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Chapter 28 - Dónde arde lo impuro.

Un crujido más fuerte sacudió la caverna.

Y entonces, todo se quebró.

No fue el suelo.

Fui yo.

Un golpe seco, como si algo se soltara dentro de mi nuca.

Sentí un ardor detrás de los ojos y luego…

verde.

Una energía que no era mía se abrió paso por mi pecho, brillante, espectral, como vapor de un futuro que aún no existía. No se activó con voluntad. Simplemente sucedió. Como si algo me estuviera usando a mí en lugar de al revés.

Y lo sentí. Otra vez.

Las visiones que me habían acompañado desde la cápsula —ese constante cosquilleo detrás del pensamiento— se desbordaron como una presa rota.

Y lo vi.

Me vi morir.

No una vez.

No dos.

Docenas.

Vi al anciano, el Cardenal, rodeado por esa luz que no calienta: cocía.

Vi su colgante arder con divinidad solar, cómo arrastraba el suelo bajo sus pies como si el mundo le obedeciera.

Vi su afinidad espacial quebrar el campo como un cristal que se dobla.

Vi mis costillas partirse sin contacto.

Vi cortes que no hacían sonido, y cuando me di cuenta, ya no tenía piernas.

Vi su ojo, ese sol moribundo… y sentí cómo mi alma se detenía.

Y también la vi a ella.

Creí que me protegería. Que ahora que estaba de su lado, eso significaba algo.

Pero qué ingenuo. Qué perfecto imbécil.

Vi su hilo envolverme. Vi ese fuego blanco al centro, azul cielo en los bordes, quemar sin tocar.

Vi su mirada sin una pizca de duda.

Vi su pierna atravesarme el tórax, su puño romperme el rostro como si quisiera desfigurarme hasta desaparecer.

Vi cómo ardía todo lo que yo era.

Y entre todas esas muertes posibles, algo más. Algo que no era humano.

Eliar.

Lo sentí moverse, lento, como una larva viva.

Arrastrándose por mi pecho. Abriéndose paso entre carne y silencio.

Hasta llegar al corazón.

Ahí se detuvo.

Se ancló.

Y vi cómo, con una sola orden suya —de ella—, mi sangre hervía.

No por calor. No por fuego.

Sino por algo mucho peor: dolor sin origen.

Dolor sin explicación.

Dolor que te obliga a gritar… sin saber por qué.

Y lo supe.

Lo acepté.

<>

<>

El mundo giraba.

Pero cada segundo parecía venir de otro futuro.

<>

<>

Parpadeé.

Y todo lo que era se tensó. Mi cuerpo, mis neuronas, el metal tras mis huesos.

Activé lo que —a falta de otra palabra— ya empiezo a aceptar como una habilidad.

Mi procesamiento cerebral se estiró como un mapa multidimensional.

Las visiones, esos finales brutales, me rodeaban.

Analizando hasta que mi cabeza pulsaban, hasta que sentía la visión parpadear lo vi entre ellas... una ruta.

Breve.

Inestable.

Pero no me mataba.

<

La mujer… puede envolverme con su fuego y dejarme sin alma.

Eliar… me espera en la oscuridad.>>

Mi cuerpo no tembló.

Mi mente sí.

Un hilo de sangre bajó por mi nariz. No me importó.

Solo quedaba un intento.

Cuando la explosión los lanzó, cuando la nube de polvo cubrió la escena…

Corrí.

Imprudente.

Peligroso.

Pero necesario.

No era una decisión valiente.

Era lo único que quedaba.

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Mientras tanto, el Cardenal estaba de rodillas.

Su aliento era fuego atrapado en vidrio.

El sello seguía activo, pero él... ya no podía más.

<>

En su mejor momento, hubiera terminado esto con una sola secuencia de su afinidad. Pero ahora, su cuerpo no le contestaba.

Los reflejos se volvían ecos. Las órdenes que enviaba a sus músculos se perdían en carne podrida.

Las piernas temblaban.

Las manos ardían.

La luz lo traicionaba.

Ya no lo iba a contener más.

Él sabía lo que estaba a punto de hacer. Algo prohibido. Algo abominable.

Pero, ¿quién de su Iglesia iba a reclamarle?

¿Quién podía levantar el dedo cuando estaban en tierras que ni Dios mismo había querido mirar?

<>

—…pero si no lo hago, ya no podré continuar.

Apretó los dientes. Sus labios sangraron por la presión.

Acumuló su Divinidad, ese fuego dorado que lo había acompañado desde su consagración, y la vertió por cada vena energética de su cuerpo. No tenía un centro energético como los despiertos. No tenía un núcleo que lo estabilizara.

Era un proceso imperfecto.

Pero tenía fe.

Y un alma dispuesta a arder.

Las venas se iluminaron como ramas encendidas.

Cada trayecto energético —los meridianos, como los llamaban los herejes— se convirtió en un canal de lava.

El dolor lo partía desde dentro.

Pero el poder…

El poder era glorioso.

El éter, su energía vital, empezó a consumirse como aceite sobre fuego. Rápido, irreversible.

Su piel se tornó translúcida en algunos puntos, como si la luz quisiera abandonarlo desde adentro.

Una radiación naranja, casi solar, empezó a expandirse desde su pecho, distorsionando el aire a su alrededor.

Cada bocanada de calor que emanaba hacía vibrar el suelo.

El espacio parecía dilatarse, gemir.

Como si el mundo supiera que esto no estaba bien.

Y aún así, no se detuvo ahí.

Apoyando la punta del pie izquierdo, se levantó.

Cada movimiento parecía romper huesos.

Pero su fe los soldaba otra vez.

Alzó su brazo.

—Lanza Imposible.

El aire colapsó.

Compactó un metro cúbico de espacio en un punto del tamaño de una lanza.

Invisible.

Silenciosa.

Letal.

La empuñó como una extensión de su propia alma, vibrando con la frecuencia de una dimensión que no pertenecía a este plano.

No tenía peso.

No tenía masa.

Pero dejaba heridas que no sangraban, como si el cuerpo mismo se negara a entender que había sido partido.

Su aura era un sol sangrante.

Un dios de guerra hecho carne, entre el espacio y el fuego.

Una blasfemia andante, un insulto viviente para los dioses que aún quedaban.

Pero en ese momento…

No quedaba espacio para el perdón.

Solo victoria.

O silencio eterno.

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