeza.

Selaris se movió.

Un slip hacia la izquierda.

Riesgoso.

Brillante.

Pero no suficiente.

—<<¡No alcanzo…!>>

Subió el brazo derecho, la guardia firme, como su abuelo le enseñó.

Desvió la trayectoria con la parte externa del antebrazo.

Y la lanza pasó.

Rozó.

Como si la muerte le respirara encima.

Un mechón de cabello cayó al suelo, seccionado en silencio.

Seguía viva.

Y eso bastaba.

Avanzó.

Invadió el espacio vital del Cardenal con precisión.

El boxeo sucio no era arte.

Era herencia.

Sangre y burla, regalo de su abuelo.

Pisó con su pierna izquierda, la misma que ya estaba quemada, con un crujido de carne y hueso.

Retrajo todo.

Piernas.

Cadera.

Hombros.

Y por último, el brazo izquierdo.

Tensó el cuerpo como un resorte cargado de rabia.

—¡Círculo de Hematoma Solar!

El Hilo Eterno se enroscó en su puño izquierdo.

Blanco en el centro, azul en los bordes.

Las microexplosiones ya palpitaban.

El calor le chamuscó el antebrazo propio, la piel burbujeó por dentro.

Pero no le importó.

Bajó el cuerpo.

Rozó el suelo con los nudillos.

Y lanzó el uppercut.

Un golpe que nacía desde los pies, subía por la cadera, y estallaba en el hombro.

Estaba loca si pensaba que podía tocarlo.

Él tenía la Divinidad Solar recorriéndole las venas.

Ella… solo tenía fuego estelar.

Hermoso. Inmenso.

Pero no era el Sol.

Y aún así, Selaris no se detuvo.

Su puño ascendía con la violencia de una estrella moribunda, cargado con todo lo que era.

Y el Cardenal lo vio.

Lo leyó.

Demasiado telegrafiado.

—<>

Y sonrió.

Y sonrió.

—Fragmento Solar.

Ya lo había preparado.

Pero no podía lanzarlo con la mano.

La Lanza Imposible seguía en su único brazo útil.

Así que lo hizo con la boca.

Una esfera del tamaño de una nuez, compacta, imposible, latía en su lengua como el corazón de un dios moribundo.

Brillaba como el núcleo de una estrella condenada, blanca, dorada, con bordes de lava muerta.

Selaris lo vio.

Y por primera vez en ese combate…

vaciló.

—<<¿¡Está loco!?>> —pensó—.

Demasiado tarde.

El puño iba.

La esfera salía.

Y colisionaron.

Una explosión sin sonido.

Un relámpago seco.

Una grieta abierta entre dos naturalezas incompatibles.

El impacto fue absoluto.

Una explosión de colores imposibles:

naranja incandescente y blanco azulado se entrelazaron, serpenteando en espirales de fuego solar y Fuego estelar.

Una luz que no iluminaba, sino que quemaba las sombras.

El aire fue arrancado.

La caverna se estremeció.

Las estalactitas crujieron.

Las grietas comenzaron a reptar por el techo como venas negras.

Y justo antes de salir volando, Selaris lo había hecho.

Un gesto.

Una voluntad.

Un hilo.

—Hilo del Juicio.

No fue un grito.

Fue un acto.

Selaris lo había colocado con precisión, como lo había hecho con E-34.

Pero esta vez no para controlarlo.

Sino para amplificarlo.

Amplificar su fe rota.

Amplificar su rabia religiosa.

Amplificar su miedo…

y hacerlo explotar desde dentro.

El Fragmento Solar se desintegró.

El puño de Selaris fue desviado por la onda.

Ambos salieron lanzados como astros errantes.

Y sobre sus cabezas…

el techo tembló.

El derrumbe aún no comenzaba.

Pero ya no había vuelta atrás.

En medio de la oscuridad vibrante, un último pensamiento del Cardenal floreció:

<<¿Qué has hecho, maldita?…>>

Dentro del Cardenal, algo se resquebrajó.

<

Mi camino no puede romperse así.

¡Esto no puede estar pasando!>>

Sintió el juicio recorrerle las venas como hielo negro.

El éter sagrado arremolinándose sin control.

El fuego solar distorsionándose.

Su propia fe… convertida en trampa.

El hilo seguía ahí.

Vibrando.

Apretando.

Juzgando.

Distorsionado las emociones del cardenal...

---

La cueva se venía abajo.

Ya no era un presentimiento. Era un hecho.

Las rocas crujían. Las estalactitas caían como cuchillas ancestrales.

Y entre cada estremecimiento, entre cada chasquido que bajaba del techo como una cuenta regresiva… el aire se volvía más denso.

