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Señor De Las Mentiras

SirCuervo
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Synopsis
"Dicen que puede ver el futuro. Que la niebla le susurra secretos. Que nunca se equivoca." TODO ES UNA MENTIRA. El Oeste está hecho cenizas. Las familias antiguas han caído, los héroes han desaparecido y la guerra ha arrancado la fé de los corazones de la gente. Entre los escombros y el fuego, aparece Benrik, un hombre sin lealtades, sin escudo... Y sin escrúpulos. Fingiendo ser un vidente, pero en realidad era el... Señor De Las Mentiras. Predice muertes planeadas. Crea milagros con sangre ajena. Y en medio del caos, todos comienzan a creer en él. Lady Ismara, lo contrata para proteger a su hijo bastardo. Pero lo que Benrik protege no es un niño, ni un linaje. Protege su mentira. Porque mientras más le temen... más poder tiene. Y en este juego de espadas y mentiras, la verdad no importa. Lo que importa es quién escribe la historia. ¿Hasta donde puede mentir un hombre antes de convertirse en la profesia que invento?
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Chapter 1 - Capítulo I - Vidente.

Si lo que he llegado a hacer te desagrada, lector.

No te culparé...

Pero no esperes que me retracte de mis actos. No daré excusas. Ni disculpas.

Y no negaré lo que he hecho.

"Conozco lo que soy, y acepto que no había otra opción."

Atentamente.

Benrik, Señor de las mentiras.

•••

La imagen era espeluznante.

La horca aún crujía con el peso del muerto.

La cuerda estaba mal hecha.

El cuello no se rompió del todo y el cadáver se balanceaba lentamente, como si aún dudara de su destino. Tenía los pantalones mojados, la lengua morada y los ojos abiertos mirando la nada. Bajo sus pies, el barro conservaba las huellas de quienes se detuvieron a escupirle y la de sus ejecutores.

Alguien había grabado la palabra "TRAIDOR" con cuchillo en el tronco que servía de poste.

Benrik lo observó en silencio.

Desconocía la razón del porque estaba colgando, no podia imaginar como acabo en esa situación. Aunque era verdad que había presenciado escenarios aún más morbidos y traumaticos en el pasado.

Sacó una moneda de cobre del bolsillo de su abrigo de cuero agrietado.

La sostuvo contra la tenue luz del amanecer, contemplando el rostro sin corona que la adornaba. Ni rey ni reina. Solo un gran árbol, viejo como las tierras del Oeste.

—Cabeza: un cobarde. Cola: un tonto —murmuró.

La lanzó al aire. La atrapó sin mirar el resultado, como si no importara.

Guardó la moneda en su manga, dio media vuelta y caminó entre los restos humeantes del pueblo.

Era un lugar miserable incluso antes de la guerra. Ahora, era una herida abierta, con casas de piedra derrumbadas, puertas arrancadas, sangre seca en los umbrales.

Los invasores se habían ido días atrás, pero la peste y el miedo todavía se arrastraban por las callejuelas. La niebla no se disipaba; se agarraba a los huesos de los cuerpos sin vida, a los techos chamuscados, a los sueños rotos de los que quedaban.

Pudo ver algunas personas reunidas, se acercaron a el como una turba enfurecida.

Solo era un grupo de campesinos, andrajosos y armados con horcas oxidadas, le detuvieron el paso. Una mujer de rostro lamentable, con los dientes rotos y la mirada clavada en su garganta, habló por todos:

—¿Vienes a saquear lo que queda?

Benrik sonrió al oírla, tenía ese tipo de sonrisa que no deja ver los dientes ni las intenciones.

—¿Qué me llevaría? El hambre ya os dejó sin nada, sin oro y ni hijos. Pero quizás... —miró la niebla— quizás pueda ayudarles en algo.

La tensión se mantuvo un instante más. Luego, uno de los hombres bajó su lanza improvisada con un palo y un cuchillo. Otro escupió al suelo.

La mujer frunció el ceño.

—¿Eres de los ermitaños del este?

—No. Yo leo lo que otros no ven. Vuestros árboles hablan. Las cenizas cuentan historias. Y la niebla... —inclinó el rostro, como escuchando algo en el viento— la niebla susurra nombres.

Los aldeanos se miraron entre sí.

La confusión se hizo clara. Nadie entendía sus palabras. En tiempos mejores, lo habrían echado a patadas.

Pero esos tiempos habían desaparecido junto a este pueblo en ruinas.

—Faltan niños —dijo uno de los campesinos—. Dos. Mi hija y el hijo del molinero.

Benrik asintió con gravedad, su sonrisa desapareció.

Caminó entre los restos calcinados, recogiendo un trozo de tela manchado de sangre, tocando una piedra tiznada, agachándose ante una huella diminuta en el camino que nadie había notado.

Murmuró sin que lo oyeran, hizo un gesto con los dedos...

Pidió silencio.

—Uno está muerto —dijo al fin—. El más pequeño. Lo arrojaron al pozo. El otro... sigue con vida.

Antes de que alguien se atreviera a confrontar sus palabras, un hombre se abrió paso entre la multitud.

