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Chapter 2 - Capítulo II - Fantasmas.

He aprendido, por las malas, que los dioses no son bondadosos.

Actúan por su propio interes, jugando con las vidas de millones, engañando a los mortales y destruyendo el mundo en guerras religiosas

Ellos solo quieren jugar.

"Y nosotros, somos sus juguetes favoritos."

Atentamente.

Benrik, Señor de las mentiras.

•••

La tormenta los forzó a desviarse.

El sendero que tomaron no aparecía en ningún mapa, y aún así se abría ante ellos como una herida mal cerrada entre los árboles. El camino era un hilo de tierra ahogado entre raíces torcidas, y cubierta de escarcha.

El viento traía consigo un olor denso y familiar: óxido, humedad, corteza podrida.

Benrik lo reconoció antes que el resto. El olor del miedo.

La niebla no cayó de golpe. Primero se enroscó suavemente en los cascos de los caballos, como si los acariciara. Luego se alzó, viva, ondulante, y los devoró sin pedir permiso.

El grupo se redujo a sombras. Benrik apenas podía distinguir la figura tensa de Lady Ismara sobre su montura, con la espalda recta como el filo de una daga sin desenvainar. Detrás, los escoltas murmuraban, sus voces amortiguadas por la bruma. Al frente, el bastardo de Ismara cabalgaba con la mano firme sobre la empuñadura de su espada, como si el acero pudiera cortar el aire mismo.

—Vi algo —susurró el hijo de Lady Ismara—. Una figura, al lado de un árbol.

Nadie respondió. Nadie se detuvo.

Benrik tampoco. Pero alzó la mirada. Solo niebla.

O eso quiso creer.

Un escolta giró bruscamente la cabeza.

—Nos llamaron —dijo con la voz baja y los labios pálidos.

La niebla se les pegaba al cuerpo, a las ropas, a la piel. No flotaba: se aferraba. Actuaba como si tuviera voluntad propia.

Benrik, aunque farsante, sabía distinguir entre lo que podía controlar y lo que lo superaba. Esta niebla no era natural. No era la clase que se limitaba a ocultar. Algo la guiaba, la manipulaba.

No sabía qué. Y eso le bastaba para guardar silencio.

Mantuvieron la marcha. Las opciones eran pocas, y mirar atrás no era una de ellas.

No tardaron en encontrarlo.

El pueblo apareció como un recuerdo mal enterrado entre la niebla. Casas intactas, ventanas cerradas, leña ordenada junto a las puertas, pozos cubiertos. Carretillas con fruta podrida, congelada por el tiempo.

Nada saqueado. Nada destruido.

Y sin embargo… completamente vacío.

El silencio no era el del invierno, sino algo más profundo. Un vacío que no hacía eco, que no respiraba.

Benrik desmontó. Sus botas tocaron el barro, pero no dejaron huellas. El suelo parecía tragar sus pasos.

Miró hacia el cielo. Niebla. A su alrededor, cuervos sobre los tejados. Silenciosos. Quietos. Observaban, pero no se movían.

El grupo no avanzaba. Todos lo miraban.

Él era el vidente, el lector de la niebla. El único que supuestamente podía entender lo inexplicable. El único que no debía temer.

Se acercó a una puerta. Fría al tacto. No había candado. No estaba cerrada. Nada le impedía entrar.

No lo hizo.

No necesitaba abrirla para saber que no encontraría nada.

Detrás, un escolta murmuró algo que Benrik no escuchó. Estaba concentrado en el suelo. Tampoco había rastros de los caballos. Ni siquiera las marcas de su propia entrada. Como si el pueblo se negara a recordarlos.

Lady Ismara le hizo una señal. Él obedeció, caminando hacia el centro del asentamiento.

La plaza emergía poco a poco, deformada por la niebla. Había una construcción de piedra, apenas visible: una capilla sin techo, con muros viejos y una puerta abierta como si alguien les estuviera dando la bienvenida.

Benrik la cruzó.

El altar estaba cubierto de símbolos tallados con desesperación: líneas en espiral, cortes profundos, marcas de cuchillos, quizá de uñas o garras animales. No eran runas. Ni lenguaje conocido. Alrededor, muñecos de paja con rostros pintados con barro seco. Algunos con mechones de pelo humano. Otros, con cintas rojas en el cuello.

Una figura colgaba del marco superior del altar.

Un espantapájaros vestido con las ropas de un sacerdote. El rostro cubierto por un saco cosido con hilo oscuro, dibujando una sonrisa torcida. Las sogas que lo sostenían no eran de cáñamo.

Benrik lo supo por el olor.

Piel humana.

Uno de los escoltas vomitó.

Él se mantuvo firme. No era la primera vez que veía un ritual así.

Esta era una intervención de los dioses, era tan retorcido y cruel, algo usual en ellos. No respetaban la vida humana, los consideraban inferiores y los usaban para sus rituales.

Este era el resultado de jugar con los dioses.

El bastardo de Ismara estaba inmóvil, pálido, Benrik había tenido la misma reacción, la primera vez que presenció había presenciado la intervención de los dioses.

Lady Ismara no dijo nada. Esta era la primera vez que presenciaba esto, pero no cayó en pánico o miedo. Permanecía en la entrada, rígida como una estatua de porcelana, pero con los ojos clavados en la espalda de Benrik.

Él habló porque era su papel.

—Este no es un lugar de muerte —dijo con voz apagada—. Es un lugar de olvido.

Algo ocurrió aquí… pero nadie queda para recordarlo.

Mentía.

No sabía qué había pasado. No entendía los símbolos. No escuchaba los susurros.