Más insoportable.

El Cardenal no era ajeno a eso.

Su mandíbula colgaba en un ángulo grotesco, deshecha, abierta como si su cráneo hubiese olvidado cómo cerrarse.

Los dientes se movían. Sus cuerdas vocales ardían. Solo salían sonidos húmedos, crudos, inhumanos.

Pero en su mente, aún pensaba.

Aún analizaba.

<<¿Por qué? ¿Por qué ahora, maldita rata? Si te escondiste todo el combate… ¿por qué mostrarte justo cuando la victoria era mía?>>

Sus pensamientos eran torbellinos, pero uno más lúcido que el resto brillaba entre todos:

<>

Él había vivido más guerras de las que Selaris podría imaginar.

Más traiciones, más visiones, más juicios.

Y sabía que algo no cuadraba.

Que algo… lo manipulaba.

Entonces, respiró. O lo intentó.

Los músculos de su pecho vibraron como membranas rotas.

Y se obligó a pensar. A calmarse.

A resistir.

<>

—¡N-no! —escapó una palabra rasgada desde su garganta destrozada.

Fue entonces cuando lo sintió.

Una presión invisible.

Un anzuelo que se enterraba en su alma.

El Hilo del Juicio se tensó.

Selaris, herida, jadeante, cubierta de sangre propia y ajena, aún tenía fuerza para una última cosa.

Y no iba a permitir que el Cardenal se calmara.

Ella lo sintió, lo analizó… y apretó.

—<>

—<>

Y lo logró.

La calma del anciano se hizo trizas.

Su cuerpo tembló.

Su único ojo se inyecto en sangre mientras cada emoción suprimida estallaba como un volcán contenido.

El odio, la fe, la culpa, la sed de gloria, el luto por sus mártires, la pérdida del Arzobispo, la muerte de los Apóstoles, la humillación…

Todo. Todo volvió.

Volvió y lo devoró.

Giró la cabeza.

Y lo vio denuevo.

E-34.

De pie, con la cara ensangrentada.

El abrigo beige grisáceo flotando entre el polvo.

La jabalina tosca —una varilla curva, sin simetría, oxidada y torcida— en sus manos.

Y el medallón en su pecho… una burla final.

El Cardenal lo miró.

Y la cordura, esa última hebra que lo mantenía humano, se quebró.

El rostro se torció.

La lengua colgó.

Los ojos temblaban, saliéndose de sus órbitas.

<<¡Tú… tú eras… tú eras el inicio!>>

—¡RRRGGHHAAAAAAAARAAAAAAAHHH!

El rugido que lanzó no fue voz.

Fue entrañas quemadas gritando con rabia vieja.

Fue un grito para los mártires.

Fue un grito para el Sol.

—¡POR MI FE!

—¡POR MI VENGANZA!

—¡POR LA LUZ MÁS BRILLANTE!

Y corrió.

Cada paso era una puñalada a sí mismo.

Su rodilla estallaba en sangre.

Su columna crujía.

La pierna izquierda iba arrastrando trozos de músculo despegado.

Pero no importaba.

Avanzó como un toro poseído.

La Lanza Imposible brillando débilmente en su única mano.

Las rocas cayendo, esquivadas a duras penas, otras golpeándolo, arrancándole piel, desgarrando más de lo que quedaba.

No era una carrera limpia.

Era un embiste maniaco, caótico.

Era un final anunciado envuelto en sangre y devoción desquiciada.

E-34 no se movió.

Solo lo miró.

<>

La distancia se cerraba.

Y justo cuando el Cardenal rugía con más furia…

Pisó la Red.

Un pulso invisible le subió por la pierna como veneno.

La Red de Negación respondió al instante.

Su Divinidad parpadeó.

La luz dorada que lo protegía vaciló, como una antorcha bajo lluvia ácida.

Y su lanza…

La Lanza Imposible tembló, deformándose como un aliento maldito.

Luego implosionó, tragándose su propia estructura.

El brazo del Cardenal se sacudió.

Y la lanza explotó hacia adentro.

—¡GGGGGRRRAAAAAHGGGG! —bramó, cuando su mano fue destrozada.

—¡¡¡GGGRRRAAAHHHH!!! —rugió el Cardenal, mientras su mano derecha era tragada en una explosión inversa.

El muñón humeaba.

Sangre.

Carne.

Osamenta quemada.

Y en ese instante de agonía, su mente rompió las costuras.

<<¡¿Qué es esto?! ¡¿Por qué no responde el Sol?! ¡¿Por qué no me escucha?!>>

<<¡Era mi momento! ¡Mi premio! ¡Mi fe me trajo hasta aquí!>>

<<¡¿Mi Divinidad… se está yendo?!>>

<<¡Mi fe… me está abandonando…?>>

<<¡Todo por nada…?>>

E-34 ya estaba encima.