—¡¿Dónde?! —gritó el molinero, desesperado.

—Bajo tierra. Al norte, cerca del arroyo. Oigo su respiración... si corréis ahora, quizás aún respira.

Corrieron.

Y lo encontraron.

El niño estaba temblando, cubierto de barro, atrapado en una raíz bajo la colina. Respiraba con dificultad. Había estado ahí dos días. Nadie sabía cómo había sobrevivido.

Nadie, salvo el desconocido que recién había llegado.

"Susurraban que podía leer la niebla, que era el Lectos de la Niebla."

O eso empezaron a decir.

Benrik no explicó que había escuchado a una anciana murmurar algo sobre "el arroyo" cuando llegó. Tampoco que había visto las marcas de arrastre en la tierra húmeda. Ni que, en realidad, no sabía del todo si el pequeño estaba vivo.

Pero ahora lo estaba. Y eso era suficiente.

Esa misma noche, los campesinos le ofrecieron un techo para dormir, comida y fuego.

Aunque el pueblo estaba destruido, la gente se mantenía unida, era lo único que les quedaba. Se aferraban a eso para no caer en la desesperación.

Era algo conmovedor para Benrik.

El fuego de la hoguera lo hacía sentir mejor.

Mientras bebía un caldo flojo junto al fuego del pueblo, se le acercó una mujer cubierta por una capa de lana fina, con un broche de plata con el emblema de dos llaves cruzadas en un escudo morado.

Benrik lo reconoció, el símbolo de una familia del Oeste, reconocía el simbolo, pero no conocía el nombre y tampoco a sus miembros.

Tal vez para ojos inexpertos, la mujer pasaría desapercibida, pero para Benrik no era una simple campesina.

Era alta, de piel clara, ojos cansados, con la mirada de alguien que no había dormido por días.

A unos cuantos metros, escoltas intentaban pasar desapercibidos como viajeros. Tres soldados en mal estado, con armaduras golpeadas y el hambre grabada en los rostros.

—Eres tú —dijo la mujer—. El que vio al niño.

Benrik asintió, sin levantarse del fuego ni de su comida.

—Soy Lady Ismara —se presentó—. Mi familia está arruinada. Mi esposo y mis hijos legítimos fueron asesinados en una traición. Solo me queda un hijo bastardo. No tiene el nombre de mi familia, pero lleva mi sangre. Quiero llevarlo al castillo de mi primo, se encuentra en el sureste de aquí, a unos días de viaje. Pero el camino está infestado de bandidos. Necesito protección.

Benrik pudo ver a un joven junto a los escoltas detrás de Lady Ismara. Estaba escondido bajo una capucha negra. Era un adolescente, posiblemente de 16 años, edad perfecta para convertirse en el próximo heredero de su familia.

—Ya tienes hombres suficientes.

—No estoy pidiendo tu espada. Necesito la certeza. Tú viste lo que nadie más vio. Predijiste incluso el lugar exacto.

Benrik la miró fijamente, evaluando qué tanto podía obtener de ella.

El joven bastardo de Lady Ismara era una pieza importante.

—¿Quieres un perro que ladre por ti... o un cuervo que te ayude a evitar la lluvia de flechas?

Ella le ofreció oro. No era mucho, pero suficiente para escapar del norte.

No aceptó todo lo ofrecido. Solo lo necesario.

La verdad era que la paga no le importaba. Lo que quería era algo más duradero: credibilidad.

Estrecharon las manos.

La sonrisa de Benrik era sutil por fuera, por dentro, un caos de emociones.

—En un par de días planeamos iniciar el viaje.

—Tengo que preparar algunas cosas, pero le aseguro que estaré listo cuando llegue el día —dijo Benrik.

Ismara, aunque confiaba en lo que había visto, aún encontraba difícil tomar con seriedad las palabras de aquel extraño. No encajaba con la imagen tradicional de un vidente.

Todos esperaban que un sabio se viera viejo, atormentado por el tiempo.

Pero él era todo lo contrario. Un hombre joven, de cabellera oscura sin una sola cana, mirada penetrante, tenía cicatrices, pero no arrugas, sin señales de vejez. Y eso tenía una explicación sencilla.

No era un vidente.

Solamente un farsante..

•••

Dos días después.

Benrik ya había preparado todo lo que necesitaba. Tenia una sorpresa preparada.

Le dieron un corcel tan viejo como la ropa que llevaba, pero aún firme. No había razón para quejarse: en esas tierras, tener algo que cabalgar era un milagro.

Montaban por un camino helado, entre bosques de abedules pálidos como huesos y ramas que susurraban con la fuerza del viento. Benrik avanzaba en silencio, atento. Esperaba las señales que él mismo había dejado.

De pronto, alzó la mano y detuvo la caravana. Ismara se acercó, no preguntó. Esperó.

—El viento trae sangre vieja —dijo, cerrando los ojos—. Y acero sin emblemas. Nos siguen.

Lady Ismara tensó la mandíbula.

—¿Estás seguro?

—Cuatro hombres. Dos zurdos. Uno sin diente. El último cojea.