Y por más que deseaba ser un verdadero vidente en ese instante, la niebla no le hablaba.

Solo lo envolvía.

Como si supiera quién era realmente.

No tenían otra opción. Pasaron la noche en una posada abandonada, que olía a humedad y polvo viejo. Demasiado silenciosa para ser real.

La madera no crujía.

El fuego no encendía.

La comida, traída desde antes, sabía a tierra rancia.

Benrik se acostó. No durmió. En su mente, los muñecos de paja seguían mirándolo. El espantapájaros sonreía. Y los cuervos callaban sobre sus ojos cada vez que los cerraba.

Cerca de la madrugada, salió de su habitación. Se sentó frente a la capilla, con la nieve humedeciendo su capa.

Permaneció allí, de pie bajo la niebla que seguía cubriendo el pueblo.

No buscaba respuestas.

Solo quería escuchar algo.

Unos pasos lo sacaron del trance.

Ismara.

—¿Crees que esto está relacionado con la niebla? —preguntó ella, sin rodeos.

Él tardó en responder.

No sabía qué decir. Pero debía hacerlo.

—Me temo que sí —murmuró—. Algunos creen poder interpretarla. Los susurros de la niebla.

Se giró para mirarla.

—Y estas son las consecuencias.

Ella no respondió. Su rostro tampoco dijo nada. Pero Benrik creyó que había dicho lo necesario.

Lady Ismara era fuerte. Más de lo que había imaginado cuando la conoció. La había subestimado. Pero la pérdida de su esposo y sus hijos legítimos la había vaciado de algo esencial.

Ya no era una mujer noble.

Era una fuerza contenida.

Y él solo podía esperar que no se quebrara.

Ismara regresó a la posada sin decir una palabra más.

Benrik se quedó en silencio, en soledad.

Pensó.

Recordó.

Imaginó otras noches, otras vidas, otras mujeres que lo acompañaban en su soledad en el pasado.

Se preguntó:

"¿Qué pensaría ella si me viera así?"

"¿Que diría de un mentiroso, que se aprovecha de los necesitados y los débiles?"

"¿Me seguirías amando?"

No tenía respuesta.

Su viejo amor había desaparecido en el horizonte, dudaba que volvieran a encontrarse.

Sacó su moneda de cobre. La hizo girar.

Cayó en su palma.

—Soy un tonto...—murmuro.

La guardó.

Se quedó bajo la noche helada unos minutos, después regreso a la comodidad de su cama para poder descansar.

Partieron al amanecer.

Nadie habló. Nadie miró atrás. No anotaron el nombre del pueblo. No dejaron marcas. No buscaron respuestas.

Benrik era el único que conocía la verdad del pueblo fantasma.

No deseaba entrometerse con los dioses.

Solo caminaron, siguiendo el camino de tierra.

Y cuando la niebla se disipó al fin, el sol tocó sus rostros.

Podían respirar tranquilos.

Allí estaba.

Las torres del castillo del primo de Lady Ismara, alzadas sobre una colina helada. Frías. Sólidas. Vivas.

Ya no era un pueblo fantasma.

Había soldados en las torres. Vigilantes. Humanos. Reales.

Un cuerno sonó desde lo alto. Las puertas se abrieron sin que las tocaran.

Soldados descendieron, envueltos en capas negras como el carbón. Intimidantes. Silenciosos.

Y allí estaba él.

Velmir Von Lain.

En lo alto de las escalinatas, esperándolos. Inmóvil. Como si supiera que vendrían desde el inicio.

Benrik lo observó.

Los muros.

Los ojos.

Y supo, con la misma certeza con la que lanza su moneda, que este lugar sería diferente.

Aquí no había niebla que lo protegiera.

Solo hombres con miradas afiladas. Políticos. Pragmáticos.

Y él tendría que mentir mejor que nunca.

—Te presento a mi primo —dijo Ismara, con la voz firme—. Velmir Von Lain, señor de Fortaleza Emplumada.

El hombre lo miró como un cuervo hambriento.

Velmir Von Lain.

Su mirada era la de un carroñero, tan similar a la Benrik. Cómo verse a un espejo roto, fragmentado y corrompido.

Tan similares y tan distintos.

Uno de ellos, era el señor de un castillo importante en el Oeste, con gente que lo respetaba y darían sus vidas por el.

El otro, un farsante que viajaba engañando a los que conocía, con decenas de enemigos que deseaban su cabeza.

—Es un placer conocerlo, señor de la fortaleza —dijo Benrik, inclinando ligeramente la cabeza.

—Me gustaría decir lo mismo —respondió Velmir—. Pero no te conozco, hombre encapuchado.

Benrik lo había olvidado.

Durante todo el viaje, jamás se había presentado con un nombre.

Solo era "El vidente" otros le llamaban "El lector de la niebla".

—Benrik Au Julius. Ese es el nombre que me fue dado. Soy un vidente, lector de la niebla.

La palabra “vidente” torció el gesto de Velmir.

No creía en supersticiones. No las toleraba. Era de mente cerrada, de juicio rápido y voluntad férrea.

Era su enemigo natural.

—No podemos perder tiempo, prima Ismara —dijo Velmir, ignorando a Benrik—. Debemos hablar sobre el futuro heredero de nuestra familia.

El bastardo bajó la cabeza. Asustado.

Ismara se mantuvo firme. Había esperado ese momento.

Benrik también.

Un conflicto de sucesión. Tensión familiar. Intereses en juego.

Un lugar perfecto para un mentiroso con hambre de poder.

Se iba a quedar en Fortaleza Emplumada.

Y esta vez, no iba a necesitar niebla para tejer su historia.

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