Su jabalina tosca —ese pedazo de chatarra despreciado— le perforó el plexo solar con un golpe seco y final.

Sangre. Carne.

Tendones enredados y hueso triturado.

No había arte.

Ni luz.

Ni leyendas.

Solo hierro sucio… y rabia pura.

El medallón solar se quebró como un cascarón hueco.

El esternón se partió con un crack seco.

La punta oxidada se hundió en su corazón.

Y el cuerpo del Cardenal tembló, empalado.

<<…no…>>

<<…esto no es una muerte digna…>>

<<…no es… justicia…>>

Pero no terminó ahí.

Selaris ya corría.

A pesar del brazo izquierdo quemado, de la pierna lacerada, del corte en su brazo derecho y del dolor clavado en cada fibra.

La Costura Solar se activó.

El Hilo Eterno ardió con destellos blancos y azules.

Giró en torno a la cintura del Cardenal.

Pero no giró como una caricia.

Giró como una sierra abrasiva

Una vuelta.

Dos.

Tres.

Emitiendo un chillido agudo enrollando al cardenal y al entrar en fricción con la carne del Cardenal.

Chispas blancas y azules saltaron en el aire, como estrellas rotas.

El hilo giraba.

Penetraba.

Siseaba.

—¡GGGGGHHHHHAAAAAGGGGG! —fue lo último que emitió el Cardenal.

El torso se partió.

La espina dorsal cedió.

Los órganos se separaron como cera ardiente.

El fuego estelar lo atravesó desde dentro.

—<>

—<>

Con un golpe sordo su cuerpo cayó en dos mitades al suelo.

Toscas, grotescas, imperfectas,

Y entonces…

Las Puertas de Obsidiana se abrieron junto con la caída del cardenal.

Las lunas, alineadas en el cielo distante, proyectaron su sincronía sobre el umbral.

Y más allá…

un abismo.

Una oscuridad sin fondo.

Una prueba sellada por eras.

El Arrastre los esperaba.

Pero la cueva ya no lo haría.

Las rocas se precipitaban en masa.

Las paredes se agrietaban como si la tierra misma sollozara.

Las paredes temblaron.

El techo se resquebrajó como un cráneo antiguo.

Los últimos segundos de vida del lugar comenzaban.

Selaris giró hacia E-34, jadeante, las piernas temblándole, con sangre bajándole por la sien y el pecho.

—¡Tenemos que salir de aquí!

E-34 retiró su jabalina… ya no parecía basura.

La sujetó con fuerza.

Le estaba agarrando cariño.

Y entonces una roca descomunal cayó del techo, directo hacia él.

Selaris chasqueó la lengua.

—¡Remiendo Incandescente!

Un punto del hilo brilló, vibró y explotó.

La roca se partió como si le hubieran disparado con un sol en miniatura.

Selaris no pensó.

Solo actuó.

Sujetó a E-34 por la cintura. La piel de ambos resbalaba con sangre, sudor y polvo. Su brazo temblaba, pero apretó.

Las rocas ya no caían. Se desplomaban.

Y el techo, ese techo que durante milenios había sostenido los secretos del mundo, ahora se desmoronaba como un cadáver milenario exhalando su último aliento.

—<> —se dijo a sí misma, los dientes apretados.

Pisó sobre un fragmento de columna que aún no colapsaba, y saltó.

Una losa del techo se vino abajo justo frente a ellos.

No había tiempo.

—¡Remiendo Incandescente!

El hilo ardió.

Los nudos explotaron en un patrón preciso.

Una microdetonación de plasma blanquiazul rasgó el aire, haciendo añicos el bloque antes de que los aplastara.

Aterrizó sobre una roca que todavía estaba en el aire. Inestable.

La siguiente ya estaba cayendo.

—¡Tch…!

Giró el torso, apoyó un pie en la roca que aún descendía… y volvió a saltar.

Está vez a su derecha.

El mundo era solo caída y presión. No había suelo, solo fragmentos de un mundo muerto.

Aterrizando en otro trozo de reca sentía la ingravidez por estar en el aire Pero no había tiempo para pensar, salto de roca de escombro de un lado a otro.

Cada salto era una danza entre muerte y cálculo.

Otro bloque de piedra venía por la derecha.

Demasiado grande. Demasiado rápido.

El hilo se disparó, envolviéndolo por la base.

—¡Remiendo Incandescente!

Una explosión.

Esquirlas.

Chispas que dibujaban estrellas momentáneas entre el colapso.

Pero entonces por esa roca no calculo bien su siguiente saltó.