Ella parpadeó, incrédula. Pero dio la orden a sus escoltas. No tenía otra opción.

El silencio dominaba. Estaban rodeados de niebla, arbustos cubiertos de escarcha, árboles blancos como el hueso.

Diez minutos después, salieron de entre la niebla: bandidos armados con hachas, cuchillos de cocina y arcos endebles.

Eran cuatro, tal como él lo dijo.

Saltaron al combate sin pensar. Benrik se apartó, desenfundó su arma, pero no participó. Sabía que si interfería, el combate acabaría demasiado rápido.

Y no quería arruinar la imagen de sabio que Lady Ismara había empezado a creer. Tampoco quería que los bandidos lo miraran demasiado. Eso también era parte del plan.

Por suerte, el enfrentamiento fue breve. Torpe, pero efectivo.

Un escolta murió, pero los bandidos cayeron. Uno logró escapar entre los árboles. Otro fue atravesado por la lanza del hijo bastardo de Ismara, que demostró ser hábil con la espada. Los demás murieron entre gritos.

Cuando todo terminó, todos miraron a Benrik con una nueva clase de respeto.

Él lo había predicho todo.

—¿Cómo lo hiciste?

—La niebla me lo contó todo.

"No era solo un lector. Era el lector de la niebla", pensaron todos.

Esa noche, acamparon junto al lecho seco de un río. Las llamas eran pequeñas, por miedo a ser vistos.

Benrik fingía dormir. Cuando la guardia cambió, se deslizó entre la maleza. Se movía con el sigilo de un gato.

Podía oír a los lobos a lo lejos. Aullaban entre la espesura. La oscuridad y el silencio volvían todo más inquietante.

Volvió al lugar de la emboscada.

Los cadáveres aún estaban ahí. No se inmutó. No era la primera vez. Ni sería la última.

Buscó entre los troncos hasta hallar el que recordaba.

De su interior sacó una bolsa de cuero. La revisó: aún quedaban cinco monedas de plata y dos de oro. Era lo que había pagado por la emboscada.

Los bandidos eran suyos.

Les había pagado días antes. La advertencia de Ismara le dio tiempo. Usó ese margen para visitar una aldea cercana.

Les prometió un botín fácil. Una emboscada sin esfuerzo.

La mayoría de los bandidos murieron, como era de esperarse. Un escolta también. Pero eso solo reforzaba la historia.

Sacó su moneda de cobre y la lanzó al aire.

Esta vez, la miró.

Cola.

—Un tonto —susurró, mirando uno de los cuerpos—. Pero fue útil.

Guardó la moneda. Regresó al campamento.

Había mentido. Manipulado. Engañado.

No era algo nuevo para él.

Llevaba años viviendo así: de historias falsas, cuentos hábiles, y una lengua afilada.

Aprendió a preparar cada mentira como un artesano que afila su herramienta.

No había nada mejor que una verdad fabricada por uno mismo.

Era su especialidad.

•••

Cuando volvió, lo sorprendió una figura despierta.

El muchacho. El bastardo de Lady Ismara.

Lo observaba con una mezcla de miedo y fascinación. Había presenciado dos veces cómo las palabras de Benrik se cumplían.

—¿Es cierto que viste la emboscada antes de que ocurriera?

Benrik sonrió con calma, casi con tristeza.

—No la vi. La recordé.

El chico frunció el ceño.

—¿Recordaste el futuro?

—El futuro es como la niebla: nadie lo ve claro, pero si aprendes a leer sus formas, puedes caminar sin tropezar.

El muchacho asintió. Aún sin entender del todo. Pero deseando creer.

Y eso era suficiente.

Benrik se tumbó en su manta, los brazos cruzados tras la cabeza. El día había sido largo.

El fuego crepitaba suavemente...

Había vivido 26 años con los conocimientos que tenía de la historia.

La razón por la que sabía tanto no era la clarividencia, sino otra:

Él era un lector.

Un fanático de la historia medieval.

Había vivido en otro mundo. Uno donde conocía historias como esta. Leyendas sobre castillos, traiciones y guerras con espadas y escudos.

Un día, simplemente despertó aquí. No sabía cómo. Solo sabía que, de alguna forma, era real.

Al principio, pensó que era un regalo. Una oportunidad única.

Pero luego entendió que no importaba cuánto supiera.

Era un niño sin nombre en un mundo que no perdona.

Tardó años en adaptarse. Aprender la lengua. Sobrevivir en medio de la guerra eterna.

Ganarse la vida sin tener apellido era una lucha diaria. Y él no tenía linaje alguno.

Pero todo había cambiado.

Las guerras, las traiciones, la confusión y el miedo. Todo eso se acumuló, y había abierto una grieta.

Un hueco por donde podía colarse una mentira bien dicha.

Una mentira que, si se repetía con suficiente fuerza, podría volverse realidad.

Los dioses dormían, y debía aprovechar eso.

Estaba despierto, como siempre. Imaginando su próxima mentira antes de convertirla en una verdad.

Las mentiras son un arte.

Y él, un magnífico artista.

"El Señor De Las Mentiras."