Aterrizó mal.

Su rodilla izquierda se dobló, y el crujido le sacó un grito contenido.

Pero no podía parar.

La sangre ya le corría por todos los orificios de la cabeza: nariz, boca, oídos. Incluso las lágrimas tenían un tinte rojizo. Su afinidad de fuego estelar rugía dentro de ella, exigiendo su precio.

La siguiente roca descendía vertical girando sobre su propio eje en el aire. No podía saltarla.

Se impulsó lateralmente, aterrizando en otra roca que se dirigía a ella está vez patinando con las botas sobre la losa inclinada.

El hilo serpenteó a su alrededor, una telaraña de locura.

Las venas de su antebrazo palpitaban.

El brazo no respondía del todo.

—¡R-remiendo…! —tosió sangre—. ¡Incandescente…!

Otro estallido.

Otra detonación perfecta.

Otra piedra destruida.

Pero su cuerpo ya no aguantaba.

Y aún así, seguía.

—<<¡Falta poco… solo un poco más…!>>

Saltó otra vez.

E-34 temblaba en sus brazos.

El polvo les cubría el rostro como ceniza de un infierno que aún ardía.

Ya sentía las Puertas de Obsidiana.

Se abrían lentamente, empujadas por una fuerza más antigua que los dioses:

la alineación de las tres lunas.

Y tras ellas, el abismo infinito.

Un paso más.

Y entonces, lo oyó.

—¡¡¡¡POR EL DÍA MÁS BRILLANTE!!!! —una voz rota, visceral, gutural, casi demoníaca.

La cabeza de Selaris giró.

Y lo vio.

El Cardenal, partido, mutilado, con media cara colgando y sin piernas útiles, se alzaba con su última energía.

La sangre irradiaba desde su pecho.

Pero su fe aún gritaba.

Y con un último gesto del brazo, apenas un muñón cercenado por su lanza...

—¡Cierre fractal!

El espacio colapsó en un metro cuadrado.

El entorno mismo se plegó como papel mojado.

Un tirón la atrapó.

Su pierna izquierda quedó enganchada.

Y con la inercia, E-34 salió disparado hacia adelante, aterrizando a unos metros de la puerta.

Selaris, por su parte, no dudó. Activó su segunda habilidad.

—Cadenas de seda —susurró para sí misma.

Y a sus ojos se desplegó un mundo nuevo. Su habilidad le permitía ver los hilos que unen a las personas... o los que las encadenan.

Vínculos afectivos, juramentos, lealtades, posesiones. Todo era visible para ella.

Con eso podía rastrear... o romper esos lazos.

Giró la mirada y vio al Cardenal, como innumerables hilos se extendían desde él, cada uno de un color distinto: familia, amigos, enemigos…

Pero ignorando los que no eran necesarios, se concentró hasta que lo encontró.

El hilo que lo unía con su afinidad: un color oscuro y brillante que representaba el espacio.

Con un movimiento de su mano, trazó un corte limpio.

Lo cortó… pero no sin un costo.

Mientras la habilidad del Cardenal era liberada, ella cayó al suelo como una muñeca sin cuerdas.

Y cuando impactó con un ruido sordo, lo sintió: el precio de cortar un vínculo de tal calibre.

Ya no podía mover un solo músculo.

Estaba agotada, al borde del desmayo.

Pero no se iba a rendir.

Haciendo alusión a sus últimas fuerzas, giró su cabeza y le lanzó su último mensaje a E-34:

<>

E-34 dudó por un segundo.

Su libertad estaba a unos pasos de él. Podía dejarla...

Pero no pudo.

Corrió hacia ella.

La alzó.

Y esquivó una roca que cayó justo en el lugar donde ella había estado atrapada… una roca del tamaño de una casa.

La explosión sacudió el umbral.

Pero ya estaban del otro lado.

Atravesaron las puertas de obsidiana, envueltos en polvo, fuego y un silencio eterno.

Y tras ellos…

El Cardenal quedó solo.

Tendido.

Partido.

Ciego por el polvo.

Pero aún no muerto.

<<¿Dónde está mi Sol…?>>

Un crujido.

El techo se desplomó por completo.

El impacto fue seco. Brutal.

Un sonido húmedo que selló siglos de fe.

Después cayó, toda la cueva dejando solo oscuridad...

Fin del Volumen 1

Gracias por llegar tan lejos conmigo chicos, me di cuenta que llevo escribiendo un mes con este capítulo, un proyecto que inicie por hobby Pero que estoy disfrutando mucho, eso sí como soy novato creo que tendré que revisar todos los capítulos denuevo, después de todo deje un montón de lagunas argumentales XD Pero en fin besos.

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